Cristina mueve pausadamente la cucharilla dentro del té con leche, apenas sin hacer ruido, las pupilas fijas en las manos de Paula sujetando la frente abatida y ocultando los ojos, en las lágrimas que ruedan por sus mejillas para acabar precipitándose sobre el borde de la taza, sobre el platillo, sobre el líquido humeante color crema. Aún experimenta un resto de agitación en el pecho por los sonoros timbrazos a deshoras, por la imagen deformada en la mirilla de su hermana, por su desamparado abalanzarse sobre sus brazos al abrir la puerta, la pequeña maleta aún sobre el felpudo, los hombros convulsionados por un llanto entonces todavía silencioso sobre sus clavículas.
De nuevo suelta la cucharilla y acaricia con suavidad el brazo de Paula, vamos, Paula, vamos, deja ya de llorar y cuéntame, Paula que levanta la cabeza con lentitud, los párpados cerrados mientras se frota con los dedos las mejillas mojadas, un hondo suspiro, los párpados se abren finalmente para dejar pasearse a los ojos por el lejano horizonte de los azulejos de la cocina y después acercarse y demorarse sobre el mantel azulado hasta aterrizar en los suyos. Es por el bebé, la voz se quiebra descomponiendo otra vez el gesto, las lágrimas reanudan su persistente recorrido por la piel enrojecida. Cristina no oculta el tono de sorpresa, pero qué bebé, Paula, se encoge ligeramente en la silla y retuerce el cuello de su jersey de punto, de qué estás hablando. Paula parece hacer un esfuerzo por serenarse, coge otro pañuelo de papel y se suena antes de empezar a hablar, la voz ya un poco más entera, no se lo hemos dicho a nadie, tampoco a los papás, no queríamos disgustarlos, hace un año empecé un tratamiento, llevábamos tiempo buscando un niño pero no había forma, fui al ginecólogo, me hice diferentes pruebas y resultó que mis ovarios no estaban funcionando como debían, así que empecé el tratamiento, según el médico algo muy común, nada por lo que preocuparse, que en tres o cuatro meses estaría embarazada, nos dijo, pero ya ha pasado un año y sigo sin quedarme, el médico ha dicho que no debería haber ahora ningún problema, pero aun así nada, mi cuerpo no responde, su ceño se frunce al pronunciar sus labios estas últimas palabras, la voz que trasluce cierta crispación, sencillamente no responde.
Cristina baja la mirada hacia la taza para alzarla al instante y acariciar una vez más el brazo de Paula, la pregunta rezuma un poso de falsedad en su boca, no por ello la reprime, pero cómo no me habías contado nada, Paula, siente que la situación la convierte en forzosa aunque haga tanto que no se cuentan intimidades, demasiadas discrepancias de piel y mente frente al mundo entre las hermanas, más que probable causa del recíproco y creciente desinterés que ambas experimentan sin pena ni nostalgia, un hecho incontestable que sólo cabe aceptar. Esta tarde, al llegar a casa, Paula deja la taza con cuidado tras dar un pequeño sorbo, he vuelto a desmoronarme, todo porque me he cruzado con dos gitanillas, cada una con su niño de meses al brazo, apenas unas crías, hablando de sus cosas sin casi prestar atención a sus bebés, no sé qué me ha entrado por dentro que nada más abrir la puerta ya estaba llorando, Eduardo ha venido enseguida a abrazarme, a consolarme, pero he notado cierta impaciencia en él, es cierto, me sucede demasiado a menudo, y cuando ya parecía que me estaba calmando, ha empezado a hablar de la posibilidad de la adopción, ¡adopción!, la voz de Paula se eleva irritada, me he puesto hecha una furia, una auténtica furia, Cristina, yo no quiero adoptar ningún niño, quiero tenerlo yo, ¡yo!, no ser una madre postiza, de segunda fila, incapaz de engendrar a sus hijos, no, no quiero un niño de otros, quiero llevarlo en mi vientre y sentirlo crecer dentro de mí, quiero saber qué se siente cuando dé sus primeras pataditas, quiero que salga de mí, y saberlo mío y de Eduardo, y tratar de adivinar con él cuando nazca si su naricita es la mía o la suya, si saca mi genio o la pasmosa tranquilidad de Eduardo, no sé, Cristina, sólo quiero vivir lo que viven todas las mujeres cuando son madres, ¿es tanto pedir?, ¿por qué debería renunciar a ello?, ¿por qué yo no puedo tenerlo?, no es justo, Cristina, no es justo, para eso estamos hechas las mujeres, para eso tenemos útero y ovarios, para tener hijos, es lo más natural del mundo, lo más natural, no puede ser que yo no pueda como cualquiera, no puede ser que mi cuerpo me esté jugando esta mala pasada, que me esté fallando así, hay días en que me pegaría de cabezazos contra la pared, en que querría golpearme como si fuera un saco de patatas, los ojos de Paula se hunden en el té con leche, un par de lágrimas en caída libre alteran su quieta superficie, la voz que se convierte entonces en un hilo, no sabes lo inútil que me siento.
