Ese mundo no es el mío:
es el tuyo: el que en tus pupilas
hundido está desde siempre
y no lo alcanza mi vista.
A ese mundo quisiera entrar
antes que suene la hora
-ay- de mi vida.
El mundo que yo no viva - Agustín García Calvo
es el tuyo: el que en tus pupilas
hundido está desde siempre
y no lo alcanza mi vista.
A ese mundo quisiera entrar
antes que suene la hora
-ay- de mi vida.
El mundo que yo no viva - Agustín García Calvo
Llama a mi puerta tu voz de eslabones engarzados, el silencio espejeando mi contorno en tu mirada, la límpida humanidad de tu figura. Otra es, sin embargo, la tonalidad que fragua el metal de la cadena descifrable, la luz de mi reflejo extinguiéndose en el reverso de tus ojos callados. Y por más que muevan tus manos cinco dedos y cinco dedos las mías, nunca sabré, si alcanzo a tocarte, cómo se encienden y crepitan sobre tu piel esos dedos míos tan parecidos, tan diferentes a los tuyos.
Por eso llamas a mi puerta. Llaman tu voz, tu mirada, tu figura. Porque incluso si caminas a mi lado cada noche con sus días, vienes siempre de lejos, vienes siempre de fuera. Calados tus huesos bajo la tormenta por gotas de lluvia que a mí jamás me rozaron. Poblados tus ojos de bosques oscuros y pájaros petrificados en pleno vuelo. Los pies curtidos por piedras de aristas desconocidas, acariciados por vientos ajenos a los míos. Como si llegaras de un país remoto cuyo cielo ignoro, cuya tierra se me oculta. Donde otro fuera el mapa de las estrellas que en el firmamento ampara tu frente alzada, y otras las hojas caídas que arropan en murmullo tus pasos. Otras en el túnel de tus pupilas, en el pozo insondable de la memoria escapando al relato, en tu lengua paladeando palabras legibles, a la vez cerradas como cofres si sólo tú percibes el sabor de esas palabras en tu boca, el aroma que las envuelve, el laberinto de imágenes, de sentires, de melodías que en ellas resuenan al tú pronunciarlas. Ante todo, otras dentro del lugar sin coordenadas desde donde te abres en ventana a ese cielo y a esa tierra, a cada una de las pequeñas y grandes cosas que entre ellos se esponjan, a mí al llamar a mi puerta. Como un extranjero arribado a suelo extraño. Como un extraño buscando cobijo en mi casa.
Llamas a mi puerta para descubrir que no hay puerta que te impida la entrada. Traspasas el umbral y estás dentro. Lo quiera o no, eres ya mi huésped, eres ya mi invitado. Lo quieras o no, soy ya tu rehén en mi propia casa: me ata tu mera presencia forzando la necesaria respuesta, condenándome a cargar con ella hasta en la pretensión de eludirla. Pero serán la voluntad que alienta tu llegada y su expresión en tu rostro, mi consecuente o recelosa acogida, el azar o el destino aliados al tranquilo transcurrir del tiempo o al tijeretazo brusco que lo niegue, también la intensidad con que la naturaleza de tus demandas y mi aceptación o rechazo perpetren el secuestro, los jueces que sentenciarán en cuál de las múltiples habitaciones de esta casa que digo mía te será dado instalarte. Entre quiénes de los incontables huéspedes que la habitan se halla tu sitio.
Reconocer tu condición de invitado implica saber que llegas demasiado tarde para tener cabida en la habitación de sus primeros huéspedes. Ésos cuya alteridad entonces ignota sembró los cimientos de esta casa. Ésos que con sus signos y gestos, con sus leyes y reglas, penetraron la masa informe, la semilla tierna, el barro húmedo, diseñando su más primigenio esbozo. Porque nada era antes de su venida, porque sólo su extranjería permitió el nacimiento de mi identidad quebrada, carecen mis dinteles de puertas que los sellen y así permanezco expuesta a la llegada de otros huéspedes.
