
Y de nuevo los ojos, distraídos de las manos afanosas sobre los últimos cubiertos sucios, chocando contra la presencia impertinente del vaso junto la pila. Fue el primer momento en que el atisbo de extrañeza, dejado caer días atrás con indiferente rapidez, detuvo el hilo errático de sus pensamientos para focalizarlos sobre el interrogante que descartaba el simple despiste. Porque Carmen siempre coloca la vajilla recién fregada en el escurridero empotrado en el armario que pende sobre la pila. Y el vaso, al igual que días atrás, estaba limpio, sin huellas de restos de zumo o del carmín sobre el borde con que aún, como desde bien jovencita, tiñe sus labios tras el aseo matutino aunque no tenga previsto salir de casa. Tal y como hiciera esos días, Carmen lo enjuagó y depositó sobre la rejilla del escurridor junto a sus congéneres, si bien proponiéndose esta vez estar atenta al pequeño misterio del vaso fuera de sitio. Apartando de un manotazo, con una media sonrisa, ridículas ideas sobre duendes domésticos, al mismo tiempo rechazando tozuda la posibilidad del error inconscientemente repetido tras tantos años de idéntico ritual en sus manos entre el fregadero y el escurridor sobre su cabeza. A la mañana siguiente, mientras preparaba la cafetera, todavía demasiado dormida para recordar propósitos fijados antes del sueño, se percató con un ligero respingo del vaso limpio mirándola callado, insolente desde el reluciente banco de mármol junto a la pila. Y así seguiría mirándola de cuando en cuando por más que ella se empeñara en devolverlo a su lugar natural cada vez que lo descubría.
Pronto se sumaron otros objetos cotidianos a la vida en apariencia independiente de su voluntad adquirida por el vaso. Para su desesperación cuando el tiempo la apremiaba, las llaves desaparecían del paño interior de la puerta donde las incrustaba mecánicamente al entrar para reaparecer sobre el taquillón de la entrada, la mesa de la cocina o incluso el sofá. La más pequeña de las toallas, cuidadosamente apilada junto a las demás tras recogerlas del tendedero y guardarlas en el último cajón del armario, la sorprendía a menudo desde su escondite entre el revoltijo de la ropa interior. El cojín rojo del sofá empezaba a acostumbrarse a reposar sobre la cabecera de su cama. Encima de la lavadora, discos que hacía meses no escuchaba. Hasta las teclas del teléfono semejaban activarse al margen de sus dedos: llamaba a alguna de sus hijas, o a Alba, su antigua colega de docencia en la facultad e íntima amiga, y no era raro que le respondiera una voz desconocida al otro lado de la línea. Tras disculparse consultaba por si acaso, irritada, la agenda. Sí, por supuesto que ése era el número que había marcado. Un nuevo intento, pulsando con mayor concentración las teclas, y ya la voz o el contestador familiares.
Después de varias semanas de desconciertos domésticos y creciente inquietud no tuvo más remedio que abrir la puerta a la hipótesis temible, aterradora, que hasta entonces había encerrado entre los muros de la negación: lagunas en su memoria sustrayendo a su conciencia los actos que explicarían la alteración inesperada en el orden habitual de los objetos; fragmentos de ella misma en su acostumbrado trajín por la casa evaporados de su mente como si jamás los hubiera protagonizado en primera persona; pedazos de su propio yo desgajados de su presunta unidad monolítica sin más rastros de su pérdida, de las rupturas por ella operadas en el hilo subjetivamente continuo de sus vivencias, que el vaso y las llaves y la toalla y el cojín y los discos descolocados. Tal vez el inicio del desmoronamiento de las células en su cerebro. Acaso el comienzo de la demencia. Sus padres habían muerto jóvenes, no sabía de otros precedentes en la familia. Aunque, es cierto, últimamente la mortificaban ciertas anécdotas que había oído contar sobre un primo de su madre pocos meses antes de morir. Y a sus muchos años, ¿por qué habría de ser imposible? Sin embargo, salvo el baile caprichoso de los objetos, ninguna otra cosa la inducía a admitir que en su desbarajuste se reflejara el de su vieja cabeza. Si los repasaba cuidadosamente al acostarse, recordaba perfectamente los acontecimientos de cada jornada, por más que éstos se redujeran a la rutina de obligaciones domésticas, paseos, lecturas y reuniones periódicas con amigos y colegas de la universidad, cada vez más achacosos, con que se esforzaba por aliviar la sensación de vacío y soledad que la acosaban desde su jubilación. Recordaba las ideas, el orden argumental de los ensayos, los nombres de los personajes, la trama de las novelas, las noticias que leía en el periódico. Las conversaciones telefónicas con sus hijas, con Alba, a quienes nada había mencionado de lo que le estaba sucediendo. Pese a su antipatía por los médicos, se dijo con angustia que debía valorar firmemente si acudir a ellos.
