miércoles, 26 de septiembre de 2007

La temperatura a la que arden los libros


Debía de ser muy pequeña cuando vi la película. Ni tan siquiera entera, tan sólo un fragmento, la parte final. Fue un sábado por la mañana, cuando la programación matinal aún incluía películas dignas de ver. En mi cabeza apenas se conservaban unas escenas desvaídas. Pero debieron impresionarme de tal modo que su recuerdo, así como el de su sentido, nunca llegó a borrarse del todo: Montag ha encontrado el campamento donde se ocultan los hombres-libro, disidentes que han memorizado libros enteros para salvarlos del olvido de una sociedad empeñada en aniquilarlos a golpe de lanzallamas. Los hombres-libro pasean tranquilamente y recitan palabras ajenas, aquellas de las que se han convertido en salvaguarda. Cada uno de ellos es la encarnación de un libro que le da su nombre y cuya memoria guardará el tiempo que dure su propia vida. Antes de morir, otro lo habrá aprendido de su boca para que el tesoro que llevan consigo no se pierda nunca y algún día pueda volver al papel impreso.



Muchos años después supe que el director de esa película era el genial Truffaut, volví a verla y acabé comprando el libro, escrito por Ray Bradbury en 1953, en el que el director francés se inspiró. Supongo que todos sabéis a qué libro y a qué película me refiero: Fahrenheit 451. El título alude a la temperatura a la que el papel de los libros se enciende y arde. Esta mañana, a horas verdaderamente intempestivas, he oído aún medio somnolienta una cuña publicitaria y me ha venido a la cabeza una escena de la película de Truffaut que siempre me llamó la atención.

Si recordáis, la historia se desarrolla en lo que, según sugiere la novela, podría ser un futuro no muy lejano a nuestro propio tiempo. Montag es un bombero cuya profesión se ha transformado radicalmente desde que las nuevas tecnologías han logrado erradicar todo tipo de material inflamable: la misión de los bomberos, que ya no pueden dedicarse a apagar incendios, ahora imposibles, consiste en quemar libros. La voluntad de hacer desaparecer todo texto escrito proviene de la idea de que los libros generan infelicidad. Y si el estado debe velar por la felicidad de sus ciudadanos, todo libro, en tanto fuente de malestar y sufrimiento, habrá de ser eliminado. Por ello la posesión de libros se ha convertido en delito y los bomberos reciben un entrenamiento especial para dar con ellos en los más estrambóticos escondites ideados por sus celosos y rebeldes propietarios y destruirlos.



Si los libros provocan infelicidad es porque incitan al pensamiento. Y pensar, además de condenar a quienes piensan a la minoría e impedir que todos los hombres se formen como iguales, hace sufrir. Quien se plantea el porqué de las cosas, dirá Beatty, capitán de los bomberos, acaba siendo un desgraciado. La simplicidad, la falta de percepción de que la realidad presenta múltiples y variados aspectos, librará a los hombres de preocupaciones innecesarias y de la melancolía a la que suele dar lugar el exceso de reflexión. Por eso son necesarios los bomberos, "custodios de la paz de nuestras mentes", "dique contra esa pequeña marea que quiere entristecer el mundo con un conflicto de pensamientos e ideas".



Sin embargo, dudas apenas intuidas comienzan a hacerse fuertes en Montag cuando confluyen en torno a él una serie de acontecimientos: la aparición de Clarisse, la muchacha que le habla de un tiempo en que los automóviles todavía iban a una velocidad -ahora prohibida- que permitía contemplar la hierba y las flores en torno a las casas; la inmolación voluntaria de una mujer que prefiere arder con sus libros a vivir sin ellos; el descubrimiento de que su mujer, constantemente entretenida interactuando con los personajes televisivos de las enormes pantallas que cubren las paredes de su salón, no recuerda su primer encuentro con él y ha estado a punto de morir tras consumir demasiadas pastillas para conciliar el sueño sin tan siquiera percatarse del peligro que su vida ha corrido. Poco a poco la idea de que vive en un mundo donde, en aras de la felicidad, todo sentimiento ha sido anestesiado y sus habitantes sólo se nutren del vacío de lo inmediato, un mundo cuyos individuos, adormecidos por la aceleración y los constantes estímulos visuales, carecen de toda profundidad, se abre paso en la conciencia de Montag. Y en ese momento se le impondrá la sospecha de que los libros aniquilados día tras día bajo su lanzallamas esconden un valioso legado cuya privación los está conduciendo al abismo. Su vida tendrá entonces que dar un giro decisivo.



