"Vi de igual modo a Sísifo, el cual padecía duros trabajos empujando con entrambas manos una enorme piedra. Forcejeaba con los pies y con las manos e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte; pero cuando ya le faltaba poco para doblarla, una fuerza poderosa derrocaba la insolente piedra, que caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría de los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza"
Homero, Odisea, XI, 593.
Tal vez sea necesario preguntarse si Sísifo sabía de lo que ha trascendido hasta nosotros como una condena divina de causas oscuras. Si había sido informado de que cada vez que alcanzara la cumbre de aquel monte, la enorme piedra rodaría cuesta abajo obligándole a reiniciar su tarea. Si era consciente, entonces, de la eternidad, inhumana para los hombres mortales, de su castigo y carecía de toda esperanza de descanso sobre la cima de la montaña del Hades. Porque de lo contrario, ¿no sería aún mayor su condena?
Imaginemos a Sísifo desconocedor del absurdo de su existencia y todavía animado por la esperanza.
Sísifo lleva ya largo tiempo subiendo por la ladera de la montaña cargado con su inmensa piedra. Aún recuerda cuando estaba al pie, alzando la mirada para otear su cumbre, concentrado en su respiración, tratando de convencerse de que su voluntad y fortaleza bastarían para acarrear el imponente peso, acallando en su conciencia las voces que le avisaban de su ingenua incapacidad para anticipar los probables escollos no calculados con los que habría de toparse. Apostando, en la falta de elección, por sí mismo y por su hasta ese punto no vencida resistencia.
No han sido pocas desde entonces las ocasiones en que se ha sentido al borde de sus fuerzas. Ha sufrido ya la desalentadora sorpresa de esos escollos imprevisibles. En tales momentos, abrumado por el agotamiento y la duda sensata sobre la magnitud de sus energías, la cumbre le ha parecido cada vez más lejana pese a saber que cada centímetro recorrido sólo podía acercarle a ella. El amanecer de un nuevo día ha logrado, sin embargo, despejar la bruma posada ante sus ojos e iluminar una vez más la certeza, tendente a desdibujarse por el mero cansancio, de que la cumbre acabará por llegar. Incluso se ha acostumbrado al periódico emerger de tales jornadas de flaqueza. Ha aprendido que su acaecimiento siempre vuelve a cegarle, pero también que se trata de una ceguera provisional y cada vez superada. A esa experiencia se aferra: allí donde la cuerda amenaza con romperse, puede aún seguir tensándose más allá de los límites esperados. Tal es la virtud de la voluntad humana. No obstante, tampoco se le escapa la peligrosa disminución de sus energías por el ascenso, y la enorme mole sobre sus hombros resulta ya tan pesada que parece querer aplastarlo.
Lo encontramos en el instante en que se halla a punto de arribar a la cima. Apenas debe resistir un poco más el lacerante dolor de sus manos maltrechas, de sus músculos extenuados, de sus pies sangrantes llenos de magulladoras. Apenas debe tensar un poco más la cuerda. Y aunque las dudas acerca de su posible ruptura le sobrevienen en intensa oleada, las aparta de un manotazo sosteniéndose sobre la expectativa del ya inminente frescor de la cumbre, de la liberación de la carga, del reposo merecido y el sueño tranquilo. Sólo es un poco más, se dice a sí mismo, sólo un poco, muy poco más.
A la vuelta de un recodo del camino conducente a la cima le aguarda el golpe de gracia de la cólera divina: con angustiada desesperación descubre sinuosas curvas que prolongan el trayecto más de lo imaginado, que suponen dificultades añadidas en el ascenso. Sísifo siente cómo el último bastión de sus menguadas fuerzas se evapora en el aire. Cree que se desploma sin remedio. Percibe con claridad cómo la cuerda comienza a quebrarse. Se ciega definitivamente al cercano frescor de la cumbre. Ya no consigue ni tan siquiera intuirla. Quizás ni exista. Y si existe -es su último pensamiento- ya ningún reposo logrará recobrarle de sus continuados esfuerzos. Reducido a un amasijo de carne doliente y exhausta, sin horizonte ni luz en la mirada con que contemplarlo, afloja las manos. La piedra se desliza con brusquedad por su espalda, golpeándole en la cabeza, para rodar rápidamente ladera abajo. Sísifo se derrumba.
Fundido en negro.
Un Sísifo desmemoriado aparece de nuevo al pie de la montaña, alzando la mirada para otear su cumbre, concentrado en su respiración, tratando de convencerse de que su voluntad y fortaleza bastarán para acarrear el imponente peso, acallando en su conciencia las voces que le avisan de su ingenua incapacidad para anticipar los probables escollos no calculados con los que habrá de toparse.
