Enorgullécete de tu fracaso,
que sugiere lo limpio de la empresa
Contaba recientemente Amancio Prada que conoció a Agustín García Calvo allá por los años setenta cuando éste, exiliado en París tras haber perdido su cátedra de Lenguas Clásicas en Madrid por apoyar las protestas estudiantiles, se dedicaba a repartir copias de su recién publicado “Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana”. Esa Comuna que se declaraba ya de facto fundada por obra de tal Manifiesto y cuya función consiste, desde entonces, en luchar, de hecho y de palabra, contra el Estado español y todo Estado en general.
El Manifiesto ofrece amplias directrices sobre la organización de la vida de la Comuna una vez conquistada la independencia del pueblo de Zamora. En un primer momento, todos sus miembros formarán parte de un gobierno provisional cuya principal actividad será la de su provocar su propia disolución. Se producirá una expropiación de los bienes llamados “dinerarios” –es decir, aquellos que sean claramente cuantificables y permitan definir al posesor según el lema del “tanto tienes, tanto vales”–, mientras que se respetarán los objetos que se intuya están siendo plenamente disfrutados por su dueños o con los que éstos hayan establecido ciertos lazos amorosos. Se eliminará la obligatoriedad del trabajo y la noción misma del trabajo, desde la confianza en que su desaparición despertará en los ciudadanos el deseo de emprender toda suerte de actividades que harán florecer la Comuna y que ya no podrán distinguirse de las que habitualmente se consideran ligadas al ocio y al goce.
Pero más allá de éstas y otras directrices que allí se detallan convenientemente, quizá las más importantes en esa tarea de combatir al Estado sean las que afectan a la disolución de la institución de la Familia. Lejos de imponer el amor libre como fórmula abstracta, el Manifiesto propone como primer paso liberar de la ancestral prohibición los amores llamados “incestuosos” entre los hermanos y hermanas que bien se quieran: se sospecha que en la vieja Ley que impide ser amantes a los hermanos se hallaría la causa de que los amantes nunca puedan quererse entre sí como hermanos, de manera que, abolida la Ley, es de esperar que poco a poco pase a mejor vida el estado de guerra y enemistad que suele amargar a las parejas. Se trabajará críticamente por la progresiva desaparición del Amor de posesión mostrando la falsa sensación de seguridad que conlleva, con lo que se supone acabará muriendo también el Sexo que antitéticamente se le opone. Pasado el tiempo, vaticina el Manifiesto, “cada amor estará lleno de toda clase de amor”, sin que tenga ya sentido distinguir entre el amor del alma y el del cuerpo. Gracias a la proliferación de toda suerte de juegos y bromas de sustitución de los niños en los primeros meses de vida, las madres olvidarán fácilmente cuál de los niños paridos es el suyo, y se dedicarán, al igual que todos los miembros de la Comuna, a la educación conjunta de todos ellos. Y una vez el amor se libere de sus ataduras posesivas y todos los miembros de la Comuna hayan pasado amarse como hermanos y hermanas –cosa que implicará la paulatina evaporación del concepto mismo del incesto–, se da por hecho la pronta desaparición de la figura del padre, despreocupado ya por completo por saber qué hijos serían los suyos y de toda pretensión de traspaso a ellos de bienes privados inexistentes.
No me consta que el pueblo de Zamora alcanzara jamás su independencia del Estado español. Pero si por este motivo nunca pudo llegar a materializarse de hecho –o al menos no de forma que quepa conocer– la función batalladora frente al Estado de esa Comuna Antinacionalista, no puede negarse que Agustín García Calvo jamás dejó de ejercerla de palabra, incluso desde antes de su misma fundación, con cada una de sus numerosas y variadas obras. En repetidas ocasiones siguió combatiendo la idea de la Familia como pilar fundamental del Estado y fuente de nuestra constitución en los Individuos que lo conforman. Pues la Familia es, decía Agustín, la institución que con sus leyes y prohibiciones, con sus dictados e interdicciones –tienes que querer a tu madre, es un crimen si no lo haces, pero nunca quebrantando ciertas fronteras; tienes que respetar a tu padre, eres un mal hijo si no lo haces, pero nunca traspasando ciertas barreras–, impone la sustitución de los sentimientos del infante, por principio indefinidos, carentes de límites, brutales, por entero desmandados, por una idea de tales sentimientos, ya definida y reglada, que los domestica y transforma en una obligación en la que todo goce sólo podrá darse a partir de entonces en medio de la sufriente contradicción e invariablemente bajo la nítida separación del Amor y el Sexo.
