martes, 28 de septiembre de 2010

Huelga


Emulando a mi admirado Manuel Delgado, un profesor de antropología que cada miércoles a las cinco de la tarde, en compañía del filósofo Manuel Cruz, nos invita desde la radio a pensar por pensar, y traicionando, a falta de tiempo y urgida por la fecha, el estilo de los post que últimamente aparecen en esta casa, hoy seré extremadamente breve y me limitaré -o casi- a dejaros este tubo:






El vídeo no está producido ni patrocinado por ningún sindicato, y quienes en él hablan no son precisamente unos iletrados. Son Vicenç Navarro, Juan Torres y Miren Etxezarreta, todos ellos catedráticos o antiguos catedráticos de Economía Aplicada en diferentes universidades.

No soy economista y ni tan siquiera entiendo mucho de economía. Pero las opiniones de estas personas me merecen un respeto. Y confío en la autoridad de su saber.

Perdonadme este impulso panfletario de última hora, pero no he podido reprimirlo. Y puesto que no es un afán polémico lo que me mueve, sino meramente expresivo, por esta única vez no dejaré abierta la opción de comentarios. Si alguien quiere decir algo, siempre puede hacerlo, por supuesto, en los post anteriores.

viernes, 17 de septiembre de 2010

¿Hay que vivir?


En una divertida escena hacia el final de la película de Woody Allen "Annie Hall", en la que Annie (Diane Keaton), tras la ruptura de su relación con Alvy (Woody Allen), acude al apartamento de éste a recoger sus pertenencias, Annie tiene muy claro cuáles son sus libros y cuáles los de Alvy: los de ella son los de poesía; los de él, un tipo en extremo neurótico y depresivo, los que hablan sobre la muerte y la agonía.

Más de una vez, quienes mejor me conocen, se han referido a esta escena para burlarse cariñosamente de mi afición -totalmente cierta, por otra parte- a los libros o películas que, de una manera u otra, tematizan la cuestión de la muerte. No hay en esta particular querencia mía tendencia morbosa alguna ni, por supuesto, necrofílica. Si me interesa teóricamente el tema de la muerte es porque siempre he creído que cualquier reflexión sobre ella es, en esencia, una reflexión sobre la vida. Sobre la muerte, en sí misma, poco hay que pensar. Pero me resulta bastante evidente que ningún pensamiento sobre la vida puede eludir la cuestión de la muerte, e incluso estoy convencida de la imposibilidad de alcanzar una visión lúcida y completa de la forma existencia que nos ha tocado en suerte a los humanos -esos que tan gráficamente los antiguos griegos denominaban "los mortales" frente a los dioses inmortales- sin contemplarla a la luz de su reverso.

Contando con tales supuestos, siempre supe, desde que tuve conocimiento de su publicación, que tarde o temprano acabaría leyendo el libro que he terminado estos días. Se trata de "Levantar la mano sobre uno mismo", sugerente expresión con la que Jean Améry abordó en 1976 el tema del suicidio o, como el prefirió llamarlo, de la "muerte voluntaria", dos años antes de levantar su propia mano sobre sí mismo y poner fin a su vida ingiriendo barbitúricos en un hotel de Salzburgo.

Como ya se comentó una vez en este blog, la vida de Jean Améry no fue precisamente una vida feliz: estuvo marcada por la experiencia de la tortura durante la ocupación nazi de Bélgica y por su encierro en varios campos de concentración, Auschwitz entre ellos. No es raro, entonces, que haya quienes interpreten ese suicidio como la consecuencia más obvia de su incapacidad -sin duda para nada reprochable- de sobreponerse a tan terribles vivencias. Yo misma, debo admitirlo, he apelado a esta circunstancia cada vez que he hablado sobre el suicidio de Améry. Y probablemente ni ellos ni yo nos equivoquemos: de esa incapacidad da cuenta el hecho de que Améry hiciera grabar en su lápida el número que, tatuado en su brazo, le recordaría cada día de su existencia la atrocidad cometida por los nazis contra millones de judíos, él incluido. Sin embargo, leer su libro sobre la muerte voluntaria me ha llevado a dudar sobre la legitimidad de justificar su suicidio a partir de unos sucesos cuyo horror y difícil superación todos podemos comprender sin discusión.

Porque, para Améry, poco importan los motivos que induzcan a un individuo a alzar su mano sobre sí mismo y mucho menos cabe exigir que tales motivos sean comprensibles o admisibles para sus semejantes. La cuestión crucial es que todo individuo, según él, se pertenece esencialmente por encima de cualquier instancia o consideración ajena a él, y debe ser reconocido, con independencia de sus circunstancias o vivencias particulares, absoluto soberano a la hora de afrontar la decisión de si desea seguir viviendo o prefiere arrojarse a la nada de la muerte, anticipándose así a su acaecimiento natural. En este sentido, Améry se rebela no sólo contra la condena religiosa y social del suicidio, a su juicio hipócrita en una sociedad que apenas se preocupa por la existencia de sus individuos y no vacila en llamarlos a filas cuando se hace estallar una guerra. También arremete con dureza contra la valoración de la psicología y la psiquiatría del suicidario -así designa Améry a quien lleva dentro de sí el proyecto de la muerte voluntaria- como un enfermo al que hay que proteger de sí mismo y rehabilitar para el adecuado cumplimiento de sus funciones sociales. Y se pregunta si el hastío de la existencia que a menudo embarga al suicidario es una enfermedad que se pueda o deba curar en lugar de una legítima posibilidad que, desde dentro de la vida, reclama el fin de la vida.