Una noche despertó sobresaltada. La mente en blanco, sin imágenes tenebrosas o desasosegantes que justificaran su abrupto retorno a la conciencia. Temerosa, aguzó el oído. Sólo el silencio plácido de la noche. Incapaz de conciliar de nuevo el sueño, decidió finalmente propiciar su venida con un rato de lectura. Probablemente la novela a medio leer que reposaba sobre la mesita la espabilaría aún más, así que mejor decantarse por la recopilación de artículos de uno de sus autores favoritos que había comprado hacía poco. Se levantó y se dirigió al comedor en su busca. Sólo al día siguiente se preguntaría por qué no la turbó hallar la puerta entornada en lugar de cerrada, tal y como ella solía dejarla antes de acostarse para que el ruido del tráfico matinal no alcanzara su dormitorio. Al encender la luz, sus ojos se posaron de inmediato sobre el libro que yacía, como abandonado al descuido, sobre el sofá. Se sentó algo ansiosa –una vez más, no recordaba haberlo sacado de la librería– y al cogerlo comprobó que entre sus páginas, a modo de señal marcando la interrupción de la lectura, asomaba el borde de una fotografía. Abrió el libro por esas páginas y así lo depositó sobre su regazo para ponerse las gafas prendidas en la pechera del camisón y examinar la fotografía. Allí estaba ella con Antonio durante el viaje que hicieran a Turquía el verano después de casarse. Ella con un vestido amplio y algo seria. Antonio sonreía a la cámara abrazado a su cintura. Qué jóvenes los dos. Y qué ignorantes de los problemas, de las agrias desavenencias, de las sofocantes discusiones que acabarían por separarlos con los años. Al notar una nube de tristeza ensombreciendo su corazón se dispuso a devolver la fotografía a su lugar entre las páginas del libro. Curiosa, quiso antes echar un vistazo a esas páginas. Su mirada se paralizó sobre el nombre que servía de título al capítulo que allí comenzaba. David. El corazón ya encogido bajo la lluvia. Ella estaba embarazada de cuatro meses -¿cómo no se había acordado al ver la fotografía?- durante aquel viaje, de ahí el vestido amplio y la seriedad de su rostro, no se encontraba ya muy bien. Si era niño, lo iba a llamar David. A los pocos días de volver, el dolor agudo en el vientre, la alarmante hemorragia, la visita a urgencias. Más o menos año y medio después nació Andrea. Luego Julia. Luego empezaron los problemas con Antonio. El nombre de David quedó para siempre sin destinatario.
Y al introducirse de nuevo entre las sábanas ya frías portando bajo el brazo el libro de artículos, la idea descabellada, absurda, inadmisible, abriéndose paso en su cerebro como un tropel de caballos desbocados, derribando con su fuerza los numerosos obstáculos, las tenaces barreras, los poderosos empujones de la mente racional de la antigua profesora de ciencias políticas: ¿y si fuera David el que…? ¿y si David, su niño no nato…? ¿Por qué si no entonces el libro sobre el sofá, la fotografía en la que ella aún lo llevaba en su seno entre esas precisas páginas presididas por su nombre? ¿Por qué si no los objetos cambiados de sitio, como si David, el espíritu de David –le daba vergüenza incluso pronunciar mentalmente esta palabra– quisiera…? Estremecida por sus propios pensamientos, Carmen alzó el embozo sobre sus labios, lo mordió de puro nerviosismo y lo bajó de nuevo hasta su pecho. Casi se asustó de sí misma cuando oyó su voz rompiendo suavemente el silencio: David. Un gato maulló lastimero en el patio interior. Un poco más fuerte: David, hijo, ¿eres tú?