Mordiéndose el labio inferior, la otra mano de Cristina se aprieta incómoda por debajo de la mesa contra su abdomen para retomar segundos después su posición inicial sobre el mantel. Un enorme vacío se ha abierto entre sus sienes, un agujero negro tragándose las palabras que inútilmente trata de encontrar, Paula que la mira con fijeza, ahora es Cristina la que suspira, por fortuna la voz de su hermana vuelve a apoderarse del silencio con determinación, pero lo peor ha sido la reacción de Eduardo, su frialdad, el muy cobarde, el muy hipócrita, ha acabado reconociendo, admitiendo, después de todo este tiempo, después de toda esta angustia por mi parte, después de todo este sufrimiento, que no sabe si quiere tener ese niño. Que no lo sabe. Jamás, Cristina, jamás lo hubiera esperado de él, no sé cómo ha podido engañarme de esta manera, no sé tampoco si es él el que se engaña, ya no sé nada. Lo único que sé es que ya no podía soportar un minuto más en esa casa. Y que con él o sin él voy a hacer todo lo que haga falta para tener ese hijo. Todo lo que haga falta.
Recostada sobre la almohada, Cristina puede escuchar el murmullo apagado de la voz de Paula en la habitación contigua. Confía –quién si no a esas horas de la noche– en que hablando por el móvil con Eduardo. Tratando, ojalá, de hallar en las palabras lanzadas al otro lado de la línea el parche que permita cubrir el feo desgarrón, Eduardo haciendo quizá malabarismos imposibles por transfigurar el sentido de las que lo causaron, por propiciar el emborronamiento al que pueda aferrarse la decepción de Paula. Sería triste que lo consiguiera, piensa Cristina, los remiendos de esa clase, sobre cortes que no hay aguja que suture, sólo son treguas destinadas a posponer el desgarro definitivo de la ruptura, poco importa que muchas parejas se acostumbren a convivir en ellas y las hagan durar hasta la vejez y la muerte. Sería triste, sí, y también lo mejor para ella en estos momentos. Contempla la pila de libros depositados sobre la mesilla de noche pero desecha la idea, está demasiado nerviosa para leer, rebusca en el cajón, se introduce una pequeña pastilla debajo de la lengua y apaga la luz.
Los sonidos de la habitación contigua han cesado. Debe recordar mandarle mañana un mensaje a Fernando para decirle que no podrán comer juntos. Mañana. Mañana, por fin, se dice intentando dominar la angustia que tensa su estómago justo debajo del esternón, toda esta pesadilla habrá acabado. Y el mal trago sólo durará un rato, después todo volverá a ser como antes. O no. Tiene que resolver las cosas con Fernando. Fernando, que al poco de conocerse le reveló, risueño, que quería tener muchos niños. Pero no. Está claro que ése no es el problema. El problema va más allá de esa cuestión. Es la apatía que le sobreviene cuando trata de imaginar una vida a su lado. Y por eso, o quizá no sólo por eso, no ha dudado ni por un segundo de que Fernando debía permanecer al margen de este accidente. En su cabeza resuenan ahora las palabras de Paula, es lo más natural del mundo. Pero resulta que la naturaleza tiende a seguir su curso, nunca tan regular como se asegura, tantas veces caprichoso e inhóspito, por completo ajena a las decisiones humanas. A la decisión de Paula de ser madre. A sus propias decisiones. Ajena a los deseos, siempre indiscernibles en su fundamento pero de todo punto irrefutables en el reconocimiento de su realidad soberana, que han ido determinando esas decisiones y que nada de naturales, reflexiona, pueden tener porque lo de contrario serían idénticos para todos. Suerte que esta vez ella lo tiene más fácil que Paula y saldrá vencedora de esta lucha inmemorial con la naturaleza por la que el ser humano ha llegado a ser lo que es. La dichosa y tenaz naturaleza que ha logrado sortear, burlona, los malditos anticonceptivos y sus desagradables efectos secundarios. Pero mañana, por fin, después del mal trago, se habrá evaporado esta sensación de estar poseída, esta horrible sensación de invasión en sus entrañas. También ella ha tenido ganas de darse de cabezazos contra la pared, de emprenderla a puñetazos con su abdomen, con ese cuerpo suyo que igualmente la ha traicionado iniciando un camino al margen de su voluntad, amenazándola con la presencia de una prolongación de sí misma que otras vísceras en su interior rechazan ferozmente. Porque rechazan la imposición de una forma de vida, de un mundo al completo en lo que le resta de existencia, que ni desea ni ha decidido para sí. Cómo puede haber quienes piensen, se pregunta por enésima vez ya notando la pesadez en sus párpados, que en esta batalla la victoria debe caer del lado de la naturaleza ciega y no de su voluntad. Del lado de esas células que crecen inconscientes dentro de su cuerpo como un tumor maligno que fuera cercenando lentamente su libertad. Sólo los ilusos que se empeñan en ver tras ellas el todopoderoso e inexistente dedo de cierto dios dañino.
