En el andén se agolpa la multitud que acude puntual a su cita con el metro de la hora punta vespertina. Forman una masa homogéneamente desordenada de miradas ausentes, de rostros cansados que con toda probabilidad atraviesan ya en su imaginación el umbral de sus hogares, huérfanos de su presencia durante la jornada de trabajo. Tan cerca unos de otros, a la vez tan distantes. Nos adherimos a la multitud para el último transbordo. Apenas queda un minuto para la llegada del tren, donde nos fundiremos definitivamente con ella apretando quizá nuestros cuerpos contra otros cuerpos anónimos, quebrantando la ley muda que rechaza su roce, ésa que, tácitamente asumida, delimita un perímetro de espacio vacío en torno a cada cuerpo para la adecuada y no intimidatoria interacción de los semejantes. Poco importa, tan sólo serán dos paradas hasta nuestro destino.
Las puertas se abren y la multitud se apresura en busca del hueco que los acoja y resguarde de la presión excesiva de otros cuerpos, del contacto casualmente impúdico. El hueco desde el cual tratarán de compensar la proximidad abusiva evitando discretamente el choque indeseado de los ojos, disciplinándolos a fijarse durante el trayecto, si no logran posarlos sobre las páginas de un libro o la pantalla del móvil, sobre alguna superficie neutra, anodina, libre de conflicto. A nosotros nos protege, en medio de la masa anónima, la familiaridad del roce mutuo, la certeza de poseer en los ojos del otro un lugar de reposo seguro. Nos acomodamos con dificultad entre los demás viajeros y, aunque la estrechez que une los cuerpos frenaría cualquier posible caída, prefiero forzar el brazo hacia la barra que pende sobre mi cabeza y hallar un punto de sujeción, necesariamente endeble dada mi corta estatura, entre las manos asidas a ella. Nuestra conversación, animada hasta el momento, se interrumpe cómplice. Demasiados testigos cuando el estruendo del vagón en movimiento nos obligaría a alzar la voz. Demasiada exposición de nuestra charla que se quiere privada entre el cerco de orejas que nos rodea. En nuestro silencio, los demonios que desde hace horas serpentean bajo la alfombra de mi conciencia amenazan de repente con tomarla al asalto. Junto a ellos, la pesadumbre por el cuerpo quejoso que ha parido a las insidiosas criaturas. Ante todo, la desazón por la cabeza enfermizamente presa de los demonios nacidos de ese cuerpo que se queja, imponiendo su presencia frente al bienestar que procura su saludable desaparición. Hastiada del renovado despertar de esta agotadora batalla interior, recuesto la mejilla sobre el brazo estirado.
Se me ofrece entonces, por entre los demás brazos alzados, una imagen que me golpea con fiereza: el perfil de un hombre de mediana edad, con aspecto extranjero, desencajado por la desesperación, la impotencia, el llanto. Sus labios se mueven mientras las lágrimas se deslizan por las comisuras, pero el ruido de la maquinaria y la relativa distancia me impiden oír sus palabras. La inclinación que en nuestros cuerpos erguidos imprime un giro del vagón me permite ver durante un par de segundos el carrito de bebé que aferran sus manos, los puños raídos de su suéter. Devueltos a la verticalidad, de nuevo su perfil, los labios que se mueven ininteligibles. Intuyo que no hace falta mucho más para adivinar el sentido de su discurso: cuenta a sus semejantes, nosotros, quién sabe qué desgraciada situación y solicita ayuda, la ayuda que traduce el dinero. La desesperación de su rostro me resulta tan franca, tan nítida en su sinceridad, que algo en mí se angustia instintiva, empáticamente y humedece mis ojos. Siento el impulso repentino de sacar de la cartera un billete y dárselo. Pero el impulso se detiene en seco. Lo paraliza un estúpido sentimiento de vergüenza que emerge al imaginar las miradas de los otros viajeros sobre mí, el juicio callado -¿tal vez reprobatorio?- que emitirían ante mi acción. Lo paraliza la insignificante idea de haber de molestarles -otra vez sus miradas, ahora de fastidio, de contenida irritación- deslizándome trabajosamente entre sus cuerpos comprimidos para alcanzar al hombre que pide y llora. Y lo paraliza, ya de manera irreversible, el pensamiento del engaño, de la ficción, del teatro fraudulento, que apuntala y explica el anticipado sentimiento de vergüenza bajo esas miradas. Miradas que, a la luz de ese pensamiento, preveo ya claramente reprobatorias, incluso burlonas. Miradas que acusarían mi ingenua credulidad, porque yo, la crédula ingenua, lejos de comprender la pantomima, sólo percibo en ese perfil descompuesto a un hombre pobre desgarrado por la desesperación.
