Quién sabe por qué desconocida confluencia de no menos oscuros factores, hay días –poco importa si grises o soleados, saturados de luz o ensombrecidos de nubes– que amanecen para nosotros bajo el signo del error y el fracaso. Quizá ya el turbio estado de ánimo que en ocasiones preside el despertar anuncie en perspectiva, a través de la desgana, de la apetencia irrealizable que destila de permanecer al abrigo del mundo tras el cristal de la ventana, la imposibilidad del necesario estar a la altura de las obligaciones que del otro lado nos aguardan y, con ello, la probable proximidad del tropiezo. O puede suceder, por el contrario, que nada en la emergencia normalizada, anímicamente neutra del sueño, permita anticipar la cercanía del primer error que parecerá presto a precipitar la suma de desatinos desencadenados por su causa.
La operación equivocada que invalida el cómputo final del presupuesto, repentinamente manifiesta con posterioridad a la entrega. La exposición confusa, vacilante, desasida del hilo clarificador ante el público que precisa comprender. El corte en requiebro que malogra la tela, la melodía arruinada por un dedo pulsando una nota falsa. La decisión en completo desajuste con la singularidad de la circunstancia y la gravedad de las consecuencias. La omisión inaceptable capaz de provocar el desastre. El acto impulsivo que desata el malestar ajeno o la reprimenda, la mirada hosca o el conflicto abierto que siguen a palabras irreflexivas, de resultas inapropiadas. Y a partir de entonces, cada paso, cada gesto, cada nueva decisión, lastrados en esos días por la sensación del desacierto, de la ruda discordancia entre la imagen del buen hacer anhelado, proyectado en la antelación, y lo efectivamente hecho. Acaso también por la inutilidad del empeño en enderezar, ojalá en el siguiente punto, si no en el siguiente, si no en el siguiente que nunca llega, la trayectoria zigzagueante que, frente a la suave linealidad de la marcha deseada, dibuja en nuestra mente el cúmulo de desvíos que suele derivarse de la constatación del primero.
De vuelta al abrigo del mundo tras el cristal, descubrimos que es en nosotros donde se ha instalado la intemperie. Frente a ella no caben protección ni manta alguna: emana del propio yo azotado por la memoria en ráfagas de la equivocación cometida, empapado bajo el persistente goteo del recuerdo de las flechas caídas al pie de la diana. Fustigado por la fantasiosa recreación de la acción correcta en un pretérito inexistente frente a la realidad pasada ya inalterable de la errónea. Asediado por el fantasma de lo que debería haber sido en contraste con la obsesiva evocación de lo irreversiblemente acaecido, qué duda cabe, por obra de la inusual impericia de la propia mano. Un yo rabioso como el niño rompiendo el folio emborronado, arrugado tras el frotamiento repetido de la goma, renuente a dejar aparecer, a través de sus dedos desmañados, la casita en el campo o el perro que tan nítidamente agita la cola en su cabeza. Estúpidamente absorto en la quimera pueril del retroceso en el tiempo, de las agujas del reloj regresando a posiciones ya superadas en la esfera para permitir el prodigio de la rectificación del error, del despiste, de la opción fallida. Íntimamente derrotado en la discrepancia entre sus propósitos para la jornada y la inesperada incompetencia de sus facultades para propiciar su cumplimiento.
Ocurre a veces al término de esos días: al cerrar los ojos buscando por fin la inconsciencia del sueño, el regalo tras él de un mañana recién estrenado y limpio de errores que ofrezca quizá la oportunidad de la enmienda y la restauración de la propia figura embarrada, la oscuridad de los párpados comienza a poblarse de la visión de errores ya caducados, distantes, tan remotos en el río del tiempo que alcanzan las aguas nebulosas de la más tierna infancia. Como si la equivocación recién protagonizada hubiera logrado resucitar el interminable rosario de faltas, de traspiés, de desaciertos que cada mortal arrastra consigo, y todos ellos, en apariencia borrados por la acción benéfica del olvido, en apariencia prescritos por perdonados, fueran poco a poco asaltando el cráneo, bailando frenéticos sobre su base, bañándolo a cada brinco con sus antiguos sentimientos de culpa intactos, ahogándolo bajo el peso de la Gran Culpa que compone su orgiástico, desbordado amontonamiento. Un peso que termina por aplastar al yo insomne, abatido, magullado, que ahora se vence ante la imagen atormentada, ésa que la Gran Culpa impone, de un yo fraudulento, de un lado a otro fallido, incapaz de actuación atinada, del natural aprendizaje que quiere asignarse a la progresión de los tropiezos. Yo idiota, dañino, indigno. Ruborizado en su desnudez ante el espectro de los testigos de sus faltas. Merecedor, por sus errores, del más salvaje de los desprecios y castigos.
