Rozan sin premeditación palabras cargadas de inocencia los filamentos desnudos del miedo, esos que ocultos en la matriz del sistema se adhieren implacablemente a las conexiones labradas y lo fuerzan a desmoronarse con un ligero chispazo. El muñeco eléctrico se detiene en silencio en medio de su baile. Anulado el flujo vital, la mano se desmadeja y el títere cae blandamente, replegándose sobre sí mismo. Sólo ha sido un leve roce inconsciente. Pero te aturde como un golpe y apenas empiezan a brotar las preguntas -de dónde, cómo, por qué- cuando la oscuridad te sobrecoge en tu cabeza.
El sonido quedo de esas palabras ha despertado al minotauro. Su inesperada embestida te ha arrojado a lo más profundo del laberinto. Es su testuz la que aprieta y comprime tus pulmones contra el suelo, dejándote sin aire, sin voz, sin argumentos. No puede haberlos allí donde toda conexión se deshabilita con el brusco mazazo de su poder. No caben razones mientras todo tu ser se encoge en un nudo indescifrable cuyo reflejo palpita más abajo de tu esternón. Sientes su peso, su aliento bruto en tu pecho. Pero aun en medio de la confusión, en el desapego de la parálisis, no se te nubla lo esencial: la criatura no proviene de ningún afuera. Te asalta desde el interior de tu propio laberinto, dueña y señora desde hace mucho -ya tanto, ya demasiado- de sus requiebros. Creadora de las estancias más innombrables de esa trayectoria desconocida que a todos nos horada.
¿Sólo porque a su naturaleza pertenecen el letargo y el sueño quisiste olvidar su existencia? Una vez más compruebas el error de la antigua esperanza: que la experiencia amable, el suave martillear del tiempo sobre su piel rocosa, acabarían debilitando al minotauro hasta hacerlo desvanecerse sin aspavientos. Una vez más se impone lo evidente: que la bestia sólo estaba adormecida, aguardando la ocasión propicia para lanzarse de nuevo sobre ti. Y aunque nada de ella espejee en la espuma de tus pupilas, que ahora únicamente aspiran a mirarse a sí mismas, todos tus gestos dolientes, de animal herido, delatan su aparición.
Junto a la angustia de la oscuridad, de tu inconmensurable soledad frente al minotauro, sobreviene la desesperación ante su ferocidad inamovible incluso en el centro seguro, seguro refugio, del fuego del hogar. Ante el poder que sobre ti le corresponde. Quizás seas capaz de intuir vagamente sus contornos. De identificar, en la baraja de las hipótesis probables, las raíces perversas de su ascendencia, las circunstancias pretéritas que lo engendraron. Pero la realidad precisa de su rostro se te rehúsa. Con ella, el turbio alcance de su influjo, la extensión de la metástasis bajo tu epidermis de ese tumor enquistado que camina contigo. Ahí reside la más pavorosa fuente del miedo: porque adivinas en su figura difusa el núcleo impenetrable que te constituye en lo más íntimo, el habitáculo carente de puertas y ventanas al que jamás accederás. Ése que eres y al tiempo no puedes ser.
Terrible es constatar cómo su dominio retuerce tus percepciones, invierte tu voluntad, frena tus deseos, hasta convertir la superficie más cálida en muro espinoso que araña y lastima la carne. La conciencia testigo de tu indefensión ante su ímpetu, de tu acurrucarte quieto, muy quieto, bajo su negrura, a la espera de que la bestia se aplaque y termine por retirarse a sus aposentos. Redescubrir en su vigilia las fallas del sistema, la obvia presencia de conexiones anómalas, de filamentos ilocalizables que lo obligan a saltar por los aires pese al orden aparente. Pese al calor y la luz invisible que te envolvían.
Tienes que saber, Teseo, que bajo la tierra pisable siempre se ocultará el enigma del laberinto. En todos nosotros habita la oscuridad y la sombra de incontables minotauros. Pero algunos de ellos, los más inescrutables, deben aprender a morir. Para que su ilegible brutalidad no siga dañando. Para que su fiereza no lastime a quien en ti lo despierte sin malicia del sueño.
