La locura es la única reacción sana para una sociedad enferma
Thomas Szasz
Thomas Szasz
En 1999 salió a la luz un proyecto que el ya desaparecido director de cine Joaquín Jordá y Nuria Villazán llevaban gestando durante largos años y para cuya realización hubieron de superar numerosas dificultades. Se trata de la película "Monos como Becky", un singular documental que pretende denunciar la agresividad de las técnicas psiquiátricas, a la vez que acercarnos a sus víctimas y al problema de cómo es y cómo debería ser tratada la enfermedad mental. Esta reflexión seria y a un tiempo tremendamente cálida sobre el complejo círculo que trazan en su recíproca relación psiquiatría y locura se desarrolla en dos hilos narrativos principales. Dos hilos que se entrecruzan constantemente y acaban confundiéndose, para abrir en tal confusión inquietantes interrogantes sobre la naturaleza, para muchos esencialmente perversa, de ese complejo círculo.
Por un lado, "Monos como Becky" se presenta como una aproximación biográfica a la figura de Egas Moniz, neurólogo portugués a quien en 1949 le fue concedido el premio Nobel por la introducción de la técnica quirúrgica de la lobotomía. Moniz, ya famoso por haber realizado en 1927 la primera angiografía cerebral, pretendía encontrar un método quirúrgico para curar enfermedades mentales como la esquizofrenia o la paranoia que cursaban con crisis agudas y violentas. Se dice que la inspiración le llegó cuando en 1935 asistió a un congreso médico internacional en Londres en el que los neurocirujanos estadounidenses Fulton y Jacobsen presentaron los resultados de sus investigaciones con dos chimpancés, Becky y Lucy, que mostraban conductas agresivas. Tras extirpárseles parte del lóbulo frontal cerebral, Becky y Lucy se transformaron en monas mansas y dóciles, aunque también incapaces de resolver los problemas que habían aprendido a solucionar antes de la intervención. Moniz se decidió entonces a realizar una intervención similar, consistente en seccionar las fibras que unen el lóbulo frontal con el resto del cerebro, en enfermos mentales. Entre 1935 y 1936 Moniz practicó unas veinte lobotomías y se apresuró a publicar los resultados de sus investigaciones. Afirmaba que, tras la operación, todos los pacientes estaban clínicamente curados. La única prueba que aportó para avalar semejante afirmación es que su estado de agitación y su excesiva emotividad habían cesado por un corto período de tiempo. Pero en ningún momento mencionaba si tras la intervención los pacientes podían desenvolverse con normalidad en su vida cotidiana. Probablemente porque, de haberse visto forzado a hacerlo, no habría tenido más remedio que admitir que la lobotomía, además de eliminar la agresividad de los enfermos mentales, aniquilaba su personalidad y su capacidad de razonamiento y los convertía en seres apáticos, sumisos, faltos de toda iniciativa y de toda reacción emocional, cuando no los reducía a un estado puramente vegetativo.
El segundo hilo narrativo lo protagonizan los internos psiquiátricos de la Comunidad Terapéutica de Martutene. Joaquim Jordá les propone formar parte de una representación teatral sobre un peculiar episodio de la vida de Egas Moniz: en 1938 uno de sus pacientes atentó contra su vida disparándole ocho tiros. A cargo de la dirección de la obra se halla Joao Maria Pinto, actor portugués que, según descubrimos hacia el final del film, fue sometido a una intervención cerebral a raíz de una grave depresión que lo ha convertido en un paciente psiquiátrico de por vida, al dejarle como secuela un trastorno maníaco-depresivo crónico. Guiados por el argumento de la preparación de la obra, asistimos a la vida cotidiana de los enfermos en el sanatorio, a su autopresentación ante las cámaras, a sus diálogos con el propio Joaquín Jordá. También a la narración en primera persona de los orígenes de su enfermedad y de los tratamientos que reciben. Todos ellos son individuos rotos, que cargan sobre sus espaldas una larga historia de sufrimiento e incomprensión social hacia ese sufrimiento. Perros apaleados a los que la sociedad ha estigmatizado, aislado e incluso en ocasiones literalmente destruido, por haberse quebrado bajo el peso de los golpes. Por haber sido más frágiles que la media y sucumbir al dolor por la vía de la locura. Llama la atención su manera de hablar, en exceso lenta o, por el contrario, confusa y atropellada. Nada relacionado con sus respectivas enfermedades, sino producto de las medicaciones que toman para combatirlas. Pero su progresivo conocimiento de la historia y relevancia médica de Egas Moniz, interpretado en la ficción por el propio Joao Maria Pinto, terminará por impulsarles a poner de manifiesto su rechazo hacia la agresividad de la metodología psiquiátrica. En la representación final de la obra, contemplamos a Moniz celebrando junto a varios comensales la recepción del premio Nobel. Ramsés, un enfermo diagnosticado de esquizofrenia, en el papel de uno de los comensales que participan de la celebración, pregunta a Moniz insistentemente: "¿Y a usted por qué le han dado el Nobel?" Moniz comienza a contar pomposamente su trayectoria, sus logros, su gran dedicación a la medicina. Hasta que Ramsés le corta, con su hablar precipitado y sintácticamente fallido. Como si pensara más rápido de lo que su lengua le permite expresar: "¿Cambiar conciencias? ¿Suprimir la conciencia humana... a la esclavitud del cuerpo... en vez de a la libertad a la mente? ¿Cree que eso es positivo? Usted es un farsante, usted es un farsante". Y es entonces cuando otro de los enfermos-actores dispara a Egas Moniz.