Se entiende en tales circunstancias el alivio de la invención del confesionario. Si ya la mera verbalización de las faltas acumuladas aligera el pecho del lastre en la conciencia, la presunta existencia de un dios benévolo y amoroso, proclive al ritual reconocimiento de la debilidad del imperfecto y al indulgente perdón del hijo descarriado, redime graciosamente de la culpa a cambio de unos cuantos rezos y el siempre renovable propósito de enmienda, nunca libre de falseamiento en los sutiles dobleces del pensamiento. En la sentencia inmemorial del sacerdote hablando por representación, yo te absuelvo, se materializa la certeza tranquilizadora del perdón. Como estropajo y jabón actúa la penitencia cumplida sobre el alma sucia: una vez evaporada la columna negativa del debe en la resbaladiza economía del espíritu, retornada como por milagro al saldo cero, renace pulcra, casi inocente del proceso de purificación. Provisionalmente exonerada del latoso malestar de la culpa.
No resulta tan fácil para quienes reniegan de sacristías y sotanas. Para quienes intuyen en ese dios omnisciente, testigo perpetuo de cada nimio pecado, la ilusión consoladora del hombre desvalido, la efigie enmascarada del padre protector que, al tiempo que dicta severo las reglas, acoge entre sus brazos al niño arrepentido, apenado por su torpeza. Para el descreído, el perdón se balancea incierto sobre la incertidumbre de la generosidad ajena. Su origen nunca seguro se halla en los receptores pasados, presentes y futuros de nuestros desmanes, su eventual posibilidad en las víctimas directas de nuestros desatinos. Sólo ellas concentran el poder inmenso del perdón mayúsculo: el descartado de antemano en el tribunal de la conciencia ante la gravedad inusitada del delito, ante el daño irreparable de la traición extrema que deposita en el alma una mancha tan negra que semeja a sus ojos imborrable. El poder sanador del perdón prodigado con reconciliada alegría por quien nos ama al mitigarse en la comprensión el dolor de la ofensa. Del perdón regalado sin esfuerzo ante la falta intrascendente, llanamente humana. También la fatalidad de su negación para la falta descubierta a destiempo si a los muertos les está vedado proclamar su perdón. Si nunca tendremos ya la oportunidad de suplicarlo al viejo amigo desaparecido en la marea enredada de la vida o al ser anónimo ignorante de nuestras culpas.
Pero esas noches insomnes del día que amanece bajo el signo del error y el fracaso contienen una valiosa revelación: es en nosotros mismos donde puede habitar el juez más inclemente. Dotado de una implacable habilidad para volver a llenar de piedras el fardo de la culpa proveniente de errores justamente expiados en el sufrimiento de sus consecuencias, justamente liquidados gracias al perdón de sus destinatarios. Invariablemente dispuesto a condenar inflexible las equivocaciones saldadas sin más víctima que el retrato del propio yo, de continuo tendido hacia el horizonte del querer y deber ser desde el suelo efectivo que sostiene los pies que son. A elevar un dedo acusador por el cúmulo de daños causados, a castigar sin piedad por el abismo que a menudo se abre entre la idea pulida del hacer logrado y los toscos contornos del hacer que nos alcanza. Quién dudaría del provechoso papel de ese juez en el afán por que nuestros dedos lleguen cada vez un poco más alto, por que nuestras obras sean cada vez un poco menos brutas, nuestras palabras un poco más sabias. Y, sin embargo, el equilibrio en la balanza exige también que aprendamos a acallar sus fríos dictámenes, a desoír sus duras condenas. Que nos ejercitemos en el arte del desdoblamiento para transformarnos, frente al error y la imperfección, de niño compungido por sus faltas en padre compasivo que perdona. Pues bajo el peso infinito de la culpa que no consiente perdón, no hay caminar que avance liviano. Ni árbol que crezca con fuerza alzándose hacia el cielo.