martes, 29 de enero de 2008

Dominios II: la mala racha


Un goteo suave pero constante de pequeños infortunios, de escollos injustificados en el camino que, sin impedir cada paso hacia adelante, lo tornan más costoso de lo previsto.

Aislados, atomizados, separados y analizados escrupulosamente uno a uno, no son más que incidentes sin importancia, golpes inevitables de lo que llamaríamos la suerte en contra. Pero su inesperada continuidad, su rítmica persistencia, la imagen de la serie regular, impuesta por la memoria aún no diluida del golpe precedente al sobrevenir el siguiente, lanzan la gran pregunta a una nueva dimensión de más amplios y pesados relieves. La misma que rechazaríamos con despreocupación de hallarnos ante un sólo infortunio aislado y ahora, en su repetición inexplicable, nos aguijonea inoportuna en el silencio de la calma: ¿por qué?

Siendo como somos animales en perpetua búsqueda de sentido, nos asalta entonces con fuerza el pensamiento mágico. Algo en nosotros se resiste tenazmente a excluir su falta. El sentido, simplemente, tiene que haberlo. Oculto, encubierto, en esencia impenetrable para nuestras cortas cabezas. Necesario para su natural terquedad. Ni tan siquiera la conciencia de los antiguos dioses huidos, la negación atea del bíblico dios vengador o protector en sus misteriosos designios, o el rechazo sensato de la superstición sobre el poder de la malicia ajena, logran eludir la puesta en marcha del engranaje en pos del significado.

Una respuesta en forma de sensación alivia el entendimiento al precio de engendrar la inquietud.
¿No dicen que en el ligero aleteo de una mariposa sobre una hoja temblorosa se esconde la causa última del lejano terremoto? Qué no podrán entonces cada uno de nuestros más leves movimientos, de nuestros más imperceptibles pestañeos. En el rasguño de cada tropiezo, en el dolor leve de cada escollo inesperado, habla el castigo. Bajo el sonido de sus palabras, una culpa ancestral y ya desfondada todavía poderosa. El signo inequívoco del error, del desacierto insospechado, deviene legible en cada golpe de infortunio. Es el efecto boomerang de una realidad que, como un organismo vivo, se revuelve incómoda ante presuntas acciones no por inocentes menos fallidas. Se nos devuelve mal por mal, aun cuando ambos males pertenezcan a órdenes distintos. Pero en ese mismo daño recibido, también y por fortuna, la intuición del aviso, de la señal. ¿No nos advierte la quemazón del dedo sobre la llama de que debemos retirarlo?

La pregunta por el porqué deriva así en un espinoso ejercicio de autoanálisis que, partiendo del sentimiento del error, busca y rebusca en la oscuridad el modo en que éste se produce. La certidumbre reza: en algo nos estamos equivocando. La ignorancia: en qué. Averiguarlo se convierte en el imperativo surgido del miedo: si existe la señal, en ella anida la amenaza de un castigo aún mayor, de la desgracia definitiva. Y acuciados por él remontaremos antes del sueño el río navegado, escrutando minuciosamente su recorrido, a la caza de aquel punto preciso en que comenzaron los infortunios, de su probable coincidencia con alguna bifurcación en nuestra trayectoria que ahora, tal vez, sólo tal vez, estemos a tiempo de corregir para librarnos de la fatalidad.

La señal existe, qué duda cabe. Pero sólo nos señala a nosotros mismos. A nuestra innata e inacabable desorientación. La que nos impulsa a encontrar, más allá de los límites de nuestros dominios, los signos imposibles de la confirmación de un caminar acertado. Hora es ya de reconocerlo: su hallazgo será mera invención de nuestra mirada. Los verdaderos signos no provienen de fuera, sino de dentro.

miércoles, 23 de enero de 2008

El Jefe ha huido


Hoy hemos visto lo que nunca pensamos que nuestros ojos de loco llegarían a ver: el Jefe ha huido. ¡El Jefe ha huido! El gigante indio ha atravesado la sala, abrazado al enorme bloque de mármol sembrado de grifos, y lo ha lanzado contra el ventanal para abrir en él la puerta de su libertad. ¡Ja! Ese mismo bloque ante el que un día Mc Murphy enrojeció de dolor y se desesperó esforzándose en vano por alzarlo, para al final tener que desistir, pero exclamando que, al menos él, a diferencia de todos nosotros, pobres locos pero sobre todo pobres cobardes, pobres ovejas temblorosas frente a la vara invisible de la enfermera Ratched, al menos él, lo había intentado.

