En el verano de 2010 algunos Premios Nobel de Economía y otros prestigiosos economistas comenzaron a anunciar –la realidad ha demostrado sin lugar a dudas que con pleno conocimiento de causa– que las medidas impuestas a Grecia a cambio del rescate que su gobierno había solicitado para financiar su excesiva deuda pública sólo contribuirían a una profunda depresión de su economía y, por tanto, a un incremento de esa misma deuda pública. Ya entonces empecé a preguntarme por qué la llamada Troika se empeñaba en prescribir una serie de recetas de las que, sin remedio, se derivaría justamente el efecto contrario del que supuestamente pretendían lograr. Un efecto que se ha repetido sin excepción en todos aquellos países de la periferia de Europa que han debido demandar la ayuda de las altas esferas europeas. Fueran cuales fueren los orígenes de sus respectivas crisis, y con independencia de que éstas nada tuvieran que ver con una desmesurada deuda pública – los datos del caso español son aquí incontestables–, la Troika no ha dado más opción que la tan cacareada y defendida austeridad, que conlleva la reducción del gasto público y, en consecuencia, la reducción de los mecanismos del Estado para paliar las desigualdades sociales y económicas a través de políticas redistributivas de la riqueza. Esa austeridad que, en lugar de solventar los problemas económicos de tales países, tan sólo está conduciendo a su progresivo y a este paso imparable agravamiento.
Si hasta yo, que carezco de toda formación en materia de economía, podía por aquella época comprender la validez de los razonamientos de los expertos que alertaban del suicidio económico que suponían las políticas de austeridad, resulta como poco insensato acogerse a la hipótesis de que los economistas que componen las instituciones de la Troika no sabían de antemano de las consecuencias de la aplicación de dichas políticas. Tan insensato, comienzo a sospechar, como creer que su falta de atención a los hechos objetivos, que han ratificado sobradamente las predicciones de empobrecimiento de aquellos expertos, obedezca tan sólo a una suerte de ciego dogmatismo –tan ciego, que rayaría ya en lo puramente patológico– por completo inmune a las evidencias empíricas. Los datos que periódicamente publican otras instituciones de la propia Unión Europea cantan a voz en grito el estrepitoso fracaso de las medidas de austeridad. Inconcebible que los mandatarios que las prescriben no tengan, cuanto menos, tanto conocimiento de ellos como cualquier ciudadano de a pie que se interese en buscarlos o tenga acceso a los medios de información que los difunden.
¿Cuáles son entonces las razones que podrían explicar tan contumaz empecinamiento en unas recetas cuyas presuntas bondades son día a día desmentidas por los datos económicos? Más contando con la circunstancia de que el mismísimo Fondo Monetario Internacional –antaño feroz adalid de las políticas de austeridad– ha llegado a reconocer públicamente que sus cálculos en relación a los efectos de la austeridad sobre la economía contenían un embarazoso error, cuya corrección indica que la drástica reducción del gasto público dictada a los países en crisis deprime más de lo previsto sus economías e imposibilita cualquier posible recuperación tanto a corto como a largo plazo. ¿Por qué entonces, ante tal reconocimiento, el comisario de la Unión Europea se apresuró a advertir al FMI, eso sí, en un elegante lenguaje técnico, de que dejara de tocar las narices y mantuviera la boca cerrada –que así no entran moscas– en lugar de lanzar mensajes encaminados a minar la confianza de los Estados intervenidos en las políticas prescritas por Europa?
Mientras tanto, ciertas voces críticas se han alzado para afirmar que los rescates a los países del Sur podrían no tener más finalidad que garantizar que sus bancos nacionales paguen los miles de millones de euros que deben a la banca alemana, lastrada por un enorme agujero financiero a causa de su activa participación en el mismo juego especulativo de casino –y generador de obscenos beneficios a corto plazo– que hundió a la banca norteamericana. Que ciertos sectores de la sociedad alemana se están beneficiando enormemente de la depresión de los países del Sur, a pesar de que la imposición más temprana en Alemania de las mismas medidas de austeridad ahora decretadas al Sur de Europa ha empobrecido a marchas forzadas a sus clases trabajadoras. Y también que, de perseverar en la dinámica seguida hasta la fecha, la propia economía alemana comenzará a acusar en sus propias carnes la depresión económica de los países del Sur para acabar entrando en recesión.
