domingo, 5 de octubre de 2008

Batirse en retirada


"¿Quién nos volvió del revés, para que siempre,
por más que hagamos, tengamos el gesto
del que se marcha? Igual que ése, en el cerro
último que le muestra el valle entero
otra vez, se gira, se detiene, y se demora:
así vivimos, siempre en despedida"

"Elegías de Duino", Rainer Maria Rilke.

No, señoras y señores, no esperen hoy reflexiones abstrusas ni enrevesadas metáforas bajo un título que daría mucho de sí pero que en esta ocasión sólo pretende servir de anuncio: me retiro de este espacio virtual por una temporada cuya duración bien podría reducirse a unas pocas semanas o acabar prolongándose. Difícil anticiparlo en estos momentos.


Hay un enemigo, sí, no por abstracto e intangible menos claro y definido, forzando esta retirada. Un enemigo que siempre ha estado muy presente, de diferentes maneras, en la escritura que alimenta este blog. Todos ustedes lo conocen perfectamente. Lo sufren y batallan con él a diario. En efecto, lo han adivinado: es el Tiempo. Un Tiempo de cuyo carácter limitado siempre he tenido plena conciencia y que ahora, en su cortedad, en su limitación, en sus horas siempre contadas, reclama ser llenado con otras ocupaciones que habrán de reemplazar a las que sostienen esta página. Ojalá fuera posible dilatar el Tiempo a placer. Pero no lo es. O yo, desde luego, no he encontrado todavía la forma de hacerlo.

Sobre el papel rayado de una libreta que suelo llevar conmigo quedan los garabatos de un post a medio escribir, anotaciones e ideas para futuros post que todavía quieren ser escritos. Llegará el día en que vean la luz, de eso no me cabe duda. Pero hasta entonces deben permanecer ahí, en silencio, a la espera de que éste mi Tiempo tirano les regale, nos regale, a ellos, a Antígona y a mí, el segmento adecuado de su transcurrir que su nacimiento y puesta en diálogo con ustedes precisa.

Huelga decir que voy a echarles de menos. Háganme el favor de cuidarse mucho hasta mi regreso.

Los besos, por supuesto, a raudales.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Cuerpo y alma


En este reino de las escisiones que es Occidente, nacemos a la conciencia ya desgarrados por una escisión primaria y elemental que nos convierte, sin intervención de más espada que el filo cortante del propio lenguaje, en eternos y singulares vizcondes demediados. Nuestro ser es uno y doble: somos cuerpo y somos alma, carne y también espíritu, materia física tanto como soplo anímico. No sucedía así para los antiguos griegos, capaces de aludir al aliento aéreo de nuestros pulmones con la misma palabra que nombraba el impulso y el deseo; al corazón palpitante en el pecho con idéntico término con que designaban el temple de ánimo; a las entrañas y la cavidad torácica con el sonido que igualmente apelaba al estar en sí y la cordura. Pero nosotros, sus herederos, debemos enfrentarnos a la contradicción de sabernos conjunción extravagante de dos elementos dispares cuya unidad sólo cabe afirmar desde su previa separación. Una contradicción especialmente sufrida en el terreno del amor, allí donde la necesaria participación del cuerpo y sus encantos tiende a entrar en competencia con la sustancia espiritual supuestamente albergada por él.

Sobre este tema de la dualidad de cuerpo y alma que dividiéndonos nos une y fundiéndonos nos separa, sentida con dolorosa intensidad en la pasión amorosa, escribió Thomas Mann un iluminador relato, "Las cabezas trocadas", que fingía estar basado en una antigua leyenda hindú.

Chridaman y Nanda son dos jóvenes de carácter y apariencias dispares que, sin embargo, mantienen desde niños una profunda y sincera amistad. Chridaman desciende de una estirpe de brahmanes versados en los Vedas, y aunque su oficio es el de comerciante, es un hombre de sólida formación espiritual, hábil para las bellas y razonadas palabras, de cabeza noble y sabia y miembros finos y delicados. Nanda, por el contrario, es un hijo del pueblo, sencillo y alegre, torpe con el lenguaje, cuya dedicación a la herrería y al pastoreo le ha dotado de unos fuertes brazos y un hermoso cuerpo robusto y bien torneado.

De viaje por el país, una tarde en que descansan y conversan bajo los árboles, los dos amigos descubren a una linda muchacha bañándose desnuda en el río. Nanda la reconoce: es Sita, habitante de una aldea vecina, a quien él meciera al sol tiempo atrás en un ritual festivo. Ya de regreso, Chridaman confiesa a su amigo que la bella imagen de Sita le consume de amor hasta la tortura. Nanda, generoso y contento por la pasión de Chridaman, se ofrece a mediar por él ante la familia de la muchacha. Al poco tiene lugar el casamiento entre Sita y Chridaman.

Seis meses más tarde los tres emprenden juntos un nuevo viaje. Chridaman se muestra taciturno y esquivo. Cuando casualmente llegan a un templo tallado en las rocas, santuario de la diosa Kali, la madre oscura, Chridaman expresa su deseo de acercarse a venerarla. Ya dentro de la cueva, rodeado de restos sangrientos de animales, se ofrenda amargamente en sacrificio a la diosa y con la espada del templo se separa a sí mismo la cabeza del tronco. Ante su tardanza, Nanda se dirige a la cueva. Al contemplar el cuerpo decapitado de su amigo, y sospechando que se ha quitado la vida por su causa, toma la misma espada y su cabeza rueda junto a la de Chridaman. Impaciente en su soledad, Sita se aventura en busca de los dos amigos. Al pie de sus cadáveres, en la creencia de que ambos se han asesinado mutuamente, se siente también impulsada a acabar con su vida.

La milagrosa aparición de la diosa Kali la detiene. Entre lamentos Sita se proclama culpable de la tragedia. Pese a amar a su esposo Chridaman, sus bellas palabras, sus sabios razonamientos, su delicada espiritualidad, la unión amorosa entre ambos no ha satisfecho su recién descubierto placer de esposa y ha provocado el surgimiento de un intenso deseo por averiguar cómo Nanda, el del hermoso y robusto cuerpo, el que una vez la meciara al sol entre sus brazos, habría configurado la divina unión amorosa entre ellos. Un deseo que no ha sabido ocultar ante su marido y que, según piensa, ha abocado al enfrentamiento entre los amigos. La diosa Kali la saca de su error. Es cierto que ambos han muerto por su culpa, pero su estrecha amistad jamás hubiera consentido el asesinato. Apiadada de su desgracia, le revela la manera de volver a unir sus respectivas cabezas a sus troncos. Sita se apresura a llevar a cabo el ritual sagrado para su resurrección.