Mañana se correrá el rumor de que el Jefe ha matado a Mc Murphy. De que no es cierto que Mc Murphy se liara a golpes con los enfermeros y escapara. De que tenía razón el pedante de Harding, ese insoportable que se cree superior a todos nosotros y utiliza palabras extrañas para que no le entendamos, al decirnos esta tarde que Mc Murphy seguía arriba, pandilla de locos, arriba, no fuera, y que ya no iba a dar más problemas. Y seguro que mañana trata de explicarnos por qué dijo eso y nos cuenta, loco engreído, loco presuntuoso, siempre pavoneándose de lo mucho que sabe, nos cuenta de la operación, de esa operación para locos peligrosos, ¡ja! ¿no lo son todos?, de las cicatrices en su frente, de las cicatrices de la mansedumbre y docilidad definitivas, advirtiéndonos de que, ¡cuidado con lo que hacemos!, con no respetar las normas de la enfermera Ratched, si no queremos acabar como él, pobre loco, pobre vegetal, pobre vegetal asqueroso, pobre Mc Murphy.

Pero nosotros no le creeremos. Jamás. ¿Cómo podría el Jefe haber matado a Mc Murphy, al mismísimo Mc Murphy, si sólo gracias a él despertó de su letargo? ¿Si sólo con su empeño se convirtió en nuestro hombre en los partidos contra los enfermeros? ¿Si dicen que iban a huir juntos la noche de la fiesta? No. Imposible. Además, ¿quién iba a poder con Mc Murphy?


Nunca lo olvidaremos, a Mc Murphy. Y le vamos a echar de menos, vaya que sí. Pero hasta unos locos como nosotros pueden comprender que Mc Murphy tenía que acabar saliendo de aquí. Que éste no es sitio para él. Pero si sólo había que verle, con esa mirada burlona e insolente, con esos gestos de hombre de mundo con que se enfrentaba a la enfermera Ratched para que, por una vez, por una maldita vez, algo se alterara en la rutina de la sala y tuviéramos un poco de diversión, ¿es mucho pedir un maldito partido de béisbol en la televisión?, para que, por una vez, por una maldita vez, la enfermera dejara de tratarnos como a niños locos y perdidos y nos mirara como a personas, locas, sí, pero personas. Nunca lo olvidaremos, no. Qué gran tipo. Una día nos preguntó si realmente pensábamos que estábamos locos y nos dijo que no, ¡no, malditos chiflados!, que no estábamos más locos que todo el mundo. Qué gran tipo.

¿Quién iba a poder con él? Nadie. Por eso el Jefe ha huido. Porque sabía que Mc Murphy lo estaba esperando ahí fuera, ¡fuera!, fuera de aquí, fuera de estas rejas, fuera de estas normas absurdas, absurdas pero cómodas, absurdas pero seguras, seguros nosotros bajo su lazada, absurdas pero fáciles para los pobres locos que sólo huelen peligro, rechazo, desprecio, miradas temerosas ahí afuera.

Lástima que nosotros sólo seamos unos pobres locos, pero sobre todo, unos pobres cobardes. Lástima que hayamos aceptado esta etiqueta de locos y prefiramos acatar las normas a vivir en la intemperie. Lástima que, como a tantos, como a casi todos, el miedo nos tiente a someternos a las normas, por absurdas que sean, por mucho que nos maten poco a poco.


Sí, Mc Murphy tenía razón, nadie está menos loco que nosotros, tampoco Mc Murphy o el Jefe. Pero ellos, estando locos, no son tan cobardes. Ellos se han atrevido a vivir para no morir en vida. Por eso Mc Murphy quiso matar a la enfermera Ratched cuando Billy se suicidó. Por eso se ha liado a puñetazos con los enfermeros y ha escapado. Por eso el Jefe se ha valido de su fuerza de oso y se ha lanzado tras él. Para desplegar sus alas y volar sin miedo por encima de cualquier nido.

