Si es cierto que somos el resultado de aquello que hacemos, parece elemental concluir que buena parte de lo que nos define procede del trabajo que cada día realizamos. Por medio de su ejecución nos dotamos de una serie de capacidades, habilidades y conocimientos que nos permiten determinar quiénes somos a partir de las tareas que nos sabemos capaces de llevar a cabo. Al menos en lo relativo a nuestra dimensión laboral, cuanto mejor sea a nuestros ojos el desempeño de nuestras funciones, más alto concepto tenderemos a tener de nosotros mismos. Cuanto mayor grado de compromiso adquiramos con respecto a la labor a ejecutar, tanto más adheriremos la caracterización de nuestro ser a la profesión en la que a diario invertimos un número nada despreciable de horas de nuestras vidas. Por ello, no debería resultarnos extraña la idea de que eso que somos se halla decisivamente condicionado por la forma en que las sociedades que habitamos estructuran la naturaleza del trabajo, regulan sus vías de ejercicio y establecen los mecanismos que articulan la relación que con él mantenemos como trabajadores.
Precisamente de esta premisa parte el libro “La corrosión del carácter”. A finales de los noventa, el sociólogo Richard Sennet se propuso analizar en él la manera en que el capitalismo de las últimas décadas, a través de la nueva concepción del trabajo que plantea, moldea y produce individuos que no pueden ya preservar, ni como trabajadores ni como personas, los valores, habilidades y actitudes que de ellos se exigía en épocas pretéritas. Ésta es, según Sennet, la época del capitalismo flexible, cuya configuración demanda trabajadores que, como un material dúctil, logren adaptarse a circunstancias siempre nuevas, estén abiertos al cambio, asuman con naturalidad los riesgos que éstos conllevan y se muestren dispuestos a reinventarse a sí mismos en todo momento aceptando el imperativo de movilidad y la imposibilidad de construir una trayectoria laboral lineal y coherente.
De entrada, la flexibilidad que se impone al trabajador de este nuevo capitalismo se presenta como una negación de la rutina y de los efectos destructivos que ya Adam Smith le atribuyera al reflexionar sobre la alianza entre el crecimiento del mercado libre y la requerida división del trabajo para la mejora de la productividad. Allí donde cada trabajador se especializa en producir tan sólo una de las partes integrantes de un clavo, se multiplica el número de clavos producidos al día. Pero la repetición durante horas de una tarea tan simple y mecánica, reconoce Smith, condena al trabajador al aburrimiento, al embotamiento mental, incluso al embrutecimiento y la degradación, a su juicio incompatibles con el progreso moral deseable para la humanidad. De ahí que este pensador liberal creyera preciso habilitar dispositivos que rompieran con la rutina empobrecedora y alienante de la mayoría de trabajos asalariados. La flexibilidad del nuevo capitalismo se ofrece como la alternativa liberadora de esa rutina, a su vez capaz de eliminar rigideces sociales y conceder a sus trabajadores más libertad para decidir sobre sus vidas. Frente a esta idea, y a través del estudio y exposición de las historias laborales de individuos concretos, Sennet pretende poner de manifiesto cómo la flexibilidad demandada en el actual mercado laboral, fuertemente influido por la tecnología, no sólo no ha eliminado el trabajo rutinario, mecánico y repetitivo, sino que amenaza con destruir la posibilidad de forjarse una identidad profesional, con todas las consecuencias emocionales, morales y vitales que ello conlleva.