Cuando los amigos se ponen en pie, Sita grita sorprendida y horrorizada. La fina cabeza de Chridaman descansa sobre el poderoso cuerpo de Nanda. La más basta de éste, sobre los miembros delgados de aquél. Sita no ha actuado de mala fe, pero en ella se ha impuesto el deseo inconsciente de poseer en un solo hombre lo que la atraía de cada uno de ellos. Los jóvenes de cabezas trocadas discuten ahora por el maridaje de Sita. ¿A quién debe ella pertenecer, a la cabeza o al cuerpo del marido, accidentalmente divididos? Incapaces de resolver el problema, acuden a un santo solicitando consejo, quien dictamina que Sita debe ser esposa de quien lleva la cabeza del marido, dado que éste es el más alto de todos los miembros. Sita marcha regocijada con el Chridaman de cuerpo vigoroso.

Pero la felicidad completa de Sita, casada ahora con un hombre sabio y de bello cuerpo, se demostrará condenada a ser breve. Dedicado de nuevo a sus tareas de comerciante y regido por sus antiguas costumbres, el nuevo y hermoso cuerpo de Chridaman comienza a recobrar poco a poco la finura y delgadez de antaño. Bajo el gobierno de su cabeza y sus pensamientos, el que fuera el cuerpo de Nanda no puede mantener su natural alegría y vigor, al tiempo que, por su influencia, las facciones delicadas del rostro de Chridaman comienzan a adquirir rasgos más groseros. El placer conyugal se resiente a los ojos de Sita con la transformación, y en ella emerge de nuevo la insatisfacción. El recuerdo de Nanda, en quien supone una transformación paralela a la de su marido pero de sentido inverso, se apodera de ella. Aprovechando un viaje de Chridaman, decide buscarlo en las montañas a las que se retirara. Nanda, otra vez poseedor de un cuerpo fuerte y hermoso gracias a su vida agreste y sencilla, la recibe entusiasmado y ambos se entregan a la pasión amorosa.

Al día siguiente Chridaman los encuentra y es bienvenido por Nanda y Sita. Los dos amigos de cabezas trocadas y la mujer conversan apaciblemente sobre su destino. Los tres son plenamente conscientes de que en ausencia de su triple unión sólo les aguardan la miseria y la infelicidad. Pero puesto que el honor les impide la poliandria, su única fusión legítima debe venir de la mano de la muerte. Chridaman y Nanda atraviesan simultáneamente con sus espadas el corazón del otro y Sita arde en la pira funeraria junto a los cadáveres de sus dos esposos.

Con esta presunta leyenda hindú, Thomas Mann viene a incidir sobre una idea tan lúcida como desveladora en lo relativo a la dualidad entre el alma y el cuerpo, entre lo mental y lo físico: no sólo los ojos son el reflejo del alma, sino nuestro cuerpo todo, retrato histórico en sus formas y pliegues de los acontecimientos y decisiones que jalonan el curso de nuestra existencia, testigo y huella visible en su madurar del modo de vida padecido o elegido. Cabeza y miembros, espíritu y carne, se sostienen y espejean mutuamente en una unidad originaria. Su escisión tan sólo es el fruto de un largo engaño.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Sobre la tierra


Debe suceder de improviso para que su acometida resulte más vívida, si vívido puede propiamente llamarse a lo que trae consigo un cierto hálito de muerte. Pero lo inesperado de su llegada no impide el reconocimiento. La sensación es ya antigua, familiar en la inquietud que suscita. Sólo reposaba hundida en el fondo más oscuro de esa memoria que recoge y sepulta lo que, por ley de vida, por ley del juicio en pugna contra la locura, debe carecer de lugar estable en la superficie y siempre emerger fugazmente para volver a ocultarse.

Quizás sean el estado semihipnótico del agotamiento profundo, el descanso sobre un momento de suspensión de la ansiedad sostenida en el tiempo, o quién sabe si el pánico encubierto ante circunstancias punzantes como clavos, los que poco a poco vayan forjando el anzuelo para esa emergencia brusca y efímera. Por fortuna, destinada las más de las veces a evaporarse en apenas unos minutos. A ser tragada por las fauces del olvido. Con tal avidez, que tras su desaparición nunca resultará fácil evocarla. Menos aún traducir en palabras, para otros, para ti mismo, qué ha ocurrido realmente en su presencia. O, más bien, qué no ha ocurrido mientras dura.

El marco es en esta ocasión la acción maquinal, el ensamblaje perfecto de movimientos pautados por la costumbre que no precisa de la conciencia guía, vertida entonces sobre los horizontes próximos de sus desvelos. Por entre las imágenes que ciegan los ojos ausentes, el alzarse ante ellos, por fuerza trivial, de una mano en su curso automático hacia el destino aprendido. El íntimo bullicio se interrumpe. Como hechizados por un péndulo, los ojos se ven forzados al retorno. Con él, al estupor que aflora al final del trayecto: la mano, el miembro cuyos contornos, color y textura crees poder dibujar al milímetro en tu cabeza, ha dejado de ser la tuya. Por un instante vacila el gesto iniciado y al pronto el hábito se impone propiciando la continuidad. Mientras tus nervios sienten su actividad, desvías la mirada de esa mano, tratando de recobrar el hilo quebrado. Pero el cabo suelto se ha esfumado entre las formas del escenario que ahora reclama impertinente tu atención.

Entre la interioridad sin nombre ni sustancia que es el haz de luz surgiendo de tus pupilas, y todo aquello que desfila ante ellas, se ha abierto un espacio vacío, un mar de nada, paradójicamente dotado de la consistencia vítrea de un muro de cristal. Tras él, exhibiendo con ostentación y nitidez su repentina lejanía, los objetos que te rodean. También tu mano, el resto de tu cuerpo. De este lado del muro, el centro descentrado e ilocalizable que eres tú mismo, situado sobre un aquí sin extensión que no logra hacer pie sobre suelo alguno. Te detienes y observas. Impalpable, el vacío acristalado que te separa del mundo se hace cada vez más patente. Por experiencia sabes de la inutilidad de dar un paso al frente: las cosas retrocederán ante tu avance en la medida exacta de la distancia que recorras. Permaneces en silencio. No hay llamada capaz de acercarlas. Y al brotar de tu garganta, tu voz se limitaría a saltar dolorosamente fuera de ti para acomodarse burlona entre ellas. Encerrado en el estrecho reducto de la abertura de tus párpados, sólo te cabe esperar a que el mundo se decida a regresar por sí mismo.