Qué más da si mueren en el intento. Incluso si ya están muertos. Incluso si Mc Murphy ya está muerto. También los pájaros mueren poco a poco tras las rejas de sus jaulas. También los pájaros mueren lentamente si no baten los aires de la libertad.


En 1936 el psiquiatra portugués Egas Moniz practicó por vez primera a una mujer una leucotomía prefrontal, vulgarmente conocida como lobotomía: el objetivo de la operación era destruir las conexiones nerviosas anómalas hipotéticamente responsables de su comportamiento agresivo. En 1949 recibió el Premio Nobel de Medicina. Se calcula que desde entonces se han practicado unas cuarenta o cincuenta mil lobotomías, la última en 1967.


En 1975 Milos Forman rodó "Alguien voló sobre el nido del cuco", basándose en la novela de Ken Kesey, para denunciar la opresión del individuo y lanzar un canto a la libertad. Y es que no todas las lobotomías requieren de un leucotomo o un picahielos para ser realizadas o surtir el efecto de domesticación y control del individuo deseado. Ni en los manicomios ni, por supuesto, fuera de ellos.



miércoles, 16 de enero de 2008

Otro tiempo


Porque la lógica implacable de los hechos así lo exige, porque la memoria desconocida del cuerpo y la irrefutable del álbum fotográfico así lo reclaman, nos vemos forzados a la creencia de lo que sólo con íntima extrañeza logramos admitir: que hubo un tiempo en que buceábamos en otro tiempo.

Otro tiempo al que, siempre desde el otro lado del cristal de la pecera, y por ello sabedores del artificio y la torpe aproximación, cabría tal vez describir como un presente puro. Un tiempo reducido a un presente intenso donde lo previo y lo venidero apenas eran dos pálidos espectros en el lenguaje, excluidos de la única vivencia. Un tiempo de presente bruto donde nos hundíamos como en una inmensa montaña de confetti, como en un fango espeso y soporífero. Donde el ahora se identificaba a golpes con la orgía eterna y la desgracia inacabable, con la fiesta exaltada y la más cruel fatalidad. Con la risa alocada e incontenible, y la desdicha auténtica del llanto.

Así saltábamos, de extremo a extremo, de montaña en montaña, de absoluto en absoluto. Tan pronto inmersos en el blanco rabioso, tan pronto en el negro furibundo. Ahora exultantes por una caricia, ahora aterrados por un ceño. Columpiados salvajemente entre la patada inesperada de un pie amigo y la alegría de una alianza secreta e inmortal, entre la tristeza sin consuelo de una derrota y la felicidad ilimitada de la victoria. Vapuleados por la sujeción a incontables dictados, tiránicos por incomprensibles, acatados con impotencia contenida. Desarmados ante la ofrenda y el robo. Vendidos en nuestras emociones al consentimiento o la negación irrevocable de lo deseado. Ignorantes, en ese tiempo de presente puro, de la coraza de la estrategia, del escudo del retardo, de la táctica defensiva que articula la gestión del tiempo. Islas extraviadas en un mar diseñado por otras reglas, por otro tiempo recortado a la medida del futuro. Pero también halladas, en desnuda exposición, por cada nota de una canción, por el sabor repugnante del puré, por el frescor de una suave brisa, por el frío salado de cada lágrima vertida.

Y así, hasta el último salto, ilocalizable por paulatino, pero en esencia brusco como un tijeretazo, que nos lanzó a este otro lado del cristal en ausencia de toda posibilidad de retorno y nos exilió para siempre de ese presente bruto e inmenso para arrojarnos a la conciencia segura del porvenir planificado, al gobierno de la obligada anticipación. Un último salto calladamente preparado por la domesticación necesaria de los hábitos, por la obediencia ávida de cariño, o simplemente, poco importa, por el curso natural del florecimiento de la carne y el alma. Un salto que abrió una brecha en nuestro interior privándonos del acceso a ese tiempo otro que una vez fue nuestro.