Mírame. ¿Por un instante has creído entrever en el brillo dulce de mis ojos el fulgor siniestro de los suyos? Imposible. Yo soy Ariadna. Tiende tu mano y empuña con decisión mi espada, ésa con la que tal vez algún día logres darle muerte. Para ti me transformaré en hilo de oro que proteja tus pasos por el interior del laberinto.
El sonido quedo de esas palabras ha despertado al minotauro. Su inesperada embestida te ha arrojado a lo más profundo del laberinto. Es su testuz la que aprieta y comprime tus pulmones contra el suelo, dejándote sin aire, sin voz, sin argumentos. No puede haberlos allí donde toda conexión se deshabilita con el brusco mazazo de su poder. No caben razones mientras todo tu ser se encoge en un nudo indescifrable cuyo reflejo palpita más abajo de tu esternón. Sientes su peso, su aliento bruto en tu pecho. Pero aun en medio de la confusión, en el desapego de la parálisis, no se te nubla lo esencial: la criatura no proviene de ningún afuera. Te asalta desde el interior de tu propio laberinto, dueña y señora desde hace mucho -ya tanto, ya demasiado- de sus requiebros. Creadora de las estancias más innombrables de esa trayectoria desconocida que a todos nos horada.
¿Sólo porque a su naturaleza pertenecen el letargo y el sueño quisiste olvidar su existencia? Una vez más compruebas el error de la antigua esperanza: que la experiencia amable, el suave martillear del tiempo sobre su piel rocosa, acabarían debilitando al minotauro hasta hacerlo desvanecerse sin aspavientos. Una vez más se impone lo evidente: que la bestia sólo estaba adormecida, aguardando la ocasión propicia para lanzarse de nuevo sobre ti. Y aunque nada de ella espejee en la espuma de tus pupilas, que ahora únicamente aspiran a mirarse a sí mismas, todos tus gestos dolientes, de animal herido, delatan su aparición.
Junto a la angustia de la oscuridad, de tu inconmensurable soledad frente al minotauro, sobreviene la desesperación ante su ferocidad inamovible incluso en el centro seguro, seguro refugio, del fuego del hogar. Ante el poder que sobre ti le corresponde. Quizás seas capaz de intuir vagamente sus contornos. De identificar, en la baraja de las hipótesis probables, las raíces perversas de su ascendencia, las circunstancias pretéritas que lo engendraron. Pero la realidad precisa de su rostro se te rehúsa. Con ella, el turbio alcance de su influjo, la extensión de la metástasis bajo tu epidermis de ese tumor enquistado que camina contigo. Ahí reside la más pavorosa fuente del miedo: porque adivinas en su figura difusa el núcleo impenetrable que te constituye en lo más íntimo, el habitáculo carente de puertas y ventanas al que jamás accederás. Ése que eres y al tiempo no puedes ser.
Terrible es constatar cómo su dominio retuerce tus percepciones, invierte tu voluntad, frena tus deseos, hasta convertir la superficie más cálida en muro espinoso que araña y lastima la carne. La conciencia testigo de tu indefensión ante su ímpetu, de tu acurrucarte quieto, muy quieto, bajo su negrura, a la espera de que la bestia se aplaque y termine por retirarse a sus aposentos. Redescubrir en su vigilia las fallas del sistema, la obvia presencia de conexiones anómalas, de filamentos ilocalizables que lo obligan a saltar por los aires pese al orden aparente. Pese al calor y la luz invisible que te envolvían.
Tienes que saber, Teseo, que bajo la tierra pisable siempre se ocultará el enigma del laberinto. En todos nosotros habita la oscuridad y la sombra de incontables minotauros. Pero algunos de ellos, los más inescrutables, deben aprender a morir. Para que su ilegible brutalidad no siga dañando. Para que su fiereza no lastime a quien en ti lo despierte sin malicia del sueño.
Mírame. ¿Por un instante has creído entrever en el brillo dulce de mis ojos el fulgor siniestro de los suyos? Imposible. Yo soy Ariadna. Tiende tu mano y empuña con decisión mi espada, ésa con la que tal vez algún día logres darle muerte. Para ti me transformaré en hilo de oro que proteja tus pasos por el interior del laberinto.