Ya había sufrido mi primer abandono cuando ellos decidieron acogerme. Yo era aún muy pequeño, tímido y tremendamente asustadizo. No me fue fácil acostumbrarme a su presencia, a ese nuevo espacio, y sobre todo a Él, enorme, albino, y sordo como una tapia, tal vez por eso desconfiado y brusco en sus maneras. Sin duda yo constituía una invasión en sus dominios. Pero pronto se dio cuenta de que estaba dispuesto a someterme a sus reglas, de que sin vacilación me plegaría a la ley de sus afectos. Mi juventud y condición de recién llegado a su territorio lo exigían. A ello me inclinaba además el carácter temeroso que mi corta pero cruda biografía había imprimido en mis delicados miembros.
Él era de él. O él de Él, según se mire. Ya se sabe que nos ajustamos mal a la lógica de la propiedad y que nuestra naturaleza, salvo contadas excepciones -pudiera ser mi caso-, es más bien impositiva, selectiva, esencialmente libre. Mi lugar sólo podía estar entonces junto a ella. También ella, al parecer, había sido acogida en aquella casa, si bien de un modo distinto al mío que nunca llegaré a comprender plenamente. Muy rara vez la veíamos durante el día. Llegaba por las noches, frecuentemente cargada de bolsas, siempre con una sonrisa pese al lógico cansancio del fin de la jornada. Se acercaba a ambos para saludarnos, y aunque trataba de evitar toda suerte de distinciones, tanto Él como yo percibíamos con claridad que me buscaba especialmente a mí. En aquellas horas de convivencia con nosotros se ocupaba de nuestro cuidado tanto o más que él, demasiado olvidadizo, siempre abstraído en sus cosas, algo voluble en su cariño. Era ella quien con mayor solicitud atendía nuestras necesidades y demandas de juego, nuestras enfermedades y malestares pasajeros. Poco a poco fui venciendo mis miedos y me atreví a cruzar fronteras que de entrada había creído insalvables. Podría decirse que empecé a quererla, si es que esa palabra puede atribuírsenos, y que acabé considerándola tan mía como ella me sentía suyo cuando adivinaba, con acierto, que a su lado podía yo encontrar el preciso sosiego y olvidar el triste comienzo de mi vida.
Fueron transcurriendo los años, no podría decir cuántos. Nunca entendimos bien en qué consiste la medición de un tiempo que para nosotros carece de toda progresión palpable. Las rutinas de nuestra existencia común sufrieron ciertos cambios. Algunas noches se ausentaban los dos. Otras ella no aparecía. Pero regularmente volvía a presentarse, y entonces sus esfuerzos por transmitirnos su calor y su cariño se redoblaban, sus cuidados se volvían más intensos y yo seguía hallando en sus ojos la tranquilidad de saberme el elegido, la certeza de nuestra recíproca pertenencia. Quizás nuestro natural egoísmo, nuestra cortedad, nos impidió darnos cuenta de que aquello no era sino el inicio de profundas transformaciones que terminarían, para mí, en el desastre. La inesperada prolongación de una sus habituales ausencias, la entrada de otra mujer en nuestro espacio, los repentinos cambios de humor en él: signos evidentes que anunciaban lo que no fui capaz de anticipar, convencido de que los vínculos largamente fortalecidos están obligados a perdurar más allá de variaciones circunstanciales. Tras muchos días sin verla reapareció, contra toda previsión, una mañana calurosa. Desmadejada. Desarbolada. Buscándonos. Buscándome con más ansiedad que nunca. Permanecí cerca de ella mientras hablaba incesantemente y lloraba y él callaba cabizbajo. Asistimos en silencio a la repetición de esa escena unas cuantas veces. Y sólo entonces empecé a preguntarme por qué habría dejado de compartir su sueño con el nuestro. Cuándo retornaría la seguridad nocturna de su presencia. Cuándo volveríamos a velarnos mutuamente en las horas de oscuridad.
Ya no sé los días, los meses que han pasado desde aquellas lágrimas. Ella no ha vuelto. Me resisto estúpidamente a creer que me ha abandonado. Sé que también Él la echa de menos. Pero para Él es diferente. Sigue teniéndolo a él, disponiendo de un lugar propio en el orden invisible de nuestro espacio, de una referencia firme y estable. Yo no consigo habituarme a esa otra mujer, para mí mero reflejo doloroso de la desaparición de ella, que en sus visitas, también por lo general nocturnas, nos contempla como a anécdotas en un escenario. Por eso en nuestras mañanas de indolencia al sol de la terraza me recuesto contra Él, apoyando blandamente mi cabeza sobre su lomo blanquísimo y poderoso, y maúllo lastimera y suavemente mi nostalgia, consciente de que su profunda sordera le impedirá despertar. Y con los ojos abiertos sueño que ella, allí donde esté, también añora perder su mirada, mientras acaricia lentamente mi pelo grisáceo, en la redondez de mis pupilas, grandes y esféricas como nunca cabe esperar en un gato.
