
El tiempo se detuvo hace ya tanto para ti que sólo a duras penas alcanzas a recordar, cuando del capricho de tu memoria deshilachada afloran imágenes viejas como fotografías cuarteadas, que hubo un día en que renunciaste a ser a cambio de poco más que una cama y comida segura en el plato. La cama estrecha que desquicia las reducidas dimensiones del cuartucho donde despiertas cada mañana bajo la luz macilenta del angosto patio interior. La comida que engulles a solas en la cocina, a grandes bocados, en danza entre el taburete y las suelas de tus zapatillas al sonar de la campanilla reclamando el segundo plato, el postre, el café de los señores.
Su detención fue tan lenta como el renqueante diluirse de las esperanzas de volver a ser que, entreveradas con la huella indeleble del olor a escasez y miseria del pueblo, hicieron soportables los difíciles inicios de la renuncia. Tan pausada como la resignada asunción de tu juventud en fuga, cuyo demorado pero tenaz escaparse iba aniquilando año tras año toda mirada ilusionada en perspectiva. Nunca se te ocultó la tacañería con que en ti se había prodigado la naturaleza. A la edad en que hasta la carne menos garbosa relumbra, tú parecías ya una niña vieja, la barbilla puntiaguda bajo las mejillas hundidas, el talle y las piernas de alambre que la voracidad de tu estómago y la barra de pan diaria desde que entraste a servir -envidia secreta de la señora en eterno litigio con su gordura- jamás consiguieron redondear. A la edad en que hasta el patito más feo semeja aletear como un cisne, desmadejaban tus andares, te entumecían la lengua, enturbiaban tu risa la cortedad y la torpeza, quién sabe si fruto de tus humildes orígenes. No por ello dejaste de confiar en la diosa fortuna que a tantas otras, no más hermosas ni agraciadas que tú, había otorgado un marido y una casa propia. Pero todos los hombres que, arropada por el grupo de criaditas en tertulia, se acercaron a ti en las tardes del jueves o del domingo, pasaron de largo como los viandantes que se atusan el pelo ante el reflejo de un escaparate y reanudan indiferentes la marcha.
Las manecillas del reloj emitieron imperceptibles su último tic-tac cuando algo en ti aceptó que no llegarías a poseer más hogar que la cama estrecha y la cocina testigo de la soledad de tus comidas. Que tu vida seguiría discurriendo en eterna parálisis por el circular sucederse siempre idéntido de los días iguales. Segmentados por las mismas tediosas rutinas, finalizados con las mismas fatigas. Días vacíos, muertos antes ya de haber nacido. Y que nunca recobrarías el ser perdido ni la visibilidad que le corresponde si es tarea de los sirvientes aprender a habitar en el no-ser y devenir invisibles como fantasmas. Fantasmas que penetran sigilosos en las habitaciones desiertas para devolverles cada mañana el orden quebrado. Sombras que nadie ve cuando recorren la galería cargadas con los enseres de limpieza aunque el sol las ilumine. Figuras etéreas que sólo se encarnan ante otras pupilas para recibir órdenes secas y agrias regañinas. Que no merecen palabras salvo para lo estrictamente necesario. A quienes nadie pregunta excepto para pedir explicaciones y cuentas. Así permanecerías tú mientras el trajín de cada jornada, el cansancio, el hastío, arrugaban tu esqueleto y encanecían tus cabellos ralos: convertida en una estatua de cristal transparente, de cuencas huecas, oídos encerados y labios sellados. Tal es el inexcusable requisito, la cláusula sagrada que firman los criados para acceder a compartir con sus legítimos poseedores los espacios donde transcurre una vida que no les pertenece. La vida a la que se asoman desde su propio centro, público indeseado de sus más oscuros recovecos, al precio de la invisibilidad y la ceguera, de la condena al doble silencio, de la irrevocable exclusión. La vida que exige desplegarse ajena a su presencia, blindada frente a ella, y por eso niega en sus formas la existencia del intruso en el coto cerrado, y se convence hipócrita de la ausencia bajo su piel de la madeja cálida y enredada que producen los corazones, las cabezas humanas.
