
Se nos deslucen las palabras en la boca de tanto gastarlas, como monedas que pasando de mano en mano fueran mermando en lustre, perdido entre el sudor y el polvo de dedos incontables su brillo originario, limada por el uso la nitidez primera del cuño de sus relieves, evaporado con el correr del tiempo aquel sabor inédito a tesoro extraño y recién capturado que paladearon una y otra vez nuestras lenguas infantiles al conquistar su poder. Ahora las lanzan al aire, o inmóviles al silencio reflectante de nuestras cabezas, convertidas en útiles, prácticos enseres, instrumentos tendidos hacia otros, hacia nuestra interioridad confusa, como puentes que devienen invisibles para los ojos fijos en la orilla a alcanzar. Y así emergen de nuestras gargantas apenas percibidas en sus contornos, difusamente entrelazadas por el enigmático automatismo tan sólo en una ínfima parte nutrido de la costumbre, ajenos los oídos las más de las ocasiones a la amplitud frondosa que se agazapa tras la superficie repetida y cotidianamente recortada de su significado. Al igual que se oculta la honda riqueza del dar al confinarse su pronunciación a la donación del pan y el martillo.
Pero hay quienes no cesan de abismarse sobre los zurcidos que la experiencia cose en sus entrañas, de abrazarse a los espectros brotados de su fantasía, de aguzar sus sentidos y afinar sus sentires en busca de la sustancia que arma el mundo, y en descenso por las raíces que el lenguaje clavara en sus almas, desde allí se afanan en amasar el barro de las palabras para moldear figuras de líneas delicadamente esculpidas. Como aplicados orfebres engastan las piezas del collar único y precioso escogiendo con cuidado cada trozo de metal irremplazable, meditando reflexivos sobre la justeza de cada ligadura, engarzando primorosamente una palabra tras otra. Y en su esmerada trabazón, insólita o en su sencillez reveladora, logran devolverles el brillo que acaso un día poseyeran. Desnudas sobre el papel, adheridas al son de una melodía en los oídos, refulgen entonces las palabras como piedras recién extraídas de una cantera, recobrada su fuerza bruta, revestidas de su autoridad nominativa primigenia. Dispuestas a resonar de nuevo en nuestras bocas con los ecos vírgenes que acompañaron su nacimiento, solícitas a vibrar en nuestras lenguas como si por vez primera las engendraran fraguando su sentido. Y hasta el silencio que separándolas las alía y uniéndolas las distancia, reverbera en ellas sinuoso como su signo escrito sobre la partitura, tornándose patente en el vacío que lo conforma.
Brillan las palabras en el metal forjado de sus versos, y brillan con ellas las cosas que nombran, en idéntico proceso deslucidas y opacas, desgastadas y sobadas por las manos en el hábito de la ejecución, por la mirada que en su reiteración las baquetea y aplana, aplastando el misterio que soporta su existencia, sepultando la belleza que en su singularidad se alberga. Disuelto por la designación atenta el gris plomizo que enturbia su manifestación rutinaria, se nos aparecen de súbito bajo una nueva luz, una luz distinta, más pura, más salvaje, que irradian perfilando sus límites, fundiéndola en su materia. Por eso descubrimos una y otra vez en el relucir de esas palabras la hermosura de la rosa ignorada durante el paseo, la suavidad fugaz de sus pétalos destinados a caer como párpados somnolientos, el orgullo inocente de sus espinas. Siempre pasmoso, el azul del cielo soleado que sobrevuela nuestras coronillas apresuradas. La frescura del agua manando en surtidor de la fuente o el muro impenetrable en los ojos dulces de la gacela. Y en todo ello, el milagro de que cada pequeña cosa, cada insignificante mota de polvo, haya llegado a estar ahí para arroparnos con su presencia. Pero también aprendemos una y otra vez, al calor de esos nombres y verbos pulcramente encajados, la soledad que ensombrece nuestras conciencias en el rugido negro de una pantera enjaulada. En un cuenco lleno de flores el asombro pintado de verde de la muerte. La potencia quizá aniquiladora, acaso vivificadora del dolor y la tristeza muelle de la melancolía. El desgarro irrenunciable del amor, siempre esposado al sufrimiento enajenado del desamor y la pérdida. La ironía terrible del cáncer como fiesta enloquecida de las células.
