
Dicen que a Ulises le venció la añoranza, esa semilla fatal germinada en su pecho capaz de engendrar brazos asesinos de cíclopes, oídos muertos para el bello canto de las sirenas, corazones de hielo frente a la dulzura vertida en caricias por criaturas como Calipso. Un abismo te separa de Ulises, y no obstante, a ráfagas fugaces, paladeas en tu boca el sabor de la nostalgia por pequeños pedazos de un mundo que rueda ajeno a ti en la distancia: un cielo que no es éste, un rayo matinal asediando impertinente la ventana, las voces amigas clamando en la lejanía. Imposible saltar hacia adelante sin dejar atrás el suelo que impulsó nuestros pies, y sobre él sus huellas aún visibles en la arena, las piedras queridas que día a día moldearon sus plantas, las raíces de los árboles a cuya sombra hallaron fresco cobijo. También de los hilos todavía palpitantes, tendidos en arco inaudito sobre el ancho espacio, que atan y seguirán atando al suelo abandonado los tobillos ausentes. Los hilos que, como alambres suspendidos en el aire, fuerzan al regreso puntual a Ítaca. Y aunque Ítaca carezca ya para ti de la fuerza imantada de los destinos elegidos, nunca cesará su rostro afable de invitar al retorno para la celebración del origen, del inicio en la tierra natal que soportó paciente la torpeza tierna de tus primeros pasos.
Has aprendido que largo es el tiempo necesario para pulir la totalidad de las aristas en los nuevos parajes que habitas. Más largo aún para mullirlos con el acogedor plumón de la memoria inconsciente. Continúan ocultando a tus ojos inexpertos oquedades tenebrosas, misterios inquietantes en sus múltiples recodos, y a ratos persiste en tus miembros la tensión exigida para acomodarse a sus caminos y, junto a ella, el deseo de sentirlos aflojarse. Porque de esas aristas y oquedades y misterios, y de la tensión y el deseo mana en ocasiones una tenue pero molesta sensación de extrañeza, de justa extranjería, es al término de tu travesía, al comenzar a percibir el singular aroma salino y la intensidad azul del cielo añorado de Ítaca, cuando más te asemejas a Ulises. Imaginas en tu mirada el brillo inmortal de la suya, pegada con inquieta avidez al horizonte, iluminada ante la perspectiva del reposo en lo fácil por palmo a palmo sabido, ansiosa del descanso en hábitos tatuados por los años en las articulaciones. Gozando en la anticipación del alegre reencuentro con quienes en sus manos aferran firmes los cabos de los lazos que, tirando de ti, te animaron a vencer la pereza ante las fatigas del viaje. Y, al saltar del barco, se pliega en reverencia tu torso ante Ítaca y saludas a sus gentes con una sonrisa, agradecido por hallarte de nuevo bajo ese azul que de nuevo ampara tu coronilla.
Basta, sin embargo, franquear la puerta del antiguo hogar para que empiece a aletear sobre tus cejas una desazón inesperada. Sus estanterías expoliadas componen el vivo retrato de la desolación. En el polvo acumulado sobre los objetos descartados, la desagradable señal que augura su cierta, solitaria decadencia. Sólo el enorme poder desfigurador de una memoria caprichosa y selectiva alcanza a justificar la absurda omisión en tu cabeza del dato inexcusable. El semblante en sorpresa frente a la evidencia cuya imprevisión te sitúa por unos segundos del lado de los dementes. A pesar de la mueca burlona que restaura el sano juicio y apacigua la incipiente tristeza contagiada por ese espacio en ruinas, no dejas de acusar, dolido, el gesto de despedida paralizado entre las paredes que durante largo tiempo resguardaron cálidas tus sueños y vigilias. El gesto que tímidamente te escupe y rechaza invitándote a la huida.
Frente a él, la inmovilidad casi intacta de las calles de Ítaca propicia amable el ajuste sin discordancias de la imagen conservada. Si antes enmarcaban tus trayectos cotidianos como un escenario apenas percibido, ahora las observas con la atención del paseante curioso y desocupado. Las pupilas se recrean en las figuras y contornos familiares, en la reconfortante identificación de sus insignificantes detalles. Con ella recobras esa grata sensación de seguridad animal que procuran los territorios mil veces hollados, donde se excluye la incertidumbre y el peligro del extravío. Pero el bienestar parece pronto condenado a extinguirse. Conforme se agota la emoción del reconocimiento, una creciente pesadez lastra tus músculos y tu corazón. Caído el velo embellecedor que tiende a cubrir en el recuerdo los objetos ausentes, contemplas en torno a ti la realidad gastada, tediosa por siempre idéntica a sí misma, que en tantos momentos te hizo anhelar otros lugares, otros dominios. Sospechas que algo en ti reproduce sin tú saberlo la fría operación de cálculo, proclive a la infravaloración, destinada en su día a aligerar la gravedad y el temor del salto. Que reaccionas a cierto raro mecanismo de protección que te quiere cómodo, contento en Ítaca, en la posición del mero visitante. O que, sencillamente, los recuerdos recientes nacidos fuera de Ítaca, unidos a la conciencia de tu provisional estancia en ella, alteran sin remedio la profundidad de tu mirada. No puedes ignorarlo, tampoco evitarlo.