Más que nunca, pues, continúa vigente el interrogante por los motivos que subyacerían a la aplicación de unas medidas que de ningún modo parecen favorecer a la economía de los países europeos. Un interrogante al que, a mi juicio, el libro de Naomi Klein “La doctrina del shock” brinda algunas respuestas.
“La doctrina del shock” es un espeluznante relato que apuesta por la tesis de que la materialización efectiva de las doctrinas neoliberales, hoy día presentadas bajo el formato de las políticas de austeridad, ha dependido invariablemente de una ciudadanía en “estado de shock”, esto es, aturdida e incapaz de resistencia, bien bajo diversos regímenes del terror, bien como consecuencia de catástrofes naturales o crisis económicas hábilmente aprovechadas para la introducción de una serie de “reformas” estructurales –en esencia, destrucción de servicios sociales y privatización de bienes públicos para el enriquecimiento de una élite empresarial, financiera y política– que los ciudadanos, de poder actuar libremente, sistemáticamente han rechazado. Para defender esta idea, su autora nos propone un exhaustivo recorrido geográfico y cronológico que se extiende desde la dictadura de Pinochet en Chile hasta el desastre el huracán Katrina en Nueva Orleans, pasando por la Junta militar en Argentina, la aplicación de la Ley Marcial en Bolivia, la masacre de la plaza de Tiananmen en China, la quema del Parlamento ruso tras el desmembramiento de la Unión Soviética, la crisis financiera de los Tigres Asiáticos, la invasión de Irak o el tsunami acaecido en 2005 en las costas de Sri Lanka, por sólo mencionar algunos de sus hitos. Se trata, por lo demás, de un texto extenso y profusamente documentado que se detiene a cada paso en los pormenores de lo sucedido en estos y otros países durante los períodos en que sufrieron o siguen sufriendo la aplicación del pensamiento neoliberal.
Muy numerosas serían las cuestiones que valdría la pena reseñar de este libro. Pero como no tengo intención de aburriros aún más con este árido post, tan sólo rescataré de él, de entre las declaraciones de personas de influencia que han contribuido a la conquista del mundo por parte del neoliberalismo recogidas por Naomi Klein, una que, en el momento de leerla, me pareció particularmente ilustrativa para responder a la pregunta que comencé a plantearme en aquel verano del 2010.
Muy numerosas serían las cuestiones que valdría la pena reseñar de este libro. Pero como no tengo intención de aburriros aún más con este árido post, tan sólo rescataré de él, de entre las declaraciones de personas de influencia que han contribuido a la conquista del mundo por parte del neoliberalismo recogidas por Naomi Klein, una que, en el momento de leerla, me pareció particularmente ilustrativa para responder a la pregunta que comencé a plantearme en aquel verano del 2010.
El que en 1995 fuera el economista principal del Banco Mundial, Michael Bruno, afirmó en una conferencia impartida ante la International Economic Association, convertida posteriormente en una publicación del Banco Mundial, que cada vez existía un mayor consenso en torno a “la idea de que una crisis suficientemente amplia podría conseguir impresionar hasta tal punto a los decisores políticos de un país que éstos se decidieran finalmente por instaurar reformas destinadas a potenciar la productividad”. Con tales reformas no se refería sino a aquellas que actualmente se definen en Europa como las políticas de austeridad. En este sentido, Michael Bruno sostuvo que los organismos internacionales no sólo tenían que aprovechar las crisis económicas existentes para imponer tales políticas –lo que entonces se recogió bajo el rótulo del Consenso de Washington– sino que debían hacer todo lo que estuviera en sus manos para agudizar esas crisis. Sí, han leído ustedes bien: agudizar. Que es lo mismo que hacer por agravar o empeorar esas crisis. Y si bien Michael Bruno admitió en aquella conferencia que la perspectiva de profundizar intencionadamente la depresión económica de un país resultaba de entrada aterradora, no dejó de animar a sus oyentes a aceptar ese proceso de destrucción como primer paso de una positiva transformación de la economía según su concepción neoliberal. “A medida que la crisis se hace más profunda, el Estado podría irse atrofiando lentamente”, concluyó, y con él, todas aquellas políticas intervencionistas que restan posibilidades de mercado al mundo empresarial.
Yo no sé a ustedes, pero, en mi caso, estas palabras de Michael Bruno actuaron como una especie de interruptor que encendió una bombilla en mi cansada cabecita. Y me llevaron a sospechar que esta crisis será muy, pero que muy larga.