Bajo los efectos del somnífero, Cristina pasea por una larga avenida desierta, bordeada por árboles desnudos, bajo un cielo plomizo. El viento azota su rostro y tiene frío. De súbito se percata de que a ambos lados de la avenida se agolpa una multitud silenciosa. Los rostros anónimos la miran con severidad. Cristina apresura el paso, atemorizada. A lo lejos percibe una figura solitaria en medio de la avenida. Sus pies, moviéndose cada vez más rápido, van acortando la distancia que la separa de ella. Finalmente la reconoce. Es Paula, que canta arrobada al muñeco que acuna entre sus brazos sin reparar en su presencia. Paula, ¿qué haces aquí?, le pregunta. Paula vuelve su rostro hacia ella y le tiende el muñeco. Cristina da un paso atrás. No lo quiero, Paula, es tuyo. También la mirada de Paula se torna entonces severa, y en los brazos extendidos sus manos se aflojan despacio, muy despacio. El muñeco golpea el suelo con un ruido sordo. Desde la multitud comienza a alzarse un rumor que va aumentando poco a poco en intensidad hasta convertirse en un griterío confuso y estremecedor. Un griterío que acaba reemplazado en sus oídos por la voz del locutor de radio que emerge del despertador.
De nuevo suelta la cucharilla y acaricia con suavidad el brazo de Paula, vamos, Paula, vamos, deja ya de llorar y cuéntame, Paula que levanta la cabeza con lentitud, los párpados cerrados mientras se frota con los dedos las mejillas mojadas, un hondo suspiro, los párpados se abren finalmente para dejar pasearse a los ojos por el lejano horizonte de los azulejos de la cocina y después acercarse y demorarse sobre el mantel azulado hasta aterrizar en los suyos. Es por el bebé, la voz se quiebra descomponiendo otra vez el gesto, las lágrimas reanudan su persistente recorrido por la piel enrojecida. Cristina no oculta el tono de sorpresa, pero qué bebé, Paula, se encoge ligeramente en la silla y retuerce el cuello de su jersey de punto, de qué estás hablando. Paula parece hacer un esfuerzo por serenarse, coge otro pañuelo de papel y se suena antes de empezar a hablar, la voz ya un poco más entera, no se lo hemos dicho a nadie, tampoco a los papás, no queríamos disgustarlos, hace un año empecé un tratamiento, llevábamos tiempo buscando un niño pero no había forma, fui al ginecólogo, me hice diferentes pruebas y resultó que mis ovarios no estaban funcionando como debían, así que empecé el tratamiento, según el médico algo muy común, nada por lo que preocuparse, que en tres o cuatro meses estaría embarazada, nos dijo, pero ya ha pasado un año y sigo sin quedarme, el médico ha dicho que no debería haber ahora ningún problema, pero aun así nada, mi cuerpo no responde, su ceño se frunce al pronunciar sus labios estas últimas palabras, la voz que trasluce cierta crispación, sencillamente no responde.