Uno de los puntos más brillantes de la novela de Bradbury es, a mi juicio, la explicación que el capitán Beatty ofrece a Montag acerca del origen del actual estado de su sociedad: la prohibición y quema de los libros sólo ha sido el golpe de gracia estatal a un proceso de estupidización generalizado iniciado y desarrollado espontáneamente por el mundo civil. La descripción de este proceso, leída más de cincuenta años después de su publicación, no deja de resultar en extremo inquietante. Pues con ella Bradbury parecería estar radiografiando algunos de los elementos fundamentales del mundo de hoy:

"En otro tiempo los libros atraían la atención de unos pocos, aquí, allá, en todas partes. Podían ser distintos. Había espacio en el mundo. Pero luego el mundo se llenó de ojos, y codos, y bocas. Doble, triple, cuádruple población. Películas y radios, revistas, libros, descendieron hasta convertirse en una pasta de budín... El hombre del siglo diecinueve con sus caballos, sus carretas, sus perros: movimiento lento. Luego, el siglo veinte: cámara rápida. Libros más cortos. Condensaciones. Libros digestivos. Formato chico. La mordaza, la instantánea... Cámara rápida, Montag. Rápida. Clic, pic, ya, sí, no, más, bien, mal, qué, quién, eh, uh, ah, pim, pam, pam. Resúmenes, resúmenes, resúmenes. ¿La política? Una columna, dos frases, un titular. Luego, en pleno, aire, ¡todo desaparece! ¡Las manos de los editores, explotadores, directores de radio bombean y bombean, y la mente del hombre gira con tanta rapidez que el movimiento centrífugo lo libra de todo pensamiento inútil, de días y días malgastados!

La vida es lo inmediato, sólo el trabajo importa. Divertirse, sí, pero después del trabajo. ¿Por qué aprender algo salvo apretar botones, insertar llaves, ajustar tornillos y tuercas?... La cremallera reemplazó al botón, y el hombre no tiene tiempo para pensar mientras se viste a la hora del alba, una hora filosófica, y por lo tanto, una hora melancólica... La vida se redujo a ruidos e interjecciones, Montag. ¡Sólo bum, pam y uf!

Las carreteras llenas de multitudes que van a alguna parte, alguna parte, alguna parte, ninguna parte. El refugio de la gasolina. Las ciudades se transforman en campamentos, la gente en hordas nómadas...

Quiero ser feliz, dicen todos. Bueno, ¿no lo son? ¿No los entretenemos, no les proporcionamos diversiones? Para eso vivimos, ¿no es así?, para el placer, para la excitación. Y debes admitir que nuestra cultura ofrece ambas cosas, y en abundancia."

Demasiadas son las frases, las conversaciones, las percepciones de este libro que merecerían reseñarse y no quiero agotar vuestra paciencia. Además de que la escena que esta mañana me ha venido a la cabeza al oír la cuña publicitaria no se halla en el libro de Bradbury sino que se trata de una aportación de Truffaut a su plasmación cinematográfica de esta historia futurista. En dos ocasiones en que Montag viaja en un moderno tranvía elevado del suelo, la cámara se detiene en diferentes personas de ojos ausentes y apagados, que miran al frente sin ver y semejan perdidos, atrapados en su propio vacío anterior. Todas ellas acarician constantemente, con auténtico deleite, los tejidos que enfundan sus cuerpos, como si sólo ese placer simple del tacto, de lo primitivamente sensual, lograra captar su atención y aliviar ese vacío. Como si sus raquíticas mentes sólo pudieran distraerse con sensaciones fáciles e inmediatas.

Esta mañana la cuña publicitaria clamaba en la radio: "Si tu vida sexual va bien, todo lo demás no importa". Tracen ustedes las conexiones que les parezcan oportunas.

martes, 18 de septiembre de 2007

Te recuerdo Amanda

Señoras y señores, hoy Antígona se nos pone un tanto romanticona. Ya, no es primavera. Pero dejémosla por esta vez...