Y llegada la hora de decidir, necesario el ejercicio de economía impuesto por la limitación del tiempo, a qué llamadas acudirás, con qué manos de las que sostienen los lazos harás efectivo el reencuentro, te asalta la duda en amalgama con una cierta indolencia que, lejos de obedecer tan sólo al natural cansancio tras la travesía, acaba por desvelarte una dolorosa verdad: el deseo de mantener agarrados ciertos hilos dependía únicamente de la imposibilidad fraguada por la distancia; brindada la posibilidad, dispuesta ante ti para ser empuñada, el deseo abstracto, obligado a concretarse, se relativiza y reduce a unos pocos escogidos. Si la lejanía magnificó falsamente su número, ahora te percatas de que la recuperada cercanía, las condiciones del retorno, han deshecho el espejismo que te llevó a añorar lazos infecundos. Lazos quizá en algún momento sólidos, quizá siempre frágiles, que ahora se desgarran entre tus dedos como una tela raída por el uso. Y así compruebas, taciturno, que no son tantos como creías los vínculos que aún te ligan a esta tierra, por más que algunos permanezcan incuestionados.
El reencuentro no defrauda tus expectativas y su poder vivificante asegura próximos regresos. Pero de vuelta al hogar decadente, bajo el influjo de ese aire de despedida ahora dueño de sus dependencias, te sobreviene la imagen de Ulises despertando en mitad de la noche, desanudando su abrazo del cuerpo insólito, desconocido, que es Penélope, evocando el mar agitado de sus travesías. Lamentando en la oscuridad el asesinato del cíclope, su tenaz sordera al bello canto de las sirenas, la renuncia gélida a las dulces caricias de Calipso. Abrumado por la certeza, al detectar bajo su piel sus huellas imborrables y el dolor por su pérdida, de no poder pertenecer ya a Ítaca. De no saber ya a dónde pertenece.
Tú sí lo sabes: la verdadera Ítaca no se encuentra en tierra iniciática alguna, sino que brota del fuego que impulsa nuestros saltos y sigue impulsándolos cada mañana, pese a los sinsabores y esfuerzos, pese a las aristas y oquedades tenebrosas. Una Ítaca que el fuego irá construyendo con calma, ladrillo a ladrillo, con la argamasa del transcurrir de los días y la confianza en ellos depositada. Porque también el viaje en pos del lugar sentido como propio al descubrirlo en el horizonte es retorno. Retorno sin fin hacia esa Ítaca que, levantándose despacio conforme caminamos hacia ella, siempre quedará frente a nosotros, siempre allí delante, siempre un poco más allá del alcance de nuestros pies.
Has aprendido que largo es el tiempo necesario para pulir la totalidad de las aristas en los nuevos parajes que habitas. Más largo aún para mullirlos con el acogedor plumón de la memoria inconsciente. Continúan ocultando a tus ojos inexpertos oquedades tenebrosas, misterios inquietantes en sus múltiples recodos, y a ratos persiste en tus miembros la tensión exigida para acomodarse a sus caminos y, junto a ella, el deseo de sentirlos aflojarse. Porque de esas aristas y oquedades y misterios, y de la tensión y el deseo mana en ocasiones una tenue pero molesta sensación de extrañeza, de justa extranjería, es al término de tu travesía, al comenzar a percibir el singular aroma salino y la intensidad azul del cielo añorado de Ítaca, cuando más te asemejas a Ulises. Imaginas en tu mirada el brillo inmortal de la suya, pegada con inquieta avidez al horizonte, iluminada ante la perspectiva del reposo en lo fácil por palmo a palmo sabido, ansiosa del descanso en hábitos tatuados por los años en las articulaciones. Gozando en la anticipación del alegre reencuentro con quienes en sus manos aferran firmes los cabos de los lazos que, tirando de ti, te animaron a vencer la pereza ante las fatigas del viaje. Y, al saltar del barco, se pliega en reverencia tu torso ante Ítaca y saludas a sus gentes con una sonrisa, agradecido por hallarte de nuevo bajo ese azul que de nuevo ampara tu coronilla.
