Eugène Delacroix (1825-26): "El duque de Orleans mostrando a su amante"
El duque de Orleans muestra a su antiguo chambelán, Aubert le Flamenc, el cuerpo desnudo de su propia mujer tapándole el rostro con las sábanas. El marido mira complacido el bello cuerpo de la amante del duque, sin percatarse de la impostura.
El duque de Orleans muestra a su antiguo chambelán, Aubert le Flamenc, el cuerpo desnudo de su propia mujer tapándole el rostro con las sábanas. El marido mira complacido el bello cuerpo de la amante del duque, sin percatarse de la impostura.
Por complacerle has aceptado la proposición, la burla dentro de la burla, el engaño duplicado, voluntariamente ciega a su peligro. Ahora te descubres víctima de un embuste igualmente doble, doblemente doloroso. Ahora tiemblas imperceptiblemente de impotencia y asco de ti, asco de aquellos a quienes a contratiempo amaste y a los que tu docilidad ha condenado a odiar al unísono. Ahora colorea tu rostro la vergüenza.
Vergüenza por su excitación, por la lujuria que su voz destila ante tu cuerpo desnudo, ese mismo cuerpo que todas las noches reposa a su lado privado de desnudez, sin luz que lo alumbre, envuelto en castas tinieblas. Y es que leyes no escritas dicen, y así él lo quiere, que sus caricias deben limitarse al camisón de lino, el contacto a las estratégicas, obscenas aberturas de la tela que, como una mortaja, te enfunda con el fin de frenar un deseo prohibido -el tuyo- liquidado en pleno florecimiento, evaporado tras largos años de frustración y tedio. Su moral heredada fuerza al pudor en la unión legítima, pudor salvaguarda de tu obligada inocencia, dique de contención para una pasión que en ti, mujer, rebasaría el umbral de lo perverso. En un mundo escindido, debes ser para él cielo y no infierno, ángel de pureza y nunca demonio, virgen perpetua antes que puta. Pero tu imprudencia ha revelado cómo sólo a ti, en nombre de la decencia, te ha sido impuesto el recato. Cómo él se prodiga en caricias a otros cuerpos de mujer cuya deshonra permite el placer mutuo, un placer que en ellas, ya extraviadas, no conoce culpa alguna.
Vergüenza por el descaro del duque, que en la exhibición impúdica te ha reducido a pieza cazada para incremento de su prestigio de seductor y experto amante, convirtiéndote en trofeo animal de su vanagloria, objeto de idéntica lujuria entreverada del orgullo por el logro y la posesión, instrumento de regocijo disimulado por quién sabe qué oscuras venganzas, qué antiguas deudas saldadas a costa de regalar a su adversario la blancura de tu piel. Su gesto contamina el recuerdo de toda intimidad, de toda ternura vivida. Y percibes con nitidez que no hay espacio para el amor en esa exposición a la mirada ajena, ni nunca lo hubo, si el amor exige reservar a quienes lo comparten el tesoro sagrado de su entrega. Y que entonces cada promesa estaba habitada por mil mentiras.
Pero, ante todo, vergüenza de ti misma, pues tu aceptación, tu desnudez consentida ante quien nunca quiso verte, han transformado en humillación lo que en brazos del duque sólo buscaste como verdad del amor hecho carne, con la avidez curiosa de quien desea arrancar a la vida los misterios más profundos del espíritu y la materia, convencida de que ahí no todo podía pertenecer al pecado. Y en tu rubor resuenan las voces ancestrales de tantas mujeres doblegadas, te insultan y desprecian, te reprochan tu impureza, sin saber que por su boca no habla más que la negación y el acatamiento de una felicidad fingida, necesariamente incompleta. Porque la vulgaridad de las palabras oídas en este breve intervalo embrutece el placer alcanzado, la dicha sentida. No hay objeto que permanezca inmaculado al tacto de unas manos manchadas.
Cuando esta noche descanses de nuevo en el lecho legítimo, él se acercará a tu cuerpo con el habitual decoro. Sin embargo, en la violencia controlada con que se adueñará de él adivinarás que sueña con la transparencia de la piel de la amante del duque, con la redondez de sus muslos, con la negrura delicada de su pubis, sin sospechar que ése es precisamente el cuerpo sobre el cual se esfuerza por ahogar sus jadeos, apenas un murmullo en el silencio, apenas una leve escoriación a tu decencia. Y te acometerá entonces la tentación de revelar el engaño, de mostrarle el lunar junto a la ingle que propicie el reconocimiento, de hacerle sufrir esa misma vergüenza que ahora te asalta.
Pero simplemente hundirás la cabeza en tu hombro, como en estos momentos, y serás consciente de que ya nunca más habrá blancura para ti: la memoria de las sábanas blancas que ahora cubren tu rostro y esconden tu identidad acabará por teñirla del más sucio de los grises.