A veces proclamamos con un velo nostálgico añorar las maravillas de ese tiempo. Otras, echamos la vista atrás evocando su desnudez, su desprotección celosamente protegida, y alabamos las virtudes de este nuevo mirar menos fijo y boquiabierto pero más agudo, menos intenso pero de más amplios horizontes. Hay que reconocerlo: ni en un caso ni en otro alcanza nuestra cabeza a reconstruir a qué sabía ese tiempo añorado o contemplado sin nostalgia, cómo se percibía realmente cada pequeña brazada en el seno de sus aguas. Porque de ese presente puro apenas nos queda la huella borrosa de una reminiscencia fugaz e inaprehensible. De su contacto con lo absoluto, quizás, si así lo quiere la fortuna, el vestigio del sentimiento sobrevenido como absoluto del amor. De su bruta intensidad, únicamente el desgarro del dolor más lacerante que amenaza con nunca extinguirse

El tiempo que entonces nos colonizaba se ha perdido definitivamente, irrecuperable incluso en el más poderoso ejercicio consciente de nuestra memoria. De los niños que fuimos, habitantes del puro presente, sólo si acaso intuimos, desde la lejanía, una leve sombra en los brotes tiernos, en la imagen abstracta y muerta, forjada en esquemas desde este otro tiempo. Inconmensurablemente otro.





"Cuando el niño era niño, andaba con los brazos colgando, quería que el arroyo fuera un río, que el río fuera un torrente, y este charco el mar.

Cuando el niño era niño, no sabía que era niño, para él todo estaba animado, y todas las almas eran una.

Cuando el niño era niño, no tenía opinión sobre nada, no tenía ningún hábito, a menudo se sentaba en cuclillas, y echaba de pronto a correr, tenía un remolino en el pelo y no ponía caras cuando lo fotografiaban.

Cuando el niño era niño, era el tiempo de preguntas como: ¿Por qué yo soy yo y no tú? ¿Por qué estoy aquí y por qué no allá? ¿Cuándo empezó el tiempo y donde termina el espacio? ¿Acaso la vida bajo el sol es tan sólo un sueño? Lo que veo, oigo y huelo, ¿no es sólo la apariencia de un mundo frente al mundo? ¿Existe de verdad el mal y la gente que en verdad es mala? ¿Cómo es posible que yo, el que yo soy, no fuera antes de existir; y que llegará un día en que yo, el que yo soy, ya no será más éste que soy?

Cuando el niño era niño, no podía tragar las espinacas, los guisantes, el arroz con leche y la coliflor. Ahora lo come todo, y no porque lo obliguen.

Cuando el niño era niño, despertó una vez en cama extraña, y ahora lo hace una y otra vez. Muchas personas le parecían bellas, y ahora, con suerte, sólo alguna de vez en cuando. Imaginaba claramente un paraíso, y ahora apenas puede intuirlo. Nada podía pensar de la nada, y ahora se estremece ante ella.

Cuando el niño era niño, jugaba con entusiasmo, y ahora sólo se entrega plenamente a las cosas cuando esas cosas son su trabajo...."

Del poema de Peter Handke "La canción del ser-niño" (Das Lied vom Kindsein)


miércoles, 9 de enero de 2008

En nombre de la naturaleza


Ben Barres nació siendo Barbara Barres. Poco tiempo después de someterse a una operación de cambio de sexo, un académico de la facultad en la que él ya era profesor dijo que había que reconocer que su trabajo era muy superior al de su hermana Barbara. En su época de estudiante en el Instituto de Tecnología de Massachussets, y cuando todavía era Barbara, destacó como la única alumna capaz de resolver un complicado problema matemático. Su profesor comentó que seguramente su novio la habría ayudado. No me extraña que Barres se halle más que satisfecho con su nueva condición sexual: según declara, desde que es hombre se siente tratado con mayor respecto e incluso puede terminar una frase sin que ningún otro hombre le interrumpa.

