Por temor a perder una vida mutilada, en su asfixiante limitación siempre algo más que la llana y negra nada, fueron esclavos los esclavos de antaño. Donde la fría ley castiga implacable la insumisión con la muerte, se comprende su resignada inclinación a la obediencia. Cifrado en la extinción definitiva el precio de la rebeldía, se adivina el miedo ancestral capaz de trocar su germen incipiente en paciente docilidad y blanda mansedumbre. Nacían los esclavos de entonces antes al miedo que a la vida. Quizá por eso se aferraban con fuerza a sus despojos, arrojados con cretina benevolencia por sus dueños como a los perros las sobras al caer el día. Y en los retazos de goce arañados por los resquicios a la servidumbre, atesoraban escuetas, aun así valiosas monedas doradas que apuntalaban el sentido de su existencia. No por otra razón podían festejar en el mendrugo de hoy la mayor ternura del pan en contraste con el recuerdo del engullido ayer.
También el temor a perder es el amo espectral de los espíritus esclavos que han poblado y poblarán la frágil densidad de esta tierra en cualquiera de sus épocas y coordenadas. Sin cadenas en torno a sus tobillos viven atados, y atados se someten y obedecen pese a la ausencia de sogas rugosas lastimando sus cuellos, de espadas afiladas pendiendo sobre sus cabezas ante la tentación de la insubordinación o la huida. A salvo está del derramamiento la sangre que recorre sus miembros, la piel intacta del vértigo cortante del látigo. Pero una vez la vida desnuda se sabe a resguardo, nunca deja de construir sobre su suelo primario un universo variable de posesiones dispares, de pertenencias materiales y bienes invisibles, de dominios en propiedad o usufructo, cuya totalidad conforma ante nuestros ojos la figura aproximada de la vida vivible, la estampa difusa de la vida habitable según los criterios del expansivo corazón humano más allá del rítmico e inconsciente golpeteo que en nuestras muñecas revela su mecánico latido. Ninguna otra causa que el miedo por el angostamiento y posible desaparición de esa figura explica el temblor imperceptible en la cabeza inclinada del alma esclavizada dentro de un cuerpo libre. Las ataduras que paralizan la justa respuesta al ultraje llovido desde las alturas. El acatamiento de órdenes y directrices que sujetan, coartan, y hasta humillan los propios deseos en su rebaja.
De la natural indefinición de sus contornos, de su necesaria laxitud en continuo ajuste con las circunstancias, también de la versatilidad de cada experiencia individual en medio de la masa amorfa, se sirven los señores del poder en su enfermiza avidez por obtener crecientes beneficios del sudor del rebaño. No importa bajo qué pretexto ficticio: siempre cabe intentar recortar, una vez más, un poco más, los límites de la figura. Cuentan para ello con la tenaz alianza, con la sempiterna complicidad de los espíritus esclavos. Tras contemplar la dentellada en la figura, y aun en medio de los gritos por la merma y el acuse de la pérdida, sus corazones cautivos suelen forzarse al olvido de la silueta original ahora cercenada, ansiosos por recobrar, tan pronto como les sea posible, la obligada alegría por las posesiones que todavía les restan. Una vez contabilizados cuidadosamente los daños, alaban en público su suerte y en público se recriminan sus primeras quejas y las de sus vecinos, apresurándose a comparar la mayor cuantía de sus pertenencias con las atribuidas a la indigencia. Incluso los hay que gozan íntimamente del deterioro de la vida vivible, recreándose en la idea de la proeza que se asocia al esfuerzo incrementado, idénticos a camellos que presumieran de la más pesada carga que soportan sus jorobas mientras la tensión extrema de los músculos amenaza con la quiebra de los huesos. Son los que se jactan con orgullo de la aceptación jovial del mazazo, y se felicitan por el trabajo bien hecho en condiciones adversas. Nunca faltan, tampoco, quienes se abrazan a la reconfortante sensación de descubrirse víctimas impotentes de un Mal imbatible y todopoderoso que, por fin, legitima la tediosa letanía de sus antiguos lamentos. De llegar a intuir en sus pechos el pálpito ardoroso de la rebeldía, los espíritus esclavos concentran sus energías en aniquilarlo, amedrentados por la fantasía de la acción subversiva poniendo en peligro lo poco o mucho que aún les pertenece. Acobardados de igual forma por la imagen de la rabia que nutre esa rebeldía emponzoñando su menguado pero precioso, sagrado tiempo de asueto. Ése que se le escatima en un robo de proporciones tan descomunales como estúpidamente consentidas, si no otra cosa que tiempo es la sustancia misma de la vida, y su forzosa dilapidación desmedida a cambio del sustento la estafa más letal de la que podemos ser objeto. En cada minuto que nos hurtan, un minuto menos de esta vida nuestra y única de días contados por la muerte.
Por ello, ante la propuesta de insurrección, de organización de la resistencia y la lucha por reconquistar los espacios usurpados en el momento en que la estrechez impuesta comienza a percibirse inhabitable, los espíritus esclavos miran hacia otra parte: maquinan estrategias para redecorar sus moradas, cubriéndolas de espejos que embauquen a los ojos, mullendo las paredes con algodones que enmascaren su opresivo encogimiento. Cuando se acercan a participar en el debate, se aprestan aun sin quererlo a desarticular la iniciativa acumulando objeciones, proclamando peros, enlazando argumentos que revelen la inutilidad de la batalla, anticipando consecuencias nocivas sin duda probables pero en cualquier caso inciertas, pregonando como única opción la moral bovina del aguante y el manual de supervivencia bajo el brazo del sálvese quien pueda. Por los rincones, osan criticar secretamente la pueril debilidad de quienes rechazan convertirse en mulas de carga. Aprovechan los más aviesos para arrimarse con disimulo a las élites del rebaño: en medio de la revuelta, intentan rascar para sí algún que otro privilegio que aligere su particular apretura.
Que nadie se llame a engaño: si poseer es igual a temer perder, aún no ha visto la luz criatura humana que no albergue en su interior el espíritu del esclavo. Tan íntimamente arraigado a sus entrañas que la vana pretensión de aniquilarlo debe ser de inmediato desechada. Pero el reconocimiento de su existencia queda muy lejos de la afirmación de su omnipotencia. Frente a este ineludible compañero de fatigas, todo estriba en impedir que se apodere de las riendas que dirigen la voluntad y marcan la decisión. En atreverse a contrarrestar su fuerza invariablemente reactiva. Arriesgándose a desoír su voz temerosa allí donde la obediencia y el acatamiento prudentes, dominados por el miedo a la pérdida y el afán de conservación de apenas unos cuantos escombros, equivalen, en impoluta ecuación, al consentimiento de la pérdida fatal, quién sabe si algún día reparable: la que menoscabará en sus trazos esenciales la figura mínima de la vida vivible para reducirla a esos mismos escombros.