Para el suicidario, dice Améry, el mundo se ha convertido en un lugar de demencia y tortura. Pero nadie al margen de él mismo tiene derecho a juzgar bajo qué condiciones el mundo se convierte en un lugar de demencia y tortura, ni tampoco a acudir a un criterio objetivo y comúnmente compartido capaz de determinar qué conjunto de condiciones acaban transformando el mundo en un infierno. El criterio es, desde la innegable soledad existencial característica del ser humano, estrictamente subjetivo e individual. Y desde esta perspectiva, nada excluye que la vida misma en cuanto tal, que de continuo alberga la amenaza de la desgracia, el sufrimiento y el fracaso -el fracaso en la vida-, destinada de antemano al fracaso último de la muerte -el fracaso de la vida-, sea concebida y sentida como una carga, como un pesado y angustioso fardo, a la que el suicidario opta por replicar para liberarse definitivamente de ella. Pues, según Améry, y desde su expresa intención de rehabilitar la muerte voluntaria, ésta no es sino un acto que afirma la libertad, la dignidad y el derecho a la felicidad, aun cuando lo haga por la absurda vía de la negación de toda libertad, dignidad y felicidad ulterior a su puesta en práctica. Y es que, frente a la muerte natural que nos asalta en la pasividad y sin mediación de nuestra voluntad, en la muerte voluntaria radica, sostiene Améry, la única muerte libre. Una opción vital, la de querer levantar la mano sobre sí antes de que lo haga el cáncer, una desafortunada teja caída del cielo o la decrepitud de la vejez, ante la que el ser humano se encuentra solo consigo mismo y ante la cual la sociedad debe callar.

Améry no rehuye el absurdo que supone rechazar la lógica de la vida: así como todo acto de libertad implica una liberación de algo -un estado de opresión efectivo- que se traduce en libertad para algo -escoger las posibilidades negadas por el estado de opresión-, la liberación del ser transformado en un pesado fardo que implica la muerte voluntaria da lugar a una libertad para nada, es decir, para la nada a la que la propia muerte voluntaria conduce. Pero esa vía de liberación no por absurda es también demente: por el contrario, a juicio de Améry, el absurdo de la muerte voluntaria reduce el de la vida misma, más absurda aún en tanto constituida como vida-para-la-muerte -a menudo para la muerte accidental, temprana, atroz, dolorosa- desde el comienzo de nuestra existencia.

Que nadie dude de que Améry respetaba a esa enorme, abrumadora mayoría que decide, que decidimos, consciente o tácitamente, permanecer en este juego absurdo que es la vida al que un día amanecimos sin solicitarlo. Tan sólo se enfrentó a todos aquellos que aceptan la vida como una obligación y ante el hastío, el fracaso o la desgracia, propia o ajena, responden con un resignado: "A fin de cuentas, hay que vivir". ¿Por qué?, les replicaría Améry. No hay que vivir. Sencillamente, porque a todos nos llegará ese otro día en el que ya no tendremos que vivir y que será, además, el día en que ya no podremos vivir.


Aunque no he encontrado la escena de "Annie Hall" a la que me refería al comienzo del post, os dejo con esta otra, que guarda relación con ella. Que digo yo que os sentará bien reiros un poco después de un post como éste, ¿no? :)


miércoles, 1 de septiembre de 2010

Anticipar


Cárcel tengo por fuera,
cárcel por dentro.

Voy vagando y vagando,
puerta no encuentro.

Tener no me importara
cárcel por fuera,
si de la de aquí adentro
salir pudiera.

Romance del prisionero, Chicho Sánchez Ferlosio


Como el reo que abandona el cuerpo inmóvil al lóbrego escenario de la celda, mientras recorre y explora una y otra vez el más siniestro en su mente agitada del patio de ejecución, la tarima de madera recién ensamblada, la pecera aséptica donde olerá a fármaco y desinfectante. Y durante largas, amargas horas cada día, allí se instala y vive, y entrecorta la angustia su respiración cuando camina con paso endeble por las baldosas de piedra para situarse frente al pelotón y dejarse vendar los ojos. Al aferrarse sus oídos al silencio benévolo, ya el líquido vergonzante deslizándose por su entrepierna, pronto desgarrado por las voces de mando. Al estallido de cada impacto sobre la carne siempre tierna para el metal. Mientras aguarda el definitivo fundido en negro que lo libere del dolor inimaginable. El silbido de la hoja rasgando el aire antes de cercenar la cabeza ya casi rodante. El colapso del corazón alcanzado por las sustancias letales trepando por sus arterias. Extraño debe ser sentir un corazón detenido en el pecho, y palpa su mano el corazón aún palpitante, tembloroso en su congoja, olvidado en esas horas junto a su cuerpo entre las paredes grises de la celda. Las que cada amanecer baña un rayo cálido de luz, invisible para el espíritu ausente y los ojos enredados en tinieblas.

