Sólo tienes que cruzar el umbral para anticipar con una leve sonrisa en el imaginario cosquilleo de tu piel la lluvia de ojos que ya repiquetea sobre ella. No hay aquí posibilidad de error, aun cuando apenas hayas lanzado los tuyos hacia afuera: te avala el conocimiento infalible de la reiteración todavía sin excepciones, el saber de una experiencia que te construye y apuntala desde que aprendiste a contemplarte en miradas ajenas.
Es el inicio de la ceremonia periódica para la exaltación de tu poder, el ritual alimenticio puesto en marcha con tu mera presencia. La perfección de tus facciones, la calidez azul bajo las cejas suavemente perfiladas, la pureza de las líneas que te dibujan tramo a tramo, como brotadas del cincel primoroso de un escultor, son extrañas a la insensibilidad y la indiferencia. También los movimientos seguros que se deslizan por la pendiente robusta de tus hombros, la contundencia armónica de tu torso de Apolo, y hasta el ángulo pulido de tu brazo cuando alzas la botella hasta tus labios. Hace ya mucho que nada de ello se te oculta. Nada de ello puede poseer entonces el barniz de la inocencia. Consciente de la luz imantada que irradia cada centímetro de tu ser, demorándote estratégicamente en cada trago, empiezas a beber a pequeños sorbos del fondo metálico de tantas pupilas expectantes. Aquéllas que, imponiéndose a la luz cambiante y a los cuerpos agitados por la música, tratan con avidez de alcanzar las tuyas.
Algunas se oscurecen súbitamente bajo los párpados, turbadas por el contacto buscado. Otras, más osadas, se proyectan con una fijeza que oscila entre la sorpresa y el desafío, ansiando retener lo que, según las reglas del juego y su aplicación eficaz, debe abandonarlas según un ritmo pautado. Pero en todas ellas asoma el brillo del deseo incipiente. A su lado, el destello de un yo floreciente regocijado por el privilegio de merecer la atención de un dios. Un yo que se ahueca al sentir incrementar su valor por la gracia de recibir tan soberbio regalo azul. Bendecido por la dádiva de lo sólo en sueños conquistable.
Porque en este reino de leyes nocturnas, sucumbir a tu indiscutible belleza equivale a doblegarse al emerger de la propia vanidad hambrienta, repentinamente halagada por la señal sobre ella del dedo divino. Porque en este colorido coto de caza, rendirse ante tu hermosura es idéntico a someterse al arma que en la mera elección de la presa concede y otorga. Arquearse bajo la promesa de un triunfo cuyo codiciado trofeo se logra atravesado por el disparo del cazador.
La ceremonia sigue su curso, definiendo su dirección. La gracia habrá de derramarse finalmente sobre una única pieza. A partir de cierto punto, soltarás la red, ya repleta de peces, para preparar la caña y el sedal. La decisión vendrá conjuntamente tomada por el azar, el capricho, el alcohol y tu justa predilección por el carnero aparentemente descarriado pero bajo tu influjo el más devoto. Ése que asistirá a la culminación del ritual con el acercamiento de los cuerpos y la danza de los vientres. Ése que, por una única vez, si es así como los dioses deben prodigarse ante la abundancia de fieles, temblará bajo la oscuridad de las sábanas al saberse premiado por el abrazo de tus contornos perfectos. Ése convertido para ti en campo sobre el que mensurar de nuevo la fuerza gravitatoria de tu hermosura.
Sólo cuando se aproxime el momento en que el ritual clame por su ineludible repetición, te sorprenderá ante el espejo un pensamiento fugaz: quizás seas tú la presa más propicia de tu implacable belleza, de su inagotable sed de adoración, arrastre de tu andar seguro hacia el lugar que le proporcione su preciso alimento. Quizás seas tú quien día a día sucumbe con mayor devoción a la tiranía de sus exigencias, a riesgo de acabar devorado por su misma voracidad. Pero una vez más la fascinación de tu propio reflejo paralizará la pregunta y te abandonarás extasiado a la contemplación de la bella imagen labrada por ojos de otros.
Es el inicio de la ceremonia periódica para la exaltación de tu poder, el ritual alimenticio puesto en marcha con tu mera presencia. La perfección de tus facciones, la calidez azul bajo las cejas suavemente perfiladas, la pureza de las líneas que te dibujan tramo a tramo, como brotadas del cincel primoroso de un escultor, son extrañas a la insensibilidad y la indiferencia. También los movimientos seguros que se deslizan por la pendiente robusta de tus hombros, la contundencia armónica de tu torso de Apolo, y hasta el ángulo pulido de tu brazo cuando alzas la botella hasta tus labios. Hace ya mucho que nada de ello se te oculta. Nada de ello puede poseer entonces el barniz de la inocencia. Consciente de la luz imantada que irradia cada centímetro de tu ser, demorándote estratégicamente en cada trago, empiezas a beber a pequeños sorbos del fondo metálico de tantas pupilas expectantes. Aquéllas que, imponiéndose a la luz cambiante y a los cuerpos agitados por la música, tratan con avidez de alcanzar las tuyas.
Algunas se oscurecen súbitamente bajo los párpados, turbadas por el contacto buscado. Otras, más osadas, se proyectan con una fijeza que oscila entre la sorpresa y el desafío, ansiando retener lo que, según las reglas del juego y su aplicación eficaz, debe abandonarlas según un ritmo pautado. Pero en todas ellas asoma el brillo del deseo incipiente. A su lado, el destello de un yo floreciente regocijado por el privilegio de merecer la atención de un dios. Un yo que se ahueca al sentir incrementar su valor por la gracia de recibir tan soberbio regalo azul. Bendecido por la dádiva de lo sólo en sueños conquistable.
Porque en este reino de leyes nocturnas, sucumbir a tu indiscutible belleza equivale a doblegarse al emerger de la propia vanidad hambrienta, repentinamente halagada por la señal sobre ella del dedo divino. Porque en este colorido coto de caza, rendirse ante tu hermosura es idéntico a someterse al arma que en la mera elección de la presa concede y otorga. Arquearse bajo la promesa de un triunfo cuyo codiciado trofeo se logra atravesado por el disparo del cazador.
La ceremonia sigue su curso, definiendo su dirección. La gracia habrá de derramarse finalmente sobre una única pieza. A partir de cierto punto, soltarás la red, ya repleta de peces, para preparar la caña y el sedal. La decisión vendrá conjuntamente tomada por el azar, el capricho, el alcohol y tu justa predilección por el carnero aparentemente descarriado pero bajo tu influjo el más devoto. Ése que asistirá a la culminación del ritual con el acercamiento de los cuerpos y la danza de los vientres. Ése que, por una única vez, si es así como los dioses deben prodigarse ante la abundancia de fieles, temblará bajo la oscuridad de las sábanas al saberse premiado por el abrazo de tus contornos perfectos. Ése convertido para ti en campo sobre el que mensurar de nuevo la fuerza gravitatoria de tu hermosura.
Sólo cuando se aproxime el momento en que el ritual clame por su ineludible repetición, te sorprenderá ante el espejo un pensamiento fugaz: quizás seas tú la presa más propicia de tu implacable belleza, de su inagotable sed de adoración, arrastre de tu andar seguro hacia el lugar que le proporcione su preciso alimento. Quizás seas tú quien día a día sucumbe con mayor devoción a la tiranía de sus exigencias, a riesgo de acabar devorado por su misma voracidad. Pero una vez más la fascinación de tu propio reflejo paralizará la pregunta y te abandonarás extasiado a la contemplación de la bella imagen labrada por ojos de otros.