Debía de ser muy pequeña cuando vi la película. Ni tan siquiera entera, tan sólo un fragmento, la parte final. Fue un sábado por la mañana, cuando la programación matinal aún incluía películas dignas de ver. En mi cabeza apenas se conservaban unas escenas desvaídas. Pero debieron impresionarme de tal modo que su recuerdo, así como el de su sentido, nunca llegó a borrarse del todo: Montag ha encontrado el campamento donde se ocultan los hombres-libro, disidentes que han memorizado libros enteros para salvarlos del olvido de una sociedad empeñada en aniquilarlos a golpe de lanzallamas. Los hombres-libro pasean tranquilamente y recitan palabras ajenas, aquellas de las que se han convertido en salvaguarda. Cada uno de ellos es la encarnación de un libro que le da su nombre y cuya memoria guardará el tiempo que dure su propia vida. Antes de morir, otro lo habrá aprendido de su boca para que el tesoro que llevan consigo no se pierda nunca y algún día pueda volver al papel impreso.
Muchos años después supe que el director de esa película era el genial Truffaut, volví a verla y acabé comprando el libro, escrito por Ray Bradbury en 1953, en el que el director francés se inspiró. Supongo que todos sabéis a qué libro y a qué película me refiero: Fahrenheit 451. El título alude a la temperatura a la que el papel de los libros se enciende y arde. Esta mañana, a horas verdaderamente intempestivas, he oído aún medio somnolienta una cuña publicitaria y me ha venido a la cabeza una escena de la película de Truffaut que siempre me llamó la atención.
Si recordáis, la historia se desarrolla en lo que, según sugiere la novela, podría ser un futuro no muy lejano a nuestro propio tiempo. Montag es un bombero cuya profesión se ha transformado radicalmente desde que las nuevas tecnologías han logrado erradicar todo tipo de material inflamable: la misión de los bomberos, que ya no pueden dedicarse a apagar incendios, ahora imposibles, consiste en quemar libros. La voluntad de hacer desaparecer todo texto escrito proviene de la idea de que los libros generan infelicidad. Y si el estado debe velar por la felicidad de sus ciudadanos, todo libro, en tanto fuente de malestar y sufrimiento, habrá de ser eliminado. Por ello la posesión de libros se ha convertido en delito y los bomberos reciben un entrenamiento especial para dar con ellos en los más estrambóticos escondites ideados por sus celosos y rebeldes propietarios y destruirlos.
Si los libros provocan infelicidad es porque incitan al pensamiento. Y pensar, además de condenar a quienes piensan a la minoría e impedir que todos los hombres se formen como iguales, hace sufrir. Quien se plantea el porqué de las cosas, dirá Beatty, capitán de los bomberos, acaba siendo un desgraciado. La simplicidad, la falta de percepción de que la realidad presenta múltiples y variados aspectos, librará a los hombres de preocupaciones innecesarias y de la melancolía a la que suele dar lugar el exceso de reflexión. Por eso son necesarios los bomberos, "custodios de la paz de nuestras mentes", "dique contra esa pequeña marea que quiere entristecer el mundo con un conflicto de pensamientos e ideas".
Sin embargo, dudas apenas intuidas comienzan a hacerse fuertes en Montag cuando confluyen en torno a él una serie de acontecimientos: la aparición de Clarisse, la muchacha que le habla de un tiempo en que los automóviles todavía iban a una velocidad -ahora prohibida- que permitía contemplar la hierba y las flores en torno a las casas; la inmolación voluntaria de una mujer que prefiere arder con sus libros a vivir sin ellos; el descubrimiento de que su mujer, constantemente entretenida interactuando con los personajes televisivos de las enormes pantallas que cubren las paredes de su salón, no recuerda su primer encuentro con él y ha estado a punto de morir tras consumir demasiadas pastillas para conciliar el sueño sin tan siquiera percatarse del peligro que su vida ha corrido. Poco a poco la idea de que vive en un mundo donde, en aras de la felicidad, todo sentimiento ha sido anestesiado y sus habitantes sólo se nutren del vacío de lo inmediato, un mundo cuyos individuos, adormecidos por la aceleración y los constantes estímulos visuales, carecen de toda profundidad, se abre paso en la conciencia de Montag. Y en ese momento se le impondrá la sospecha de que los libros aniquilados día tras día bajo su lanzallamas esconden un valioso legado cuya privación los está conduciendo al abismo. Su vida tendrá entonces que dar un giro decisivo.
