Tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras. Y aconteció que cuando salieron de oriente hallaron una llanura en la tierra de Sinaí, y se establecieron allí. Un día se dijeron unos a otros: «Vamos, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego». Así el ladrillo les sirvió en lugar de piedra, y el asfalto en lugar de mezcla. Después dijeron: «Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéramos esparcidos sobre la faz de toda la tierra». Jehová descendió para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres. Y dijo Jehová: «El pueblo es uno, y todos estos tienen un solo lenguaje; han comenzado la obra y nada los hará desistir ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero». Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra.
Génesis, 11:1-9
Temían los hombres su diseminación sobre la amplitud incalculable de la superficie terrestre. Y con ella la ruptura de los lazos, la lejanía, la soledad y el aislamiento que emanan de la ausencia de comunidad. Pero es consustancial a la tragedia humana que toda estrategia encaminada a rehuir su destino –recordemos a Edipo, abrazando a cada paso, con sus ojos todavía intactos pero ciegos, el fatal cumplimiento de la profecía- se transforme en el certero instrumento de su realización. Comenzaron la construcción de la torre y dejaron de entenderse. Se hablaron y se sintieron solos, aislados. Incapaces de soportar sus mutuas miradas de extrañeza, la opacidad de las lenguas que antes les unían, el balbuceo ininteligible interpuesto como un muro infranqueable allí donde sólo conocían inmediatez, transparencia y comprensión ajena a la brecha y el equívoco, se alejaron unos de otros y así se desperdigaron sobre la faz de la tierra.
Se asentaron los hombres sobre lugares remotos y enseñaron a sus descendientes las nuevas palabras que moldeaban sus pensamientos y bocas. Pero tal vez porque sus voces no fluían libres sobre los sonidos nacidos del castigo divino; o quizá porque la maldición agujereaba sus lenguas inmaduras y acusaban en ellas la falta de nombres que les dijeran y expresaran en lo más íntimo, en lo más terrible, en lo más alto; o acaso porque la memoria del antiguo pecado les robó el discernimiento entre el habla urgente por precisa y la serena elocuencia del silencio, nunca recobraron la capacidad de entenderse, de exponer y solapar sus mentes y corazones, en ausencia de hiatos de sentido ni resquicios de oscuridad, sin restos de vacilación e incertidumbre intérprete.
Y aunque otra vez hablaban entre ellos, tuvieron que aprender a convivir con la presencia de otros muros insalvables entre sus ojos y gargantas, con la caprichosa resistencia de las palabras a sus lenguas y ánimos, y a sobrellevar la ambigüedad que lastra los conceptos y llega a convertirlos en cajas vacías, en armas dañinas, cuando más se los desea bálsamo y caricia curativa. Sabedores del penoso esfuerzo que de ahí en adelante requeriría su recíproca comprensión, de su fragilidad una vez conquistada, tan proclive a la quiebra como los brotes tiernos ante los más livianos azotes del viento de la vida.
Ya no alcanzan desde entonces los padres a entender a sus vástagos, pese a haber domesticado ellos mismos sus lenguas lloronas y menesterosas. En su afán por cultivar tallos rectos y robustos, mezclan inconscientes sus amorosos cuidados con palabras que siembran el recelo, la envidia, la frustración en sus pechos inexpertos. Y los hermanos, rivalizando por su afecto y su admiración, pueden desencadenar la catástrofe con un simple disparo cargado de prepotente inocencia y mala fortuna.
Ya no alcanzan desde entonces los padres a entender a sus vástagos, pese a haber domesticado ellos mismos sus lenguas lloronas y menesterosas. En su afán por cultivar tallos rectos y robustos, mezclan inconscientes sus amorosos cuidados con palabras que siembran el recelo, la envidia, la frustración en sus pechos inexpertos. Y los hermanos, rivalizando por su afecto y su admiración, pueden desencadenar la catástrofe con un simple disparo cargado de prepotente inocencia y mala fortuna.
