Un goteo suave pero constante de pequeños infortunios, de escollos injustificados en el camino que, sin impedir cada paso hacia adelante, lo tornan más costoso de lo previsto.
Aislados, atomizados, separados y analizados escrupulosamente uno a uno, no son más que incidentes sin importancia, golpes inevitables de lo que llamaríamos la suerte en contra. Pero su inesperada continuidad, su rítmica persistencia, la imagen de la serie regular, impuesta por la memoria aún no diluida del golpe precedente al sobrevenir el siguiente, lanzan la gran pregunta a una nueva dimensión de más amplios y pesados relieves. La misma que rechazaríamos con despreocupación de hallarnos ante un sólo infortunio aislado y ahora, en su repetición inexplicable, nos aguijonea inoportuna en el silencio de la calma: ¿por qué?
Siendo como somos animales en perpetua búsqueda de sentido, nos asalta entonces con fuerza el pensamiento mágico. Algo en nosotros se resiste tenazmente a excluir su falta. El sentido, simplemente, tiene que haberlo. Oculto, encubierto, en esencia impenetrable para nuestras cortas cabezas. Necesario para su natural terquedad. Ni tan siquiera la conciencia de los antiguos dioses huidos, la negación atea del bíblico dios vengador o protector en sus misteriosos designios, o el rechazo sensato de la superstición sobre el poder de la malicia ajena, logran eludir la puesta en marcha del engranaje en pos del significado.
Una respuesta en forma de sensación alivia el entendimiento al precio de engendrar la inquietud. ¿No dicen que en el ligero aleteo de una mariposa sobre una hoja temblorosa se esconde la causa última del lejano terremoto? Qué no podrán entonces cada uno de nuestros más leves movimientos, de nuestros más imperceptibles pestañeos. En el rasguño de cada tropiezo, en el dolor leve de cada escollo inesperado, habla el castigo. Bajo el sonido de sus palabras, una culpa ancestral y ya desfondada todavía poderosa. El signo inequívoco del error, del desacierto insospechado, deviene legible en cada golpe de infortunio. Es el efecto boomerang de una realidad que, como un organismo vivo, se revuelve incómoda ante presuntas acciones no por inocentes menos fallidas. Se nos devuelve mal por mal, aun cuando ambos males pertenezcan a órdenes distintos. Pero en ese mismo daño recibido, también y por fortuna, la intuición del aviso, de la señal. ¿No nos advierte la quemazón del dedo sobre la llama de que debemos retirarlo?
La pregunta por el porqué deriva así en un espinoso ejercicio de autoanálisis que, partiendo del sentimiento del error, busca y rebusca en la oscuridad el modo en que éste se produce. La certidumbre reza: en algo nos estamos equivocando. La ignorancia: en qué. Averiguarlo se convierte en el imperativo surgido del miedo: si existe la señal, en ella anida la amenaza de un castigo aún mayor, de la desgracia definitiva. Y acuciados por él remontaremos antes del sueño el río navegado, escrutando minuciosamente su recorrido, a la caza de aquel punto preciso en que comenzaron los infortunios, de su probable coincidencia con alguna bifurcación en nuestra trayectoria que ahora, tal vez, sólo tal vez, estemos a tiempo de corregir para librarnos de la fatalidad.
La señal existe, qué duda cabe. Pero sólo nos señala a nosotros mismos. A nuestra innata e inacabable desorientación. La que nos impulsa a encontrar, más allá de los límites de nuestros dominios, los signos imposibles de la confirmación de un caminar acertado. Hora es ya de reconocerlo: su hallazgo será mera invención de nuestra mirada. Los verdaderos signos no provienen de fuera, sino de dentro.
Aislados, atomizados, separados y analizados escrupulosamente uno a uno, no son más que incidentes sin importancia, golpes inevitables de lo que llamaríamos la suerte en contra. Pero su inesperada continuidad, su rítmica persistencia, la imagen de la serie regular, impuesta por la memoria aún no diluida del golpe precedente al sobrevenir el siguiente, lanzan la gran pregunta a una nueva dimensión de más amplios y pesados relieves. La misma que rechazaríamos con despreocupación de hallarnos ante un sólo infortunio aislado y ahora, en su repetición inexplicable, nos aguijonea inoportuna en el silencio de la calma: ¿por qué?
Siendo como somos animales en perpetua búsqueda de sentido, nos asalta entonces con fuerza el pensamiento mágico. Algo en nosotros se resiste tenazmente a excluir su falta. El sentido, simplemente, tiene que haberlo. Oculto, encubierto, en esencia impenetrable para nuestras cortas cabezas. Necesario para su natural terquedad. Ni tan siquiera la conciencia de los antiguos dioses huidos, la negación atea del bíblico dios vengador o protector en sus misteriosos designios, o el rechazo sensato de la superstición sobre el poder de la malicia ajena, logran eludir la puesta en marcha del engranaje en pos del significado.
Una respuesta en forma de sensación alivia el entendimiento al precio de engendrar la inquietud. ¿No dicen que en el ligero aleteo de una mariposa sobre una hoja temblorosa se esconde la causa última del lejano terremoto? Qué no podrán entonces cada uno de nuestros más leves movimientos, de nuestros más imperceptibles pestañeos. En el rasguño de cada tropiezo, en el dolor leve de cada escollo inesperado, habla el castigo. Bajo el sonido de sus palabras, una culpa ancestral y ya desfondada todavía poderosa. El signo inequívoco del error, del desacierto insospechado, deviene legible en cada golpe de infortunio. Es el efecto boomerang de una realidad que, como un organismo vivo, se revuelve incómoda ante presuntas acciones no por inocentes menos fallidas. Se nos devuelve mal por mal, aun cuando ambos males pertenezcan a órdenes distintos. Pero en ese mismo daño recibido, también y por fortuna, la intuición del aviso, de la señal. ¿No nos advierte la quemazón del dedo sobre la llama de que debemos retirarlo?
La pregunta por el porqué deriva así en un espinoso ejercicio de autoanálisis que, partiendo del sentimiento del error, busca y rebusca en la oscuridad el modo en que éste se produce. La certidumbre reza: en algo nos estamos equivocando. La ignorancia: en qué. Averiguarlo se convierte en el imperativo surgido del miedo: si existe la señal, en ella anida la amenaza de un castigo aún mayor, de la desgracia definitiva. Y acuciados por él remontaremos antes del sueño el río navegado, escrutando minuciosamente su recorrido, a la caza de aquel punto preciso en que comenzaron los infortunios, de su probable coincidencia con alguna bifurcación en nuestra trayectoria que ahora, tal vez, sólo tal vez, estemos a tiempo de corregir para librarnos de la fatalidad.
La señal existe, qué duda cabe. Pero sólo nos señala a nosotros mismos. A nuestra innata e inacabable desorientación. La que nos impulsa a encontrar, más allá de los límites de nuestros dominios, los signos imposibles de la confirmación de un caminar acertado. Hora es ya de reconocerlo: su hallazgo será mera invención de nuestra mirada. Los verdaderos signos no provienen de fuera, sino de dentro.