Basta, sin embargo, franquear la puerta del antiguo hogar para que empiece a aletear sobre tus cejas una desazón inesperada. Sus estanterías expoliadas componen el vivo retrato de la desolación. En el polvo acumulado sobre los objetos descartados, la desagradable señal que augura su cierta, solitaria decadencia. Sólo el enorme poder desfigurador de una memoria caprichosa y selectiva alcanza a justificar la absurda omisión en tu cabeza del dato inexcusable. El semblante en sorpresa frente a la evidencia cuya imprevisión te sitúa por unos segundos del lado de los dementes. A pesar de la mueca burlona que restaura el sano juicio y apacigua la incipiente tristeza contagiada por ese espacio en ruinas, no dejas de acusar, dolido, el gesto de despedida paralizado entre las paredes que durante largo tiempo resguardaron cálidas tus sueños y vigilias. El gesto que tímidamente te escupe y rechaza invitándote a la huida.
Frente a él, la inmovilidad casi intacta de las calles de Ítaca propicia amable el ajuste sin discordancias de la imagen conservada. Si antes enmarcaban tus trayectos cotidianos como un escenario apenas percibido, ahora las observas con la atención del paseante curioso y desocupado. Las pupilas se recrean en las figuras y contornos familiares, en la reconfortante identificación de sus insignificantes detalles. Con ella recobras esa grata sensación de seguridad animal que procuran los territorios mil veces hollados, donde se excluye la incertidumbre y el peligro del extravío. Pero el bienestar parece pronto condenado a extinguirse. Conforme se agota la emoción del reconocimiento, una creciente pesadez lastra tus músculos y tu corazón. Caído el velo embellecedor que tiende a cubrir en el recuerdo los objetos ausentes, contemplas en torno a ti la realidad gastada, tediosa por siempre idéntica a sí misma, que en tantos momentos te hizo anhelar otros lugares, otros dominios. Sospechas que algo en ti reproduce sin tú saberlo la fría operación de cálculo, proclive a la infravaloración, destinada en su día a aligerar la gravedad y el temor del salto. Que reaccionas a cierto raro mecanismo de protección que te quiere cómodo, contento en Ítaca, en la posición del mero visitante. O que, sencillamente, los recuerdos recientes nacidos fuera de Ítaca, unidos a la conciencia de tu provisional estancia en ella, alteran sin remedio la profundidad de tu mirada. No puedes ignorarlo, tampoco evitarlo.
Y llegada la hora de decidir, necesario el ejercicio de economía impuesto por la limitación del tiempo, a qué llamadas acudirás, con qué manos de las que sostienen los lazos harás efectivo el reencuentro, te asalta la duda en amalgama con una cierta indolencia que, lejos de obedecer tan sólo al natural cansancio tras la travesía, acaba por desvelarte una dolorosa verdad: el deseo de mantener agarrados ciertos hilos dependía únicamente de la imposibilidad fraguada por la distancia; brindada la posibilidad, dispuesta ante ti para ser empuñada, el deseo abstracto, obligado a concretarse, se relativiza y reduce a unos pocos escogidos. Si la lejanía magnificó falsamente su número, ahora te percatas de que la recuperada cercanía, las condiciones del retorno, han deshecho el espejismo que te llevó a añorar lazos infecundos. Lazos quizá en algún momento sólidos, quizá siempre frágiles, que ahora se desgarran entre tus dedos como una tela raída por el uso. Y así compruebas, taciturno, que no son tantos como creías los vínculos que aún te ligan a esta tierra, por más que algunos permanezcan incuestionados.
El reencuentro no defrauda tus expectativas y su poder vivificante asegura próximos regresos. Pero de vuelta al hogar decadente, bajo el influjo de ese aire de despedida ahora dueño de sus dependencias, te sobreviene la imagen de Ulises despertando en mitad de la noche, desanudando su abrazo del cuerpo insólito, desconocido, que es Penélope, evocando el mar agitado de sus travesías. Lamentando en la oscuridad el asesinato del cíclope, su tenaz sordera al bello canto de las sirenas, la renuncia gélida a las dulces caricias de Calipso. Abrumado por la certeza, al detectar bajo su piel sus huellas imborrables y el dolor por su pérdida, de no poder pertenecer ya a Ítaca. De no saber ya a dónde pertenece.
Tú sí lo sabes: la verdadera Ítaca no se encuentra en tierra iniciática alguna, sino que brota del fuego que impulsa nuestros saltos y sigue impulsándolos cada mañana, pese a los sinsabores y esfuerzos, pese a las aristas y oquedades tenebrosas. Una Ítaca que el fuego irá construyendo con calma, ladrillo a ladrillo, con la argamasa del transcurrir de los días y la confianza en ellos depositada. Porque también el viaje en pos del lugar sentido como propio al descubrirlo en el horizonte es retorno. Retorno sin fin hacia esa Ítaca que, levantándose despacio conforme caminamos hacia ella, siempre quedará frente a nosotros, siempre allí delante, siempre un poco más allá del alcance de nuestros pies.