jueves, 29 de mayo de 2008

Tensar la cuerda


"Vi de igual modo a Sísifo, el cual padecía duros trabajos empujando con entrambas manos una enorme piedra. Forcejeaba con los pies y con las manos e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte; pero cuando ya le faltaba poco para doblarla, una fuerza poderosa derrocaba la insolente piedra, que caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría de los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza"

Homero, Odisea, XI, 593.

Tal vez sea necesario preguntarse si Sísifo sabía de lo que ha trascendido hasta nosotros como una condena divina de causas oscuras. Si había sido informado de que cada vez que alcanzara la cumbre de aquel monte, la enorme piedra rodaría cuesta abajo obligándole a reiniciar su tarea. Si era consciente, entonces, de la eternidad, inhumana para los hombres mortales, de su castigo y carecía de toda esperanza de descanso sobre la cima de la montaña del Hades. Porque de lo contrario, ¿no sería aún mayor su condena?

Imaginemos a Sísifo desconocedor del absurdo de su existencia y todavía animado por la esperanza.

Sísifo lleva ya largo tiempo subiendo por la ladera de la montaña cargado con su inmensa piedra. Aún recuerda cuando estaba al pie, alzando la mirada para otear su cumbre, concentrado en su respiración, tratando de convencerse de que su voluntad y fortaleza bastarían para acarrear el imponente peso, acallando en su conciencia las voces que le avisaban de su ingenua incapacidad para anticipar los probables escollos no calculados con los que habría de toparse. Apostando, en la falta de elección, por sí mismo y por su hasta ese punto no vencida resistencia.

No han sido pocas desde entonces las ocasiones en que se ha sentido al borde de sus fuerzas. Ha sufrido ya la desalentadora sorpresa de esos escollos imprevisibles. En tales momentos, abrumado por el agotamiento y la duda sensata sobre la magnitud de sus energías, la cumbre le ha parecido cada vez más lejana pese a saber que cada centímetro recorrido sólo podía acercarle a ella. El amanecer de un nuevo día ha logrado, sin embargo, despejar la bruma posada ante sus ojos e iluminar una vez más la certeza, tendente a desdibujarse por el mero cansancio, de que la cumbre acabará por llegar. Incluso se ha acostumbrado al periódico emerger de tales jornadas de flaqueza. Ha aprendido que su acaecimiento siempre vuelve a cegarle, pero también que se trata de una ceguera provisional y cada vez superada. A esa experiencia se aferra: allí donde la cuerda amenaza con romperse, puede aún seguir tensándose más allá de los límites esperados. Tal es la virtud de la voluntad humana. No obstante, tampoco se le escapa la peligrosa disminución de sus energías por el ascenso, y la enorme mole sobre sus hombros resulta ya tan pesada que parece querer aplastarlo.

Lo encontramos en el instante en que se halla a punto de arribar a la cima. Apenas debe resistir un poco más el lacerante dolor de sus manos maltrechas, de sus músculos extenuados, de sus pies sangrantes llenos de magulladoras. Apenas debe tensar un poco más la cuerda. Y aunque las dudas acerca de su posible ruptura le sobrevienen en intensa oleada, las aparta de un manotazo sosteniéndose sobre la expectativa del ya inminente frescor de la cumbre, de la liberación de la carga, del reposo merecido y el sueño tranquilo. Sólo es un poco más, se dice a sí mismo, sólo un poco, muy poco más.

A la vuelta de un recodo del camino conducente a la cima le aguarda el golpe de gracia de la cólera divina: con angustiada desesperación descubre sinuosas curvas que prolongan el trayecto más de lo imaginado, que suponen dificultades añadidas en el ascenso. Sísifo siente cómo el último bastión de sus menguadas fuerzas se evapora en el aire. Cree que se desploma sin remedio. Percibe con claridad cómo la cuerda comienza a quebrarse. Se ciega definitivamente al cercano frescor de la cumbre. Ya no consigue ni tan siquiera intuirla. Quizás ni exista. Y si existe -es su último pensamiento- ya ningún reposo logrará recobrarle de sus continuados esfuerzos. Reducido a un amasijo de carne doliente y exhausta, sin horizonte ni luz en la mirada con que contemplarlo, afloja las manos. La piedra se desliza con brusquedad por su espalda, golpeándole en la cabeza, para rodar rápidamente ladera abajo. Sísifo se derrumba.