Así, idénticos a ese reo que sufre una y otra vez el sufrimiento próximo de una única agonía, así somos nosotros avanzando sobre el penoso puente que acerca al porvenir no querido, al mañana que repele, al presente por llegar que con indescriptible alivio, de sernos concedida tal gracia, borraríamos sin vacilación de nuestra ruta. Prendidos en la anticipación de las fotografías inexistentes que lo retratan. De antemano sumergidos en una realidad aún no real según las leyes de Cronos, más que efectiva para el sentir capaz de anular toda perspectiva y lejanía. Multiplicando por cada pensamiento adherido a ese mañana, a ese después, las horas de desazón para él pronosticada. Doliéndonos por adelantado, en quejosa letanía interior, por el tiempo de miseria, de aburrimiento, de vacío, alzado frente a nosotros en la imagen íntima como un singular espectro en su inmaterialidad dotado de la solidez pétrea, ruda, tangible de las estatuas. Inclinados como nos hallamos, ya desde los primeros años escolares, a la mustia dilapidación de cada tarde de domingo ante el lunes inminente, en la maduración al abatimiento por el fin de la fiesta cuando todavía danzan nuestros pies al son de la música. Sabedores, además, de que el imparable caer sin otoño ni estaciones de las hojas del calendario, el giro en apareciencia enfebrecido de las agujas del reloj acortando la distancia que nos resguarda del ahora temido, no cesarán de acrecentar el temor, la tristeza, la ansiedad que induce a rabiar por el pinchazo antes de que la aguja penetre la encía, a la arcada en el estómago cuando el purgante todavía no ha inundado la lengua.

No deja de ocultarse aquí una verdad: difícilmente sobreviviríamos sin el anticipar, sin el movimiento de avanzadilla que, junto a la memoria en leve retroceso, ensancha de continuo e inventa los límites de cada ahora fugaz e inaprehensible. En su carencia, el accidente habitaría probable en cada curva tomada al volante, en cada esquina la ocasión para el tropiezo, el fracaso y el hambre en cada flecha lanzada contra el vuelo de las aves del cielo. Quizá en deriva ulterior del mecanismo que protege ahuecando el presente inmediato, sobre ese adelantarse tiende su estera el guerrero la noche previa a la batalla, en concentrada invocación del valor preciso para abrazar la idea de la muerte posible, en tenaz afán por dominar el terror de su negrura. Y, semejantes a ese guerrero, a menudo nos entregamos también nosotros a la fantasía minuciosa, truculenta, del mal trago futuro, en la creencia de que, llegado el momento de su cumplimiento, el ejercicio de la imaginación habrá agotado y por fin exorcizado los temores ya sufridos en la antelación, permitiéndonos afrontarlo con la requerida fortaleza. Como si la preparación del ánimo y el cuerpo pasara por la vivencia previa de la cabeza replegada sobre sí. Como si del torturante juego de inmersión en el dolor anticipado fuera a emerger la justa tensión de los músculos, la tranquilizadora sensación de un porvenir domesticado, amansado en su naturaleza ingrata.

Olvidamos entonces que la imaginación se desborda delirante en la anticipación del suelo aún virgen de experiencia, por apoyarse precaria sobre la dudosa muleta del relato de otros, de la palabra ajena, tal vez inútil por en exceso extraña a la sensibilidad de nuestro espíritu y nuestra carne. Y que el error anida análogo en la recreación proyectante del terreno vital conocido, del pasado que cíclico retorna, si nada hay en el multiforme fluir de los acontecimientos del mundo, en el propio mundo, que se repita idéntico a sí mismo, que regrese con rostro imperturbable. Si la constante metamorfosis impuesta por ese imparable fluir en nuestras pieles nos convierte cada día en neonatos e inexpertos aprendices. Si, en alianza con ello, la mirada en perspectiva contaminada por el temor, el rechazo o la desgana, falsea magnificando el recuerdo de lo terrible para determinar su aparición ante nuestros ojos como doble, triplemente terrible. No es raro que más tétrica y repelente se moldee la figura del fantasma del futuro que florezca más tarde su realidad constatable.


Pero ante todo olvidamos, perdidos en ese mar de espectros anunciados, buceando con la respiración entrecortada por la angustia por sus aguas solitarias, que la vida se despliega aquí y ahora, en este mismo instante, en este mismo lugar, donde nuestros dedos inconscientes no rozan fanstasmas, sino tan sólo estos otros dedos amables, esta superficie mullida, este viento suave y fresco soplando sobre ellos, este tierno brote de hierba. Y en flagrante desperdicio del presente precioso, único espacio para el reposar sentido, vibrante de nuestras plantas y manos, único pentagrama para la inscripción de la melodía que nos canta, permanecemos ciegos al rayo cálido de luz que cada amanecer baña las paredes a ratos grises de nuestras celdas.