Por fin regresa. Pese a su intensidad, la sensación ha cedido hoy de un plumazo sin ruido de vidrios pulverizados. La misma que, con mayor timidez, resuena suavemente como un bajo continuo en las largas tardes de tedio. La que durante horas gigantes, incluso días, puede llegar a instalarse bruta sobre tus huesos tomados por la angustia. De vuelta en medio del mundo, restaurada la acostumbrada proximidad de las cosas, tu cabeza aliviada escarba en los cajones del lenguaje a la caza de una etiqueta que la identifique. Junto al término extrañeza, de otro fondo olvidado de la memoria rebrotan las palabras del poeta: "Es ist die Seele ein Fremdes auf Erden". Es el alma un ser extraño sobre la tierra. Un raro elemento entre sus objetos, prendado de la ilusión falaz de pertenecer a ella. Un extranjero, un eterno huésped provisorio, condenado a vagar en busca de un hogar imposible entre sus fronteras. Las de un lugar esencialmente inhóspito revestido por la máscara tranquilizadora de la hospitalidad.

De asistir la razón al poeta, la verdad habitaría en la sensación de extrañeza. En el sentimiento de estar en el mundo como en casa, tan sólo el amable espejismo que cotidianamente nos mece.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Violencia II: Individuo y Estado


El doctor Lagarto me retó hace unos días en su blog a escribir un post sobre "La naranja mecánica". Pues bien, acepté el reto y éste es el resultado. Aunque me temo que esta vez he batido todos mis records en abusar de vuestra paciencia, espero que lo disfrutéis.


Quizá cabría afirmar que la lucidez a la hora de afrontar cualquier problema de cierto calado no sólo consiste en ser capaz de analizar y reconocer la complejidad que le es inherente. También estriba en permanecer fiel a dicha complejidad rehuyendo la tentación de aventurar soluciones tranquilizadoras que, lejos de hacerle justicia, únicamente contribuirían a traicionarla.

Tal es, a mi juicio, la lucidez de la que el genial Stanley Kubrick hace gala en "La naranja mecánica" al abordar una cuestión tan inquietante cómo difícil de resolver: la de la violencia institucional frente a la violencia individual. O, para plantearlo más concretamente, la de cómo protegernos frente a individuos violentos sin que los mecanismos institucionales de violencia represora, adoptados por el bien de la seguridad general, constituyan una amenaza para la esfera sagrada de las libertades individuales que igualmente deseamos ver protegida.


El protagonista de la película, Alex (Malcolm McDowell), es un joven inteligente y fanático admirador de la música de Beethoven cuya mayor diversión consiste en entregarse cada noche a lo que él y los miembros de su banda llaman sesiones de "ultraviolencia": peleas con otras bandas, apaleamientos de vagabundos, asaltos a domicilios para violar y torturar a sus habitantes... La violencia no es para Alex el medio utilizado para alcanzar cualquier otro objetivo. Es un fin en sí mismo del que disfruta sin culpa ni remordimiento. De ahí que el primer conflicto con los miembros de su banda surja cuando éstos, deseosos de obtener una rentabilidad económica de los crímenes que perpetran en sus salidas nocturnas, ponen en cuestión su liderazgo. La humillación, igualmente violenta, que Alex inflige a sus "drugos" para reafirmarse en su liderazgo le valdrá su consiguiente traición y su ingreso en prisión tras el asesinato de una mujer.


Con el fin de protegerse del degradado ambiente carcelario, Alex busca la cercanía del sacerdote de la prisión, aun cuando su presunta devoción religiosa no es más que una farsa al servicio de su mente perversa. Así lo muestran las satíricas escenas en las que le vemos entrar en un éxtasis casi místico al imaginarse protagonista de los episodios más violentos de la Biblia. Pero Alex no tardará en oír de la existencia de un nuevo tratamiento médico promovido por el gobierno, el tratamiento "Ludovico", que podría sacarlo de la cárcel. Según defiende su primer Ministro, este tratamiento dará por fin una solución definitiva al problema de la violencia y ahorrará a los ciudadanos los elevados costes de mantenimiento de las cárceles. Ávido por recuperar su libertad, Alex no vacilará en ingeniárselas para convertirse en el primer cobaya humano de este tratamiento experimental.

Durante dos semanas, vestido con una camisa de fuerza y con unos siniestros dispositivos aplicados sobre sus párpados que le impiden cerrar los ojos, Alex es obligado a contemplar hora tras hora escenas de violencia bajo los efectos de una droga que le produce una suerte de parálisis ligada a una potentísima sensación de angustia, descrita por los médicos como semejante a la que sentiría un moribundo. Siguiendo los principios del condicionamiento clásico utilizados por el conductismo, el tratamiento persigue imprimir en Alex una reacción de rechazo refleja, es decir, totalmente involuntaria e incontrolable, ante cualquier impulso violento que le acometa. Alex soporta dócilmente la tortura científica hasta que descubre que la banda sonora de una de esas películas violentas es la Novena Sinfonía del "divino divino Ludwig van" y protesta airado. Pero los médicos no se pliegan a sus gritos y súplicas. El "efecto secundario" indeseable del tratamiento, no poder volver a escuchar a Beethoven sin sentirse morir, será el precio que habrá de pagar por la curación de su inclinación hacia la violencia.


El éxito del tratamiento Ludovico es exhibido con ostentosa satisfacción por el primer Ministro ante las altas autoridades y la prensa. Sobre un escenario y al ritmo de una tonadilla juglaresca, Alex es humillado y golpeado por un individuo, que le fuerza finalmente a lamer la suela de su zapato. Los intentos de Alex por atacarlo son frenados por la inesperada sobrevenida de una intensa sensación de angustia. Cuando la posterior aparición de una mujer desnuda suscita en Alex el deseo de violarla salvajemente, la angustia lo inmoviliza de nuevo. El primer Ministro proclama con una enorme y propagandística sonrisa que el tratamiento Ludovico ha logrado matar en Alex el "reflejo" criminal. El público aplaude entusiasmado. Sólo el sacerdote de la cárcel protesta airadamente apelando al libre albedrío de Alex: lo que el tratamiento ha anulado es la capacidad de Alex para actuar en función de su libre voluntad de elegir entre el bien y el mal. Aunque Alex desee hacer el mal, ha sido condicionado para no poder llevarlo a cabo. El bien se le ha impuesto. Alex ha dejado de ser un criminal porque, sencillamente, ha dejado de ser un hombre libre. "Eso son sutilezas, los motivos éticos no nos atañen", replica el primer Ministro, nuevamente vitoreado por el público.

