El amor es una flor nacida para marchitarse, piensa María. Una breve exhalación perfumada que pronto se diluye en el mar agridulce de los olores cotidianos. A María le gustan las metáforas. Le sorprende la espontaneidad con que de repente brotan en su cabeza, como impulsadas misteriosamente desde el fondo bullicioso del restaurante mientras se apresura de un lado a otro atendiendo las mesas o espera en la barra la llegada de un pedido.
Sobre el amor, se dice, podría escribir un libro de aforismos plagado de metáforas. Pero seguramente todos los aforismos empezarían de la misma manera -"El amor es..."-, y todas las metáforas que se le ocurren para describirlo arrojarían el mismo sentido. ¿A quién no le resultaría aburrido? Verdadero pero aburrido. Porque María entretiene sus horas de servidumbre en el restaurante observando, examinando con detenimiento los restos del amor. Las flores marchitas o ya podridas. Olfateando la ausencia del perfume que un día exhalaron, el aroma rancio que ahora desprenden. Muy rara vez encuentra un espécimen en el apogeo de su floración, y siempre lo contempla con la tristeza anticipada de quien conoce su patético e ineludible sino.
Pese al ajetreo, sus preferidas son las horas de las comidas. La mayor afluencia de público le ofrece amplias posibilidades de observación. También un mejor seguimiento de los clientes que acuden con relativa frecuencia al restaurante. La atención de María se focaliza sobre las parejas. Sin y con niños. Se fija en el modo en que entran al restaurante. En sus rostros, por lo general parapetados al abrir la puerta tras la máscara de la conveniencia pública. En ocasiones más expresivos e impúdicos. En sus atuendos y en la forma en que caminan.
Pero su cotidiano análisis de los desechos del amor empieza realmente cuando las parejas se sientan a la mesa. En su primer acercamiento para tomar nota de las bebidas mientras ellos aún estudian las cartas, evalúa su grado de concentración en la lectura, sus posturas corporales, quién de los dos y con qué tono de voz efectúa el pedido, si previamente a él sus ojos se cruzan. Conforme lleva y retira platos en las mesas colindantes, espera el momento en que las cartas sean dejadas a un lado como signo inequívoco de que la elección ya ha tenido lugar. Es, a su juicio, el momento decisivo. La pareja se enfrenta al tiempo vacío que media entre su resolución y la llegada de la comida. Cuando ella se aproxime por segunda vez para preguntar por los platos escogidos, su mirada entrenada por la costumbre habrá detectado ya de qué manera ha comenzado a llenarse ese tiempo vacío y podrá anticipar casi con plena seguridad el modo en que marcará el desarrollo de la comida.
Para María, los desechos del amor se palpan ante todo en el silencio. En el silencio incómodo que se despliega, denso y grumoso, entre dos personas sentadas frente a frente o codo con codo en una misma mesa. Dos individuos que, en el mejor de los casos, una vez se amaron y después asistieron o aún asisten al languidecimiento y muerte de su amor. Nadie deja de reaccionar, piensa María tras repetidas jornadas de paciente y discreta vigilancia, frente a ese poderoso silencio que se impone incluso más allá de las palabras. Aunque las formas de reacción sean dispares y en esa disparidad pueda ella atreverse a teorizar sobre la fase del proceso de decadencia del amor que atraviesan los antiguos amantes.
La primera forma de reacción suele ser el embiste defensivo, la resistencia. Una resistencia que se traduce en los infructuosos intentos -María los percibe a retazos en su ágil desplazarse entre mesa y mesa y los recompone en su imaginación- por allanar ese silencio con conatos, con simulacros de conversación. Pero el silencio no se deja quebrar con palabras huecas, pronunciadas únicamente con el fin de romperlo. Ni una leve fisura logran infligirle al silencio las palabras pretexto. Palabras como de cristal, sin sustancia ni contenido, que no dicen nada ni esperan escucha o réplica interesada porque los antiguos amantes, por más que lo nieguen o traten de ocultarlo disparando como balas esas palabras contra el silencio, no tienen ya nada que decirse el uno al otro. Nada que comunicar o compartir, poniendo a brillar sus ojos en el goce de la mutua compañía, por el cauce seco de esas palabras. Nada que los alíe y torne cómplices en el entrelazamiento articulado a dos voces de esas palabras. Las suyas, son palabras carentes del aliento vital necesario para penetrar el ser del otro y seguir tensando en él las cuerdas de la curiosidad, del deseo, de la admiración. Palabras sin sabor a intimidad alguna. Palabras que cada vez aderezarán con menos fuerza la comida y terminarán ahogadas en sus bocas por la sobreabundancia de saliva al contacto con los alimentos.