Desesperación tras un largo e infructuoso día de mendicidad también avergonzada de sí misma. De desplazarse de vagón en vagón, de andén en andén, de esquina en esquina, entre rostros que se vuelven impenetrables hacia un lado, entre pupilas que se desvían y pierden con tesón en el vacío, entre oídos sordos al relato de la indigencia y la penuria, a la petición sin violencia y no obstante recibida como una afrenta. Máscaras petrificadas en un gesto de impasible indiferencia destinado a ocultar un enjambre de sentimientos de naturaleza dispar: incomodidad, inquietud, miedo, compasión, lástima; indignación censuradora por la desfachatez del pedigüeño, por la elección de la vía fácil y enojosa para el resto frente a su miseria; autojustificación vacilante entre quienes, tal vez conmovidos, apelarán sin embargo a la necesidad del rechazo desde la convicción de que erradicar la mendicidad exige no alimentarla; incluso cruel desprecio, motivado por la creencia en la desgracia merecida, en la suerte justa del perdedor, si para algunos no existe la miseria silvestre, sino tan sólo la sembrada y regada por las propias manos. Y, por un momento, no puedo evitar pensar que, para el hombre que llora su desesperación, que clama impotente tan cerca de sus semejantes para descubrirlos entonces tan lejos, tan decidida e intencionadamente lejos, el conjunto indefinido de máscaras petrificadas dentro de este vagón de metro, tal vez las últimas de las innumerables que habrán desfilado ante sus ojos a lo largo de su jornada, las que asisten impertérritas, esquivas, ausentes, al desmoronarse de sus ánimos, de sus esperanzas, de su confianza en el prójimo, deben de componer el más puro retrato del infierno.
El tren empieza a detenerse y nosotros a abrirnos paso hacia la puerta. Mi rostro, como el del hombre, amenaza también con desencajarse y estallar en lágrimas. No entiendo por qué esta intensa, sorpresiva congoja. No entiendo por qué, con tal brusquedad, esta exacerbada sensibilidad después de tantos mendigos, después de tantas escenas similares con el paso de los años. Cuando me preguntas si me pasa algo, sólo consigo responder, pretendiendo una falsa serenidad, que me ha impresionado un hombre que estaba pidiendo en el metro y que, situado a tus espaldas, tú no has podido ver. Pero no se me escapa que la vergüenza ha abandonado su anterior condición de proyección imaginaria para convertirse en la realidad que acaso sustenta esta tristeza que aún desea arrastrarme al borde del llanto. Vergüenza por mi estúpido sentimiento de vergüenza ante el posible juicio ajeno, por mi parálisis, por mis pensamientos encontrados. Vergüenza por mi debilidad, por la insensata magnitud de mis demonios interiores frente a la nimiedad de los males que los nutren, ridículamente diminutos en la escala de las desgracias, de las miserias, de los sufrimientos que puede albergar una vida humana. Por las lágrimas que, con soberano esfuerzo, al fin logro contener. Y vergüenza, una vez más, por haber formado parte, aunque él no haya visto mi rostro, del conjunto indefinido de máscaras petrificadas que, dentro del vagón de metro que acabamos de dejar atrás, han encarnado a mis ojos ocupando los suyos el particular infierno del hombre que lloraba.