Esta brillante escena representará el punto inicial de un proceso por el cual la percepción que Kubrick ha ido forjando en el espectador en torno al personaje de Alex sufrirá un giro de 180 grados: el joven soberbio y moralmente repugnante acabará despertando nuestra compasión. Desterrado del hogar familiar por un inquilino que ha ocupado su lugar, Alex vaga por las calles abandonado a su suerte, donde un grupo de indigentes le propina una paliza sin que él, presa de la angustia, pueda defenderse. La llegada en principio salvadora de la policía esconde una desagradable sorpresa: los agentes son los miembros de su antigua banda, reinsertados en el sistema como componentes del aparato legítimo de la violencia institucionalizada. Sabedores de su desvalimiento, se resarcen de su pasada tiranía agrediéndolo brutalmente. Apenas consciente, Alex pide auxilio en una casa cercana que resulta ser la de una de sus víctimas, paralítico como consecuencia de la agresión padecida. La víctima, sin embargo, no sólo no lo reconoce, sino que forma parte de un movimiento de oposición al gobierno que, ante su llegada, planea utilizarlo para sus propios objetivos: convertido en una criatura indefensa, Alex servirá como ejemplo de la amenaza de totalitarismo que anida en la adopción de medidas represivas que atentan gravemente contra la integridad y la libertad de los individuos. Pero el reconocimiento por parte de la víctima no tarda en llegar y, alentado por su sed de venganza, el plan de actuación se extrema: inducir a Alex al suicidio aprovechándose de su condicionamiento accidental a la música de Beethoven, y elevarlo de paso a la condición de mártir involuntario de la causa liberal del movimiento opositor. Encerrado en una habitación, Alex se siente morir bajo el sonar atronador de la Novena Sinfonía y salta por la ventana con el propósito de poner fin a su vida.

La última secuencia de la película muestra a Alex recuperándose de sus aparatosas lesiones en un hospital. El test al que le somete una enfermera nos lleva a sospechar que, durante su estado de inconsciencia, ha sido sometido a un nuevo tratamiento destinado a revertir los efectos del tratamiento Ludovico. La sospecha se verá confirmada por la visita del primer Ministro, quien le informa del internamiento forzoso en un psiquiátrico de su antigua víctima -la que ha incitado su fallido suicidio-, le ofrece toda suerte de prebendas para que testimonie en favor del gobierno y le regala un gigantesco equipo de música en el que atronan los coros del último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Alex ha pasado a ser un aliado del poder y es consciente de ello. Una sonrisa obscena se dibuja en su rostro mientras se imagina violando a una mujer sobre un paisaje nevado. Todo está en su sitio. Ha vuelto a ser el que era.


El final de la "Naranja Mecánica", no exento de ironía, no puede ser más descorazonador. Kubrick no ha ofrecido ninguna respuesta acerca de qué cabe hacer para protegerse de individuos violentos como Alex. Pero sí ha puesto abiertamente sobre la mesa los peligros inherentes a un poder político que, al aplicar la violencia institucional que le es concedida con el fin de combatirlos, se cree legitimada a prescindir del supuesto ético de la libertad individual.

Tal vez la conclusión que podría extraerse de todo ello es que gozar de nuestra libertad implica riesgos. Riesgos serios. Porque individuos como Alex siguen vagando por las calles y amenazando nuestra seguridad. Pero riesgos que hay que asumir si se considera que una vida tranquila y segura no vale el precio que costaría ver en peligro el derecho irrenunciable de hacer uso de nuestra propia libertad individual.