¿Quién no te recuerda, Amanda? ¿Quién podría no recordarte? Si encarnas la esencia del enamoramiento hilada en la melodía sencilla de unas pocas palabras. Si todos hemos sido tú, Amanda, y lástima de aquél que no alcance a mirarse en el espejo de tu sonrisa luminosa bañada por la lluvia. Si todos sabemos de esos cinco minutos eternos, de la falsa eternidad impaciente de su espera.

Te imaginamos como te describe la canción, Amanda, caminando apresurada por las baldosas mojadas, rauda y brillante. Te parecía que esos cinco minutos nunca llegarían, demorando lentamente su venida, dilatando el tiempo precedente del tictac perezoso del reloj. Pero, aún así, nada ha logrado desdibujar el arco de tus labios mientras te proyectas entera sobre ese momento, sobre la perspectiva segura que hace trizas el cansancio de la jornada, vivificando cada músculo de tu cuerpo, evaporando la acidez de un mal gesto, de una voz agria. Como de lejos, percibes la envidia inofensiva, la melancolía, la tristeza nostálgica por lo vivido con que tus compañeras observan esa alegría que te traspasa e irradia por tus costados, por los costurones mil veces zurcidos de tu bata. Porque, algunas en su memoria, otras en su deseo, se reconocen en ti y algo hondo se conmueve en sus párpados al descifrarse en cada uno de tus movimientos ágiles, en tu canturreo callado.

Cuando apenas falta un rato para esos cinco minutos, te vemos agitarte, contenerte en tu agitación, rogar por el más veloz correr del tiempo, volver a aplacarte tú misma, constante vaivén de ansia y calma pautado por tu corazón. Porque los cinco minutos ya casi están ahí, nadie vendrá a arrebatártelos, suspiras confiada, dejas entonces que el corazón se esponje hasta no caber en tu pecho e iniciar de inmediato una nueva contracción, desbordado una vez más en la aceleración de la impaciencia.

Y ahora que caminas hacia la fábrica no hay dolor en tus muñecas, ni frío de lluvia en tus mejillas, sólo esa precipitación, la ansiedad ya irrefrenable que dispara un pie detrás de otro como bailan en tu cabeza las imágenes acariciadas durante las largas horas del día. La sonrisa ancha grabada en tu rostro como un sol que limpiara de polvo y pobreza esas calles, las calles que has acabado adorando, impregnadas del halo de tus emociones, fina película que te protege de toda la miseria del mundo, a ti, extraña pero indudablemente consciente de ser invencible en el amor.

Son las calles que te acercan a Manuel. Suena al fondo la sirena y apresuras aún más tus pasos, pisando fuerte al ritmo del latir vibrante de tus sienes. Manuel está a punto de salir para sus cinco minutos de descanso. Ya estás corriendo. Por ahí asoma el grupo de trabajadores. Serán sólo cinco minutos. Cinco escasos minutos. Pero no hay cálculo ni economía que resista las hazañas de Cupido. No hay ley de compensación que promedie entre el esfuerzo invertido y el premio recibido cuando de él se trata. Cinco minutos de desaparecer en sus ojos, de ahogarte en su boca, de hundirte en su abrazo, habrán valido, hasta el nuevo aullido de la sirena, lo que toda una eternidad inconmensurable embutida en el trazado geométrico de unas saetas. Cinco minutos que nutrirán tus sentidos florecientes y el deseo inabarcable de su reiteración.

Pero también, Amanda, eres la esencia de la tragedia más pura, del más terrible dolor en la pérdida. La pérdida del sustento de tu ser cuando todo gritaba en ti haberlo por fin encontrado. La pérdida inaudita de esa eternidad que, sin pertenecer a este mundo, habitaba misteriosamente el cuerpo de Manuel. Y aunque la canción ya no quiera decir más de ti, te imaginamos rota, quebrada por el golpe que ha dado cumplimiento a temores antiguos sólo entrevistos todavía en la distancia, desmadejada por la fatalidad demasiado temprana de pesadillas aún no plenamente soñadas. Para ti ya no habrá ni tan siquiera cinco minutos. Ni tan siquiera uno más. Las calles adoradas se habrán cubierto de sombras para siempre. La alegría germinada se pudrirá en tus huesos y brotarán de ellos gusanos de amargura. Y puestos a imaginar, quién sabe, Amanda, si la vida arrancada de Manuel no fue también tu propia muerte. La ausencia puede desgarrar tan salvajemente que no tolere zurcido alguno.