Cristina baja la mirada hacia la taza para alzarla al instante y acariciar una vez más el brazo de Paula, la pregunta rezuma un poso de falsedad en su boca, no por ello la reprime, pero cómo no me habías contado nada, Paula, siente que la situación la convierte en forzosa aunque haga tanto que no se cuentan intimidades, demasiadas discrepancias de piel y mente frente al mundo entre las hermanas, más que probable causa del recíproco y creciente desinterés que ambas experimentan sin pena ni nostalgia, un hecho incontestable que sólo cabe aceptar. Esta tarde, al llegar a casa, Paula deja la taza con cuidado tras dar un pequeño sorbo, he vuelto a desmoronarme, todo porque me he cruzado con dos gitanillas, cada una con su niño de meses al brazo, apenas unas crías, hablando de sus cosas sin casi prestar atención a sus bebés, no sé qué me ha entrado por dentro que nada más abrir la puerta ya estaba llorando, Eduardo ha venido enseguida a abrazarme, a consolarme, pero he notado cierta impaciencia en él, es cierto, me sucede demasiado a menudo, y cuando ya parecía que me estaba calmando, ha empezado a hablar de la posibilidad de la adopción, ¡adopción!, la voz de Paula se eleva irritada, me he puesto hecha una furia, una auténtica furia, Cristina, yo no quiero adoptar ningún niño, quiero tenerlo yo, ¡yo!, no ser una madre postiza, de segunda fila, incapaz de engendrar a sus hijos, no, no quiero un niño de otros, quiero llevarlo en mi vientre y sentirlo crecer dentro de mí, quiero saber qué se siente cuando dé sus primeras pataditas, quiero que salga de mí, y saberlo mío y de Eduardo, y tratar de adivinar con él cuando nazca si su naricita es la mía o la suya, si saca mi genio o la pasmosa tranquilidad de Eduardo, no sé, Cristina, sólo quiero vivir lo que viven todas las mujeres cuando son madres, ¿es tanto pedir?, ¿por qué debería renunciar a ello?, ¿por qué yo no puedo tenerlo?, no es justo, Cristina, no es justo, para eso estamos hechas las mujeres, para eso tenemos útero y ovarios, para tener hijos, es lo más natural del mundo, lo más natural, no puede ser que yo no pueda como cualquiera, no puede ser que mi cuerpo me esté jugando esta mala pasada, que me esté fallando así, hay días en que me pegaría de cabezazos contra la pared, en que querría golpearme como si fuera un saco de patatas, los ojos de Paula se hunden en el té con leche, un par de lágrimas en caída libre alteran su quieta superficie, la voz que se convierte entonces en un hilo, no sabes lo inútil que me siento.
Mordiéndose el labio inferior, la otra mano de Cristina se aprieta incómoda por debajo de la mesa contra su abdomen para retomar segundos después su posición inicial sobre el mantel. Un enorme vacío se ha abierto entre sus sienes, un agujero negro tragándose las palabras que inútilmente trata de encontrar, Paula que la mira con fijeza, ahora es Cristina la que suspira, por fortuna la voz de su hermana vuelve a apoderarse del silencio con determinación, pero lo peor ha sido la reacción de Eduardo, su frialdad, el muy cobarde, el muy hipócrita, ha acabado reconociendo, admitiendo, después de todo este tiempo, después de toda esta angustia por mi parte, después de todo este sufrimiento, que no sabe si quiere tener ese niño. Que no lo sabe. Jamás, Cristina, jamás lo hubiera esperado de él, no sé cómo ha podido engañarme de esta manera, no sé tampoco si es él el que se engaña, ya no sé nada. Lo único que sé es que ya no podía soportar un minuto más en esa casa. Y que con él o sin él voy a hacer todo lo que haga falta para tener ese hijo. Todo lo que haga falta.
Recostada sobre la almohada, Cristina puede escuchar el murmullo apagado de la voz de Paula en la habitación contigua. Confía –quién si no a esas horas de la noche– en que hablando por el móvil con Eduardo. Tratando, ojalá, de hallar en las palabras lanzadas al otro lado de la línea el parche que permita cubrir el feo desgarrón, Eduardo haciendo quizá malabarismos imposibles por transfigurar el sentido de las que lo causaron, por propiciar el emborronamiento al que pueda aferrarse la decepción de Paula. Sería triste que lo consiguiera, piensa Cristina, los remiendos de esa clase, sobre cortes que no hay aguja que suture, sólo son treguas destinadas a posponer el desgarro definitivo de la ruptura, poco importa que muchas parejas se acostumbren a convivir en ellas y las hagan durar hasta la vejez y la muerte. Sería triste, sí, y también lo mejor para ella en estos momentos. Contempla la pila de libros depositados sobre la mesilla de noche pero desecha la idea, está demasiado nerviosa para leer, rebusca en el cajón, se introduce una pequeña pastilla debajo de la lengua y apaga la luz.
