martes, 30 de marzo de 2010

Verdad


"La verdad, en su nombre maldito nos perdimos, en su nombre solamente, no por la verdad misma, si acaso existiera, sino por el deseo de verdad que nos arrancó las "confesiones" más aterradoras, tras las cuales quedamos más alejados que nunca de nosotros mismos, sin acercarnos ni un paso a verdad alguna".
Jacques Derrida


- ¿Y bien? ¿Qué era eso tan importante que tenías que decirme que no podía esperar a la noche? - Sara lo mira mientras remueve el azúcar del café recién servido con una sonrisa expectante. Tras ella trata de disimularse sin éxito una cierta ansiedad. La misma que anima su voluntad de revestir de ligereza la pregunta que le quema en los labios desde que la ha llamado para citarla esta mañana. Sus mejillas se han arrebolado por el repentino contraste entre el frío callejero y la potente calefacción del bar. Debe reconocer que está preciosa. Conforme él baja los ojos hacia su propio café y su rostro se tensa, intuye agudizarse su inquietud, imagina sus dedos retorciendo el pendiente de su lóbulo izquierdo. Escupir la verdad, ésa es ahora su tarea. Inspira profundamente antes de empezar a hablar. También a él le queman las palabras en la lengua desde anoche.

- Ayer la vi. A Nuria.

Nuria. Bajo ese nombre sin rostro se condensa para Sara el peso de un espectro desconocido bruscamente resucitado. La gravedad de un fracaso según él superado.

- ¿Ayer? Me dijiste que la reunión se había alargado hasta tarde - Para Sara el fracaso pretérito tiene otros nombres. A ciertas alturas de la vida, es raro no coleccionarlos en pequeños tarros cuyos tapones debe uno esforzarse por mantener bien cerrados.

- Sí. Te mentí. No hubo ninguna reunión. Salí más pronto del laboratorio y quedé con ella - Sus ojos abandonan con decisión la superficie líquida del café para posarse firmes sobre los de Sara.

- ¿Y eso? No me habías dicho que estuviérais en contacto - Sara enciende un cigarrillo y retorna a esos ojos oscuros por entre las volutas de humo.

- Bueno... en realidad no lo estábamos. O no más allá de los mails que intercambiamos de cuando en cuando.

- No sabía nada de esos mails. O quizá no te entendí bien cuando me lo dijiste, no sé... ¿Te pidió ella que quedárais? - Sara se esfuerza por recordar lo que él le ha contado de Nuria, de sus años juntos: su belleza, su carácter alegre y sencillo, un tanto apocado y proclive a los convencionalismos; las reflexiones de él ante la falta de aficiones y perspectivas comunes, ante la previsible divergencia de intereses conforme transcurría el tiempo; la llegada primero de la insatisfacción, luego del tedio y el hastío; y finalmente, la ruptura, propuesta por él, amarga para ambos, juzgada no obstante como necesaria por las dos partes.

- No. Fui yo. Sara... - Este súbito regreso de su nombre propio, antes reemplazado por apelativos cariñosos, le suena en la boca seria de él a escudo y coraza, a pantalla acristalada alzada entre ambos - supongo que estos últimos días he estado pensando en ella más que de costumbre. Y ayer... en fin, ayer sentí el impulso de llamarla, de volver a verla, y, sencillamente, no hice nada por refrenarlo. La llamé y quedamos.

- ¿Y qué pasó? - Sara nota una molesta punzada en el vértice de su esternón. El extremo del cuerpo ya algunas veces recompuesto de su orgullo. La punta por donde han comenzado a temblar las expectativas forjadas poco a poco sobre él, sobre sus brazos cálidos, sobre su conversación inteligente, sobre su mutuo entendimiento, desde que lo conociera hace algunas semanas. Demasiado prematuro, se dice a sí misma intentando mantener la calma, para atribuir el malestar a un presunto amor malherido. No así a la ilusión que a menudo se confunde con su nacimiento.

- No pasó nada, Sara. Quiero decir, por fuera, por expresarlo de algún modo, objetivamente, no pasó nada. Tomamos un café y charlamos. Nada más. Pero por dentro... dentro de mí sí pasó algo. Es posible que aún sienta algo por ella. No sé si la echo de menos.

