Apenas levantarme ayer por la mañana, oí en la radio que la agresión ocurrida en el metro por parte de un energúmeno -dudo que pueda calificársele de otra manera- contra una adolescente ecuatoriana se enmarcaría dentro de los llamados delitos contra la integridad moral de las personas, y que por ello su pena podría cifrarse entre seis meses y dos años de cárcel. El comentarista que daba la noticia recalcaba que a ese grupo de delitos pertenece, entre otros, el de tortura. Por lo visto, la tipificación de tales delitos contra la integridad moral constituye una de las nuevas aportaciones del código penal de 1995 precisamente porque recoge, junto a la tortura y otros delitos de malos tratos, una figura antes no contemplada en nuestro ordenamiento jurídico: el delito de grave trato degradante cometido por un particular contra otra persona.
Al oír la palabra "tortura" no pude evitar acordarme de Jean Amery, un intelectual austríaco que, por su militancia en la Resistencia belga frente a los nazis, fue capturado en 1943 por la GESTAPO y torturado antes de ser conducido al campo de concentración de Auschwitz. Muchos años después Amery escribiría un libro titulado Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, donde reflexiona sobre esta terrible época de su vida y sobre su propia experiencia como torturado. Amery no sufrió una tortura atroz. Como él mismo señala, su tormento fue relativamente benigno y no dejó llamativas cicatrices sobre su cuerpo. Sin embargo, su suicidio en 1978 demuestra claramente el fracaso de ese intento de superación de su condición de víctima que animó este texto. Porque para Amery lo más grave del suplicio de la tortura no es tanto el dolor sufrido ni el atentado contra la dignidad que representa, como cierta transformación en la visión del mundo que acaece con ella difícilmente reversible y que trastoca radicalmente nuestra manera más básica de encontrarnos en él.
Dice Amery que ya desde el primer golpe recibido se pierde un vínculo esencial por lo general no cuestionado: la confianza en el mundo. Para él uno de los supuestos más importantes de esta confianza es la certeza de que los otros respetarán mi ser físico, de que si las fronteras de mi yo son las fronteras de mi cuerpo, nadie violará ese límite de mi epidermis imponiéndome por la fuerza su propia corporalidad. Cuando además no cabe esperar la ayuda del otro, el atropello corporal se convierte en una aniquilación de mi existencia. Ese primer golpe que ninguna mano frena ni quiere frenar, afirma Amery, "acaba con una parte de nuestra vida que jamás vuelve a despertar", pues la experiencia del dolor sólo nos es soportable y admisible si va unida a la perspectiva, más o menos inmediata, de su auxilio. Algo fundamental muere en nosotros cuando somos víctimas de la violencia ante la mirada indiferente e impertérrita del torturador.
Desde ese momento el torturado ya no podrá volver a sentir el mundo como su hogar. Su confianza en él ya no alcanzará a reestablecerse. La experiencia del otro como un enemigo, como un soberano cuyo dominio reside en el poder de infligir dolor y destruir, derrumba toda posible imagen de un mundo donde impere el principio de la esperanza. Por ello, proclama Amery, "la víctima del martirio queda inerme a merced de la angustia. Será ella quien de aquí en adelante reine sobre él". La angustia, y también el resentimiento, sólo insuficientemente catalizado por el afán de venganza, habrán de corroerle hasta el fin de sus días. Es posible que en estas líneas Amery estuviera ya justificando, anticipada e inconscientemente, ese "levantar la mano sobre uno mismo" del suicidio con que pondría término, no mucho después, a su existencia. Es posible. ¿Quién puede vivir eternamente atenazado por la angustia y el resentimiento?
A diferencia de Amery, siempre he creído que es condición intrínseca al ser humano el nunca poder sentirse en este mundo como en casa. Elementos consustanciales a nuestra existencia, como la inevitabilidad del dolor o la certeza de la muerte, nos lo impiden. Pero creo comprender lo que dice: dentro de este haber sido arrojados al mundo en ausencia de toda elección de ese hecho y de las circunstancias que esencialmente lo constituyen, este mundo, sin llegar a ser nuestro hogar, puede ser un lugar más o menos habitable en función de cómo seamos tratados en él por nuestros semejantes.
Si nos acogemos a la ley y a la clasificación del delito cometido que se ha llevado a cabo, cabe pensar que la escena de violencia en el metro a la que hemos asistido reiteradamente estos días en los medios de comunicación será juzgada no sólo por violencia física sufrida por la víctima, sino también, y fundamentalmente, por el grave trato degradante que esa forma de violencia implica. De lo cual se deduce que, si bien nadie duda de la existencia de formas de trato degradante exentas de violencia física, la ley reconoce que la violencia física, ejercida bajo ciertas condiciones, siempre comporta una grave degradación moral.
Vuelvo a pensar en Amery y no puedo dejar de preguntarme por el fundamento conceptual que subyace a esa agrupación de delitos como éste junto con el de tortura. Y sólo se me ocurre que el ingrediente común a ambos radicaría quizás en esa incomprensible transformación del otro, un otro anónimo y fortuito, en el momento en que se atreve a alzar su mano sobre nosotros y nos propina el primer golpe, en circunstancial soberano que gratuitamente se cree con derecho a infligir dolor y sufrimiento. De manera que si ese delito puede ser penado como atentado contra la integridad moral de la víctima es tal vez porque con él, ya desde el primer golpe, se ha quebrado esa confianza en el mundo a la que Amery aludía: la confianza elemental en que ningún otro violará las fronteras de nuestra epidermis, sobre cuya base queremos caminar tranquilamente por el mundo.