jueves, 4 de septiembre de 2008

Robo II: Tragar


...Mire, Señor Comisario, lo cierto es que no sé muy bien por dónde empezar... Quiero decir, que ya sé que lo que usted me pregunta podría tener, así a primera vista, una respuesta fácil, usted me pregunta, ¿por qué lo hizo? y yo le respondo, pues lo hice porque tal y tal cosa, y el asunto quedaría zanjado con una simple frase y usted podría irse a su casa tan satisfecho y yo al calabozo a seguir rumiando mis pensamientos. Pero es que hay cosas que no tienen una respuesta tan sencilla, ¿no cree?, ya me gustaría a mí que la tuvieran, a veces parece que sí podrían tenerla, pero sólo lo parece, y entonces, si sólo lo parece, es porque realmente no es así, digo yo que es de cajón, ¿no? No sé, Señor Comisario,... ¿ha leído usted "El extranjero"? Sí, hombre, de un tal Camus... Vaya, perdone, no, no es que pretenda irme por las ramas ni mucho menos malgastar su tiempo, Señor Comisario, que yo con el tiempo ajeno soy muy respetuoso, pero es que por un momento he pensado que si lo hubiera usted leído tal vez podría entenderme un poco mejor. Pero no importa, no importa... mire, Señor Comisario, yo creo que lo que me pasa es que algo en mí no funciona bien, por decirlo de algún modo, sí, no funciona bien, porque yo veo que la mayoría de la gente se levanta por las mañanas, soporta el dichoso atasco, se tira horas y horas trabajando y aguantando a sus jefes, recibiendo órdenes, dedicando su tiempo a algo que no les apetece hacer, y luego vuelta al atasco, llegar a casa más muerto que vivo, ya sin ganas ni fuerzas más que para estupidizarse un rato con la tele y ¡hala!, al catre y vuelta a empezar y así día tras día. Y esa gente, ¿sabe?, parece que se adapta, que se resigna, que se conforma, que acaba por no quejarse, incluso están contentos, mire bien lo que le digo, ¡contentos! Pero yo no puedo, ¿sabe?, algo en mí no funciona bien porque yo no puedo. Y mire que lo he intentado, que me lo he propuesto, no una, sino mil veces, pero es que no me sale, no hay manera, me lo pregunto todos los días, ¿por qué yo no puedo?, ¿por qué yo no? Pues sigo sin saberlo, no lo sé, pero el caso es que yo no me acostumbro a tragar, ¿sabe?, a tragar. Porque de eso, de eso, es de lo que va este juego: de tragar, de ingerir, de deglutir, usted lo sabe tan bien como yo, no me diga usted que no, y seguro que lo ha sentido alguna vez, aunque a lo mejor ya no se acuerda, a lo mejor usted también se ha conformado, se ha resignado, como la mayoría de la gente, y ya no se da cuenta y por eso igual hasta se levanta contento y todo. Pero si rasca un poco, Señor Comisario, si se para un poco a pensar, seguro que me comprende... O a lo mejor no, Señor Comisario, y no le culpo por ello, porque estas cosas no tienen por qué comprenderse, se sienten con las tripas, que son las que tragan, con las tripas, ahí es donde yo las siento, y a lo mejor a usted las tripas le funcionan perfectamente y ya no le duelen ni se quejan, mientras que a mí me están todo el día incordiando, y llenándome de bilis, porque no quieren tragar, no quieren, las muy jodidas... No quieren tragar con las horas de oficina, con las órdenes de mi jefe, con los informes, con los madrugones, con el puto atasco, y sobre todo, ¿sabe?, no quieren tragar con que me quiten mi tiempo, con que me lo roben, ni quieren tragarse y matar ya de una vez las ganas que siempre he tenido y sigo teniendo de hacer otras cosas que no sea levantarme por las mañanas, meterme en el puto atasco, pasarme horas y horas en la oficina escribiendo estúpidos informes, y volver a meterme en el puto atasco para llegar a casa derrotado y sin ánimos para nada. Otras cosas, ¡vaya si hay cosas que hacer!, para las que nunca tengo tiempo porque me lo están quitando día a día, porque me lo están robando, ¡robando!, y mis tripas no sólo tienen que tragarse todas esas ganas de hacer otras cosas sino también la rabia, la impotencia, la frustración que rezuma de ese no tener tiempo para ellas, para todo aquello que realmente me gustaría hacer, un tiempo que no tengo porque, como ya le he dicho, siento que cada día me lo quitan... Sí, a cambio de dinero, ya ve, mierda de dinero, que sí, que lo necesito, como todo dios, claro que lo necesito, pero, ¿a cambio de qué lo consigo? Pues de eso, de que me quiten mi tiempo, lo único que es verdaderamente mío... Porque hay cosas que para poder hacerse y, sobre todo, para poder disfrutarse, exigen que uno tenga tiempo de verdad, y no un ratito aquí y un ratito allá, tiempo por delante, que se suele decir, para paladearlas, para detenerse en ellas, para sacarles su jugo, para mirarlas y remirarlas despacio, con calma, disfrutando de ellas y del tiempo que se les dedica. Como en las mañanas de domingo, ¿sabe?, cuando puedo levantarme sin prisas y preparar tranquilamente el café, y empezar a paladearlo ya desde el momento en que enciendo el gas y pongo la cafetera al fuego, y luego tomarlo a pequeños sorbitos, saboreando cada trago. Ahí es cuando tengo la sensación de que mi tiempo es mío, ¿sabe?, mío, como si tuviera una cajita de la que yo mismo fuera sacando los minutos, uno detrás de otro, despacito, poco a poco, y no como cuando uno tiene que levantarse a todo correr para ir a trabajar y termina el día sin saber a dónde han ido a parar todos esos minutos, qué otra mano se los ha sacado de la caja y se los ha ido quedando... Y mi mujer, la pobre, nunca deja de repetirme que ya haré eso cuando me jubile, que no me amargue, que entonces hasta me aburriré y no sabré qué hacer con tanto tiempo, si será tonta, ¡con la de cosas que yo haría si pudiera recuperar mi tiempo...! Pero eso a mí no me sirve, ¿cómo me va a servir?, si lo que cuenta es el presente, ¿no cree?, el aquí y el ahora, y vaya usted a saber qué habrá sido de mí cuando me jubile o si viviré tanto como para jubilarme, que no es por ponerme agorero, Señor Comisario, pero es que eso nunca se sabe, nadie lo sabe, ni usted ni yo... Y además, ¿qué pasa con todo el tiempo que ya me han quitado? ¿Qué pasa con ese tiempo que me siguen quitando? La vida se me va, Señor Comisario, se me está yendo, y yo sin el tiempo que es mío para poder vivirla como querría... eso sí que es realmente un crimen, ¿no le parece, Señor Comisario? En fin, qué quiere que le diga, yo preferiría que mis tripas funcionaran como las de todo el mundo, y poder levantarme contento y tragar pacíficamente con todo, y que dejara de rezumarme toda esta rabia que siento por no ser dueño de mi tiempo, por sentir que me lo están quitando. Pero no puedo, sencillamente no puedo... Así que supongo que lo que pasó fue que cuando aquel coche chocó con el mío en medio del atasco y el tipo salió hecho una furia, y me gritó, blandiendo el limpiaparabrisas que se había soltado con el golpe, que la reparación me la iba a tragar yo, con estas palabras lo dijo, que me la iba a tragar yo, no sé, Señor Comisario, es verdad que no había un sol cegador, como aquel día para Mersault, estaba cayendo la noche, pero algo en mí debió de pensar que ya estaba bien de tragar, que mis pobres tripas tenían un límite, y que quien se iba a tragar el limpiaparabrisas esta puta vez era él..."

sábado, 30 de agosto de 2008

Dolor


Imagina: martillea con cronometrada regularidad entre tus dientes, como un punzón tratando de alcanzar el fondo de tu mandíbula; se desparrama sobre tu coronilla con golpes sordos, fraguando un casco de bordes cortantes hincados en tu cráneo a la altura de las sienes; sacude y a un tiempo retuerce, con la fuerza de un puño invisible, la masa sinuosa que se anuda en la profundidad de tu ombligo. Ha entrado en escena el dolor. No es el Gran Dolor, sino el dolor trivial en sus orígenes, el común de causas controladas, desnudado por ello del miedo, y aun así paralizante en el compás de espera requerido por la magia de la química, en su puntual resistencia a sus efectos salvíficos.

Mírate. ¿Qué ves? Nada más que un animal diminuto clavado con alfileres al instante poderoso de su carne doliente. Una lengua que gime, un tronco que se inclina y se abraza, piernas queriendo encogerse o ya encogidas, ojos ciegos bajo los párpados semicerrados. Ves un cuerpo que rompe el silencio apacible de su funcionalidad armoniosa e impone con un rugido inaudible su presencia orgánica descabalada, su realidad física en desorden. Una presencia, de repente siniestra no tanto por su alteración como por su acostumbrado sigilo, que ni la más alta nota entonada por fibras y tejidos en los variados registros del placer consiente en revelar con tal feroz intensidad. Pues no es en el canto efímero del espasmo extasiado, sino en el tiempo dilatado del dolor, en el lamento mudo y sostenido de sus entrañas, donde habla con propiedad el cuerpo acallando de palabras tu boca.

