Como las flores bajo la lluvia acerada de punzante granizo, la piel del melocotón maduro al precipitarse sobre la tierra seca, el vaporoso tejido de seda que tropieza en vuelo rasante con la arista mal pulida de la uña: así está nuestra carne endeble de continuo expuesta al desgarrón en la caída sobre el filo cortante de la piedra, a la magulladura contra el canto traicionero de la mesa, a la herida larga y limpia bajo la incisiva presión del escalpelo. Al igual que el cristal fino de la copa contra el metal del fregadero, los huesos prestos al quebranto tras el salto temerario. Al desbarajuste y la infección los órganos con la irrupción del frío y el consecuente debilitamiento de los miembros. También, sin razón precisa o aún definida, a la orgía enloquecida de las células que proliferan en el tumor suicida.
Ante la patencia del daño, del síntoma incipiente, de la enfermedad declarada, disponemos del auxilio de técnicas insólitas o veteranas, de simples y sofisticados saberes. Quizá el agua y el jabón de una mano que acaricia alcancen para la magulladura leve en el patio de juegos. Sobre el rasguño que sangra, la tirita de colores acaba por devolver la sonrisa, deseosa de exhibirla como un galón de guerra, a la carita infantil antes bañada en llanto. Gracias al manejo ancestral del hilo y la aguja penetrándola estratégica, la piel recupera, reunidos los bordes húmedos de la herida, su apariencia firme y protectora. Si se los fuerza con ruda habilidad a tornar a su alineación originaria, la inmovilidad y el trabajo silencioso de las partículas recompondrán lentamente los huesos fracturados, acondicionándolos de nuevo para la carrera y el brinco. Cuando el calor y el reposo no logran restaurar la armonía muda de los órganos, sirven los brebajes caseros o, en su defecto, las píldoras redondeadas que escupen la industria y sus laboratorios. Y de fracasar éstas en la detención del desmadre enfebrecido de las células, cabe la siempre cruel mutilación del bisturí, que sacrifica la manzana podrida del canasto en aras de la piadosa salvación del resto.
Pero ni el más mínimo ápice de utilidad contendrían estas técnicas, de validez estos saberes, si el frágil entretejido de nuestras fibras no se meciera inconsciente sobre la voluntad de retornar al orden, sobre el impulso recóndito de recobrar la funcionalidad perdida que empuja mecánicamente los engranajes en ausencia de obstáculos y chirridos quejosos. Alivian los ungüentos, sanan las pócimas porque nuestros cuerpos albergan ya en su interior la potencia misteriosa de la regeneración y el remiendo. De su prolongación en el alma somos testigos cada día, capaz de seguir respirando ligera aun en medio del goteo intermitente de tanto golpe intangible. A pesar del gravoso lastre sobre sus hombros de incontables asaltos cotidianos y agresiones de mayor calado que la vapulean y hieren sin más huella perceptible que un rostro transitoriamente contraído o el íntimo rodar, por necesidad finito, de las lágrimas sobre las mejillas. Más hondas y dolorosas, fuente de más inhóspitos sufrimientos que los brotados del corte en la carne resultan las heridas infligidas a su naturaleza invisible. Ésa que recorta el lenguaje en nuestra boca y obliga a la descripción a permanecer presa de la metáfora si se dice del corazón hecho trizas como del cojín bajo las zarpas del gato, del alma despedazada como los fragmentos del plato sobre las baldosas, del yo roto idéntico a un juguete en manos de un niño enrabietado. Y no es extraño, sin embargo, que con menos costurones que sobre la tela desgarrada, acaso con menos rastros que en la porcelana quebrada o el plástico rajado, acontezca en el alma la recomposición provisoria de las partes desmembradas, la sanación de los quebrantos causados por un mundo a menudo lacerante en sus bordes y a un tiempo benéfico en sus dádivas.
