Cárcel tengo por fuera,
cárcel por dentro.
Voy vagando y vagando,
puerta no encuentro.
Tener no me importara
cárcel por fuera,
si de la de aquí adentro
salir pudiera.
Romance del prisionero, Chicho Sánchez Ferlosio
Como el reo que abandona el cuerpo inmóvil al lóbrego escenario de la celda, mientras recorre y explora una y otra vez el más siniestro en su mente agitada del patio de ejecución, la tarima de madera recién ensamblada, la pecera aséptica donde olerá a fármaco y desinfectante. Y durante largas, amargas horas cada día, allí se instala y vive, y entrecorta la angustia su respiración cuando camina con paso endeble por las baldosas de piedra para situarse frente al pelotón y dejarse vendar los ojos. Al aferrarse sus oídos al silencio benévolo, ya el líquido vergonzante deslizándose por su entrepierna, pronto desgarrado por las voces de mando. Al estallido de cada impacto sobre la carne siempre tierna para el metal. Mientras aguarda el definitivo fundido en negro que lo libere del dolor inimaginable. El silbido de la hoja rasgando el aire antes de cercenar la cabeza ya casi rodante. El colapso del corazón alcanzado por las sustancias letales trepando por sus arterias. Extraño debe ser sentir un corazón detenido en el pecho, y palpa su mano el corazón aún palpitante, tembloroso en su congoja, olvidado en esas horas junto a su cuerpo entre las paredes grises de la celda. Las que cada amanecer baña un rayo cálido de luz, invisible para el espíritu ausente y los ojos enredados en tinieblas.
Así, idénticos a ese reo que sufre una y otra vez el sufrimiento próximo de una única agonía, así somos nosotros avanzando sobre el penoso puente que acerca al porvenir no querido, al mañana que repele, al presente por llegar que con indescriptible alivio, de sernos concedida tal gracia, borraríamos sin vacilación de nuestra ruta. Prendidos en la anticipación de las fotografías inexistentes que lo retratan. De antemano sumergidos en una realidad aún no real según las leyes de Cronos, más que efectiva para el sentir capaz de anular toda perspectiva y lejanía. Multiplicando por cada pensamiento adherido a ese mañana, a ese después, las horas de desazón para él pronosticada. Doliéndonos por adelantado, en quejosa letanía interior, por el tiempo de miseria, de aburrimiento, de vacío, alzado frente a nosotros en la imagen íntima como un singular espectro en su inmaterialidad dotado de la solidez pétrea, ruda, tangible de las estatuas. Inclinados como nos hallamos, ya desde los primeros años escolares, a la mustia dilapidación de cada tarde de domingo ante el lunes inminente, en la maduración al abatimiento por el fin de la fiesta cuando todavía danzan nuestros pies al son de la música. Sabedores, además, de que el imparable caer sin otoño ni estaciones de las hojas del calendario, el giro en apareciencia enfebrecido de las agujas del reloj acortando la distancia que nos resguarda del ahora temido, no cesarán de acrecentar el temor, la tristeza, la ansiedad que induce a rabiar por el pinchazo antes de que la aguja penetre la encía, a la arcada en el estómago cuando el purgante todavía no ha inundado la lengua.
No deja de ocultarse aquí una verdad: difícilmente sobreviviríamos sin el anticipar, sin el movimiento de avanzadilla que, junto a la memoria en leve retroceso, ensancha de continuo e inventa los límites de cada ahora fugaz e inaprehensible. En su carencia, el accidente habitaría probable en cada curva tomada al volante, en cada esquina la ocasión para el tropiezo, el fracaso y el hambre en cada flecha lanzada contra el vuelo de las aves del cielo. Quizá en deriva ulterior del mecanismo que protege ahuecando el presente inmediato, sobre ese adelantarse tiende su estera el guerrero la noche previa a la batalla, en concentrada invocación del valor preciso para abrazar la idea de la muerte posible, en tenaz afán por dominar el terror de su negrura. Y, semejantes a ese guerrero, a menudo nos entregamos también nosotros a la fantasía minuciosa, truculenta, del mal trago futuro, en la creencia de que, llegado el momento de su cumplimiento, el ejercicio de la imaginación habrá agotado y por fin exorcizado los temores ya sufridos en la antelación, permitiéndonos afrontarlo con la requerida fortaleza. Como si la preparación del ánimo y el cuerpo pasara por la vivencia previa de la cabeza replegada sobre sí. Como si del torturante juego de inmersión en el dolor anticipado fuera a emerger la justa tensión de los músculos, la tranquilizadora sensación de un porvenir domesticado, amansado en su naturaleza ingrata.
Olvidamos entonces que la imaginación se desborda delirante en la anticipación del suelo aún virgen de experiencia, por apoyarse precaria sobre la dudosa muleta del relato de otros, de la palabra ajena, tal vez inútil por en exceso extraña a la sensibilidad de nuestro espíritu y nuestra carne. Y que el error anida análogo en la recreación proyectante del terreno vital conocido, del pasado que cíclico retorna, si nada hay en el multiforme fluir de los acontecimientos del mundo, en el propio mundo, que se repita idéntico a sí mismo, que regrese con rostro imperturbable. Si la constante metamorfosis impuesta por ese imparable fluir en nuestras pieles nos convierte cada día en neonatos e inexpertos aprendices. Si, en alianza con ello, la mirada en perspectiva contaminada por el temor, el rechazo o la desgana, falsea magnificando el recuerdo de lo terrible para determinar su aparición ante nuestros ojos como doble, triplemente terrible. No es raro que más tétrica y repelente se moldee la figura del fantasma del futuro que florezca más tarde su realidad constatable.
Pero ante todo olvidamos, perdidos en ese mar de espectros anunciados, buceando con la respiración entrecortada por la angustia por sus aguas solitarias, que la vida se despliega aquí y ahora, en este mismo instante, en este mismo lugar, donde nuestros dedos inconscientes no rozan fanstasmas, sino tan sólo estos otros dedos amables, esta superficie mullida, este viento suave y fresco soplando sobre ellos, este tierno brote de hierba. Y en flagrante desperdicio del presente precioso, único espacio para el reposar sentido, vibrante de nuestras plantas y manos, único pentagrama para la inscripción de la melodía que nos canta, permanecemos ciegos al rayo cálido de luz que cada amanecer baña las paredes a ratos grises de nuestras celdas.