Por eso queremos recordarte, Amanda, con la lluvia en el pelo y la sonrisa abriéndose en tus labios. Corriendo por las calles alumbradas de ti. Sintiendo ya en la anticipación de esos cinco minutos el pliegue de un espacio sin tiempo que sólo puede durar lo que una vida eterna.

Sólo que Victor Jara lo cantó mucho mejor:


jueves, 13 de septiembre de 2007

De la seducción


En los comentarios de un post que nada tenía que ver con este tema, Escéptico y yo mantuvimos un pequeño debate sobre el significado de la seducción. La posición que en él defendí estaba básicamente relacionada con la figura clásica del seductor. A ella he querido dedicar lo que podéis leer a continuación.

De los muchos seductores que han poblado la historia de la literatura, siempre me ha inquietado especialmente la figura que Kierkegaard creara en su obra "Diario de un seductor", tal vez porque su complejidad y sutileza psicológicas hacen de su protagonista un personaje tan ambiguo como tenebroso.


Las diversas plasmaciones literarias en que ha cobrado forma la figura del seductor dibujan una serie de rasgos que, a mi juicio, vendrían a constituir su modelo prototípico. Pese a que en ellas dicho modelo se ha asociado fundamentalmente al varón, pienso que tales rasgos carecen en esencia de género, pues reflejan más bien una actitud del individuo frente a sus semejantes, por lo general los del sexo opuesto, perfectamente aplicable, al menos en la sociedad de hoy en día, tanto a hombres como a mujeres. Así que si bien de ahora en adelante utilizaré por mera comodidad el término masculino, entiéndase en todo caso que lo que diga al respecto lo considero válido para ambos sexos.


Habitualmente se atribuye al seductor la aspiración a obtener los favores sexuales de otro individuo mediante alguna suerte de engaño. Sin embargo, no es el sexo en cuanto tal lo que mueve al seductor. Su placer proviene ante todo del proceso mismo de la conquista, del periplo excitante de la caza, de manera que cuanto más difícil de alcanzar sea su presa, mayor será su disfrute. El acto sexual sólo representa entonces la culminación de todo un conjunto de estrategias cuya cuidadosa premeditación y puesta en práctica configuran el verdadero atractivo de la empresa de la seducción. Una culminación que, además, dará paso al abandono de la presa, pues una vez conquistada y poseída carecerá ya de todo interés para el seductor.

Dado que se presupone en el seducido una resistencia o franco rechazo a conceder los favores sexuales que el seductor pretende ganar, su objetivo estribará principalmente en doblegar esa resistencia, en someter la voluntad de su víctima, provocando en ella un deseo de rendición impensable sin ese conjunto de estrategias desplegadas. Es por ello por lo que el engaño es el factor clave del arte de la seducción: para lograr sus propósitos, el seductor deberá hacer creer al seducido que sus intenciones son muy distintas de las que realmente le animan. Pero la principal arma del seductor no habita tanto en la mentira como en la ambigüedad, en las medias palabras, en los juegos psicológicos que induzcan al seducido a creencias erróneas. Entre ellas, la más común será la de que el seductor le profesa un amor verdadero, un amor tan puro que el seducido no temerá, finalmente, saltar las barreras socialmente establecidas para su entrega absoluta.