Desde hace unos días, Carmen se levanta más temprano. Prepara la cafetera, corta el pan, mira distraída por la ventana mientras se tuesta, se agita por la cocina de un lado a otro con la mantequilla y la mermelada, y sólo tras este ritual, durante el cual intenta disimular la sonrisa en curva contenida sobre sus labios, se aviene a dirigir la vista hacia la pila, hacia el vaso limpio junto a la pila, y lo coge ya sonriendo abiertamente para depositarlo sobre el escurridor, meneando un poco la cabeza, como si estuviera reprendiendo a alguien. Es la misma sonrisa que ilumina su rostro, el mismo gesto que balancea su coronilla cuando da con las llaves en el sofá, la toalla pequeña cubriendo sus medias, los discos o cualquier otra cosa –ahora son ya tantas cosas– sobre la lavadora o cualquier lugar insospechado. Sus diarios paseos al mediodía se han vuelto más largos y ágiles, al caer la tarde lee con mayor fruición sus novelas y ensayos. Se abandona al sueño con una apacible sensación de bienestar, de plenitud, hace años olvidada. Esta mañana ha quedado con su amiga Alba a tomar un café y de repente ésta la ha abordado por la calle, extrañada, ¿pero qué haces aquí?, si habíamos quedado hace una hora en la plaza, ¿te encuentras bien?, ha preguntado escrutando su rostro, te he esperado durante media hora, te he llamado al móvil pero estaba desconectado, y luego he venido por esta zona a hacer unas compras y aquí te encuentro, no sé, ¿seguro que estás bien?, pareces desorientada. Sí, Carmen se ha desorientado. Iba andando camino de la plaza y de improviso se ha descubierto en esa calle que no conoce, sin saber muy bien cómo llegar a la plaza, tampoco para qué quería ir a la plaza. Alba la toma cariñosamente del brazo, tratando de ocultar el estupor, la preocupación que amenaza con asomar en sus facciones, pergeñando con premura la estrategia, vamos, te acompaño a casa, qué bien haberte encontrado, quería que me dieras el teléfono de tu hija, de Andrea, es que… es que uno de mis nietos quiere irse a estudiar a París, ¿sabes? y me gustaría hablar con ella, como ella vive allí, pero… ¿de verdad estás bien?, ¿no te notas nada raro? Carmen no puede dejar de sonreír mientras deniega con la cabeza. Trata de imaginar la reacción de Alba si le dijera que sí, que claro que está bien, que es sólo que David, con su constante parloteo, con sus juegos por la calle, correteando y escondiéndose detrás de cada esquina, la despista y aturulla, y por eso se ha desorientado. Pero Carmen calla, prudente, y se deja conducir dócilmente a casa.
Pronto se sumaron otros objetos cotidianos a la vida en apariencia independiente de su voluntad adquirida por el vaso. Para su desesperación cuando el tiempo la apremiaba, las llaves desaparecían del paño interior de la puerta donde las incrustaba mecánicamente al entrar para reaparecer sobre el taquillón de la entrada, la mesa de la cocina o incluso el sofá. La más pequeña de las toallas, cuidadosamente apilada junto a las demás tras recogerlas del tendedero y guardarlas en el último cajón del armario, la sorprendía a menudo desde su escondite entre el revoltijo de la ropa interior. El cojín rojo del sofá empezaba a acostumbrarse a reposar sobre la cabecera de su cama. Encima de la lavadora, discos que hacía meses no escuchaba. Hasta las teclas del teléfono semejaban activarse al margen de sus dedos: llamaba a alguna de sus hijas, o a Alba, su antigua colega de docencia en la facultad e íntima amiga, y no era raro que le respondiera una voz desconocida al otro lado de la línea. Tras disculparse consultaba por si acaso, irritada, la agenda. Sí, por supuesto que ése era el número que había marcado. Un nuevo intento, pulsando con mayor concentración las teclas, y ya la voz o el contestador familiares.