Una de las reflexiones a mi juicio más interesantes que se intercalan entre ambas historias es la que plantea el filósofo Jorge Larrosa, para quien la brutalidad o agresividad de muchos procedimientos psiquiátricos se justifica por la voluntad de salvaguardar la vida del paciente. Un paciente al que hay que proteger de sus impulsos autodestructivos, al que hay que hacer vivir a toda costa. Sin embargo, la cuestión, dice, será siempre determinar qué significa vida.
Así como nosotros tan sólo disponemos de una palabra para aludir a la vida, los griegos disponían de dos términos diferenciados que designaban dos maneras muy distintas de entenderla. Por una parte, con el vocablo "zoé" se referían a la vida desnuda, a la vida de supervivencia, a la vida pura. La vida cuyo valor se mide por su duración y por la ausencia de dolor. Pero los griegos utilizaban asimismo la palabra "biós" para apelar a la vida en cuanto vida de alguien, a la vida singular que puede ser objeto de una biografía. Y frente a la vida desnuda que era la zoé, solamente el biós podía albergar sentido con independencia de lo que durara, con independencia de lo que doliera.
El problema de las técnicas agresivas de intervención psiquiátrica, afirma el filósofo, es que todas ellas matan la vida para salvar la vida: matan una vida con sentido, aunque duela y dure poco, para crear una vida como supervivencia, una vida donde esté ausente el dolor, pero también el sentido. Ante lo cual resulta imposible eludir la pregunta: ¿qué vida vale la pena vivir? ¿hasta qué punto se puede matar la vida para salvar la vida, para alargar y hacer durar la vida, para proteger la vida?
No obstante, para mí el momento más lúcido y a la vez más emocionante de todo el documental tiene por protagonista a Ramsés. Ramsés el esquizofrénico. Un enfermo mental a quien el pretendido progreso de la psiquiatría ha librado de la condena a una lobotomía irreversible, a cambio de someterlo a otra suerte de lobotomía, en principio reversible aunque de efectos desconocidos a largo plazo: la que supone la ingesta de neurolépticos como método sustitivo de las intervenciones cerebrales. En un último coloquio sobre la obra, Ramsés se revuelve contra la defensa de las "buenas" intenciones de Moniz realizada por uno de los psiquiatras del sanatorio con las siguientes palabras:
"Yo tengo esquizofrenia y opino que soy como una planta. Me tienen que abonar, me tienen dar diplomacia, me tienen que dar ética y tratarme bien. Eso es lo primero. Lo segundo es el tratamiento de pastillas. Pero hablando también se puede curar. Hablando bien, psicológicamente y entendiendo al enfermo. Sus debilidades y sus puntos débiles y fortaleciéndolos. Ayudándole psicológicamente (...). Si no, no valen "pa ná". (...) Porque necesitamos alimento, de palabras... Por eso la película es una terapia, las películas son terapia. (...) Yo me considero como una planta, como una flor. Me tienen que abonar, regar y alimentar. Y ya está. Y si no, no florezco, me quedo mustio. Y ya está. Y tiene que haber una ética psiquiátrica para comunicarse con el enfermo. Primero, no somos niños. Ni nos entendemos o entendemos la mitad, pero no somos niños. Si sufrimos es porque necesitamos algo. Primero, alimentar las neuronas; luego, alimentarnos de cariño y de mucho amor. Y estas personas tienen que dar mucho amor".
