No en otro lugar que en nuestros recuerdos se alberga la posibilidad de hilvanar la historia singular e irrepetible que nos narra. Por eso son la sede, el sustrato, la sustancia misma con la que día a día se levanta ese laberíntico edificio en perpetua construcción que es nuestra siempre quebradiza identidad.
Tal vez a causa de ese papel crucial que desempeñan en lo que creemos, decimos y sentimos ser, nuestros recuerdos se entremezclan de continuo con la vivencia presente, y nunca dejamos de columpiarnos entre el ahora más inmediato y los pedazos del ayer encerrados en nuestras memorias. A ellos acudimos por mero entretenimiento en la soledad del paseo. En busca de un cálido e insustituible refugio en la añoranza del ausente, o en épocas áridas y escarpadas en contraste con la mayor amabilidad de las pretéritas. También del perfecto instrumento de autoflagelación tras la acción fallida y en el remordimiento de la conciencia por el gesto agrio y la palabra dañina. Con enorme alivio desecharíamos aquellos que de súbito arañan nuestras mentes de camino al sueño, impidiéndonos el descanso. Los que entristecen el alma ya apesadumbrada que se empecina en evocarlos. A otros retornamos gozosos una y otra vez, y los acariciamos como si de un precioso tesoro se tratara, con la pretensión de evitar que el paso del tiempo los deshilache y emborrone para finalmente sepultarlos en honduras subterráneas, insondables, nunca más accesibles. Pero tanto si aligeran como si amargan nuestro ánimo, tanto si prueban nuestros logros como nuestros fracasos, no es difícil concluir que nos hallaríamos por completo desamparados, desasistidos de nosotros mismos sin la constante compañía de nuestros recuerdos. Sin los recuerdos que a menudo contamos a otros para desvelarles quiénes somos. Que nos contamos a nosotros mismos intentando perfilar nuestro propio y huidizo retrato.
Imaginemos entonces por un momento que a nuestro alcance se pusiera un dispositivo técnico no sólo capaz de almacenar, como en un disco duro, todos y cada uno de nuestros recuerdos, sino también de permitirnos el acceso a voluntad a ellos y su eventual compartición con nuestros semejantes. Si la idea pudiera de entrada parecernos atractiva, el tercer episodio de la impactante serie británica Black Mirror, “Tu historia al completo”, se dedica a ahondar en las inquietantes consecuencias que semejante invento tendría en nuestras vidas.
Los seres humanos de un futuro indeterminado que lo protagonizan han optado por implantarse tras sus orejas el llamado “grano”, un sofisticado artilugio que, segundo a segundo, registra tanto las imágenes que captan sus retinas como los sonidos que al tiempo perciben sus oídos. Por medio de otro pequeño instrumento controlado manualmente, pueden trasladarse a cualquier momento del pasado y proyectar, bien sobre el reverso de sus ojos, bien sobre una pantalla exterior, cada una de las escenas de sus vidas grabadas en el “grano”. Al igual que un reproductor de películas, el artilugio posibilita el rebobinado y repetición ad infinitum de una misma escena, la detención en pausa sobre cada uno de sus fotogramas, incluso la ampliación en zoom de todos sus detalles o la selección de recuerdos según algún factor común. El “grano” ofrece recuerdos desprovistos de emociones, pero carentes de lagunas o neblinas. Recuerdos precisos sin un ápice de distorsión o emborronamiento. Además, es obvio que las imágenes captadas por nuestros ojos y grabadas en el “grano” contienen más información que la que nuestras mentes logran aprehender en la inmediatez vertiginosa de la vivencia. De ahí que, en esa sociedad futura, se haya instalado el hábito de “revisar” escrupulosamente los momentos más relevantes vividos en el día.