Es misión de poetas y trovadores arrastrarnos como flautistas por los senderos sedosos de sus palabras para arrojarnos en pleno rostro, rescatadas del nicho de la costumbre y entretejidas al ritmo de sus silencios, verdades que apartamos tozudos guiados por la pretensión vana de rehuir la angustia. Bastidores de los aconteceres que nos gestan, quizá tan sólo encerrados en el arcón de la desmemoria por el trasiego de los desvelos diarios. Apenas intuidas a veces desde el lenguaje común y la vivencia roma, evidencias que nos atraviesan en unas breves estrofas con la contundencia del rayo. Y no es raro que logren sus versos incrustarse con tal tenacidad en nuestra retinas que ya nunca dejemos de vislumbrar rojos los leones sobre las cálidas praderas, de tierra los cuerpos unidos en la noche, el blanco de su gemido al sobrevenir el alba. Poetas y trovadores trabajan el elemento dúctil del lenguaje para decir aquello que las cosas pueden ser y entonces son. Para fundar lo que en su aparecer las muestra y define al ser dichas y nombradas si aquí es, como uno de ellos cantara, el tiempo de lo decible. Se inventa y construye el mundo, ése que hacia adentro y por fuera nos es dado contemplar, ése que esencialmente habita en nuestras pupilas, en la presteza convulsa de sus dedos y la articulación de sus lenguas. Esponjado por ellas en sus aparentes cercados, ensanchado en su masa mostrenca al desamparo de las palabras. Y así es como de continuo se puebla de ángeles sobrecogedores, de dioses olímpicos, de atlántidas sumergidas, no por invisibles a los ojos del cuerpo menos tangibles para los del alma. De Aquiles encolerizado, Ulises nostálgico y añejos caballeros andantes. De infinitas entidades más concretas, más compactas y veraces en el tránsito del papel a la cabeza que los seres engañosamente cercanos al alcance de nuestras manos. De torsos de Apolo salvados de entre las ruinas capaces de impulsarnos a cambiar nuestra vida.
Y quién sabe si acaso no cantan y celebran, maldicen y lloran en sus elegías poetas y trovadores, como Orfeos regresados del averno, para ofrecernos en préstamo sus voces doradas cada vez que el aire, devenido incógnita densa en la ecuación indescifrable, ataranta y enmudece nuestras lenguas de trapo hurtándonos la palabra. Cada vez que vapuleados por el oleaje agitado que levanta en las vísceras esta realidad siempre extraña, siempre brumosa y desbordante, se nos torna correoso el lenguaje en la boca, reducida el habla a torpe balbuceo o grito ahogado, usurpándonos la posibilidad del justo decir y nombrar. Condenándonos a un desasosegante silencio. Penetramos sus letras y de pronto ahí estamos, retratados en su inaudita composición como en un espejo claro. Escuchamos sus versos y en su fluir ordenado nos hallamos, en pugna con boca y mundo, dichos en el pesar que asfixia la garganta, nombrados atinadamente en el pasmo que nos calla. Pues ellos son quienes, transformando en verbo su carne mortal, desgranan con cuidado la amalgama confusa de la experiencia para brindarla abierta a nuestras lenguas. Y repitiendo sus palabras pulidas, vibrantes, recobramos nosotros la voz. Diciéndonos en su sonido cristalino como nadie mejor nos hubiera dicho.
Pero hay quienes no cesan de abismarse sobre los zurcidos que la experiencia cose en sus entrañas, de abrazarse a los espectros brotados de su fantasía, de aguzar sus sentidos y afinar sus sentires en busca de la sustancia que arma el mundo, y en descenso por las raíces que el lenguaje clavara en sus almas, desde allí se afanan en amasar el barro de las palabras para moldear figuras de líneas delicadamente esculpidas. Como aplicados orfebres engastan las piezas del collar único y precioso escogiendo con cuidado cada trozo de metal irremplazable, meditando reflexivos sobre la justeza de cada ligadura, engarzando primorosamente una palabra tras otra. Y en su esmerada trabazón, insólita o en su sencillez reveladora, logran devolverles el brillo que acaso un día poseyeran. Desnudas sobre el papel, adheridas al son de una melodía en los oídos, refulgen entonces las palabras como piedras recién extraídas de una cantera, recobrada su fuerza bruta, revestidas de su autoridad nominativa primigenia. Dispuestas a resonar de nuevo en nuestras bocas con los ecos vírgenes que acompañaron su nacimiento, solícitas a vibrar en nuestras lenguas como si por vez primera las engendraran fraguando su sentido. Y hasta el silencio que separándolas las alía y uniéndolas las distancia, reverbera en ellas sinuoso como su signo escrito sobre la partitura, tornándose patente en el vacío que lo conforma.