Él era de él. O él de Él, según se mire. Ya se sabe que nos ajustamos mal a la lógica de la propiedad y que nuestra naturaleza, salvo contadas excepciones -pudiera ser mi caso-, es más bien impositiva, selectiva, esencialmente libre. Mi lugar sólo podía estar entonces junto a ella. También ella, al parecer, había sido acogida en aquella casa, si bien de un modo distinto al mío que nunca llegaré a comprender plenamente. Muy rara vez la veíamos durante el día. Llegaba por las noches, frecuentemente cargada de bolsas, siempre con una sonrisa pese al lógico cansancio del fin de la jornada. Se acercaba a ambos para saludarnos, y aunque trataba de evitar toda suerte de distinciones, tanto Él como yo percibíamos con claridad que me buscaba especialmente a mí. En aquellas horas de convivencia con nosotros se ocupaba de nuestro cuidado tanto o más que él, demasiado olvidadizo, siempre abstraído en sus cosas, algo voluble en su cariño. Era ella quien con mayor solicitud atendía nuestras necesidades y demandas de juego, nuestras enfermedades y malestares pasajeros. Poco a poco fui venciendo mis miedos y me atreví a cruzar fronteras que de entrada había creído insalvables. Podría decirse que empecé a quererla, si es que esa palabra puede atribuírsenos, y que acabé considerándola tan mía como ella me sentía suyo cuando adivinaba, con acierto, que a su lado podía yo encontrar el preciso sosiego y olvidar el triste comienzo de mi vida.
Fueron transcurriendo los años, no podría decir cuántos. Nunca entendimos bien en qué consiste la medición de un tiempo que para nosotros carece de toda progresión palpable. Las rutinas de nuestra existencia común sufrieron ciertos cambios. Algunas noches se ausentaban los dos. Otras ella no aparecía. Pero regularmente volvía a presentarse, y entonces sus esfuerzos por transmitirnos su calor y su cariño se redoblaban, sus cuidados se volvían más intensos y yo seguía hallando en sus ojos la tranquilidad de saberme el elegido, la certeza de nuestra recíproca pertenencia. Quizás nuestro natural egoísmo, nuestra cortedad, nos impidió darnos cuenta de que aquello no era sino el inicio de profundas transformaciones que terminarían, para mí, en el desastre. La inesperada prolongación de una sus habituales ausencias, la entrada de otra mujer en nuestro espacio, los repentinos cambios de humor en él: signos evidentes que anunciaban lo que no fui capaz de anticipar, convencido de que los vínculos largamente fortalecidos están obligados a perdurar más allá de variaciones circunstanciales. Tras muchos días sin verla reapareció, contra toda previsión, una mañana calurosa. Desmadejada. Desarbolada. Buscándonos. Buscándome con más ansiedad que nunca. Permanecí cerca de ella mientras hablaba incesantemente y lloraba y él callaba cabizbajo. Asistimos en silencio a la repetición de esa escena unas cuantas veces. Y sólo entonces empecé a preguntarme por qué habría dejado de compartir su sueño con el nuestro. Cuándo retornaría la seguridad nocturna de su presencia. Cuándo volveríamos a velarnos mutuamente en las horas de oscuridad.
Ya no sé los días, los meses que han pasado desde aquellas lágrimas. Ella no ha vuelto. Me resisto estúpidamente a creer que me ha abandonado. Sé que también Él la echa de menos. Pero para Él es diferente. Sigue teniéndolo a él, disponiendo de un lugar propio en el orden invisible de nuestro espacio, de una referencia firme y estable. Yo no consigo habituarme a esa otra mujer, para mí mero reflejo doloroso de la desaparición de ella, que en sus visitas, también por lo general nocturnas, nos contempla como a anécdotas en un escenario. Por eso en nuestras mañanas de indolencia al sol de la terraza me recuesto contra Él, apoyando blandamente mi cabeza sobre su lomo blanquísimo y poderoso, y maúllo lastimera y suavemente mi nostalgia, consciente de que su profunda sordera le impedirá despertar. Y con los ojos abiertos sueño que ella, allí donde esté, también añora perder su mirada, mientras acaricia lentamente mi pelo grisáceo, en la redondez de mis pupilas, grandes y esféricas como nunca cabe esperar en un gato.