Así, tras una entrevista de trabajo de cuyos resultados no está muy convencido, Liam revisa en el taxi de vuelta a casa los gestos, las palabras, las expresiones faciales de sus entrevistadores registradas en el “grano”, con el propósito de averiguar qué impresión habrán tenido de él y sus posibilidades de ser contratado. Más tarde proyectará ante su mujer, Fiona, esas mismas escenas sobre la pantalla de otro taxi –específicamente dispuesta a tal efecto– para que ella pueda valorar por sí misma las perspectivas futuras de la entrevista. En el aeropuerto, el control que seguridad al que Liam es sometido consiste en la revisión acelerada, sobre la pantalla de un portátil, de algunos intervalos de sus vivencias pasadas. Durante la cena en casa de unos amigos a la que acude al encuentro de Fiona, los asistentes se entretienen mostrando a los demás recuerdos de sus viajes o escenas de fiestas en las que todos participaron tiempo atrás. Comentando con cierto cinismo su incapacidad para mantener relaciones duraderas, Jonas, uno de los asistentes, cuenta que con frecuencia abandonaba la cama donde dormía su pareja para masturbarse en el salón revisando sus experiencias sexuales con otras parejas. De vuelta en casa, Fiona proyecta sobre una pantalla ubicada en el salón los recuerdos almacenados en el “grano” de su hija, aún un bebé, con el fin de cerciorarse de que, durante su ausencia, ha sido debidamente atendida por la niñera. Inquieto por ciertos gestos de Fiona hacia Jonas en el transcurso de la velada, Liam no dudará en revisar y analizar al detalle algunos de sus recuerdos de la misma para averiguar si existe alguna relación entre ambos de la que Fiona nunca le ha hablado. Y tras una fuerte discusión entre el matrimonio motivada por los recelos de Liam, discusión en la que cada palabra hiriente, cada argumento utilizado, podrá ser exactamente recordado y echado en cara al otro por medio de su proyección en la pantalla del salón, Liam y Fiona intentan reconciliarse haciendo el amor. Su falta de pasión en el presente será suplida por la proyección simultánea en el reverso de sus respectivos ojos del recuerdo de uno de sus encuentros amorosos más encendidos. No obstante, ello no conseguirá tranquilizar a Liam. Desde la sospecha de que Fiona le es infiel, proseguirá indagando en sus recuerdos para acabar iniciando un camino sin retorno.
Gracias al “grano”, en el futuro que dibuja “Tu historia al completo” los seres humanos se han convertido en seres que se adivinan huecos y anodinos por culpa de su exceso de dedicación a la revisión de una vida ya vivida que reemplaza, recorta y vacía de potenciales contenidos su vida presente. En obsesivos vigilantes tanto de cada uno de los pasos que dan como de los de sus allegados, dado que la existencia de ese pequeño artefacto ha transformado el concepto mismo de la sinceridad: en su extremo consiste en el consentimiento a la pública exposición de los propios recuerdos. Recíprocamente, también son seres de continuo vigilados por sus seres queridos y por cualquier autoridad que demande, en pro de la seguridad colectiva, el acceso a las imágenes grabadas en el “grano”. En ese futuro en el que los hombres han aceptado de buen grado ser colonizados por la técnica, no parece ya haber lugar para la privacidad, para la reserva y salvaguarda de la propia interioridad del posible escrutinio de miradas ajenas. Tampoco para el secreto, el engaño o la mentira, vil o piadosa, significativa o intrascendente, que oculte las acciones emprendidas al conocimiento de otros. Ni siquiera para el error, susceptible de ser recordado y reprochado por toda una eternidad. En ese mundo ficticio, pero quién sabe si viable en algún momento no tan lejano en el tiempo, el afán de almacenar y visibilizar cada minúsculo fragmento de la propia existencia ha devenido un poderoso instrumento de control e imposición de asfixiante transparencia que vacía y aplana al eliminar casi cualquier resquicio de opacidad sustraído a la observación y al examen.
Si alguna vez hemos deseado penetrar en la interioridad de otro y acceder a sus más íntimos recuerdos, si alguna vez hemos suspirado por no poder recordar con exactitud o revivir ciertos episodios de nuestras vidas, “Tu historia al completo” quiere alertarnos del peligro que anida en el progreso tecnológico puesto al servicio de esa clase de deseos que pugnan por traspasar las limitaciones de la condición humana. Pues no cabe obviar que todo límite es, a un tiempo, condición de posibilidad. En el que representa el olvido radica la posibilidad de abrirse a lo porvenir. En el que supone la impenetrabilidad de la propia conciencia, la de decidir libremente si abrirse a los otros y así ser capaz de entregarse verdaderamente a ellos.