El texto de Kierkegaard se presenta como la transcripción, realizada por un personaje anónimo que da con él casualmente, del diario personal de Johannes, considerado por aquél como un ser corrompido y abocado a la desgracia. El diario comienza con la primera ocasión en que Johannes ve a una muchacha de la que dice haberse enamorado apasionadamente. Nuevos encuentros azarosos le descubrirán que la muchacha se llama Cordelia, y encandilado por su belleza pondrá en marcha un minucioso plan estratégico para introducirse en su vida y despertar su amor hacia él. Sin embargo, conforme avanza el diario, se va haciendo cada vez más evidente que los sentimientos de Johannes, por más que él los describa como amorosos, son de una naturaleza un tanto peculiar. Johannes piensa que "la mujer existe esencialmente para otro ser", de forma que la única tarea dignamente femenina, aquella que podría llevarla al máximo de sus posibilidades, consiste en abandonarse completamente a su amado, en sacrificarlo absolutamente todo por él. Es ahí cuando la mujer logra su mayor brillo y belleza, y cabrá obtener de ella los más "grandes y verdaderos placeres". Por ello, Johannes se propondrá que Cordelia, en quien intuye una feminidad auténtica, termine por pertenecerle con todo el ardor y pasión que pueda desarrollar hacia él, puesto que sólo en ese momento habrá ella llegado al punto más elevado de su condición de mujer.

Descrito en estos términos, y dejando al margen el prejuicio histórico machista que entraña la actitud de Johannes, nada de reprobable parece haber en sus intenciones. Él está además firmemente convencido de estar brindando a Cordelia el acceso a todo un mundo de emociones y sentimientos que ningún otro hombre de su provinciana ciudad podría ofrecerle. No obstante, las palabras finales que cierran el diario, escritas una vez Johannes ha conseguido pasar una noche con Cordelia, pondrán de manifiesto el carácter profundamente inmoral de su juego de seducción:

¿Por qué no había de durar infinitamente una noche como ésta?
Ahora, ya ha pasado todo; no deseo volverla a ver nunca más...
Una mujer es un ser débil; cuando se ha dado totalmente lo ha perdido todo: si la inocencia es algo negativo en el hombre, en la mujer es la esencia vital...
Ya nada tiene que negarme. El amor es hermoso, sólo mientras duran el contraste y el deseo; después, todo es debilidad y costumbre.
Y ahora ni siquiera deseo el recuerdo de mis amores con Cordelia. Se ha desvanecido todo el aroma. Ya ha pasado la época en que una muchacha podía transformarse en heliotropo a causa del gran dolor de que la abandonasen...
Ni siquiera deseo despedirme; me fastidian las lágrimas, y las súplicas de las mujeres, me revuelven el alma sin necesidad.

En un tiempo la amé, pero de ahora en adelante ya no puede pertenecerle mi alma... De ser un dios, haría con ella lo que hizo Neptuno con una ninfa: la iba a transformar en hombre...

En el momento en que sucumbe a las estratagemas de Johannes, Cordelia pierde definitivamente para él todo su atractivo, pues la misma entrega que la ha elevado al máximo de su esplendor la ha destruido a sus ojos: desaparecida su inocencia, su feminidad ha quedado intrínsecamente dañada. Johannes sólo ha pretendido hacer brillar a Cordelia en la exaltación de su pasión de mujer para disfrutar él mismo de ese brillo, el brillo fugaz de un bello objeto que ahora, ya inservible, puede ser despreciado y abandonado sin remordimientos.

La figura del seductor perfilada por Kierkegaard se revela así lastrada por una evidente inmoralidad: el seductor contempla al seducido como un mero instrumento al servicio de su placer, y desecha cualquier posible reconocimiento o identificación con el dolor que sus acciones le hayan infligido. Porque en la relación de poder que su causa comporta, el seductor se niega sí mismo aquella capacidad cuya ausencia sólo puede conducir, según lo entiendo, a la deshumanización del otro: la capacidad de ponerse en su lugar.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Añoranza


Un dedo que en la premura se dirige como impulsado por un resorte hacia el número equivocado, y tener que descender, con sorpresa de inmediato aplacada, un tramo de escalera. Una ligera sensación de extrañeza, superada al segundo, ante el desajuste entre la fuerza imprimida al abrir una puerta y su falta de oposición. Un paso en falso en la dirección errónea y la momentánea desorientación de apenas lo que dura un parpadeo. Gestos cotidianos en los que una memoria fundida al cuerpo se impone con un quiebro sobre el presente con los automatismos adquiridos en otro tiempo y lugar.

Y es entonces cuando, en medio del propósito cotidiano y el trayecto que lo guía, se entreabre la imagen, el olor, el sentimiento que, por un breve lapso de tiempo, trae consigo la niebla liviana ante lo que te rodea, la ausencia inocua, el perder pie carente de la fuerza que depararía el tropiezo.