Callan los amantes la muerte de sus hijos y mascan en silencio la sombra de la culpa, oscilando entre su vergonzante asunción y la avidez por descargar su peso sobre los hombros del amado. Encerrados en la estupefacción ante el golpe imprevisto. Rotas sus voces para comulgar en la identidad de su dolor intraducible. Paradójicamente inhabilitados por ese dolor para abrir sus brazos y compartir el duelo y el llanto. Perdida la unidad originaria, no es raro que la adversidad separe y aísle tornando agrias y torpes las lenguas, ahogadas en su decir más cercano, en sus palabras más cómplices, por el sufrimiento que enjaula el espacio interior aniquilando el significado, la fuerza vinculante de cada signo pronunciable.
Tampoco es la misma después de Babel la lengua de los pobres y la lengua de los ricos. Quienes nacieron en la miseria y huyeron de su lengua natal para aprender tardíamente el idioma del privilegio y la abundancia, nadan en la indefensión del conocimiento incompleto, de la comprensión precaria, tan sólo aproximada, del universo de palabras foráneas que ahora habitan. Y por ello cometen, imprudentes, errores de amargas consecuencias. Incomprendidos en su mostrenca ignorancia. Ignorados en sus legítimos deseos de pobres, de calidad inferior a los de los pudientes bajo el sucio manto de su indigencia.
Y a algunos ni tan siquiera les concedió el dios temeroso de la audacia de los hombres el oído y el habla. Con desesperación batallan día a día con sus manos contra la soledad, el silencio y la incomprensión de un mundo sonoro. Y con desesperación pretenden en ocasiones suplir los sonidos ausentes de sus bocas ofreciendo la saliva de sus lenguas mudas, la desnudez virgen de sus cuerpos, expuestos con temeridad como un lienzo que propicie el contacto y la comunicación de las almas. También ellos yerran, ofuscados por su sordera, obviando que las conversaciones ocurren en el cruce de dos miradas sinceras, en el roce cálido de unos dedos que se buscan y entrelazan.
De nuevo hablan los hombres palabras comunes y aún así persisten en ellos la soledad y el aislamiento. De nuevo se enfrentan a la diseminación de las lenguas y todavía se alejan unos de otros, incapaces de soportar sus mutuas miradas de extrañeza, la opacidad, el balbuceo ininteligible interpuesto como un muro infranqueable. Y en cada signo estéril o hiriente, en cada silencio tenso, en cada vocablo bárbaro, experimentan la dureza del castigo del dios cobarde, asustado por su pretensión de tocar las alturas celestes.
Sin embargo, no por ello cesan un solo día de esforzarse por hallar alivio a su soledad, por conquistar la comprensión recíproca que a intervalos les libere del asfixiante aislamiento de sus pieles vueltas hacia adentro. A menudo fracasan, y el fracaso les depara la pérdida, la soledad aún mayor, en el extremo la muerte irreparable. Pero a veces se yerguen victoriosos cuando, encontrándose al borde del precipicio, aúnan sus soledades y así logran vencer el miedo, superar el abismo y regresar juntos a la tierra incierta para seguir resistiendo los azotes del viento de la vida bajo ese cielo inalcanzable.
Hace unos días volví a ver la película Babel, dirigida por Alejandro González Iñárritu. Valga este texto como una reflexión sobre lo que, a mi particular entender, en ella se cuenta.
Sin embargo, no por ello cesan un solo día de esforzarse por hallar alivio a su soledad, por conquistar la comprensión recíproca que a intervalos les libere del asfixiante aislamiento de sus pieles vueltas hacia adentro. A menudo fracasan, y el fracaso les depara la pérdida, la soledad aún mayor, en el extremo la muerte irreparable. Pero a veces se yerguen victoriosos cuando, encontrándose al borde del precipicio, aúnan sus soledades y así logran vencer el miedo, superar el abismo y regresar juntos a la tierra incierta para seguir resistiendo los azotes del viento de la vida bajo ese cielo inalcanzable.
Hace unos días volví a ver la película Babel, dirigida por Alejandro González Iñárritu. Valga este texto como una reflexión sobre lo que, a mi particular entender, en ella se cuenta.