Hundido en ese cuerpo, un remedo de conciencia pugna en vano por desplegarse hacia afuera y superar los límites internos de su piel. Pruebas y descartas la opción ineficaz del estímulo externo. También la más codiciada, la del fundido en negro del sueño, impracticable frente a ese enorme enemigo. Quizá encuentres unas gotas de alivio en tus pensamientos, te dices, de anestesia en la recreación de imágenes familiares, de fantasías hermosas, o simplemente de rostros queridos. Pero el engranaje de tus neuronas apenas consigue forzar un leve movimiento para acabar deteniéndose en seco y verse devuelto una y otra vez al latir implacable de músculos y nervios.

El dolor te ocupa sin resquicios. Como un verdugo espectral mutilado de culpa, ejerce impasible su dominio y doblega tu rechazo, tus inútiles intentos de evasión. Bajo su imperio, el mundo entero, sus objetos y habitantes, se sumen sin remedio en la oscuridad. Y con el mundo, el abanico completo de tus deseos, reducido a una única varilla tendida con desesperación hacia la ansiada desaparición del dolor. Porque sólo entonces serás de nuevo algo más que un animal diminuto encerrado en un cuerpo quejoso. Porque sólo entonces se te brindarán de nuevo los afanes, los proyectos, los anhelos sustraídos tras las rejas de esta cárcel de órganos y miembros parlantes. Pero ahora no eres más que dolor. Dolor capaz de tranformar tales certidumbres de futuro, sólidamente avaladas por tu más íntima experiencia, en meras hipótesis de imprevisible cumplimiento. Dolor que porta de su mano la sensación opaca de impotencia ante la fragilidad de tu carne. El descubrimiento mil veces sobrevenido y mil veces desdibujado de la arquitectura endeble del armazón de tu existencia. La maldición no pronunciada por la vulnerabilidad de la materia corruptible que la apuntala. Por la condena de la expulsión del paraíso. Por la prueba irrefutable, depositada con malicia en el dolor, de que la vida anudada a la materia potencialmente doliente se halla siempre al borde de lo invivible.

Acabará cediendo el dolor y tú dormirás el sueño agradecido de tu imaginaria victoria. Y al despertar, el silencio recobrado de tu cuerpo propiciará su olvido, para que el mundo entero, antes sumido en la oscuridad, renazca brillante ante tus ojos. Un brillo que apenas durará lo que el fugaz recuerdo, de antemano ensombrecido y mentiroso, del dolor sufrido.

viernes, 22 de agosto de 2008

Dioses


Dicen los entendidos que cuando el hombre griego tomaba una decisión, veía, sentía y hablaba en ello de la intervención de un dios. Para él, ese momento crucial por el que, descartando vías alternativas, nos aventuramos en una única dirección tras la necesaria parálisis ante la encrucijada, el momento de la inevitable elección de una sola de las horquillas de la bifurcación, venía marcado por la aparición de lo divino. Y así parece demostrarlo la poesía homérica.

Es Atenea quien, en la Ilíada, emerge ante la tristeza de Odiseo por la inminente partida de los griegos y le ruega que los disuada del propósito del regreso cobarde. La misma diosa que aconseja sabia y digna serenidad al león irritado que es Aquiles ante Agammenón, llevándole a envainar su espada. La que más tarde asiste a Diomedes en la duda sobre si debe arrastrar el carro del rey o seguir matando tracios, y así salva su vida. Pero también Afrodita nubla los ojos de Helena cuando ésta abandona esposo e hija por su amante, trayendo desgracia indecible sobre griegos y troyanos. Y a Zeus, junto a la Moira y la Erinnia que caminan en la oscuridad, culpará Agammenón de haber obcecado con maldad su mente en la asamblea el día en que le arrebató a Aquiles su donación de honor. Los dioses aconsejan, inspiran, aleccionan para bien y para mal. Su intervención porta tanto la victoria como la ruina. Con su más profunda visión de las cosas, iluminan la mirada del héroe o alzan ante ella el velo de bruma que deparará el fracaso.

Sin embargo, dicen a su vez los entendidos que tal manifestación del dios en absoluto menoscaba la percepción del hombre griego de su propia libertad. En una realidad poblada de dioses, en un mundo en el que tras cada cosa se oculta la inquietante presencia de lo divino, no es posible delimitar dónde empieza la voluntad del dios y dónde termina la del humano. La voz divina y la llamada del propio pensamiento son, en el fondo, lo mismo. Por contradictorio que a nosotros, modernos, nos parezca, lo que para el griego proviene del propio hombre tiene igualmente su origen en los dioses. Los mortales quieren y hacen lo que ellos mismos y la divinidad quieren y hacen, sin que la dualidad que aquí a nosotros se nos impone pueda siquiera formularse para ellos. De ahí que la acción errónea inducida por el dios reciba su castigo en carne humana, nunca exenta de culpa en la miseria y la penuria.

Y no obstante, dicen tales entendidos, algo en esencia idéntico se expresa en la comprensión del decidir característica de un mundo habitado por lo sagrado, y la de nuestro mundo desacralizado y secularizado. Ése en el que los dioses, bien desaparecidos, bien desterrados a alturas inalcanzables para la existencia cotidiana, hace ya mucho que huyeron abandonándonos a nuestro propio destino. Pues esa presencia del dios en el querer y la elección del hombre griego sólo vendría a poner de relieve el carácter radicalmente inexplicable de cada decisión tomada. El hecho de que cada decisión, lejos de hallarse determinada por nuestro siempre precario saber acerca de las circunstancias que nos rodean, suponga un salto en el vacío que no se deja dilucidar en función de ese saber. Mediante la figura del dios, el hombre griego refleja y asume la condición indescifrable, el enigma y el misterio que anidan en el instante de la decisión. El enigma sobre el que se funda nuestro ser libres, arrancando nuestras acciones a la cadena causal gobernada por las leyes de la física que rigen para el orden natural. El misterio por el cual aquello que más íntimamente nos constituye representa a un tiempo lo más lejano y opaco, como lejano y opaco es el dios para el mortal griego, plenamente consciente del abismo que los separa.