Pero en esos instantes, el pesar por una lejanía que, bien lo sabes, sobrepasa lo geográfico si lo ya vivido siempre permanece a una distancia irrebasable. Y aún así, la conciencia de que más lejos queda todavía, dentro de una escala de medición imposible, lo acontecido en otros parajes, ante otra luz, bajo otro cielo. Pues frágil es su resistencia al olvido allí donde un horizonte radicalmente otro dificulta la evocación espontánea, el recuerdo trivial. Allí donde la realidad del ahora se construye sobre otras exigencias, desde una necesaria transformación de la mirada cuyos ojos carecen de espacio en sus cuencas para girar hacia atrás.

En esos instantes, la tristeza fugaz por lo desaparecido y la tentación de abandonarse al drama, al balance de la tragedia: los rostros amables que no verás más; la cocina testigo de interminables charlas con sabor a café por cuya ventana ya nunca mirarás; las viejas mesas de aquel local destartalado sobre las que pusísteis tanta risa sesuda y tanta reflexión alcohólica en noches irrecuperables; y sobre todo, la imponente presencia de aquellas montañas que sí, ahí siguen, pero ya sin ti, sin el que fuiste ni volverás a ser. Nunca. Ya no. Jamás. Palabras que entretejen la certeza de la pérdida absoluta. La verdad, tan antigua, de que cada inevitable movimiento hacia adelante destruye el suelo que en este preciso momento pisas.

Pero también, en esos instantes, la lucidez de la alegría por lo sentido, por lo aprendido. Por lo que sin pretenderlo ha quedado en ti, incorporado al filo de una piel, aquella con la que ahora te expones al mundo, que no requiere memoria gráfica y sobrevive a la implacable borradura del recuerdo.

Ya vendrá el tiempo en que todos ellos regresen. Ya llegarán los días en que la trayectoria recorrida exceda en intensidad y colorido a lo por venir, y entonces la memoria retorne pausada para aliviar el vacío creciente del futuro. Y crees comprender por qué los viejos caminan encorvados, bajo el peso de tanta vida vivida.

Ya estás en el último escalón que te ubica en el piso correcto. La puerta se ha cerrado con suavidad. Acabas de recobrar la dirección acertada. La añoranza no ha cesado. Tampoco la niebla que se ha posado sobre tus pestañas. Simplemente esperas confiado el gesto ya próximo que propicie un nuevo asalto del olvido y así te libere, una vez más, de lo que el misterio inagotable del presente sólo puede percibir como un bello lastre.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Memememememememe4: Mi primer sueldo


Por haber dudado de su predisposición para embarcarse en esto de los memes, me llega de manos de Escéptico uno inventado por él mismo que consiste en relatar qué es lo que hice con mi primer sueldo. Pues nada, Escéptico, asumo el "castigo" por mi desconfianza y os lo cuento :P

La primer dificultad con la que me topo es determinar cuál fue mi primer sueldo. Porque si me remito a algunas de las tareas por las que ya en tiempos inmemoriales recibí algún tipo de retribución (au-pair, labores de mantenimiento en campamentos de verano en el extranjero...), me resulta difícil considerarlas estrictamente como trabajo, pues tal retribución fue hasta cierto punto simbólica dados los beneficios que, en otro orden de cosas, se presuponían a tales experiencias. Y si por el contrario escojo el momento en que por primera vez me llegó al banco una bonita nómina, éste ha tenido lugar tan tarde, gracias a circunstancias por las que me siento afortunada, que me da un pelín de vergüenza relatarlo aquí públicamente. Así que situaré mi primer sueldo en lo que yo, subjetivamente -y no de forma muy agradable, dicho sea de paso-, experimenté como mi primer contacto con el mundo laboral.