Después, según María, tiene lugar la asunción del silencio, su muda aceptación. En esta etapa, los antiguos amantes se resignan a matar el tiempo en soledad hasta la llegada de los platos. Aislados en su opaca individualidad, sin esfuerzos ni tentativas por tender puentes sonoros hacia el otro. Inspeccionan a los comensales de las otras mesas con gesto aburrido y cansado. Hacen tamborilear quedamente sus dedos sobre la madera o examinan con inusual detenimiento el estado de sus uñas. Vuelven a abrir las cartas y releen, con fingida concentración, la oferta de platos. En ocasiones, aprovechan para hablar animadamente por el móvil con una tercera persona mientras el otro miembro de la pareja, abandonado a su suerte ante el silencio enemigo, obliga a sus ojos a perderse en algún lugar indefinido más allá de la ventana. Esos ojos que, en todo momento, evitan detenerse en los del otro. Rehuyendo la realidad fría y distanciada que esa otra ventana de comunicación silenciosa, los ojos del antiguo amante, les daría recíprocamente a ver. Servida la comida caliente, se lanzan a ella con fruición, como si la mera operación de masticar absorbiera todas sus energías y anulara sus sentidos. Como si el diálogo perdido entre ambos se reanudara en sus lenguas silenciosas con los pedacitos de carne o las patatas.
Los niños, se dice a menudo María, constituyen el instrumento perfecto para tratar de enmascarar el silencio. En torno a la mesa se les utiliza como a mantas viejas para cubrirlo. A ellos siempre hay algo que decirles, algo que advertirles, algo por lo que reñirles. Pero el silencio tampoco desaparece tras ese velo. Ni tan siquiera alcanza a disimularse. María lo percibe aún con mayor claridad en el ahínco con que los antiguos amantes vuelcan sus palabras sobre los niños, en la inoportunidad de las preguntas que les formulan, en la tenacidad con que se refugian, prolongándolas, en sus conversaciones con ellos. Incluso cuando los niños son apenas bebés balbucientes y el pretendido diálogo se reduce a un monólogo compuesto de exclamaciones pueriles y ridículas en boca de un adulto. Sólo en algunas parejas ancianas ha observado María convertirse al silencio en un comensal más sentado a la mesa que, sin incordiar ni molestar, acompaña a la ausencia del amor con naturalidad bien acogida. Quizás porque la cercanía de la muerte, alterando radicalmente el orden de los valores y las necesidades, transfigura los desechos del amor en tesoro y riqueza frente a la perspectiva, dolorosa desde la costumbre, de la soledad desnuda, ajena a todo disfraz, que supondría la pérdida de la presencia física del otro.
Suerte que ella trabaja ahora en el restaurante. ¿Qué mejor excusa para no desear salir ya más a comer fuera de casa con su marido, a no ser que tengan un compromiso familiar o vayan a encontrarse con amigos? Y en el hogar común, ese gran invento que es el televisor, esa voz perpetuamente parlante que atrapa sus oídos y sus pupilas, apacigua al menos el clamor del silencio que hace ya mucho se interpone entre los que un día fueran amantes.
Sobre el amor, se dice, podría escribir un libro de aforismos plagado de metáforas. Pero seguramente todos los aforismos empezarían de la misma manera -"El amor es..."-, y todas las metáforas que se le ocurren para describirlo arrojarían el mismo sentido. ¿A quién no le resultaría aburrido? Verdadero pero aburrido. Porque María entretiene sus horas de servidumbre en el restaurante observando, examinando con detenimiento los restos del amor. Las flores marchitas o ya podridas. Olfateando la ausencia del perfume que un día exhalaron, el aroma rancio que ahora desprenden. Muy rara vez encuentra un espécimen en el apogeo de su floración, y siempre lo contempla con la tristeza anticipada de quien conoce su patético e ineludible sino.
Pese al ajetreo, sus preferidas son las horas de las comidas. La mayor afluencia de público le ofrece amplias posibilidades de observación. También un mejor seguimiento de los clientes que acuden con relativa frecuencia al restaurante. La atención de María se focaliza sobre las parejas. Sin y con niños. Se fija en el modo en que entran al restaurante. En sus rostros, por lo general parapetados al abrir la puerta tras la máscara de la conveniencia pública. En ocasiones más expresivos e impúdicos. En sus atuendos y en la forma en que caminan.
Pero su cotidiano análisis de los desechos del amor empieza realmente cuando las parejas se sientan a la mesa. En su primer acercamiento para tomar nota de las bebidas mientras ellos aún estudian las cartas, evalúa su grado de concentración en la lectura, sus posturas corporales, quién de los dos y con qué tono de voz efectúa el pedido, si previamente a él sus ojos se cruzan. Conforme lleva y retira platos en las mesas colindantes, espera el momento en que las cartas sean dejadas a un lado como signo inequívoco de que la elección ya ha tenido lugar. Es, a su juicio, el momento decisivo. La pareja se enfrenta al tiempo vacío que media entre su resolución y la llegada de la comida. Cuando ella se aproxime por segunda vez para preguntar por los platos escogidos, su mirada entrenada por la costumbre habrá detectado ya de qué manera ha comenzado a llenarse ese tiempo vacío y podrá anticipar casi con plena seguridad el modo en que marcará el desarrollo de la comida.