Se agolpan los más numerosos en diversas estancias de dimensiones indefinidas, de trazado y muebles neutros, las más distantes de las habitaciones que ocupo. Allí reposan en calma, innominados o con nombres huidizos, apenas provistos de peticiones. Rara vez se asoman al pasillo para solicitar cualquier nimiedad de fácil satisfacción, y a cambio aportan sus cuerpos cierto calor animal a la casa. Se trata de huéspedes fortuitos, de rápido reemplazo, que no dejan mancha pero tampoco huella reseñable alguna, y desaparecen un buen día acaso con menos que un breve adiós.
Reservo igualmente varias salas para los huéspedes indeseados. Sin más preámbulo los destinan a ellas sus malos modos, sus lenguas aburridas o en exceso afiladas, los galones con que aspiran a imponer su dominio al poco de cruzar la puerta. Otros llegan trasladados desde las estancias donde me despliego y demoro: lentamente acabó por desvelarse su inconveniencia entre sus paredes amorosamente decoradas, sobre las alfombras que resguardan mis plantas desnudas. En algunos casos, porque la entrada de otros huéspedes en más armónica sintonía con mis placeres y quebrantos los mudó en estorbo dentro de sus limitados espacios. Y unos pocos propiciaron con contundencia el cambio a fuerza de errores dañinos, de golpes malintencionados, de inocentes pero nocivas torpezas. Son huéspedes molestos, irritantes, cubiertos de más exigencias, de más súplicas de las que el buen ánimo desearía concederles. Se les soporta con la resignación del penitente si resulta ineludible atenderlos, de ser posible se les ignora y sortea al transitar de habitación en habitación con la esperanza de su marcha pronta, de que finalmente abandonen sus camas en préstamo arrastrando consigo el espectro enervante de su recuerdo. Estos últimos tienden a aullar al alba como lobos a la luna, perturbando mi sueño con el despertar de la culpa.
Pero si logran tus manos amables y la calidez templando tu voz, la sabiduría de tus palabras y tu risa sincera, que tu nombre se consolide y torne gozosa costumbre en mis labios, te alojaré en unas de las habitaciones más próximas a las mías. Y junto a mis más queridos huéspedes, te sentaré a mi mesa para compartir contigo mis mejores viandas, para hacerte partícipe de mis más bellos juegos, para dedicarte mi tiempo valioso en conversación frente el fuego. Esforzándome, solícita, por agasajar tu paladar con vinos añejos, por escuchar al atardecer tus cuentos, por reservarte mis horas más soleadas, por ayudarte a airear tu habitación cuando las sombras la invadan, y no cese en ti el deseo de ser mi invitado. Te unirás así al círculo de aquellos huéspedes con quienes aprendí a valorar el secuestro como un regalo, como una gracia que invita a tender las muñecas a las cuerdas, consciente de que su ausencia enfriaría mortalmente esta casa e inocularía en mí la duda de si merece ser habitada.
Quizá, quién sabe, se fortalezca tan poderosamente tu presencia entre sus tabiques que empiece a creerla irremplazable. Quizá comience a conquistarme la idea de que es tu precisa luz, y sólo la tuya, la que arranca a cada uno de sus rincones el más hermoso brillo, disolviendo sus humedades, esclareciendo sus tinieblas. La idea temblorosa de que la desaparición de los lazos que en torno a sus cimientos has ido tejiendo los heriría con grietas irreparables. Y termine entonces por instalarte en mi propio cuarto, por abrir mis armarios y cajones a los objetos que te acompañan, por cobijarte bajo la suavidad de mis mantas. Para que te conviertas en mi más precioso huésped y yo en tu más cómplice rehén. Para que a mi lado camines cada noche con sus días. Y junto a ti sea capaz de olvidar, durante largos instantes o largas horas, que también tú, como el resto de mis huéspedes, vienes siempre de lejos, vienes siempre de fuera. Portando a cada paso en tu mirada, en tu figura, en tu voz, un mundo extraño que sin remedio se me hurta.