Después de varias semanas de desconciertos domésticos y creciente inquietud no tuvo más remedio que abrir la puerta a la hipótesis temible, aterradora, que hasta entonces había encerrado entre los muros de la negación: lagunas en su memoria sustrayendo a su conciencia los actos que explicarían la alteración inesperada en el orden habitual de los objetos; fragmentos de ella misma en su acostumbrado trajín por la casa evaporados de su mente como si jamás los hubiera protagonizado en primera persona; pedazos de su propio yo desgajados de su presunta unidad monolítica sin más rastros de su pérdida, de las rupturas por ella operadas en el hilo subjetivamente continuo de sus vivencias, que el vaso y las llaves y la toalla y el cojín y los discos descolocados. Tal vez el inicio del desmoronamiento de las células en su cerebro. Acaso el comienzo de la demencia. Sus padres habían muerto jóvenes, no sabía de otros precedentes en la familia. Aunque, es cierto, últimamente la mortificaban ciertas anécdotas que había oído contar sobre un primo de su madre pocos meses antes de morir. Y a sus muchos años, ¿por qué habría de ser imposible? Sin embargo, salvo el baile caprichoso de los objetos, ninguna otra cosa la inducía a admitir que en su desbarajuste se reflejara el de su vieja cabeza. Si los repasaba cuidadosamente al acostarse, recordaba perfectamente los acontecimientos de cada jornada, por más que éstos se redujeran a la rutina de obligaciones domésticas, paseos, lecturas y reuniones periódicas con amigos y colegas de la universidad, cada vez más achacosos, con que se esforzaba por aliviar la sensación de vacío y soledad que la acosaban desde su jubilación. Recordaba las ideas, el orden argumental de los ensayos, los nombres de los personajes, la trama de las novelas, las noticias que leía en el periódico. Las conversaciones telefónicas con sus hijas, con Alba, a quienes nada había mencionado de lo que le estaba sucediendo. Pese a su antipatía por los médicos, se dijo con angustia que debía valorar firmemente si acudir a ellos.
Una noche despertó sobresaltada. La mente en blanco, sin imágenes tenebrosas o desasosegantes que justificaran su abrupto retorno a la conciencia. Temerosa, aguzó el oído. Sólo el silencio plácido de la noche. Incapaz de conciliar de nuevo el sueño, decidió finalmente propiciar su venida con un rato de lectura. Probablemente la novela a medio leer que reposaba sobre la mesita la espabilaría aún más, así que mejor decantarse por la recopilación de artículos de uno de sus autores favoritos que había comprado hacía poco. Se levantó y se dirigió al comedor en su busca. Sólo al día siguiente se preguntaría por qué no la turbó hallar la puerta entornada en lugar de cerrada, tal y como ella solía dejarla antes de acostarse para que el ruido del tráfico matinal no alcanzara su dormitorio. Al encender la luz, sus ojos se posaron de inmediato sobre el libro que yacía, como abandonado al descuido, sobre el sofá. Se sentó algo ansiosa –una vez más, no recordaba haberlo sacado de la librería– y al cogerlo comprobó que entre sus páginas, a modo de señal marcando la interrupción de la lectura, asomaba el borde de una fotografía. Abrió el libro por esas páginas y así lo depositó sobre su regazo para ponerse las gafas prendidas en la pechera del camisón y examinar la fotografía. Allí estaba ella con Antonio durante el viaje que hicieran a Turquía el verano después de casarse. Ella con un vestido amplio y algo seria. Antonio sonreía a la cámara abrazado a su cintura. Qué jóvenes los dos. Y qué ignorantes de los problemas, de las agrias desavenencias, de las sofocantes discusiones que acabarían por separarlos con los años. Al notar una nube de tristeza ensombreciendo su corazón se dispuso a devolver la fotografía a su lugar entre las páginas del libro. Curiosa, quiso antes echar un vistazo a esas páginas. Su mirada se paralizó sobre el nombre que servía de título al capítulo que allí comenzaba. David. El corazón ya encogido bajo la lluvia. Ella estaba embarazada de cuatro meses -¿cómo no se había acordado al ver la fotografía?- durante aquel viaje, de ahí el vestido amplio y la seriedad de su rostro, no se encontraba ya muy bien. Si era niño, lo iba a llamar David. A los pocos días de volver, el dolor agudo en el vientre, la alarmante hemorragia, la visita a urgencias. Más o menos año y medio después nació Andrea. Luego Julia. Luego empezaron los problemas con Antonio. El nombre de David quedó para siempre sin destinatario.