Ben Barres saltó a los grandes medios de comunicación al publicar en 2006 un artículo en la prestigiosa revista Nature en el que criticaba duramente ciertas afirmaciones de Lawrence Summers, poco antes rector de la Universidad de Harvard, y posteriormente refrendadas por Steve Pinker, con respecto a las causas que explicarían la presencia de un mayor número de hombres frente al de mujeres en los puestos de élite de los departamentos de ciencias duras. Según Summers, evidencias científicas demostrarían que las mujeres se encuentran biológicamente, es decir, naturalmente, dotadas de menores aptitudes para el desempeño de las actividades científicas. Steve Pinker defendió poco después a su colega apuntando a la existencia de sólidas diferencias entre sexos en lo que se refiere a la distribución del talento, del temperamento, y de las prioridades en la vida, cuyo origen no cabría limitar a los procesos de socialización. Apenas meses más tarde, Peter Lawrence, galardonado este pasado año con el premio Príncipe de Asturias, se suma a la línea abierta por Summers y Pinker al sostener que los hombres se caracterizan biológicamente por una mayor agresividad y autoconfianza que las mujeres, lo cual justificaría sus mayores éxitos en el campo de la ciencia. Todos ellos dicen fundamentar sus teorías en los recientes descubrimientos de la neurociencia, una moderna disciplina dedicada a investigar la relación entre el comportamiento humano y el funcionamiento del cerebro.

En su artículo Barres critica la flagrante falta de base científica de tales afirmaciones, así como el absoluto desconocimiento de sus defensores de los estudios más relevantes sobre el tema, para señalar, apoyándose en éstos, que la menor presencia de la mujer en los puestos de primera fila de las instituciones científicas responde esencialmente a causas discriminatorias. Habiendo experimentado lo que significa ser primero una mujer y luego un hombre dedicado a la ciencia, Barres incide especialmente en el diferente trato y valoración que se le ha otorgado en uno y otro momento de su vida.

Me parece importante destacar que Summers, Pinker y Lawrence son, respectivamente, economista, psicólogo y biólogo genetista especializado en el estudio de las moscas. Sólo Barres es neurobiólogo.

Pero igualmente relevante creo que resulta el hecho de que Barres, más allá de su condición de neurobiólogo o precisamente por ella, se posicione a favor de lo que, desde hace ya muchos años, disciplinas como la antropología y la sociología -ah, ya se sabe, ciencias al parecer mucho menos fiables y rigurosas que la biología o la neurociencia-, vienen proclamando a partir de los resultados de investigaciones genéticas, etológicas o psicológicas: que no es el sexo ni lo biológico, sino el género, es decir, el resultado de la distribución cultural de roles y de los procesos de socialización que los acompañan, lo que define las diferencias de comportamiento y actitud ante la vida entre hombres y mujeres. Que hombres y mujeres han desarrollado históricamente aptitudes y caracteres diversos no por sus diferentes naturalezas, sino por las distintas funciones que se les ha asignado en la sociedad y el trato desigualitario recibido desde el momento mismo de su nacimiento para fomentar en ellos el adecuado cumplimiento de dichas funciones. O por decirlo aún con mayor claridad: que las diferencias psicológicas o conductuales entre sexos, lejos de ser naturales o innatas, son adquiridas, esto es, culturalmente transmitidas y heredadas por medio de la educación.



Decantarse por una u otra interpretación del origen de las diferencias entre hombres y mujeres -a fin de cuentas, y dada la falta de pruebas concluyentes, ambas no dejan de ser dos posibles interpretaciones, si bien la segunda vendría avalada por más y más contundentes argumentos- no es una elección en absoluto inocente. Para nada. Porque lo innato o natural es lo que nos determina inamoviblemente, lo que hace absurdo todo esfuerzo por alterarlo. Si las mujeres, por naturaleza, están mejor capacitadas para el cuidado de los hijos y los hombres para el pensamiento abstracto, invariablemente cambiarán ellas mejor los pañales de sus hijos y ellos llegarán a ser científicos de éxito con mayor facilidad. Por el contrario, lo adquirido o cultural, aunque también nos condiciona, sí es susceptible de cambio, de modificación, siempre y cuando tomemos conciencia de ello y deseemos, por unas razones u otras, alterarlo. Desde esta perspectiva, si las mujeres sólo están más predispuestas al cuidado de los hijos a fuerza de nenucos, también los hombres lo estarán cuando los niños empiecen a jugar con ellos.

