
Imagina: martillea con cronometrada regularidad entre tus dientes, como un punzón tratando de alcanzar el fondo de tu mandíbula; se desparrama sobre tu coronilla con golpes sordos, fraguando un casco de bordes cortantes hincados en tu cráneo a la altura de las sienes; sacude y a un tiempo retuerce, con la fuerza de un puño invisible, la masa sinuosa que se anuda en la profundidad de tu ombligo. Ha entrado en escena el dolor. No es el Gran Dolor, sino el dolor trivial en sus orígenes, el común de causas controladas, desnudado por ello del miedo, y aun así paralizante en el compás de espera requerido por la magia de la química, en su puntual resistencia a sus efectos salvíficos.
Mírate. ¿Qué ves? Nada más que un animal diminuto clavado con alfileres al instante poderoso de su carne doliente. Una lengua que gime, un tronco que se inclina y se abraza, piernas queriendo encogerse o ya encogidas, ojos ciegos bajo los párpados semicerrados. Ves un cuerpo que rompe el silencio apacible de su funcionalidad armoniosa e impone con un rugido inaudible su presencia orgánica descabalada, su realidad física en desorden. Una presencia, de repente siniestra no tanto por su alteración como por su acostumbrado sigilo, que ni la más alta nota entonada por fibras y tejidos en los variados registros del placer consiente en revelar con tal feroz intensidad. Pues no es en el canto efímero del espasmo extasiado, sino en el tiempo dilatado del dolor, en el lamento mudo y sostenido de sus entrañas, donde habla con propiedad el cuerpo acallando de palabras tu boca.
Hundido en ese cuerpo, un remedo de conciencia pugna en vano por desplegarse hacia afuera y superar los límites internos de su piel. Pruebas y descartas la opción ineficaz del estímulo externo. También la más codiciada, la del fundido en negro del sueño, impracticable frente a ese enorme enemigo. Quizá encuentres unas gotas de alivio en tus pensamientos, te dices, de anestesia en la recreación de imágenes familiares, de fantasías hermosas, o simplemente de rostros queridos. Pero el engranaje de tus neuronas apenas consigue forzar un leve movimiento para acabar deteniéndose en seco y verse devuelto una y otra vez al latir implacable de músculos y nervios.
El dolor te ocupa sin resquicios. Como un verdugo espectral mutilado de culpa, ejerce impasible su dominio y doblega tu rechazo, tus inútiles intentos de evasión. Bajo su imperio, el mundo entero, sus objetos y habitantes, se sumen sin remedio en la oscuridad. Y con el mundo, el abanico completo de tus deseos, reducido a una única varilla tendida con desesperación hacia la ansiada desaparición del dolor. Porque sólo entonces serás de nuevo algo más que un animal diminuto encerrado en un cuerpo quejoso. Porque sólo entonces se te brindarán de nuevo los afanes, los proyectos, los anhelos sustraídos tras las rejas de esta cárcel de órganos y miembros parlantes. Pero ahora no eres más que dolor. Dolor capaz de tranformar tales certidumbres de futuro, sólidamente avaladas por tu más íntima experiencia, en meras hipótesis de imprevisible cumplimiento. Dolor que porta de su mano la sensación opaca de impotencia ante la fragilidad de tu carne. El descubrimiento mil veces sobrevenido y mil veces desdibujado de la arquitectura endeble del armazón de tu existencia. La maldición no pronunciada por la vulnerabilidad de la materia corruptible que la apuntala. Por la condena de la expulsión del paraíso. Por la prueba irrefutable, depositada con malicia en el dolor, de que la vida anudada a la materia potencialmente doliente se halla siempre al borde de lo invivible.
Acabará cediendo el dolor y tú dormirás el sueño agradecido de tu imaginaria victoria. Y al despertar, el silencio recobrado de tu cuerpo propiciará su olvido, para que el mundo entero, antes sumido en la oscuridad, renazca brillante ante tus ojos. Un brillo que apenas durará lo que el fugaz recuerdo, de antemano ensombrecido y mentiroso, del dolor sufrido.