Los sonidos de la habitación contigua han cesado. Debe recordar mandarle mañana un mensaje a Fernando para decirle que no podrán comer juntos. Mañana. Mañana, por fin, se dice intentando dominar la angustia que tensa su estómago justo debajo del esternón, toda esta pesadilla habrá acabado. Y el mal trago sólo durará un rato, después todo volverá a ser como antes. O no. Tiene que resolver las cosas con Fernando. Fernando, que al poco de conocerse le reveló, risueño, que quería tener muchos niños. Pero no. Está claro que ése no es el problema. El problema va más allá de esa cuestión. Es la apatía que le sobreviene cuando trata de imaginar una vida a su lado. Y por eso, o quizá no sólo por eso, no ha dudado ni por un segundo de que Fernando debía permanecer al margen de este accidente. En su cabeza resuenan ahora las palabras de Paula, es lo más natural del mundo. Pero resulta que la naturaleza tiende a seguir su curso, nunca tan regular como se asegura, tantas veces caprichoso e inhóspito, por completo ajena a las decisiones humanas. A la decisión de Paula de ser madre. A sus propias decisiones. Ajena a los deseos, siempre indiscernibles en su fundamento pero de todo punto irrefutables en el reconocimiento de su realidad soberana, que han ido determinando esas decisiones y que nada de naturales, reflexiona, pueden tener porque lo de contrario serían idénticos para todos. Suerte que esta vez ella lo tiene más fácil que Paula y saldrá vencedora de esta lucha inmemorial con la naturaleza por la que el ser humano ha llegado a ser lo que es. La dichosa y tenaz naturaleza que ha logrado sortear, burlona, los malditos anticonceptivos y sus desagradables efectos secundarios. Pero mañana, por fin, después del mal trago, se habrá evaporado esta sensación de estar poseída, esta horrible sensación de invasión en sus entrañas. También ella ha tenido ganas de darse de cabezazos contra la pared, de emprenderla a puñetazos con su abdomen, con ese cuerpo suyo que igualmente la ha traicionado iniciando un camino al margen de su voluntad, amenazándola con la presencia de una prolongación de sí misma que otras vísceras en su interior rechazan ferozmente. Porque rechazan la imposición de una forma de vida, de un mundo al completo en lo que le resta de existencia, que ni desea ni ha decidido para sí. Cómo puede haber quienes piensen, se pregunta por enésima vez ya notando la pesadez en sus párpados, que en esta batalla la victoria debe caer del lado de la naturaleza ciega y no de su voluntad. Del lado de esas células que crecen inconscientes dentro de su cuerpo como un tumor maligno que fuera cercenando lentamente su libertad. Sólo los ilusos que se empeñan en ver tras ellas el todopoderoso e inexistente dedo de cierto dios dañino.
Bajo los efectos del somnífero, Cristina pasea por una larga avenida desierta, bordeada por árboles desnudos, bajo un cielo plomizo. El viento azota su rostro y tiene frío. De súbito se percata de que a ambos lados de la avenida se agolpa una multitud silenciosa. Los rostros anónimos la miran con severidad. Cristina apresura el paso, atemorizada. A lo lejos percibe una figura solitaria en medio de la avenida. Sus pies, moviéndose cada vez más rápido, van acortando la distancia que la separa de ella. Finalmente la reconoce. Es Paula, que canta arrobada al muñeco que acuna entre sus brazos sin reparar en su presencia. Paula, ¿qué haces aquí?, le pregunta. Paula vuelve su rostro hacia ella y le tiende el muñeco. Cristina da un paso atrás. No lo quiero, Paula, es tuyo. También la mirada de Paula se torna entonces severa, y en los brazos extendidos sus manos se aflojan despacio, muy despacio. El muñeco golpea el suelo con un ruido sordo. Desde la multitud comienza a alzarse un rumor que va aumentando poco a poco en intensidad hasta convertirse en un griterío confuso y estremecedor. Un griterío que acaba reemplazado en sus oídos por la voz del locutor de radio que emerge del despertador.