Fundido en negro.

Un Sísifo desmemoriado aparece de nuevo al pie de la montaña, alzando la mirada para otear su cumbre,
concentrado en su respiración, tratando de convencerse de que su voluntad y fortaleza bastarán para acarrear el imponente peso, acallando en su conciencia las voces que le avisan de su ingenua incapacidad para anticipar los probables escollos no calculados con los que habrá de toparse.

Aún no sabe que los límites de su capacidad de resistencia coincidirán con los de sus expectativas truncadas. Aún no sabe de la astucia de los dioses para transformar la esperanza, fuente de su posible victoria, en instrumento criminal de su eterna derrota.

¿Alguien se atreve, como proponía Camus, a imaginar a Sísifo feliz?


miércoles, 21 de mayo de 2008

Puertas cerradas


En esas casas laberínticas, indefinidas y en constante proceso de construcción y demolición que son nuestras vidas existen puertas cerradas de las cuales apenas si nos acordamos en el cotidiano desplazarnos por sus dependencias. Se trata de puertas ubicadas en el fondo de pasillos ahora rara vez transitados. Puertas casi invisibles al no recibir la luz de habitaciones cercanas. En ocasiones, puertas ocultas tras pesados muebles cuidadosamente colocados sobre ellas en un intento desesperado por rehuir la tentación de volver a atravesarlas. Puertas hace ya mucho clausuradas, incluso selladas, pese a que hubiera un tiempo en que las estancias que se abren tras ellas constituyeran nuestra morada y allí encendiéramos cada noche el fuego cálido del hogar capaz de resguardarnos del frío callejero.

Puede querer, sin embargo, la premura de las circunstancias que una de aquellas puertas reaparezca súbitamente en nuestra memoria. Quizás algo olvidado tras ella se descubre de repente necesario para mantener el orden y la limpieza de las habitaciones ahora ocupadas. Quizás tememos la pérdida de la llave de una de las habitaciones en las que se ha instalado nuestro presente, y recordamos la existencia de una copia en esa habitación olvidada.

Se nos plantea entonces la disyuntiva de la momentánea vuelta atrás frente a la idea calladamente alimentada de que la reapertura de puertas cerradas sólo retarda el saludable proceso de demolición de espacios ahora inservibles. En un primer momento puede ganarnos la pereza ante el mero pensamiento de recorrer una vez más los pasillos largamente abandonados. Nos resistimos acaso al malgaste de energías que supondría el movimiento de los pesados muebles que las encubren. O nos invade el temor a ensuciarnos con el polvo acumulado en esas viejas habitaciones, al probable temblor en medio de su atmósfera rancia y su previsible oscuridad, a resucitar a antiguos fantasmas de su justo descanso si osamos franquear su entrada.

Finalmente respiramos hondo y nos aventuramos a emprender el retroceso. Nos acercamos con sigilo a la puerta, tratando de obviar el olor a humedad y la realidad descascarillada del pasillo que allí desemboca. Si es el caso, tensamos los músculos y nos disponemos a liberarla de los obstáculos situados ante ella, aun cuando sólo el mínimo necesario para cruzar su umbral. Por último, sujetamos con firmeza el picaporte y empujamos despacio. Ya estamos dentro. Observamos a nuestro alrededor los objetos almacenados, aquel cuadro de pintura desvaída inclinado sobre su eje, la mesa que cojea, las sillas desfondadas, los desconchones en la pared, parpadeando bajo los pequeños haces de luz macilenta que se filtran por las ranuras de sus persianas precipitadamente bajadas. Mientras hurgamos por los cajones en busca del objeto a rescatar, nos asalta una inquietante sensación de familiaridad que despierta el recuerdo de los días vividos entre aquellos muebles, de los acontecimientos transcurridos sobre la alfombra ya entonces mohosa, sobre la madera ajada de la mesa que ya entonces cojeaba. Porque esa misma sensación arrastra consigo una evidencia incuestionable: la decadencia imperante en la estancia no es atribuible al lógico desgaste del tiempo. Ya un día devino inhabitable a fuerza de mugre y quiebra. Por más que el hábito y el miedo nos abocaran a persistir en lo inhabitable, empeñados en hallar un imposible refugio bajo los crecientes agujeros de las mantas que debían abrigarnos.