Aun así, me temo que nunca dejaré de envidiarle a Aquiles el resplandor centelleante de los ojos de Atenea, capaz de propiciar la calma en medio de su cólera leonina. Ni a Odiseo la voz sagaz y prudente de la diosa en su tristeza ante la acción cobarde, para nosotros fruto previsible de esa misma tristeza. Ni tampoco a Helena, si me apuras, la ofuscación de la niebla traída por la fugaz irrupción de Afrodita. Por más que, en ese momento crucial de la decisión, idénticas sean nuestra soledad vacía y la soledad repleta de dioses del hombre griego.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Violencia


"Chagnon afirma que las mujeres yanomano esperan ser maltratadas por sus maridos y que miden su estatus como esposas por la frecuencia de las pequeñas palizas que éstos les propinan. Una vez sorprendió a dos mujeres jóvenes discutiendo sobre las cicatrices de su cuero cabelludo. Una de ellas le decía a la otra cuánto la debía querer su marido puesto que la había golpeado en la cabeza con tanta frecuencia. Al referirse a su propia experiencia, la doctora Shapiro cuenta que su condición sin cicatrices y sin magulladuras suscitaba el interés de las mujeres yanomano. Afirma que decidieron "que los hombres a los que había estado vinculada no me querían en realidad bastante". Aunque no podemos concluir que las mujeres yanomano desean que se les pegue, podemos decir que lo esperan. Encuentran difícil imaginar un mundo en el que los maridos sean menos brutales"

"El macho salvaje", Marvin Harris.

Consciente de que estos calores veraniegos no invitan precisamente ni a la reflexión ni al debate, no puedo sin embargo dejar de reflejar aquí algunos de los interrogantes que se me plantean ante un caso que estos días ocupa la atención de los medios de comunicación. Probablemente estaréis todos al tanto del mismo. Hace algo más de una semana un profesor universitario presenció cómo un hombre agredía a una mujer. Al recriminarle su conducta y anunciarle que iba a interponer una denuncia, el agresor se volvió contra él y le propinó una paliza. A consecuencia de ella, el profesor universitario se encuentra actualmente en coma.

Lo que más ha sorprendido de este caso a la opinión pública es que la mujer agredida no ha presentado denuncia alguna contra el agresor, que ha resultado ser su pareja. Por el contrario, ayer mismo declaraba que entre ella y su pareja no hubo más que un forcejeo, que éste no se encontraba en pleno uso de sus facultades cuando llevó a cabo la doble agresión, y que no se siente en absoluto una mujer maltratada. No obstante, dado que la Ley de Violencia de Género permite la actuación penal contra el presunto agresor sin la denuncia de la mujer agredida, la Fiscalía de la localidad en que ésta reside ya interpuso tras el suceso una denuncia por malos tratos contra él. A tal denuncia quiere sumarse ahora la de homicidio en grado de tentativa por parte de la familia del profesor, y también el Ministerio de Igualdad y la Comunidad de Madrid han proclamado que se personarán como acusación en la causa judicial.

No son, obviamente, las denuncias por la agresión al profesor las me generan algún tipo de duda o interrogante, sino el hecho de que la Ley de Violencia de Género obligue a que la violencia contra las mujeres sea denunciada aun cuando sus víctimas nieguen la existencia del maltrato. Así, por ejemplo, los profesionales sanitarios, que se encuentran en la obligación legal de notificar judicialmente de cualquier situación sospechosa de constituir un delito por malos tratos, ya han comenzado a plantearse las paradojas que esta obligatoriedad entraña: son muchas las mujeres que, tras acudir a los centros sanitarios para ser tratadas por lesiones que el facultativo estima fruto de la violencia de sus cónyuges o parejas, o bien niegan sistemáticamente tal origen, o bien lo admiten pero suplican que sus informes médicos no sean presentados ante ningún juzgado. El conflicto que así se produce entre la voluntad del paciente y la obligación del médico provoca que en muchas ocasiones las mujeres se sientan incomprendidas o no respetadas, y dejen de acudir a las consultas o nieguen problemas posteriores con el agresor. De ahí que, desde este mismo ámbito, se haya llegado a la conclusión de que las denuncias efectuadas en contra de la voluntad de la mujer desembocan en numerosos casos en lo contrario del objetivo de protegerla y ayudarla que con ello se persigue.

Ante tal conclusión, y pese a conocer perfectamente los mecanismos psicológicos y sociales por los que las víctimas de la violencia de género se resisten a denunciar a sus agresores, los profesionales sanitarios se han preguntado si no sería más correcto, a la vez que más eficaz, respetar la autodeterminación y autonomía de las mujeres. Pues según el criterio de tales profesionales, podría suceder que, al intervenir en contra de su voluntad, el propio sistema sanitario estuviera proyectando inconscientemente una imagen de amplia tradición histórica que sólo vendría a agravar el problema mismo que se pretende eliminar: la de que las mujeres son seres débiles, incapaces o no suficientemente preparados para tomar las decisiones adecuadas. Por ello, señalan la conveniencia de que el sistema sanitario se ponga al servicio de un proceso integral de formación y apoyo a la mujer que la impulse a cobrar autonomía en la decisión de superar la aceptación de la violencia sin actuar en contra de su libertad.

Lo que yo me pregunto es si resulta coherente que una Ley que, según declara para fundamentar su motivación, aspira a combatir una "violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, de respeto, y de capacidad de decisión", anule igualmente la capacidad de decisión de la mujer a la hora de denunciar o no la violencia ejercida contra ella. Pues más allá de las valoraciones que pudieran hacerse en torno a la imagen de la mujer que la Ley de Violencia de Género fomenta, este interrogante nos enfrenta a otros de mayor calado que emergen del posible conflicto entre la obligación del Estado de proteger a sus individuos y el de respetar sus libertades. Ni en éste ni en otros muchos asuntos, no creo que sea una cuestión trivial el plantearse hasta qué punto y bajo qué supuestos el Estado tiene derecho a legislar para proteger al individuo de y contra sí mismo. Fundamentalmente si ello implica, por principio, atentar contra su libertad de decisión a fuerza de imponer un tutelaje que le prive de su condición de sujeto de responsabilidad.

jueves, 7 de agosto de 2008

Posesiones


Es ya el cuarto bostezo que se ve forzada a disimular apoyando discretamente sobre los labios las puntas de sus dedos, adornados de largas uñas pulidas pintadas de rojo oscuro, e inclinando un poco la cabeza. Mientras la voz del conferenciante sigue inundando la sala de conceptos abstrusos sobre la diferencia entre el arte moderno y postmoderno, avanza ligeramente los pies y contempla con satisfacción sus caros zapatos de tacón excesivo, las medias oscuras impecablemente ajustadas a sus piernas bien torneadas, el borde de su falda de seda sobre sus finas rodillas, que estira con un suave movimiento. Vuelve entonces a depositar con languidez las manos sobre su regazo y exhala un imperceptible suspiro donde el aburrimiento se amalgama con la irritación al recordar la sesión de limpieza de cutis y la partida de dobles con sus amigas que, en honor a la formalidad académica, ha debido cancelar. Siempre le aburrieron las conferencias. Más aún las de su propio marido. Posiblemente incluso antes de que el profesor universitario que con este acto inaugura públicamente su recién estrenada condición de catedrático llegara a ser su marido. Sólo que en aquellos tiempos, se dice, los motivos que la impulsaban a asistir a ellas no le dejaban darse cuenta del todo.