En tanto dictado por la naturaleza, lo innato se identifica con lo perpetuo. Frente a lo natural, lo cultural ofrece la esperanza del cambio, dado que se compone de ideas, creencias, valores, sensibilidades y estructuras socio-económicas cuya modificación depende en buena medida de nuestro poder de decisión. Sospecho entonces que tras el constante empeño por demostrar, recurriendo falazmente al incuestionable prestigio de la ciencia dura, que hombres y mujeres poseen por naturaleza diferentes capacidades, se esconde un objetivo bastante alejado de la búsqueda de la verdad: oponerse a los intentos de la mujer al libre acceso a todos aquellos ámbitos de experiencia que históricamente fueron privilegio masculino, reavivando y promoviendo ideas que justifiquen la antiguamente aceptada separación de roles entre sexos.

Un objetivo que no dudaré en calificar de reaccionario si por reaccionario se entiende aquello que reacciona contra tendencias que tratan de avanzar en la dirección que algún colectivo desfavorecido ha considerado no sólo deseable, sino de digna y justa adquisición. Prueba de ello es lo bien que ha sabido verlo la Santa Madre Iglesia, que ahora puede reafirmarse en su tradicional reivindicación de diferencias naturales -¡y de origen divino, ahí es nada!- entre hombres y mujeres que corroborarían sus necesariamente distintas pero siempre complementarias funciones apelando a los nuevos descubrimientos científicos. Y no hace falta decir cuáles son, para la Iglesia, las funciones que a las señoras nos corresponden, ¿verdad?

No sé si será cierto eso de que las ciencias adelantan una barbaridad. Pero lo que sí lo es es que su utilización interesada amenaza con hacer retroceder cambios en la percepción de nuestra identidad sexual, a mi juicio tan positivos para hombres como para mujeres, que aún tienen un largo camino por recorrer.

Siento de nuevo abusar así de vuestra paciencia. Pero es que aquí hay mucha tela que cortar. ¡Más todo lo que se me ha quedado en el tintero! Por cierto, Steve Pinker fue invitado por Punset a su programa Redes. ¿Le veremos algún día charlando con Ben Barres? Permitidme que lo ponga en duda.

martes, 1 de enero de 2008

La danza de la serpiente

Hoy sería un día propicio para reflexionar sobre el paso del tiempo y sobre lo que éste significa en nuestras vidas. Para pensar sobre nuestra esencial y siempre misteriosa imbricación con eso que los relojes miden y pautan constantemente en nuestras muñecas. Para plantearse por qué nos empeñamos en establecer líneas fronterizas en ese devenir temporal que marquen nuevos puntos de partida, nuevos comienzos con los que sentirnos renovados, una vez más dispuestos a renacer de las cenizas de la celebración.

Hoy sería un día propicio para todo ello, sí. Pero las circunstancias que nos rodean no siempre se ajustan a las exigencias, más o menos advenidas, más o menos interiorizadas, de lo señalado por el calendario.

Apenas tengo ocasión de conectarme desde hace un par de días y me temo que así seguiré unos cuantos días más. Así que, hasta mi vuelta, os dejo con algo que, si bien sería falso calificar de descubrimiento traído por este nuevo año que hoy empieza, siempre quedará ligado en mi recuerdo a la franja temporal indefinible -¿quién puede realmente delimitar un comienzo, cualquier comienzo?- en la que este día de hoy se inserta.

Dijo Sam Shepard de su gira del 75: "Dylan vuelve para un segundo número con un pendiente de brillantes colgándole del cuello. "Simple Twist of Fate" hincando con fuerza el duro tacón de su campera en el escenario. Mientras observo ese tacón suyo y veo su precisión y oigo el modo en que resuena con claridad atravesando el suelo, a través de su cuerpo, a través de la canción, dentro del micrófono y saliendo por el pabellón, se me ocurre de repente que todo esto está más allá de la música pop. La danza de la serpiente de los indios hopi tenía, en su mismo núcleo, la idea de que los danzantes eran mensajeros de este mundo enviados a buscar ayuda a los espíritus de otro mundo. Un mundo por debajo de la tierra, habitado por serpientes. El médium era el tacón del bailarín con el que aporreaba con ritmo constante y enviaba sus vibraciones humanas a "los de abajo". Si oían sus taconazos, entonces la plegaria tendría respuesta, generalmente en forma de tormenta. Ese trueno que retumba está haciendo ese sonido".

Dancemos la danza de la serpiente para que el destino nos sea propicio. Dancemos para que los espíritus de otros tiempos, de otros mundos, jueguen a nuestro favor en sus giros más inesperados.