De la ruptura demasiado pronta del sueño, de las negras sombras que en el amanecer oscuro de la jornada de trabajo derrama sobre el ánimo, tienden a curar las primeras luces matutinas tiñendo de rosa el horizonte sobre el parabrisas. Ese mismo sueño que, al caer la noche, cura de otras sombras gemelas con las que el agotamiento quiere enturbiar la mente. Curan la taza de té caliente, la manta sobre las rodillas o la onza de chocolate del día infame transcurrido entre empellones y ladridos. Del terror solitario de la pesadilla que arroja abruptamente a una conciencia aturdida en medio de las tinieblas, el mero roce de un pie bajo las sábanas y las inspiraciones acompasadas de su propietario. La palabra amable y la mirada franca del resquemor y la desconfianza. De la preocupación que ahoga y nubla la visión del camino conducente a la salida, la risa desmadejada agitando el pecho por cualquier bobería. Del aguijón de la frustración reciente, del largo clavo hundido en la nuca de la que se arrastra durante décadas, el decidido asesinato del deseo o la resolución a la batalla renovada en pos de su satisfacción venidera. La propia voz sacada de la garganta entre amigos y remojada en vino sana como por sorpresa del desasosiego, de la obsesión familiar de origen ignoto que centrifuga en el cráneo. De la melancolía que aplasta entre brumas párpados y espalda, tal vez un simple paseo bajo el sol cálido de mediodía. El propósito de enmienda, una vez más asido al amnésico reconocimiento de la imperfección humana, del sabor agrio de la culpa que mana del error convencido y la imagen fija de la falta. De la ignorancia los libros, del bloqueo afásico el poema, del miedo y la zozobra la fuerza viva de otros brazos sujetando el propio tronco tembloroso. Cura de la maldad de los hombres emponzoñando el alma la contemplación de la acción generosa, la intuición del fondo noble que en otros alienta. Y sana la música que llena las entrañas de la repentina erupción del vacío insondable que a todos los mortales nos horada. Del desaliento, la abertura al entusiasmo ajeno dispuesta al contagio. Del tedio que construye un muro rocoso entre la cabeza y cada cosa cercana, el súbito descubrimiento del objeto escondido que lo diluye, el combate testarudo bolígrafo en ristre que se empeña en analizarlo o transformarlo en verso, y con frecuencia la vencida espera hasta el despuntar del nuevo día tras la tregua del sueño.
Después de unos años instalados sobre estos dominios, basta lanzar hacia atrás los ojos del recuerdo para que se produzca la atónita constatación, ésa que emerge del paciente ejercicio de enumeración de los hachazos reseñables, de las dentelladas tóxicas, de las pérdidas y abandonos en apariencia mortíferos que de lado a lado nos partieron como se parte por la mitad un pan recién hecho. Que con la brutalidad del rayo nos redujeron a la condición de peleles llorones, maltrechos, desmadejados. Con la confiable ayuda del lento, rítmico lamer la roca del suave oleaje del tiempo, constituye el signo inequívoco de la curación de los males terribles que engendraron el latir de algo en nosotros que, todavía, se inclina tenaz al vuelo y la alegría. De buscarlas sin temor con los dedos palparemos sin duda las cicatrices rugosas que cosieron en nuestros adentros. Acaso las más notorias aún palpiten y duelan como antiguas fracturas en esas tardes de lluvia que incitan al espíritu debilitado a regresar a la vivencia gimiente del corte abierto. Hay quienes caminan con heridas antiguas de procedencia remota que rehúsan cerrar en contra de la reflexión, la esperanza y la experiencia benefactora: han aprendido a taponarlas con una tercera mano para no desangrarse a cada paso; han aprendido a olvidar su existencia, a contener el dolor laberíntico que ya sólo trunca su risa en días grises poblados de feroces minotauros. Como cualquiera, también ellos luchan con las otras dos manos por no sucumbir a las lesiones que a algunos definitivamente destierran.
Por encima del daño puntual, del síntoma incipiente, de la enfermedad declarada, ninguna verdad más palmaria que la evidencia de que la vida hiere y lastima. Junto a ella, la certeza de que sobrevivir a los golpes cotidianos, a los zarpazos ocasionales, incluso a la fatalidad y el infortunio severo, precisa de la necesaria curación de esas heridas, y de cada pequeño rasguño. No durará eternamente la milagrosa potencia sanadora del cuerpo. La del alma, tal vez tanto como perviva el asombro por la presencia de un mundo en nosotros cuyo cielo siempre ampara posibilidades azules.