Y es entonces cuando revivimos con más intensidad que nunca las causas por las que tuvimos que salir de esa habitación, o las que nos expulsaron violentamente de ella, poco importa ya la diferencia. Pero, sobre todo, la decisión, tan sabia en su inconsciencia, que una vez fuera nos impulsó a cerrar su puerta y a dirigir nuestros pasos hacia distantes y aún no inventadas habitaciones.

Con el objeto encontrado ya en el bolsillo tornamos a cerrarla con ímpetu renovado y nos apresuramos a alejarnos por el pasillo que hace ya tanto recorrimos con vacilante gravedad, posiblemente apesadumbrados por el dolor de la pérdida, a la par guiados por la certeza de que la salvación pasaba sin remedio por atreverse a mirar hacia delante. Sólo hacia adelante. Sobre las baldosas descoloridas brincan alegremente nuestros pies, camino de la chimenea encendida en las estancias cálidas que ahora habitamos, y que habitando somos.

jueves, 15 de mayo de 2008

Cultura del miedo


En 1943 Abraham Maslow planteó una teoría sobre la motivación que estructuraba jerárquicamente las necesidades humanas en una pirámide de cinco niveles. Según Maslow, tal organización jerárquica pretendía reflejar el hecho de que sólo una vez satisfecho el primer nivel cabía percibir y focalizar la atención sobre la satisfacción del segundo, y así sucesivamente hasta llegar al último, en el que no sin cierto debate situó la búsqueda de sentido y la felicidad a través de la autorrealización personal como estado nunca plenamente alcanzado y por ello motor inagotable de la vida humana. Pero para llegar a este último y más elevado estadio otros cuatro debían ser antes satisfechos.

En el segundo nivel, y únicamente por detrás de la satisfacción de las necesidades fisiológicas básicas -respirar, beber, dormir, comer- y por delante tanto de las sociales -afecto, amistad, amor- como de las de autoestima o reconocimiento, se hallarían para Maslow la necesidades de seguridad, entendida en primer término como seguridad física y derivadamente de recursos e ingresos. Es decir, que según esta teoría, es preciso que nos sintamos seguros para que pueda emerjar la motivación suficiente por satisfacer las necesidades de afecto, reconocimiento y sentido en nuestras vidas. O, visto a la inversa: el sentimiento de inseguridad nos vuelve ciegos para la valoración y persecución de otros aspectos también fundamentales en nuestra existencia hasta no ser aliviado de una u otra manera.

No es de extrañar por ello que la oscarizada y a mi juicio genial película documental de Michael Moore "Bowling for Columbine" (2002) trate de responder a la pregunta acerca del porqué del elevado número de asesinatos por arma de fuego en Estados Unidos apelando, entre otros factores, a una "cultura del miedo" que impulsa a los norteamericanos a armarse hasta los dientes en busca de una seguridad que no sienten garantizada por los medios de seguridad del Estado. Porque los americanos tienen miedo. Así lo reflejan la Primera Enmienda, que da derecho a todo ciudano estadounidense a poseer armas e incluso en algunos Estados les obliga a ello; las múltiples y descabelladas medidas de seguridad que pueden encontrarse hasta en las casas de pequeñas y tranquilas comunidades; o las restricciones aplicadas en algunos colegios tras la masacre del instituto Columbine sobre la vestimenta del alumnado para evitar que lleven armas de fuego. Y, como señala el propio Moore en su película, una persona atemorizada con un arma en la mano puede convertirse en un animal muy peligroso.