Para María, los desechos del amor se palpan ante todo en el silencio. En el silencio incómodo que se despliega, denso y grumoso, entre dos personas sentadas frente a frente o codo con codo en una misma mesa. Dos individuos que, en el mejor de los casos, una vez se amaron y después asistieron o aún asisten al languidecimiento y muerte de su amor. Nadie deja de reaccionar, piensa María tras repetidas jornadas de paciente y discreta vigilancia, frente a ese poderoso silencio que se impone incluso más allá de las palabras. Aunque las formas de reacción sean dispares y en esa disparidad pueda ella atreverse a teorizar sobre la fase del proceso de decadencia del amor que atraviesan los antiguos amantes.
La primera forma de reacción suele ser el embiste defensivo, la resistencia. Una resistencia que se traduce en los infructuosos intentos -María los percibe a retazos en su ágil desplazarse entre mesa y mesa y los recompone en su imaginación- por allanar ese silencio con conatos, con simulacros de conversación. Pero el silencio no se deja quebrar con palabras huecas, pronunciadas únicamente con el fin de romperlo. Ni una leve fisura logran infligirle al silencio las palabras pretexto. Palabras como de cristal, sin sustancia ni contenido, que no dicen nada ni esperan escucha o réplica interesada porque los antiguos amantes, por más que lo nieguen o traten de ocultarlo disparando como balas esas palabras contra el silencio, no tienen ya nada que decirse el uno al otro. Nada que comunicar o compartir, poniendo a brillar sus ojos en el goce de la mutua compañía, por el cauce seco de esas palabras. Nada que los alíe y torne cómplices en el entrelazamiento articulado a dos voces de esas palabras. Las suyas, son palabras carentes del aliento vital necesario para penetrar el ser del otro y seguir tensando en él las cuerdas de la curiosidad, del deseo, de la admiración. Palabras sin sabor a intimidad alguna. Palabras que cada vez aderezarán con menos fuerza la comida y terminarán ahogadas en sus bocas por la sobreabundancia de saliva al contacto con los alimentos.
Después, según María, tiene lugar la asunción del silencio, su muda aceptación. En esta etapa, los antiguos amantes se resignan a matar el tiempo en soledad hasta la llegada de los platos. Aislados en su opaca individualidad, sin esfuerzos ni tentativas por tender puentes sonoros hacia el otro. Inspeccionan a los comensales de las otras mesas con gesto aburrido y cansado. Hacen tamborilear quedamente sus dedos sobre la madera o examinan con inusual detenimiento el estado de sus uñas. Vuelven a abrir las cartas y releen, con fingida concentración, la oferta de platos. En ocasiones, aprovechan para hablar animadamente por el móvil con una tercera persona mientras el otro miembro de la pareja, abandonado a su suerte ante el silencio enemigo, obliga a sus ojos a perderse en algún lugar indefinido más allá de la ventana. Esos ojos que, en todo momento, evitan detenerse en los del otro. Rehuyendo la realidad fría y distanciada que esa otra ventana de comunicación silenciosa, los ojos del antiguo amante, les daría recíprocamente a ver. Servida la comida caliente, se lanzan a ella con fruición, como si la mera operación de masticar absorbiera todas sus energías y anulara sus sentidos. Como si el diálogo perdido entre ambos se reanudara en sus lenguas silenciosas con los pedacitos de carne o las patatas.
Los niños, se dice a menudo María, constituyen el instrumento perfecto para tratar de enmascarar el silencio. En torno a la mesa se les utiliza como a mantas viejas para cubrirlo. A ellos siempre hay algo que decirles, algo que advertirles, algo por lo que reñirles. Pero el silencio tampoco desaparece tras ese velo. Ni tan siquiera alcanza a disimularse. María lo percibe aún con mayor claridad en el ahínco con que los antiguos amantes vuelcan sus palabras sobre los niños, en la inoportunidad de las preguntas que les formulan, en la tenacidad con que se refugian, prolongándolas, en sus conversaciones con ellos. Incluso cuando los niños son apenas bebés balbucientes y el pretendido diálogo se reduce a un monólogo compuesto de exclamaciones pueriles y ridículas en boca de un adulto. Sólo en algunas parejas ancianas ha observado María convertirse al silencio en un comensal más sentado a la mesa que, sin incordiar ni molestar, acompaña a la ausencia del amor con naturalidad bien acogida. Quizás porque la cercanía de la muerte, alterando radicalmente el orden de los valores y las necesidades, transfigura los desechos del amor en tesoro y riqueza frente a la perspectiva, dolorosa desde la costumbre, de la soledad desnuda, ajena a todo disfraz, que supondría la pérdida de la presencia física del otro.
Suerte que ella trabaja ahora en el restaurante. ¿Qué mejor excusa para no desear salir ya más a comer fuera de casa con su marido, a no ser que tengan un compromiso familiar o vayan a encontrarse con amigos? Y en el hogar común, ese gran invento que es el televisor, esa voz perpetuamente parlante que atrapa sus oídos y sus pupilas, apacigua al menos el clamor del silencio que hace ya mucho se interpone entre los que un día fueran amantes.