Aún no sabe que los límites de su capacidad de resistencia coincidirán con los de sus expectativas truncadas. Aún no sabe de la astucia de los dioses para transformar la esperanza, fuente de su posible victoria, en instrumento criminal de su eterna derrota.
¿Alguien se atreve, como proponía Camus, a imaginar a Sísifo feliz?
Imaginemos a Sísifo desconocedor del absurdo de su existencia y todavía animado por la esperanza.
Sísifo lleva ya largo tiempo subiendo por la ladera de la montaña cargado con su inmensa piedra. Aún recuerda cuando estaba al pie, alzando la mirada para otear su cumbre, concentrado en su respiración, tratando de convencerse de que su voluntad y fortaleza bastarían para acarrear el imponente peso, acallando en su conciencia las voces que le avisaban de su ingenua incapacidad para anticipar los probables escollos no calculados con los que habría de toparse. Apostando, en la falta de elección, por sí mismo y por su hasta ese punto no vencida resistencia.
No han sido pocas desde entonces las ocasiones en que se ha sentido al borde de sus fuerzas. Ha sufrido ya la desalentadora sorpresa de esos escollos imprevisibles. En tales momentos, abrumado por el agotamiento y la duda sensata sobre la magnitud de sus energías, la cumbre le ha parecido cada vez más lejana pese a saber que cada centímetro recorrido sólo podía acercarle a ella. El amanecer de un nuevo día ha logrado, sin embargo, despejar la bruma posada ante sus ojos e iluminar una vez más la certeza, tendente a desdibujarse por el mero cansancio, de que la cumbre acabará por llegar. Incluso se ha acostumbrado al periódico emerger de tales jornadas de flaqueza. Ha aprendido que su acaecimiento siempre vuelve a cegarle, pero también que se trata de una ceguera provisional y cada vez superada. A esa experiencia se aferra: allí donde la cuerda amenaza con romperse, puede aún seguir tensándose más allá de los límites esperados. Tal es la virtud de la voluntad humana. No obstante, tampoco se le escapa la peligrosa disminución de sus energías por el ascenso, y la enorme mole sobre sus hombros resulta ya tan pesada que parece querer aplastarlo.
Lo encontramos en el instante en que se halla a punto de arribar a la cima. Apenas debe resistir un poco más el lacerante dolor de sus manos maltrechas, de sus músculos extenuados, de sus pies sangrantes llenos de magulladoras. Apenas debe tensar un poco más la cuerda. Y aunque las dudas acerca de su posible ruptura le sobrevienen en intensa oleada, las aparta de un manotazo sosteniéndose sobre la expectativa del ya inminente frescor de la cumbre, de la liberación de la carga, del reposo merecido y el sueño tranquilo. Sólo es un poco más, se dice a sí mismo, sólo un poco, muy poco más.
A la vuelta de un recodo del camino conducente a la cima le aguarda el golpe de gracia de la cólera divina: con angustiada desesperación descubre sinuosas curvas que prolongan el trayecto más de lo imaginado, que suponen dificultades añadidas en el ascenso. Sísifo siente cómo el último bastión de sus menguadas fuerzas se evapora en el aire. Cree que se desploma sin remedio. Percibe con claridad cómo la cuerda comienza a quebrarse. Se ciega definitivamente al cercano frescor de la cumbre. Ya no consigue ni tan siquiera intuirla. Quizás ni exista. Y si existe -es su último pensamiento- ya ningún reposo logrará recobrarle de sus continuados esfuerzos. Reducido a un amasijo de carne doliente y exhausta, sin horizonte ni luz en la mirada con que contemplarlo, afloja las manos. La piedra se desliza con brusquedad por su espalda, golpeándole en la cabeza, para rodar rápidamente ladera abajo. Sísifo se derrumba.
Fundido en negro.
Un Sísifo desmemoriado aparece de nuevo al pie de la montaña, alzando la mirada para otear su cumbre, concentrado en su respiración, tratando de convencerse de que su voluntad y fortaleza bastarán para acarrear el imponente peso, acallando en su conciencia las voces que le avisan de su ingenua incapacidad para anticipar los probables escollos no calculados con los que habrá de toparse.
Aún no sabe que los límites de su capacidad de resistencia coincidirán con los de sus expectativas truncadas. Aún no sabe de la astucia de los dioses para transformar la esperanza, fuente de su posible victoria, en instrumento criminal de su eterna derrota.
¿Alguien se atreve, como proponía Camus, a imaginar a Sísifo feliz?