Eres ya casi una anciana y nadie te conoce. Ni siquiera tú misma. Los pensamientos perpetuamente encerrados en tu cabeza, carentes de puertas y ventanas, fueron enmoheciendo dentro de su cárcel y se pudrieron poco a poco, dejándote huérfana de palabras para el diálogo solitario con tu propia conciencia, palabras calladas que te explicaran explicándolos a ellos, que te arrullaran desde dentro repoblando el desierto de tus días, más allá de las melodías que tarareas con tu voz de niña vieja mientras tiendes la ropa. Maniatada por las cadenas del arbitrio de los señores, tu voluntad adelgazó tanto como tus piernas de alambre y acabó olvidando, famélica, dónde reside la palanca que activa el mecanismo de la decisión, cómo se siente al vibrar el deseo, que de la garganta también puede emerger el reclamo. Quizá por ello, cuando por las noches los señores consienten que, semiescondida en tu sillita de enea tras el marco de la puerta de la salita, separada por el tabique del mullido sofá donde ellos reposan para no perturbar su intimidad, participes un rato de la pantalla del televisor, obediente después a la retirada cuando el sueño vence aunque a ti no, aunque a ti no, se instala en tu boca, por encima de la barbilla cada vez más puntiaguda, una sonrisa bobalicona, de infante dócil y manso a la espera del siguiente mandato, que la señora espía y comenta más tarde con el señor, burlona y a la vez preocupada por el presunto flaquear de tu sesera, por el evidente menguarse de tus fuerzas, por tu galopante sordera.
Hace días que vuelves a escuchar el tic-tac del reloj. El intenso dolor en las articulaciones de tus rodillas, que apenas te permite arrastrarte de estancia en estancia, ha reanudado el flujo del tiempo abriéndolo al futuro. Un futuro ya sin resto de la ilusión evaporada en la juventud y que ahora luce el rostro siniestro del destino inexorable de los sirvientes: la expulsión dictada por la inutilidad, la destitución en la vejez inhábil. Con angustia intuyes el aproximarse inminente del momento en que deberás abandonar los muebles, los suelos, los rincones a los que regalaste, a cambio de poco más que una cama y comida segura en el plato, un número imposible de las horas ya gastadas que contenía tu vida. La cama estrecha y la cocina. Los ojos que aún te miran pero nunca te vieron. El momento en que tendrás que mudarte al pequeño piso en el pueblo, comprado con la paciente acumulación de tu mísera paga y un favor a destiempo, clamoroso destiempo, de la diosa fortuna. En que serás despojada para siempre de tus rutinas y tareas, de las voces arrogantes, irritadas, a veces condescendientes de los señores, de la invisibilidad que en tu servidumbre te impusieron. Lo único que posees al margen de ese pequeño piso que nunca será tan tuyo como esta casa que nunca ha sido tuya. Y tienes miedo. Porque sabes con certeza que entre sus habitaciones todavía extrañas se construye listón a listón, clavo a clavo, el ataud de tu última y más terrible invisibilidad.
Su detención fue tan lenta como el renqueante diluirse de las esperanzas de volver a ser que, entreveradas con la huella indeleble del olor a escasez y miseria del pueblo, hicieron soportables los difíciles inicios de la renuncia. Tan pausada como la resignada asunción de tu juventud en fuga, cuyo demorado pero tenaz escaparse iba aniquilando año tras año toda mirada ilusionada en perspectiva. Nunca se te ocultó la tacañería con que en ti se había prodigado la naturaleza. A la edad en que hasta la carne menos garbosa relumbra, tú parecías ya una niña vieja, la barbilla puntiaguda bajo las mejillas hundidas, el talle y las piernas de alambre que la voracidad de tu estómago y la barra de pan diaria desde que entraste a servir -envidia secreta de la señora en eterno litigio con su gordura- jamás consiguieron redondear. A la edad en que hasta el patito más feo semeja aletear como un cisne, desmadejaban tus andares, te entumecían la lengua, enturbiaban tu risa la cortedad y la torpeza, quién sabe si fruto de tus humildes orígenes. No por ello dejaste de confiar en la diosa fortuna que a tantas otras, no más hermosas ni agraciadas que tú, había otorgado un marido y una casa propia. Pero todos los hombres que, arropada por el grupo de criaditas en tertulia, se acercaron a ti en las tardes del jueves o del domingo, pasaron de largo como los viandantes que se atusan el pelo ante el reflejo de un escaparate y reanudan indiferentes la marcha.