- ¿Y ella? - La punzada se agudiza, acompañada por el sonido imperceptible de un leve chasquido: el de las expectativas al empezar a resquebrajarse.

- ¿Ella? Sara, ¿y eso qué más da? - Las facciones de él se contraen en un gesto de incipiente irritación - No sé si Nuria sigue sintiendo algo por mí, si es a eso a lo que te refieres. Ni siquiera me parece probable, aunque me quedó claro que no está con nadie. Estuvo estupenda. Sencilla, risueña, cariñosa. Pero es su manera de ser, no puedo sacar ninguna conclusión al respecto. Me contó de su vida, de su nuevo trabajo... luego nos despedimos como dos viejos amigos, eso fue todo. Pero Sara, eso no es lo importante. Lo importante, para mí, para nosotros, es lo que sentí yo. Eso es lo que no quería ocultarte. Lo que desde que colgué anoche el teléfono me pareció sucio ocultarte. Sólo trato de ser honesto, de ser sincero. Conmigo y contigo. De decir la verdad y poner todas las cartas sobre la mesa.

- Y supongo que lo que se deriva de esa verdad es que quieres que lo dejemos, ¿no? - La frase contiene una resolución que no esperaba de sí misma. Probablemente, un automatismo ante la amenaza que por primera vez ha sentido contenerse en la palabra "verdad". Blandida como un arma sobre su cabeza ante la cual sólo cabe la retirada.

- ¿Dejarlo? Sara, lo cierto es que yo no querría dejarlo. Que ayer sintiera lo que sentí no significa que no sienta nada por ti. Todavía no nos conocemos lo suficiente. Todavía no sé si todas las piezas acabarán encajando. Pero me gustas. Eres una mujer preciosa, inteligente, brillante... quizá incluso demasiado brillante para mí. Lo que conozco de ti me gusta. Te respeto y te valoro. Por eso pensé que debías saber dónde estabas, que debías saber a qué atenerte conmigo, lo que realmente ocurre dentro de mí. Pensé que no podía ocultarte esto que me ha pasado, incluso si aún no comprendo su relevancia. Y creo que eres tú la que debe decidir qué quieres que hagamos, ahora que ya sabes lo que hay. Por mi parte, estoy dispuesto a continuar - Su mano se acerca con timidez a la de ella, le acaricia el dorso de los dedos, se posa encima y la aprieta con suavidad, como queriendo retenerla.

Sara observa en silencio los dibujos de su cajetilla de cigarrillos.

- Sara, no quería mentirte. Te aprecio demasiado para hacerlo. Tenía que decirte la verdad. Siempre me he tenido por un tipo sincero - Al alzar la vista Sara se topa con unas pupilas que se proyectan sobre las suyas con intensidad.

Las estudia con detenimiento. Busca en ellas esa verdad antes encubierta que, según él, ha aflorado de su interior por razones que no alcanza a comprender. Algún rastro revelador de la incógnita que es Nuria, la relación vivida con Nuria. Pero en ellas sólo encuentra un extraño brillo que se columpia entre el alivio y la autocomplacencia que destila la sensación del deber cumplido. Y parapetada tras ella, cree adivinar la sombra del miedo. Miedo al presente. Miedo a ella y a su supuesta brillantez. Miedo al riesgo de volver a querer, queriendo lo que aún se desconoce. Miedo y debilidad frente al reto de construir un nuevo castillo cuando, por causa de ese mismo miedo, las ruinas del antiguo, contempladas en la distancia, parecen ofrecer de pronto un ilusorio cobijo. Tampoco se le escapa el efecto balsámico de tal lectura para su arañado orgullo. En cualquier caso, no ha errado al decir que semejante verdad, incluso si flota sobre una maraña de mentiras no sabidas, desemboca para ella en una única salida. Hasta podría tratarse de una fea treta -da por sentado que no premeditada, hasta ese punto confía en conocerlo- destinada a brindarle una huida airosa. La inconsciencia suele retorcer nuestras intenciones. Poco importa ya. No piensa perder tiempo en averiguarlo.

Sara retira sin brusquedad la mano, coge su abrigo y se levanta.

- Paga tú los cafés, ¿quieres? Ya hablaremos.