Al oír la palabra "tortura" no pude evitar acordarme de Jean Amery, un intelectual austríaco que, por su militancia en la Resistencia belga frente a los nazis, fue capturado en 1943 por la GESTAPO y torturado antes de ser conducido al campo de concentración de Auschwitz. Muchos años después Amery escribiría un libro titulado Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, donde reflexiona sobre esta terrible época de su vida y sobre su propia experiencia como torturado. Amery no sufrió una tortura atroz. Como él mismo señala, su tormento fue relativamente benigno y no dejó llamativas cicatrices sobre su cuerpo. Sin embargo, su suicidio en 1978 demuestra claramente el fracaso de ese intento de superación de su condición de víctima que animó este texto. Porque para Amery lo más grave del suplicio de la tortura no es tanto el dolor sufrido ni el atentado contra la dignidad que representa, como cierta transformación en la visión del mundo que acaece con ella difícilmente reversible y que trastoca radicalmente nuestra manera más básica de encontrarnos en él.
Dice Amery que ya desde el primer golpe recibido se pierde un vínculo esencial por lo general no cuestionado: la confianza en el mundo. Para él uno de los supuestos más importantes de esta confianza es la certeza de que los otros respetarán mi ser físico, de que si las fronteras de mi yo son las fronteras de mi cuerpo, nadie violará ese límite de mi epidermis imponiéndome por la fuerza su propia corporalidad. Cuando además no cabe esperar la ayuda del otro, el atropello corporal se convierte en una aniquilación de mi existencia. Ese primer golpe que ninguna mano frena ni quiere frenar, afirma Amery, "acaba con una parte de nuestra vida que jamás vuelve a despertar", pues la experiencia del dolor sólo nos es soportable y admisible si va unida a la perspectiva, más o menos inmediata, de su auxilio. Algo fundamental muere en nosotros cuando somos víctimas de la violencia ante la mirada indiferente e impertérrita del torturador.
Desde ese momento el torturado ya no podrá volver a sentir el mundo como su hogar. Su confianza en él ya no alcanzará a reestablecerse. La experiencia del otro como un enemigo, como un soberano cuyo dominio reside en el poder de infligir dolor y destruir, derrumba toda posible imagen de un mundo donde impere el principio de la esperanza. Por ello, proclama Amery, "la víctima del martirio queda inerme a merced de la angustia. Será ella quien de aquí en adelante reine sobre él". La angustia, y también el resentimiento, sólo insuficientemente catalizado por el afán de venganza, habrán de corroerle hasta el fin de sus días. Es posible que en estas líneas Amery estuviera ya justificando, anticipada e inconscientemente, ese "levantar la mano sobre uno mismo" del suicidio con que pondría término, no mucho después, a su existencia. Es posible. ¿Quién puede vivir eternamente atenazado por la angustia y el resentimiento?
A diferencia de Amery, siempre he creído que es condición intrínseca al ser humano el nunca poder sentirse en este mundo como en casa. Elementos consustanciales a nuestra existencia, como la inevitabilidad del dolor o la certeza de la muerte, nos lo impiden. Pero creo comprender lo que dice: dentro de este haber sido arrojados al mundo en ausencia de toda elección de ese hecho y de las circunstancias que esencialmente lo constituyen, este mundo, sin llegar a ser nuestro hogar, puede ser un lugar más o menos habitable en función de cómo seamos tratados en él por nuestros semejantes.
Si nos acogemos a la ley y a la clasificación del delito cometido que se ha llevado a cabo, cabe pensar que la escena de violencia en el metro a la que hemos asistido reiteradamente estos días en los medios de comunicación será juzgada no sólo por violencia física sufrida por la víctima, sino también, y fundamentalmente, por el grave trato degradante que esa forma de violencia implica. De lo cual se deduce que, si bien nadie duda de la existencia de formas de trato degradante exentas de violencia física, la ley reconoce que la violencia física, ejercida bajo ciertas condiciones, siempre comporta una grave degradación moral.
Vuelvo a pensar en Amery y no puedo dejar de preguntarme por el fundamento conceptual que subyace a esa agrupación de delitos como éste junto con el de tortura. Y sólo se me ocurre que el ingrediente común a ambos radicaría quizás en esa incomprensible transformación del otro, un otro anónimo y fortuito, en el momento en que se atreve a alzar su mano sobre nosotros y nos propina el primer golpe, en circunstancial soberano que gratuitamente se cree con derecho a infligir dolor y sufrimiento. De manera que si ese delito puede ser penado como atentado contra la integridad moral de la víctima es tal vez porque con él, ya desde el primer golpe, se ha quebrado esa confianza en el mundo a la que Amery aludía: la confianza elemental en que ningún otro violará las fronteras de nuestra epidermis, sobre cuya base queremos caminar tranquilamente por el mundo.