El miedo que padecen los americanos es, para Michael Moore, un hábil producto de los medios de comunicación cuyos rendimientos benefician a muchos y muy diversos sectores. El miedo vende y llena los bolsillos de numerosas industrias, desde las dedicadas a la fabricación de dispositivos de protección doméstica hasta las grandes multinacionales de producción de misiles. El miedo es, según comenta Marilyn Manson en la entrevista que se le hace en la película, un eficaz incitador al consumo como mecanismo psicológico para olvidarlo. Además, una sociedad aterrorizada deviene mucho más controlable y manipulable si en aras de paliar sus miedos está dispuesta a renunciar a algunos de sus derechos civiles fundamentales, tales como el de la privacidad o la protección de datos.

Pero no es sólo el miedo a la delicuencia o al enemigo internacional el que atenaza a los americanos. De su cultura del miedo forma también parte esencial el miedo al fracaso característico de un sistema que carece de los mínimos servicios de asistencia social o sanitaria y deja al individuo abandonado a su propia suerte ante la desgracia. Un sistema en el que las diferencias entre ricos y pobres aumentan día a día y condena a los más desfavorecidos a la miseria y la frustración. Y ya se sabe que la frustración puede degenerar igualmente en agresividad y conductas violentas.

He visto varias veces "Bowling for Columbine" y cada vez que la veo de nuevo aún me gusta más. Y no sólo porque su ritmo trepidante y el genial sentido del humor de Michael Moore libre en todo momento al espectador del aburrimiento pese a la densidad del tema tratado y a los numerosos datos y estadísticas ofrecidos. Me gusta que Michael Moore intente afrontar la compleja cuestión de la violencia en la sociedad americana aludiendo a una multiplicidad de factores sin pretender agotar sus causas ni tampoco pontificar sobre él. Me gusta su irónica y contundente crítica al american way of life, así como su solidaridad con las víctimas que deja a su paso. Y, sobre todo, me gusta que en sus películas muestre que hay otra América radicalmente distinta a la imagen de los Estados Unidos que se ha impuesto en nuestras conciencias tras los numerosos desmanes y atropellos de sus últimos presidentes. Una América disconforme e insatisfecha con la idea del sueño americano, compuesta por personas que aspiran a cambiar la situación de su país a través de la reflexión y la denuncia.

No voy a dejar de reconocer que Michael Moore es un personaje polémico, a menudo tendente a la manipulación y la demagogia. Pero la enorme simpatía que ya sentía por él no ha hecho sino aumentar después de haber leído sus recientes declaraciones a favor de Obama, indignado por el juego sucio con que Hilary Clinton pretende desprestigiarlo por su filiación con el ya famoso reverendo Wright. Y es que resulta que a este mismo y ahora tan denostado reverendo acudió el matrimonio Clinton para solucionar sus problemas matrimoniales tras el escándalo Lewinsky. Sólo que, como dice Michael Moore, por más que él le grite que lo haga cuando lo ve en televisión, Obama nunca cometería la indecencia de arrojar este trapo sucio a la cara de los Clinton. Porque Obama también pertenece a esa otra América.

Lo confieso: si un buen día me cruzara por la calle con Michael Moore, caería rendida a sus pies y le pediría en matrimonio. Vale, exagero. Pero únicamente porque jamás he creído ni creeré en el matrimonio.

Y por hoy os dejo con esta peculiar y divertida historia de los Estados Unidos que aparece en "Bowling for Columbine". ¡No os la perdáis si queréis reíros un rato!


martes, 6 de mayo de 2008

Sueño kafkiano con herida en el costado


Es de noche. Camino por una estrecha callejuela de una ciudad desconocida. Tiemblo de frío. La ventisca de nieve golpea mi rostro helado, apenas permitiéndome entreabrir los párpados, obligándome a caminar en la semiceguera de la oscuridad moteada de blanco. Mi caballo ha muerto. Duele en mi mejilla izquierda el reciente mordisco del cochero. Pero yo no soy Rosa. No sé quién soy.