Cuando Sara ha salido por la puerta, también él se levanta y deja unas monedas sobre la mesa, perplejo ante su precipitada desaparición. Está empezando a llover. Bajo el paraguas, entre el tumulto de viandantes, se siente repentinamente solo, aislado. Se detiene bajo un soportal y marca en el móvil el número de Sara. Desconectado. Juega con la idea de marcar el de Nuria. Pero piensa en su voz, en la imagen de su rostro al otro lado del teléfono, y comprueba que sólo le evocan una fría indiferencia. Sigue caminando, preguntándose qué es lo que echa tanto de menos en cada bocanada de aire invernal.

jueves, 11 de marzo de 2010

Consuelo


Si al comienzo de la Ilíada Homero invocaba a la diosa para cantar la cólera de Aquiles, los versos que la clausuran se abrirán narrando su dolor, fruto amargo e indeseado de esa misma cólera. En su tienda, Aquiles se ha abandonado a las lágrimas, al lamento, al negro pesar por la muerte de Patroco. Su dolor parece no tener límite. Por su causa, al despuntar el alba, arrastra cada mañana el cadáver de Héctor, su asesino, alrededor del túmulo donde reposa el cuerpo de su amado. Pero ni tan siquiera esta inútil venganza alivia su inmenso sufrimiento, que lo ha conquistado por entero. Aquiles es sólo dolor y nada más que pétreo, frío dolor. Y en él, soledad extrema, parálisis, decidido distanciamiento del sol cálido que alumbra a los que aún se desean vivos.

Los dioses disputan entre ellos. Unos proponen robar el cadáver de Héctor, quien por haberlos siempre venerado merece digna sepultura. Otros advierten de la injusticia de semejante acto para con la grandeza de Aquiles, engendrado por diosa y mortal, y al cual se debe especial reconocimiento. Sin embargo, todos admiten la verdad de las palabras de Apolo: Aquiles debe ceder, desistir en su dolor. No está permitido a los mortales que su lamento sea infinito. El tiempo legítimo del llanto por la pérdida es limitado. Tras él, es preciso retornar a la luz de la vida habiendo aprendido a sobrellevar, a soportar el dolor.

Pero, ¿cómo hallar consuelo ante la muerte del ser más querido? ¿Acaso existe sobre la tierra el paño que seque por fin las lágrimas de Aquiles, si nada restituirá su pérdida, si lo más amado nunca, jamás, admite reemplazo alguno? ¿Cómo restañar la herida en apariencia incurable? ¿Cómo superar el desgarro que parte de lado a lado el corazón, lacerando, atormentando cada nuevo latido?

Muchos siglos después, tampoco Marcia es capaz de desistir de su dolor, pese a los tres años transcurridos desde la muerte de su hijo. El sabio Séneca le dedica entonces una larga carta de consolación exhortándole a ceder. Porque persistir en su dolor significa, como le sucedió a Aquiles, apartarse de los vivos, rechazar todo placer, odiar la luz, sepultarse entre sombras, y perpetuarse así en una vida valorada como horror y pura tiniebla. Allí le recuerda las palabras del filósofo Areo a Livia, también consumida tiempo atrás por la muerte de su hijo: al igual que la destreza del piloto se demuestra en medio de la tormenta, es en el infortunio donde debe probarse la fortaleza del ánimo. Allí le habla de la inutilidad de la aflicción si no hay lágrimas que logren devolver la vida a los muertos. Y le da argumentos para que, sabido que el paso del tiempo, antes o después, irá arrancando poco a poco el dolor instalado en su corazón, se anticipe con valor e inteligencia a ese término natural y renuncie ella misma a él.