Tenía diecinueve años, estudiaba por aquel entonces una carrera que ya había decidido abandonar cuando finalizara el curso y estaba ansiosa por conocer mundo. Pero para conocer mundo hace falta dinero y se me ocurrió que una manera de conseguirlo compatible con mis estudios era solicitar trabajo en alguna de las chocolaterías que en las fiestas locales de mi ciudad se mantienen abiertas las veinticuatro horas del día para satisfacer las necesidades del aluvión de turistas recibido. Me aceptaron en una de las más tradicionales, un establecimiento pequeño ubicado en el centro y regentado por una familia. En estas fechas fijaban turnos de doce horas, así que durante una semana trabajé de nueve de la mañana a nueve de la noche detrás de la barra sirviendo principalmente chocolate con buñuelos que una señora, empleada también exclusivamente para las fiestas, freía en un gran caldero situado a pocos metros de la barra. El trabajo resultó francamente agotador. Cuando llegaba por la mañana bandas de música enteras desayunaban en la barra y había que ir fregando tazas al mismo ritmo que éstas se utilizaban. El ritmo era frenético, pero por primera vez descubrí lo despacio que puede pasar el tiempo en este tipo de tareas que requieren un esfuerzo más físico que mental y la sensación de que una vida consumida por el trabajo podía convertirse en algo ciertamente invivible. No sin cierta admiración, me sorprendía que mi compañera de trabajo, la chica que habitualmente trabajaba detrás de la barra en el establecimiento, llevara con tal sentido del humor esa ampliación de su jornada habitual y buscara, de la mejor manera posible, un mínimo de diversión en las horas que compartíamos. Para mí la verdadera vida, la vida digna de vivirse, quedaba fuera de ellas. Y puesto que sólo conseguía emplear el escaso tiempo libre que me restaba en arrastrarme hasta casa, ducharme concienzudamente para librarme del intenso olor a fritanga que me impregnaba de pies a cabeza, intentar ver alguna película y dormir, esa vida se había reducido prácticamente a nada.

Por fortuna, el esfuerzo valió la pena y con el dinero obtenido, sumado al que pude conseguir con otros trabajillos, en verano compré un ticket llamado Interrail que permitía utilizar durante un mes de manera ilimitada trenes de un gran número de países europeos y me fui a recorrer, mochila al hombro y junto al chaval con el que salía por aquel entonces, algunas de las ciudades que siempre había soñado ver. Nuestro primer destino fue París, donde permanecimos casi una semana visitando museos, deambulando por sus calles y asustándonos de los elevados precios. Después estuvimos unos pocos días en Alemania, concretamente en Baden-Baden, desde donde nos desplazamos un día de excursión a Friburgo, y por espacio sólo de una tarde en Munich. Luego vinieron Praga, Budapest, unos días en un pequeño pueblecito suizo para descansar tirados en la hierba, y ya finalmente Venecia, donde cogimos el tren de regreso a casa. El viaje se prolongó prácticamente todo el mes de validez del ticket y en parte fue una experiencia algo dura, pues el dinero del que disponíamos era escaso y no hubo más remedio que economizar gastos aprovechando los desplazamientos en tren para ahorrar noches de albergue, comiendo en parques lo que habíamos comprado en supermercados y permitiéndonos muy escasos lujos. Por otra parte, se nos acabó imponiendo la sensación de que era imposible mantenerse receptivo a tanta novedad durante tantos días seguidos y de que, llegado cierto punto, nuestros sentidos empezaban a saturarse por los muchos estímulos recibidos sin que lográramos ya disfrutarlos como al principio. Pero éramos jovenes y supongo que fue inevitable que al planificar la ruta y el número de destinos no nos dejáramos arrastrar por la curiosidad y por la avidez de ver mundo.

Nunca he vuelto a hacer un viaje tan largo ni creo ya que lo haga. Con los años he acabado descubriendo además que la mejor forma de tomarle el pulso a una ciudad es vivir un tiempo en ella. Sin embargo, reconozco que fue una experiencia intensa y enriquecedora, y el viaje interior que todo viaje supone me ayudó a conocerme mejor a mí misma y a tomar o a reafirmarme en decisiones que serían para mí determinantes en los años venideros.


Y con esto -como siempre un poco excesivo, ay, qué le vamos a hacer- doy por concluida la realización del meme, que voy a pasar a Koolauleproso, a Mandarinada Contraproduent y a Gato. Esta vez no dudaré de la predisposición de nadie, no sea que luego me caiga una lluvia de memes, pero como siempre, sabéis que esto de los memes sólo es una invitación y como tal hay que tomarla. ¡Besos a todos! :)