Uno de los puntos más brillantes de la novela de Bradbury es, a mi juicio, la explicación que el capitán Beatty ofrece a Montag acerca del origen del actual estado de su sociedad: la prohibición y quema de los libros sólo ha sido el golpe de gracia estatal a un proceso de estupidización generalizado iniciado y desarrollado espontáneamente por el mundo civil. La descripción de este proceso, leída más de cincuenta años después de su publicación, no deja de resultar en extremo inquietante. Pues con ella Bradbury parecería estar radiografiando algunos de los elementos fundamentales del mundo de hoy:
"En otro tiempo los libros atraían la atención de unos pocos, aquí, allá, en todas partes. Podían ser distintos. Había espacio en el mundo. Pero luego el mundo se llenó de ojos, y codos, y bocas. Doble, triple, cuádruple población. Películas y radios, revistas, libros, descendieron hasta convertirse en una pasta de budín... El hombre del siglo diecinueve con sus caballos, sus carretas, sus perros: movimiento lento. Luego, el siglo veinte: cámara rápida. Libros más cortos. Condensaciones. Libros digestivos. Formato chico. La mordaza, la instantánea... Cámara rápida, Montag. Rápida. Clic, pic, ya, sí, no, más, bien, mal, qué, quién, eh, uh, ah, pim, pam, pam. Resúmenes, resúmenes, resúmenes. ¿La política? Una columna, dos frases, un titular. Luego, en pleno, aire, ¡todo desaparece! ¡Las manos de los editores, explotadores, directores de radio bombean y bombean, y la mente del hombre gira con tanta rapidez que el movimiento centrífugo lo libra de todo pensamiento inútil, de días y días malgastados!
La vida es lo inmediato, sólo el trabajo importa. Divertirse, sí, pero después del trabajo. ¿Por qué aprender algo salvo apretar botones, insertar llaves, ajustar tornillos y tuercas?... La cremallera reemplazó al botón, y el hombre no tiene tiempo para pensar mientras se viste a la hora del alba, una hora filosófica, y por lo tanto, una hora melancólica... La vida se redujo a ruidos e interjecciones, Montag. ¡Sólo bum, pam y uf!
Las carreteras llenas de multitudes que van a alguna parte, alguna parte, alguna parte, ninguna parte. El refugio de la gasolina. Las ciudades se transforman en campamentos, la gente en hordas nómadas...
Quiero ser feliz, dicen todos. Bueno, ¿no lo son? ¿No los entretenemos, no les proporcionamos diversiones? Para eso vivimos, ¿no es así?, para el placer, para la excitación. Y debes admitir que nuestra cultura ofrece ambas cosas, y en abundancia."
Demasiadas son las frases, las conversaciones, las percepciones de este libro que merecerían reseñarse y no quiero agotar vuestra paciencia. Además de que la escena que esta mañana me ha venido a la cabeza al oír la cuña publicitaria no se halla en el libro de Bradbury sino que se trata de una aportación de Truffaut a su plasmación cinematográfica de esta historia futurista. En dos ocasiones en que Montag viaja en un moderno tranvía elevado del suelo, la cámara se detiene en diferentes personas de ojos ausentes y apagados, que miran al frente sin ver y semejan perdidos, atrapados en su propio vacío anterior. Todas ellas acarician constantemente, con auténtico deleite, los tejidos que enfundan sus cuerpos, como si sólo ese placer simple del tacto, de lo primitivamente sensual, lograra captar su atención y aliviar ese vacío. Como si sus raquíticas mentes sólo pudieran distraerse con sensaciones fáciles e inmediatas.
Esta mañana la cuña publicitaria clamaba en la radio: "Si tu vida sexual va bien, todo lo demás no importa". Tracen ustedes las conexiones que les parezcan oportunas.