¿De donde procede, se pregunta Séneca, esa tenaz resistencia a cejar en el llanto por la desaparición de quienes amamos? Únicamente del hecho de que, por más que contemplemos cómo la desgracia y la pérdida se ceban de continuo entre aquellos que nos rodean, nos negamos a aceptar que del mismo modo nos hallamos nosotros tan expuestos como ellos a la desgracia. Rehuimos su pensamiento con tal perseverancia, que al caer la miseria sobre nuestras cabezas, nos golpea con fiereza por no hallarnos preparados para su más que probable llegada. Es necesario, pues, prever los golpes, cuya anticipación amortiguará su contundencia. Es necesario disponerse, prepararse para el sufrimiento inevitable. Inevitable en un mundo en el que nada escapa a la caducidad. Donde cada cosa porta sobre sí el sello de lo pasajero y fugaz. Donde, por tanto, todo se nos da en mero préstamo, en usufructo, jamás en propiedad. Nada de lo recibido dejará de sernos arrebatado. Nada de lo que gozamos se nos asegura más que en el momento mismo de gozarlo. Mañana, incluso en el plazo de esta misma hora, puede sustraérsenos. Hay que amar en la aceptación de que habremos de perder a quienes amamos. En la certeza de la omnipresente posibilidad de la inminencia de esa pérdida. De que ya siempre, de alguna manera, los estamos perdiendo. Apresúrate a gozar, apura sin dilación tu felicidad, impele Séneca a Marcia, si no hay garantía alguna de su duración más allá del instante en que se disfruta.

Es preciso, además, vivir en la plena conciencia de que ya en el día de nuestro nacimiento se certificó nuestra muerte. De que sólo se nos regaló la vida bajo la inexcusable condición de su condición mortal. De que el azar, en su capricho, provee innumerables sufrimientos que eluden la balanza de la justicia. De que los seres humanos somos tremenda, terriblemente frágiles, endebles, sometidos en la debilidad de nuestra carne al accidente y la enfermedad. Muy poco se necesita para destruirnos y ya desde nuestra niñez nos hallamos tan inclinados a la muerte como cuando la fortuna nos concede llegar a la vejez.

Séneca propone entonces a Marcia un singular ejercicio: que imagine que, justo en el momento antes de su nacimiento, le hubiera sido dada la oportunidad de contemplar el mundo en el que va a entrar. ¿Qué vería en él? Todas las maravillas que éste ofrece: las brillantes estrellas del firmamento, la bella y exuberante naturaleza, el amor y el contacto humano; la alegría, el placer, la emoción, la risa. Pero, junto a ellas, también la tormenta, el rayo, el naufragio, la guerra, los incontables azotes del infortunio, los múltiples y ásperos padecimientos del cuerpo y el alma. Y le anima a que delibere consigo misma y piense bien lo que desea: si vivir o no vivir. Si elige vivir, debe asumir que está eligiendo el mundo en su totalidad, la vida en su totalidad, donde no hay maravilla sin horror, dicha sin padecimiento, amor sin pérdida. Y la elección de esa vida en su totalidad contradictoria demanda renunciar al lamento infinito. Porque ella misma ha elegido el lugar donde de antemano sabe que nada la salvará de la amargura de las lágrimas. Y ha aceptado esas lágrimas y ese dolor a cambio de gozar de sus maravillas.

Algo semejante razonará Aquiles cuando Príamo, el padre de Héctor, entre en su tienda a suplicarle la devolución del cadáver de su hijo. Príamo ha saltado por encima de su dolor para emprender una acción que supera toda cota soportable de sufrimiento: besar la mano del asesino de su hijo. En la admiración que su gesto le produce, Aquiles encuentra la fuerza capaz de cerrar las compuertas por las que mana a raudales, aniquilando en él todo aliento vital, su propio y desmesurado dolor. Los dioses destinaron a los míseros mortales a vivir con dolor, dice a Príamo, sólo ellos éstán libres de él. Es preciso desistir del llanto, que a nada conduce.

Como Aquiles, como Príamo, como Marcia, tampoco nosotros somos dioses. No nos resta, pues, sino aprender a aceptar nuestra condición mortal, frágil y perecedera. La que nos regala la alegría sólo al precio de su necesaria alternancia con la tristeza. La que, para otorgarnos la felicidad, exige que con ella se nos dispense también la penuria. Porque aprender esa difícil aceptación significará haber empezado a construir los cercados que algún día habrán de contener el dolor de rostro infinito. Disponernos a levantar los puentes que nos permitan retornar a la luz cuando el Gran Dolor, por pretenderse inacabable, inabarcable, amenace con sepultarnos en el lóbrego reino de los muertos en vida. Dibujando en la anticipación el primer trazo del camino por el que habremos de seguir avanzando, bajo los rayos cálidos del sol, mientras soportamos el dolor inevitable.