En el seno de la Familia adquirimos el Nombre Propio que nos pretende únicos e irreemplazables a la vez que nos iguala al número por el que devenimos uno más indistinguible de tantos. En ella se construye de forma primaria nuestra identidad como Individuos en tanto que “hijos de” y se conforman poco a poco lo que en adelante serán nuestros Gustos Personales, más que expresión de un verdadero desear y querer, reflejo de la obediencia a lo que está mandado querer. En cuanto unidad de producción económica y consumo, en la Familia aprendemos que el Dinero es el sustituto ideal de todas las cosas: de entrada, del amor que los hijos reclaman a los padres o la mujer al marido pidiendo siempre más Dinero. E interiorizamos entonces la necesidad del Tiempo muerto del Trabajo –el que nace ya sin posibilidad de albergar forma alguna de disfrute– para la consecución de ese sustituto universal de cualquier cosa anhelada que nos permite convertirnos en fieles súbditos del Estado. Sólo por causa de la Familia, llegaremos a ser igualmente fieles reproductores del Orden establecido –ése que siempre se defiende bajo la amenaza del caos terrorífico en su ausencia– cuando, en función de esas mismas reglas y de las idealizaciones que les subyacen, nos lancemos a la búsqueda de la Pareja con la que fundar un nuevo nido para la producción de más Individuos. Una Pareja en la que acabará primando antes la Idea de lo que debe ser que los sentimientos que laten en sus honduras y dieron lugar a su surgimiento. Antes la urgencia de la posesión del otro que el disfrute mutuo y compartido. Antes el afán de conocer al otro como forma de poseerlo que el misterio que emerge de no saberlo y la libertad que se le otorga no forzándole a que se sepa a sí mismo a través de nuestro conocimiento.
Pues, para Agustín, si algo originario, algo espontáneo, algo vivo respira en nosotros por debajo de tanta Ley, de tanta conformación, de tanta imposición constitutiva de las Personas que somos, es, precisamente, aquello que no sabemos de nosotros mismos ni podemos saber porque la operación misma de pretender saberlo propicia de inmediato su pérdida: al intentar apresarlo se nos escurre entre los dedos, y sólo logramos aferrar en su lugar la pálida idea, fija, inerte, de eso que antes, por no saberlo, palpitaba en nosotros con toda su fuerza. De ahí que Agustín nos legara un largo sermón sobre el ser y el no ser que venía prologado por un par de sonetos de los que me permito extraer los siguientes versos:
¿Por lo que triunfo y lo que logro, ciego
me nombras y me amas?: yo me niego,
y en ese espejo no me reconozco.
Yo soy el acto de quebrar la esencia:
yo soy el que no soy. Yo no conozco
más modo de virtud que la impotencia.
Y que el final del segundo soneto proclame que así como “tu muerte es tuya” –y ojalá lográramos deshacernos de esta maldita posesión indeseada–, “tu no saber es toda tu esperanza”. Y es que ser es, según Agustín, idéntico a saberse. Y no otra cosa que eso que decimos ser y saber del ser que somos es lo que nos aprisiona y limita al definirnos, impidiéndonos acceder a la sustancia viva e indefinible que alienta por debajo de cada determinación que forja pública y privadamente nuestro ser. Por eso Agustín quiso cantar al no ser idéntico al no saber. Por eso nos conminó con sus poemas, con sus cuentos, con sus ensayos y sus originales tratados sobre los antiguos o la estructura del lenguaje que habla en nuestras bocas sin pertenecer a ninguna, a reparar en lo que no somos y en ese no ser no sabemos de nosotros mismos. Con la esperanza de que, en algún momento y probablemente sólo de forma fugaz, alcancemos a ser otro que ése que somos –y en ese ser otro, uno cualquiera, como de cualquiera es el lenguaje que nos atraviesa de parte a parte–, y así nos liberemos, nos deshagamos un poco de la constante imposición de ser los Individuos arrojados a la muerte que nos han llevado a ser.
Por más que Agustín despotricara constantemente contra la institución de la Pareja, nunca dejó de reconocer que ese sentimiento que, a su juicio, mejor no nombrar para no matarlo, y que trivialmente asociamos al enamoramiento, constituye una de las pocas maravillas capaz de hacernos transitar del ser al no ser, de conducirnos desde la definición y el saber a la confusión y momentánea disolución del ser que de continuo estamos de obligados a ser. Un sentimiento que se asocia obsesivamente a un Tú en cuyos brazos nos perdemos y olvidamos gozosamente de nosotros mismos y del cual, por causa de esa dichosa pérdida que nos vuelca el cielo boca abajo, queremos hacer la única Ley, el único Dios, la única Patria, el único Ejército, los únicos Padres que manden en nuestras vidas. O al menos así lo expresaba él en este poema al que pusieron música Amancio Prada y Chicho Sánchez Ferlosio. Sirva aquí su recuerdo como cierre de este pequeño homenaje que he querido rendir al gran maestro de la pluma que fue y sigue siendo en sus obras Agustín García Calvo. Hasta siempre, maestro.