Y al introducirse de nuevo entre las sábanas ya frías portando bajo el brazo el libro de artículos, la idea descabellada, absurda, inadmisible, abriéndose paso en su cerebro como un tropel de caballos desbocados, derribando con su fuerza los numerosos obstáculos, las tenaces barreras, los poderosos empujones de la mente racional de la antigua profesora de ciencias políticas: ¿y si fuera David el que…? ¿y si David, su niño no nato…? ¿Por qué si no entonces el libro sobre el sofá, la fotografía en la que ella aún lo llevaba en su seno entre esas precisas páginas presididas por su nombre? ¿Por qué si no los objetos cambiados de sitio, como si David, el espíritu de David –le daba vergüenza incluso pronunciar mentalmente esta palabra– quisiera…? Estremecida por sus propios pensamientos, Carmen alzó el embozo sobre sus labios, lo mordió de puro nerviosismo y lo bajó de nuevo hasta su pecho. Casi se asustó de sí misma cuando oyó su voz rompiendo suavemente el silencio: David. Un gato maulló lastimero en el patio interior. Un poco más fuerte: David, hijo, ¿eres tú?
Desde hace unos días, Carmen se levanta más temprano. Prepara la cafetera, corta el pan, mira distraída por la ventana mientras se tuesta, se agita por la cocina de un lado a otro con la mantequilla y la mermelada, y sólo tras este ritual, durante el cual intenta disimular la sonrisa en curva contenida sobre sus labios, se aviene a dirigir la vista hacia la pila, hacia el vaso limpio junto a la pila, y lo coge ya sonriendo abiertamente para depositarlo sobre el escurridor, meneando un poco la cabeza, como si estuviera reprendiendo a alguien. Es la misma sonrisa que ilumina su rostro, el mismo gesto que balancea su coronilla cuando da con las llaves en el sofá, la toalla pequeña cubriendo sus medias, los discos o cualquier otra cosa –ahora son ya tantas cosas– sobre la lavadora o cualquier lugar insospechado. Sus diarios paseos al mediodía se han vuelto más largos y ágiles, al caer la tarde lee con mayor fruición sus novelas y ensayos. Se abandona al sueño con una apacible sensación de bienestar, de plenitud, hace años olvidada. Esta mañana ha quedado con su amiga Alba a tomar un café y de repente ésta la ha abordado por la calle, extrañada, ¿pero qué haces aquí?, si habíamos quedado hace una hora en la plaza, ¿te encuentras bien?, ha preguntado escrutando su rostro, te he esperado durante media hora, te he llamado al móvil pero estaba desconectado, y luego he venido por esta zona a hacer unas compras y aquí te encuentro, no sé, ¿seguro que estás bien?, pareces desorientada. Sí, Carmen se ha desorientado. Iba andando camino de la plaza y de improviso se ha descubierto en esa calle que no conoce, sin saber muy bien cómo llegar a la plaza, tampoco para qué quería ir a la plaza. Alba la toma cariñosamente del brazo, tratando de ocultar el estupor, la preocupación que amenaza con asomar en sus facciones, pergeñando con premura la estrategia, vamos, te acompaño a casa, qué bien haberte encontrado, quería que me dieras el teléfono de tu hija, de Andrea, es que… es que uno de mis nietos quiere irse a estudiar a París, ¿sabes? y me gustaría hablar con ella, como ella vive allí, pero… ¿de verdad estás bien?, ¿no te notas nada raro? Carmen no puede dejar de sonreír mientras deniega con la cabeza. Trata de imaginar la reacción de Alba si le dijera que sí, que claro que está bien, que es sólo que David, con su constante parloteo, con sus juegos por la calle, correteando y escondiéndose detrás de cada esquina, la despista y aturulla, y por eso se ha desorientado. Pero Carmen calla, prudente, y se deja conducir dócilmente a casa.