Las manecillas del reloj emitieron imperceptibles su último tic-tac cuando algo en ti aceptó que no llegarías a poseer más hogar que la cama estrecha y la cocina testigo de la soledad de tus comidas. Que tu vida seguiría discurriendo en eterna parálisis por el circular sucederse siempre idéntido de los días iguales. Segmentados por las mismas tediosas rutinas, finalizados con las mismas fatigas. Días vacíos, muertos antes ya de haber nacido. Y que nunca recobrarías el ser perdido ni la visibilidad que le corresponde si es tarea de los sirvientes aprender a habitar en el no-ser y devenir invisibles como fantasmas. Fantasmas que penetran sigilosos en las habitaciones desiertas para devolverles cada mañana el orden quebrado. Sombras que nadie ve cuando recorren la galería cargadas con los enseres de limpieza aunque el sol las ilumine. Figuras etéreas que sólo se encarnan ante otras pupilas para recibir órdenes secas y agrias regañinas. Que no merecen palabras salvo para lo estrictamente necesario. A quienes nadie pregunta excepto para pedir explicaciones y cuentas. Así permanecerías tú mientras el trajín de cada jornada, el cansancio, el hastío, arrugaban tu esqueleto y encanecían tus cabellos ralos: convertida en una estatua de cristal transparente, de cuencas huecas, oídos encerados y labios sellados. Tal es el inexcusable requisito, la cláusula sagrada que firman los criados para acceder a compartir con sus legítimos poseedores los espacios donde transcurre una vida que no les pertenece. La vida a la que se asoman desde su propio centro, público indeseado de sus más oscuros recovecos, al precio de la invisibilidad y la ceguera, de la condena al doble silencio, de la irrevocable exclusión. La vida que exige desplegarse ajena a su presencia, blindada frente a ella, y por eso niega en sus formas la existencia del intruso en el coto cerrado, y se convence hipócrita de la ausencia bajo su piel de la madeja cálida y enredada que producen los corazones, las cabezas humanas.
Eres ya casi una anciana y nadie te conoce. Ni siquiera tú misma. Los pensamientos perpetuamente encerrados en tu cabeza, carentes de puertas y ventanas, fueron enmoheciendo dentro de su cárcel y se pudrieron poco a poco, dejándote huérfana de palabras para el diálogo solitario con tu propia conciencia, palabras calladas que te explicaran explicándolos a ellos, que te arrullaran desde dentro repoblando el desierto de tus días, más allá de las melodías que tarareas con tu voz de niña vieja mientras tiendes la ropa. Maniatada por las cadenas del arbitrio de los señores, tu voluntad adelgazó tanto como tus piernas de alambre y acabó olvidando, famélica, dónde reside la palanca que activa el mecanismo de la decisión, cómo se siente al vibrar el deseo, que de la garganta también puede emerger el reclamo. Quizá por ello, cuando por las noches los señores consienten que, semiescondida en tu sillita de enea tras el marco de la puerta de la salita, separada por el tabique del mullido sofá donde ellos reposan para no perturbar su intimidad, participes un rato de la pantalla del televisor, obediente después a la retirada cuando el sueño vence aunque a ti no, aunque a ti no, se instala en tu boca, por encima de la barbilla cada vez más puntiaguda, una sonrisa bobalicona, de infante dócil y manso a la espera del siguiente mandato, que la señora espía y comenta más tarde con el señor, burlona y a la vez preocupada por el presunto flaquear de tu sesera, por el evidente menguarse de tus fuerzas, por tu galopante sordera.
Hace días que vuelves a escuchar el tic-tac del reloj. El intenso dolor en las articulaciones de tus rodillas, que apenas te permite arrastrarte de estancia en estancia, ha reanudado el flujo del tiempo abriéndolo al futuro. Un futuro ya sin resto de la ilusión evaporada en la juventud y que ahora luce el rostro siniestro del destino inexorable de los sirvientes: la expulsión dictada por la inutilidad, la destitución en la vejez inhábil. Con angustia intuyes el aproximarse inminente del momento en que deberás abandonar los muebles, los suelos, los rincones a los que regalaste, a cambio de poco más que una cama y comida segura en el plato, un número imposible de las horas ya gastadas que contenía tu vida. La cama estrecha y la cocina. Los ojos que aún te miran pero nunca te vieron. El momento en que tendrás que mudarte al pequeño piso en el pueblo, comprado con la paciente acumulación de tu mísera paga y un favor a destiempo, clamoroso destiempo, de la diosa fortuna. En que serás despojada para siempre de tus rutinas y tareas, de las voces arrogantes, irritadas, a veces condescendientes de los señores, de la invisibilidad que en tu servidumbre te impusieron. Lo único que posees al margen de ese pequeño piso que nunca será tan tuyo como esta casa que nunca ha sido tuya. Y tienes miedo. Porque sabes con certeza que entre sus habitaciones todavía extrañas se construye listón a listón, clavo a clavo, el ataud de tu última y más terrible invisibilidad.