Diviso al fondo una luz. Avanzo con dificultad hacia ella. Emerge del pequeño ventanuco de una fachada que adivino azul. Alzo los ojos. Sobre la puerta brilla el número 22. ¿Será mi casa? Me río quedamente ante el pensamiento de que uno nunca sabe las cosas que tiene en su propia casa. Por el ventanuco asoma de repente el rostro anguloso de un hombre joven, de pobladas cejas y orejas prominentes. Y grita: "¡Yo tengo no uno, sino dos caballos!" ¿No los oyes relinchar? Y en efecto, de un segundo ventanuco brotan las cabezas poderosas de dos caballos, que me miran, sin embargo, silenciosos, agitando levemente las crines.

Se abre la puerta y subo con fatiga las estrechas escaleras. Tengo que atender a un enfermo grave. Pero cuando alcanzo el primer piso sólo encuentro una habitación diminuta amueblada con una silla y un escritorio sobre el que se inclina el hombre de rostro anguloso. Ante él, dos folios en blanco. Sujeta una pluma y tan pronto la lleva sobre el folio situado a su izquierda como sobre el de su derecha, sin decidirse a escribir en ninguno de los dos. "Felice espera una carta mía. Pero el médico también me necesita. No sé a quién de los dos necesito yo más", dice volviéndose hacia mí.

Le pregunto por el médico. Tal vez sea yo el médico. "Ha llegado, como tú, en medio de la noche, de la ventisca, a la casa de un enfermo que le pide morir y a la vez ser salvado. Ha descubierto una gran herida floreciente en su costado. Pero el médico ya sabe que su herida, sin ser peligrosa, no tiene cura. Perecerá por su causa, sí, pero no antes que cualquiera. No antes que yo mismo, ni que tú. Sólo cuando le llegue su hora. Como todos". El hombre de rostro anguloso se inclina de nuevo sobre la mesa y entonces la veo. En su costado derecho, cerca de la cadera, se ha abierto una herida grande como un platillo, rosada, con muchos matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contemplar una cosa así sin que se le escape un silbido? Los gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se mueven en el fondo de la herida, la puntean con sus cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Aparto la vista con repugnancia de esa gran flor sanguinolienta cargada de muerte, cargada de vida. Miro por encima de su hombro. Son estas mismas palabras las que ahora manchan con tinta negra el papel de su izquierda. El de la derecha sigue en blanco. Felice esperará eternamente.

Todavía concentrado sobre el folio escrito el hombre de rostro anguloso dice como para sí: "El enfermo querría arrancarle los ojos al médico que no es capaz de aliviar su herida. Todos querríamos arrancarle los ojos. Al menos hasta que comprendamos que también esa herida late en su propio costado. Aunque a cada cual le duela en el suyo". Llevo mi mano a mi cadera derecha. Puedo notar, bajo la camisa, el agitarse inquieto de los pequeños gusanos. Duele. Con un dolor antiguo pero soportable. El dolor que llevo aprendiendo a soportar entre risas y lágrimas desde que mis pulmones se abrieron al mundo. El que habré de soportar hasta el día en que se cierren. Lo único que verdaderamente poseo. El hombre se vuelve por última vez hacia mí: "No voy a arrancarte los ojos. Tampoco te desnudaré ni te acostaré a mi lado. Pero debes irte. Bajo la ventana aguarda el carruaje con los caballos".

Cuando llego a la callejuela oigo a lo lejos el chirrido de unas ruedas que se alejan precipitadamente y el relinchar cada vez más distante de los caballos. La nieve amortigua el sonido de mis pasos errantes. Tiemblo de frío. También yo sé, como aquel médico rural, que nunca llegaré a casa. Mi mano se desliza sobre la flor agusanada de mi costado y siento palpitar su calor.


"Al dolor nace el hombre y ya hay riesgo de muerte en el nacer, decía el poema. Y también: Pero, ¿por qué alumbrar, por qué mantener vivo a quien, por nacer, es necesario consolar? Y también: Si la vida es desventura, ¿por qué continuamos soportándola?"

2666, Roberto Bolaño