Brillan las palabras en el metal forjado de sus versos, y brillan con ellas las cosas que nombran, en idéntico proceso deslucidas y opacas, desgastadas y sobadas por las manos en el hábito de la ejecución, por la mirada que en su reiteración las baquetea y aplana, aplastando el misterio que soporta su existencia, sepultando la belleza que en su singularidad se alberga. Disuelto por la designación atenta el gris plomizo que enturbia su manifestación rutinaria, se nos aparecen de súbito bajo una nueva luz, una luz distinta, más pura, más salvaje, que irradian perfilando sus límites, fundiéndola en su materia. Por eso descubrimos una y otra vez en el relucir de esas palabras la hermosura de la rosa ignorada durante el paseo, la suavidad fugaz de sus pétalos destinados a caer como párpados somnolientos, el orgullo inocente de sus espinas. Siempre pasmoso, el azul del cielo soleado que sobrevuela nuestras coronillas apresuradas. La frescura del agua manando en surtidor de la fuente o el muro impenetrable en los ojos dulces de la gacela. Y en todo ello, el milagro de que cada pequeña cosa, cada insignificante mota de polvo, haya llegado a estar ahí para arroparnos con su presencia. Pero también aprendemos una y otra vez, al calor de esos nombres y verbos pulcramente encajados, la soledad que ensombrece nuestras conciencias en el rugido negro de una pantera enjaulada. En un cuenco lleno de flores el asombro pintado de verde de la muerte. La potencia quizá aniquiladora, acaso vivificadora del dolor y la tristeza muelle de la melancolía. El desgarro irrenunciable del amor, siempre esposado al sufrimiento enajenado del desamor y la pérdida. La ironía terrible del cáncer como fiesta enloquecida de las células.
Es misión de poetas y trovadores arrastrarnos como flautistas por los senderos sedosos de sus palabras para arrojarnos en pleno rostro, rescatadas del nicho de la costumbre y entretejidas al ritmo de sus silencios, verdades que apartamos tozudos guiados por la pretensión vana de rehuir la angustia. Bastidores de los aconteceres que nos gestan, quizá tan sólo encerrados en el arcón de la desmemoria por el trasiego de los desvelos diarios. Apenas intuidas a veces desde el lenguaje común y la vivencia roma, evidencias que nos atraviesan en unas breves estrofas con la contundencia del rayo. Y no es raro que logren sus versos incrustarse con tal tenacidad en nuestra retinas que ya nunca dejemos de vislumbrar rojos los leones sobre las cálidas praderas, de tierra los cuerpos unidos en la noche, el blanco de su gemido al sobrevenir el alba. Poetas y trovadores trabajan el elemento dúctil del lenguaje para decir aquello que las cosas pueden ser y entonces son. Para fundar lo que en su aparecer las muestra y define al ser dichas y nombradas si aquí es, como uno de ellos cantara, el tiempo de lo decible. Se inventa y construye el mundo, ése que hacia adentro y por fuera nos es dado contemplar, ése que esencialmente habita en nuestras pupilas, en la presteza convulsa de sus dedos y la articulación de sus lenguas. Esponjado por ellas en sus aparentes cercados, ensanchado en su masa mostrenca al desamparo de las palabras. Y así es como de continuo se puebla de ángeles sobrecogedores, de dioses olímpicos, de atlántidas sumergidas, no por invisibles a los ojos del cuerpo menos tangibles para los del alma. De Aquiles encolerizado, Ulises nostálgico y añejos caballeros andantes. De infinitas entidades más concretas, más compactas y veraces en el tránsito del papel a la cabeza que los seres engañosamente cercanos al alcance de nuestras manos. De torsos de Apolo salvados de entre las ruinas capaces de impulsarnos a cambiar nuestra vida.
Y quién sabe si acaso no cantan y celebran, maldicen y lloran en sus elegías poetas y trovadores, como Orfeos regresados del averno, para ofrecernos en préstamo sus voces doradas cada vez que el aire, devenido incógnita densa en la ecuación indescifrable, ataranta y enmudece nuestras lenguas de trapo hurtándonos la palabra. Cada vez que vapuleados por el oleaje agitado que levanta en las vísceras esta realidad siempre extraña, siempre brumosa y desbordante, se nos torna correoso el lenguaje en la boca, reducida el habla a torpe balbuceo o grito ahogado, usurpándonos la posibilidad del justo decir y nombrar. Condenándonos a un desasosegante silencio. Penetramos sus letras y de pronto ahí estamos, retratados en su inaudita composición como en un espejo claro. Escuchamos sus versos y en su fluir ordenado nos hallamos, en pugna con boca y mundo, dichos en el pesar que asfixia la garganta, nombrados atinadamente en el pasmo que nos calla. Pues ellos son quienes, transformando en verbo su carne mortal, desgranan con cuidado la amalgama confusa de la experiencia para brindarla abierta a nuestras lenguas. Y repitiendo sus palabras pulidas, vibrantes, recobramos nosotros la voz. Diciéndonos en su sonido cristalino como nadie mejor nos hubiera dicho.