Me gusta fantasear con la idea de que tal vez la mona Becky hubiera dejado de comportarse con agresividad si alguien en su día se hubiera molestado en hablarle. En dedicarle las palabras adecuadas. Pero de no ser así, ¿es necesario recordarle a alguien que los enfermos mentales no son monos? ¿Que no merecen ser tratados como primates gritones y violentos a los que se debe acallar y calmar a toda costa al precio de sustraerles la legítima posibilidad de alcanzar una vida con sentido? Me temo que, por desgracia, se trata de una evidencia que la psiquiatría aún no ha sido capaz de integrar dentro de los supuestos que la cimentan.
Por un lado, "Monos como Becky" se presenta como una aproximación biográfica a la figura de Egas Moniz, neurólogo portugués a quien en 1949 le fue concedido el premio Nobel por la introducción de la técnica quirúrgica de la lobotomía. Moniz, ya famoso por haber realizado en 1927 la primera angiografía cerebral, pretendía encontrar un método quirúrgico para curar enfermedades mentales como la esquizofrenia o la paranoia que cursaban con crisis agudas y violentas. Se dice que la inspiración le llegó cuando en 1935 asistió a un congreso médico internacional en Londres en el que los neurocirujanos estadounidenses Fulton y Jacobsen presentaron los resultados de sus investigaciones con dos chimpancés, Becky y Lucy, que mostraban conductas agresivas. Tras extirpárseles parte del lóbulo frontal cerebral, Becky y Lucy se transformaron en monas mansas y dóciles, aunque también incapaces de resolver los problemas que habían aprendido a solucionar antes de la intervención. Moniz se decidió entonces a realizar una intervención similar, consistente en seccionar las fibras que unen el lóbulo frontal con el resto del cerebro, en enfermos mentales. Entre 1935 y 1936 Moniz practicó unas veinte lobotomías y se apresuró a publicar los resultados de sus investigaciones. Afirmaba que, tras la operación, todos los pacientes estaban clínicamente curados. La única prueba que aportó para avalar semejante afirmación es que su estado de agitación y su excesiva emotividad habían cesado por un corto período de tiempo. Pero en ningún momento mencionaba si tras la intervención los pacientes podían desenvolverse con normalidad en su vida cotidiana. Probablemente porque, de haberse visto forzado a hacerlo, no habría tenido más remedio que admitir que la lobotomía, además de eliminar la agresividad de los enfermos mentales, aniquilaba su personalidad y su capacidad de razonamiento y los convertía en seres apáticos, sumisos, faltos de toda iniciativa y de toda reacción emocional, cuando no los reducía a un estado puramente vegetativo.
El segundo hilo narrativo lo protagonizan los internos psiquiátricos de la Comunidad Terapéutica de Martutene. Joaquim Jordá les propone formar parte de una representación teatral sobre un peculiar episodio de la vida de Egas Moniz: en 1938 uno de sus pacientes atentó contra su vida disparándole ocho tiros. A cargo de la dirección de la obra se halla Joao Maria Pinto, actor portugués que, según descubrimos hacia el final del film, fue sometido a una intervención cerebral a raíz de una grave depresión que lo ha convertido en un paciente psiquiátrico de por vida, al dejarle como secuela un trastorno maníaco-depresivo crónico. Guiados por el argumento de la preparación de la obra, asistimos a la vida cotidiana de los enfermos en el sanatorio, a su autopresentación ante las cámaras, a sus diálogos con el propio Joaquín Jordá. También a la narración en primera persona de los orígenes de su enfermedad y de los tratamientos que reciben. Todos ellos son individuos rotos, que cargan sobre sus espaldas una larga historia de sufrimiento e incomprensión social hacia ese sufrimiento. Perros apaleados a los que la sociedad ha estigmatizado, aislado e incluso en ocasiones literalmente destruido, por haberse quebrado bajo el peso de los golpes. Por haber sido más frágiles que la media y sucumbir al dolor por la vía de la locura. Llama la atención su manera de hablar, en exceso lenta o, por el contrario, confusa y atropellada. Nada relacionado con sus respectivas enfermedades, sino producto de las medicaciones que toman para combatirlas. Pero su progresivo conocimiento de la historia y relevancia médica de Egas Moniz, interpretado en la ficción por el propio Joao Maria Pinto, terminará por impulsarles a poner de manifiesto su rechazo hacia la agresividad de la metodología psiquiátrica. En la representación final de la obra, contemplamos a Moniz celebrando junto a varios comensales la recepción del premio Nobel. Ramsés, un enfermo diagnosticado de esquizofrenia, en el papel de uno de los comensales que participan de la celebración, pregunta a Moniz insistentemente: "¿Y a usted por qué le han dado el Nobel?" Moniz comienza a contar pomposamente su trayectoria, sus logros, su gran dedicación a la medicina. Hasta que Ramsés le corta, con su hablar precipitado y sintácticamente fallido. Como si pensara más rápido de lo que su lengua le permite expresar: "¿Cambiar conciencias? ¿Suprimir la conciencia humana... a la esclavitud del cuerpo... en vez de a la libertad a la mente? ¿Cree que eso es positivo? Usted es un farsante, usted es un farsante". Y es entonces cuando otro de los enfermos-actores dispara a Egas Moniz.
