Mi muy querido amigo,
supongo que no hace falta que te diga, y aún así no dejaré de decirlo, cuánto lamento leer en qué penoso estado te encuentras. Por desgracia, los dos sabemos que poco consuelo existe para el mal de amores que no provenga de uno mismo. En estos casos, es el propio paciente quien debe ejercer de médico y luchar por hallar dentro de sí la llave que abra las puertas de su curación. Coincido contigo en que de las muchas y muy dolorosas enfermedades que puede sufrir el alma, la del desamor es, sin duda, una de las más terribles. Pero me consta que ello es también debido a la no menos enfermiza ceguera que en numerosas ocasiones la acompaña. Estamos lejos y no puedo ofrecerte ni tan siquiera el escaso alivio del calor de mi presencia. Pero acaso mis palabras sean capaces de proporcionarte un poco de la luz que, por lo que me cuentas, intuyo que ahora te falta. La luz que ahora ni tan siquiera buscas mientras te esfuerzas por respirar con los ojos cerrados en medio de ese dolor que te asfixia.
Iba esta mañana escuchando en el coche aquel disco de Amancio Prada que tú mismo me grabaste y que tanto te gustaba. No recuerdo ahora su título, pese a que, a fuerza de oírlo una y mil veces, me sé casi de memoria todas sus canciones. No he podido evitar pensar en ti y en cierta conversación que un día tuvimos sobre él. En la primera canción, que era una de tus favoritas, un prisionero llora la ausencia de su carcelero. La cárcel que lo aprisiona no es otra que su amor. Y el carcelero, el objeto de su amor, su amada, por quien dice morir a causa de su tardanza. "No te tardes que me muero, carcelero...", canta el prisionero. Seguro que sabes a cuál me refiero.
Recuerdo que la primera vez que la escuchamos juntos me pregunté en voz alta bajo qué condiciones puede el amor transformarse en una jaula de la que no sólo no deseamos huir, sino en la que nos enclaustramos con devota desesperación. Tú defendiste con vehemencia -haciendo gala de ese escepticismo tuyo tan característico que considerabas inalienable de tu ferviente vindicación de la libertad- que no era necesaria condición alguna, puesto que se trataba de una transformación inevitable, de una maldición inscrita en la naturaleza misma del amor. Y que quien gozaba de la fortuna de hallar el amor, hallaba con él su propia condena. Quien por fin llega a poseer un tesoro de valor incalculable largamente anhelado, planteaste, ¿no está por ello mismo destinado a perder el sueño ante la posibilidad de que algo o alguien se lo arrebate? ¿No son la inquietud y el miedo nacidos de su posesión los que acaban aniquilando sin remedio la alegría que antes suscitara en él la contemplación de su tesoro? Pero aquí la tragedia está ya servida, afirmaste. Porque la lógica perversa del amor consiste en que, una vez evaporada la felicidad que produce, su mero recuerdo, unido a la costumbre y al orgullo de la posesión, convierten al amante en esclavo, en siervo del tesoro de su amor. Y como el prisionero de la canción, uno se descubre una mañana diciendo "...y siempre cuando vinieres, haré lo que tú quisieres...". Vendido. Sometido. Acariciando las paredes de su celda, adorando los barrotes que lo tienen preso. Ansiando la llegada y agonizando por la tardanza de quien atenazánole le salva y salvándole le atenaza. Ésta es, proclamaste, la terrible verdad del amor. Una verdad que para ti también se ponía de manifiesto en esa otra canción que empieza diciendo "Partístesos mis amores..."
Al escucharla, uno se imagina de entrada que quien canta se lamenta por la partida de su amada. Pero no es su amada, sino su amor, el que se ha ido. Ha muerto a manos del propio amor. "Partió la gloria de veros, no el placer de obedeceros", canta el poeta. "Mas el temor de perderos que creció, todo mi bien destruyó". Su amada, probablemente, aún sigue a su lado, defendías. Pero el bien que ésta le procuraba, la gloria de saberla junto a sí, ha sido aniquilado por el temor a la pérdida que entrañaba su posesión.
He reflexionado muchas veces sobre aquella conversación. Tantas, como veces he escuchado el disco. Mi natural optimismo me impide creer que todo amor albergue dentro de sí la inevitabilidad de su muerte. Que no haya pasos y veredas, gestos y actitudes, capaces de soslayar esa maldición de la que hablabas y cuya existencia no puedo dejar de reconocer. Sin embargo, la experiencia de estos años me obliga a darte, en parte, la razón. Aunque sólo en parte. Porque quiero creer que los barrotes de la celda del prisionero no brotaron de su amor, sino de su rostro ya hueco. Porque quiero creer que la gloria del poeta al ver a su amada no partió a causa de ese temor. Quiero creer que, sencillamente, partió. Sin más. Ambos sabemos que múltiples pueden ser las razones para que eso suceda. Algunas, comprensibles. Otras, inescrutables. Pero a veces sucede. El amor se va. Sólo que me parece que es entonces, justamente entonces, cuando con mayor avidez nos aferramos a eso que, paradójicamente, ya se ha ido. Cuando más tememos perder aquello que, de atrevernos a mirar dentro de nosotros mismos, descubriríamos que ya hemos perdido. Y más tenazmente nos abrazamos al cadáver del amor, negándonos a ver que en su cuerpo inerte ya nada palpita. A fin de cuentas, un cadáver es más que nada. Un cadáver es más que el vacío. Nos horroriza la idea de la soledad y junto a él pretendemos anestesiar la que ya padecemos. Lo animamos en nuestra imaginación como si de una marioneta se tratara. Nos empeñamos en vivir en el espejismo de que aún sigue vivo. Y cuanto más putrefacta se vuelve su carne, tanto menos nos creemos capaces de desprendernos de ella, por más que a veces percibamos su hedor insufrible. Apartarse de esa carne significaría afrontar cara a cara la desaparición del tesoro que un día fue fuente de toda nuestra alegría. Y nos sentimos demasiado débiles y cobardes para aceptarlo.
Hemos vivido tanto juntos, mi querido amigo. Ella, tú y yo. No creo que me equivoque al decir que os conozco bien. Que te conozco bien. Por ello, y perdona la rudeza de mis palabras, pienso que quizá haya llegado el momento de que te preguntes, recordando aquel disco, si no hace ya mucho que tu corazón olvidó lo que significaba la gloria de verla. Si el dolor que ahora te ahoga no es el dolor de la pérdida de un amor que partió largo tiempo atrás. Si no has dormido los últimos años abrazado a un cadáver. Porque me temo que en esas preguntas, aun cuando ahora tu doliente ceguera te impida verlo, se encuentra la llave que abrirá las puertas de tu curación.
Tuyo"