Tal vez el ejemplo más ilustrativo del libro sea el de la evolución de una panadería de Boston que Sennet vuelve a visitar décadas después de haberla conocido. En su primera visita, los antiguos panaderos declaraban no disfrutar de su trabajo, que requería un considerable esfuerzo físico, soportar horarios incómodos y condiciones materiales desagradables. Pese a todo, decían sentirse orgullosos de su trabajo. Dado que se trataba, además, de un trabajo cooperativo, donde el esfuerzo y el buen hacer de cada cual resultaba imprescindible para el logro de sus objetivos, los panaderos se sentían estrechamente comprometidos con su tarea y con el resto de miembros integrantes de la plantilla. Veinte años más tarde, Sennet observa cómo la panadería y sus trabajadores han sufrido una transformación radical. Dotada de máquinas sumamente complejas y reconfigurables según la demanda, fabricar pan ya no requiere más esfuerzo físico que pulsar unos cuantos iconos en la pantalla de un ordenador de fácil manejo. Todo el proceso de elaboración del pan se supervisa a través de otras pantallas, de manera que los trabajadores apenas tienen contacto con los ingredientes o los panes. Los nuevos panaderos no pueden ya definirse como tales, puesto que ninguno de ellos sabe cómo hacer pan. Su trabajo se limita, simplemente, a apretar botones. Aunque todos ellos cuentan con horarios flexibles, no suelen permanecer más de dos años en la panadería. Dada la escasa cualificación que precisa la labor que realizan, sus salarios son más bajos que los de los antiguos panaderos. Pero lo que fundamentalmente les anima a abandonar al poco tiempo el empleo es que dicen sentirse degradados por el modo en que trabajan. Como ninguna de las tareas que realizan les supone un reto, una dificultad o alguna suerte de aprendizaje, no consiguen identificarse con aquello que hacen. En absoluto se sienten comprometidos con ese trabajo rutinario ante el que más bien experimentan un total desapego e indiferencia. Porque aún creen importante verse a sí mismos como “buenos trabajadores”, les desagrada y desorienta no saber en qué consistiría, en esa panadería, ser un buen trabajador si ni siquiera comprenden el funcionamiento de las máquinas ni saben aportar soluciones cuando éstas fallan o se estropean. No existe en ellos sentimiento alguno de lealtad a la empresa, pues tampoco esperan de ella un puesto estable que les permita labrarse una carrera profesional.
Sennet advierte en varias ocasiones que no es su intención inspirar nostalgia alguna por el pasado ni obviar los aspectos negativos del modo en que en él se organizaba el trabajo. Pero de las reflexiones que va engarzando al hilo de ésta y otras historias, se desprende que entender el presente del mercado laboral pasa por analizar los efectos perversos que el modelo de flexibilidad implantado por el nuevo capitalismo tiene sobre sus trabajadores. En concreto, sobre el modo en que éstos se perciben a sí mismos y tratan de dar consistencia a sus vidas en medio de una dinámica que, por definición, se opone a la permanencia, a la estabilidad y a los objetivos y perspectivas proyectados a largo plazo. Parece evidente que la constante movilidad geográfica que implica la movilidad laboral dificulta la creación de lazos sociales duraderos, que los individuos se esfuerzan por mantener con el sucedáneo de las redes sociales. Los inevitables riesgos que se afrontan con cada cambio son fuente de continua inseguridad e incertidumbre. Tras los horarios flexibles o el fomento del trabajo en equipo, Sennet detecta nuevas formas de control y de ejercicio del poder tanto más eficaces cuanto menos visibles. Y destaca cómo la apuesta por la flexibilidad otorga a los jóvenes, a quienes se considera más tolerantes y maleables, un lugar privilegiado en el mercado laboral en detrimento de los más experimentados: interpretada como signo de rigidez y renuencia al cambio, la experiencia acumulada ha dejado de ser un valor para contemplarse como un obstáculo del que deshacerse en los periódicos reajustes de plantilla. En situación de riesgo permanente y sin que la experiencia pasada les sirva como guía para el presente, el capitalismo flexible ha logrado engendrar en sus trabajadores un nuevo fenómeno: la aprensión al trabajo, que se traduce en constante ansiedad y en tenaz dificultad para encontrar satisfacciones en su vida laboral.
A todos estos efectos subyace un sistema económico que, para Sennet, irradia indiferencia, puesto que nadie en él puede sentirse necesitado: cada trabajador se sabe enteramente reemplazable, sustituible, intercambiable por cualquier otro. Relegado a la condición de simple mercancía que se desgasta en el corto plazo, sólo podrá sobrevivir en ese sistema si está siempre dispuesto a empezar de cero. Lejos de ampliar las posibilidades de elección de los individuos, la flexibilidad instaura una nueva forma de opresión que, según Sennet, comienza a corroer su potencial carácter. Si por tal se entiende la capacidad de adherirse a una serie de principios y valores, de comprometerse con objetivos a largo plazo y desarrollar la voluntad y firmeza anímica para perseguirlos, el capitalismo flexible resulta por completo incompatible con la producción de individuos con carácter. De sus engranajes tan sólo cabe esperar individuos que asuman vivir a la deriva, en perpetua desorientación y provisional reorientación. Individuos tan desubicados en sus existencias como en sus puestos de trabajo, que renuncien a crecer a falta de suelo estable sobre el que echar alguna suerte de raíces. A falta de caminos de acción cuya duración y sostenibilidad en el tiempo les permita dibujar trayectorias que den sentido y consistencia a sus vidas.