Una de las reflexiones a mi juicio más interesantes que se intercalan entre ambas historias es la que plantea el filósofo Jorge Larrosa, para quien la brutalidad o agresividad de muchos procedimientos psiquiátricos se justifica por la voluntad de salvaguardar la vida del paciente. Un paciente al que hay que proteger de sus impulsos autodestructivos, al que hay que hacer vivir a toda costa. Sin embargo, la cuestión, dice, será siempre determinar qué significa vida.
Así como nosotros tan sólo disponemos de una palabra para aludir a la vida, los griegos disponían de dos términos diferenciados que designaban dos maneras muy distintas de entenderla. Por una parte, con el vocablo "zoé" se referían a la vida desnuda, a la vida de supervivencia, a la vida pura. La vida cuyo valor se mide por su duración y por la ausencia de dolor. Pero los griegos utilizaban asimismo la palabra "biós" para apelar a la vida en cuanto vida de alguien, a la vida singular que puede ser objeto de una biografía. Y frente a la vida desnuda que era la zoé, solamente el biós podía albergar sentido con independencia de lo que durara, con independencia de lo que doliera.
El problema de las técnicas agresivas de intervención psiquiátrica, afirma el filósofo, es que todas ellas matan la vida para salvar la vida: matan una vida con sentido, aunque duela y dure poco, para crear una vida como supervivencia, una vida donde esté ausente el dolor, pero también el sentido. Ante lo cual resulta imposible eludir la pregunta: ¿qué vida vale la pena vivir? ¿hasta qué punto se puede matar la vida para salvar la vida, para alargar y hacer durar la vida, para proteger la vida?
No obstante, para mí el momento más lúcido y a la vez más emocionante de todo el documental tiene por protagonista a Ramsés. Ramsés el esquizofrénico. Un enfermo mental a quien el pretendido progreso de la psiquiatría ha librado de la condena a una lobotomía irreversible, a cambio de someterlo a otra suerte de lobotomía, en principio reversible aunque de efectos desconocidos a largo plazo: la que supone la ingesta de neurolépticos como método sustitivo de las intervenciones cerebrales. En un último coloquio sobre la obra, Ramsés se revuelve contra la defensa de las "buenas" intenciones de Moniz realizada por uno de los psiquiatras del sanatorio con las siguientes palabras:
"Yo tengo esquizofrenia y opino que soy como una planta. Me tienen que abonar, me tienen dar diplomacia, me tienen que dar ética y tratarme bien. Eso es lo primero. Lo segundo es el tratamiento de pastillas. Pero hablando también se puede curar. Hablando bien, psicológicamente y entendiendo al enfermo. Sus debilidades y sus puntos débiles y fortaleciéndolos. Ayudándole psicológicamente (...). Si no, no valen "pa ná". (...) Porque necesitamos alimento, de palabras... Por eso la película es una terapia, las películas son terapia. (...) Yo me considero como una planta, como una flor. Me tienen que abonar, regar y alimentar. Y ya está. Y si no, no florezco, me quedo mustio. Y ya está. Y tiene que haber una ética psiquiátrica para comunicarse con el enfermo. Primero, no somos niños. Ni nos entendemos o entendemos la mitad, pero no somos niños. Si sufrimos es porque necesitamos algo. Primero, alimentar las neuronas; luego, alimentarnos de cariño y de mucho amor. Y estas personas tienen que dar mucho amor".
Me gusta fantasear con la idea de que tal vez la mona Becky hubiera dejado de comportarse con agresividad si alguien en su día se hubiera molestado en hablarle. En dedicarle las palabras adecuadas. Pero de no ser así, ¿es necesario recordarle a alguien que los enfermos mentales no son monos? ¿Que no merecen ser tratados como primates gritones y violentos a los que se debe acallar y calmar a toda costa al precio de sustraerles la legítima posibilidad de alcanzar una vida con sentido? Me temo que, por desgracia, se trata de una evidencia que la psiquiatría aún no ha sido capaz de integrar dentro de los supuestos que la cimentan.