Alza la cabeza y lo mira hablar sin escucharlo. Casi diez años han pasado desde que lo viera por primera vez al entrar en el aula donde impartía sus clases de Estética de último curso de carrera. Debe reconocer que, pese a que el tiempo transcurrido ha acentuado levemente la notoria diferencia de edad que los separa, aún resulta un hombre atractivo, con sus rasgos varoniles y sus ojos oscuros de mirada seductora. Esos ojos que, lanzados con seguridad hacia los asistentes, no han llegado a cruzarse en ningún momento con los de ella. ¿Cómo iban a hacerlo, si ella lleva dejándolos vagar distraídamente por la sala desde los primeros minutos de la conferencia? Qué distinto era entonces, piensa, cuando aquellos ojos se posaban con insistencia y curiosidad sobre los suyos, tan cuidadosamente maquillados como ahora, tan decididamente proyectados hacia él desde su pupitre, presos de una tenaz fascinación por el profesor de brillante porvenir, por las posibilidades que en su voz grave, en su creciente prestigio, veía abrirse en su imaginación y su deseo.

Sólo por ello la alumna mediocre que siempre fue, infinitamente más preocupada por el juego estético de la combinación de colores en su rostro que por la Estética teórica y sesuda, se aventuró a plantearle a las pocas semanas la futura dirección del doctorado. La lógica agitación del apasionado romance, la entrega y el apoyo incondicional durante los trámites de separación de su anterior mujer, el tiempo invertido en los esmerados preparativos de su boda, en la planificación de la costosa reforma del hogar convertido en común, constituirían los perfectos pretextos para el continuo aplazamiento y posterior abandono de un proyecto cuya entidad puramente estratégica impedía de antemano la voluntad de su cumplimiento. Demasiado tediosa para ella la reflexión sobre el arte y su historia. Tanto, que sus libros de estudiante hace ya mucho que han pasado a ocupar el estante más alto e inaccesible de su preciosa librería de roble. Como hace ya mucho que rehúsa acompañar a su marido a la inauguración de exposiciones, a los actos académicos, a los congresos internacionales a los que con impostada ilusión había acudido durante los primeros meses de su noviazgo. ¿Para qué? Ya no tiene necesidad alguna de simular un interés que nunca existió realmente. Los muebles de firma, el espacioso vestidor repleto de prendas caras, las lecciones de tenis, la vida regalada que siempre había ambicionado, ya son suyos.

El ruido metálico del probable golpear de un bolígrafo contra el suelo, proveniente de la primera fila de butacas, interrumpe el curso de sus pensamientos. El hueco vacío que al agacharse a recogerlo ha dejado su propietario queda cubierto en pocos segundos por el perfil de una joven de bellas facciones que mira con atención a su marido mientras parece tomar nota de sus palabras. Debe de tener, aproximadamente, la misma edad que ella tenía cuando lo conoció. Por un momento cree verse reflejada en un espejo dotado de la virtualidad de resucitar el pasado. El mismo peinado sofisticado en los cabellos lacios y rubios, el mismo maquillaje estudiadamente aplicado sobre la piel tersa, el mismo escote que adivina generoso tras el hombro desnudo y redondeado que queda al alcance de su vista. Incluso diría que los hermosos contornos de su rostro guardan un notable parecido con los del suyo. Pero, sobre todo, se reconoce en el torso graciosamente tendido hacia adelante, como si todo su cuerpo se sintiera atraído por el foco del que emergen las palabras que resuenan en la sala. En el coqueto apoyarse de cuando en cuando de la punta del bolígrafo sobre los rojos labios entreabiertos. En la mirada arrobada posada con fijeza sobre su marido.

Sus ojos giran de nuevo hacia el estrado. Trata de dibujar las líneas de fuerza invisibles que, irradiando desde los de su marido, barren en semicírculo el auditorio, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, deteniéndose en puntos más o menos estables. Apenas al segundo cambio de sentido descubre cómo uno de esos puntos, aquél en que con mayor intensidad se demoran sus ojos oscuros de mirada seductora, coincide con los de la joven de la primera fila, en esos instantes aún más expectantes y extasiados.

Sobre la pendiente inclinada de la recta que se extiende entre esos dos pares de ojos, desconocidos unos, tan conocidos otros, pero en el fondo igualmente familiares, casi puede ver rodar los muebles de firma, el espacioso vestidor repleto de prendas caras, las clases de tenis, su vida regalada. En una dirección tan nítida como inevitable: la del lugar que, en una nueva vuelta de círculo, anuncia su inminente reemplazo.

jueves, 31 de julio de 2008

Pensar


Los que seguís asiduamente este blog recordaréis probablemente que hace unos meses estuve en el Purgatorio. Pues bien, en medio de las numerosas torturas y penalidades que allí debí padecer, a menudo me vi sobrecogida por una extraña sensación que hacía resonar en mis oídos la voz de Dylan arrastrándose por esa estrofa que dice: "Because something is happening here, but you don't know what it is. Do you Mr. Jones?". Sí, algo estaba pasando. Pero yo, al igual que Mr. Jones, no sabía qué era. Hasta que la inquietante sensación comenzó a traducirse torpemente en mi cabeza en una idea: en el Purgatorio no era posible pensar. Pensar. Algo que viví como una suerte de tortura añadida a las que ya estaba sufriendo y que me desasosegaba tal vez más que todas ellas juntas.

¿Pensar? ¿Pero qué quería decir pensar? Porque si de lo que se trataba era de encontrar soluciones lógicas a cuestiones urgentes, de planificar estrategias para alcanzar un objetivo inmediato, de sacar las conclusiones precisas para hacerlo efectivo, no puede decirse que en el Purgatorio no pensara. Más bien sucedía todo lo contrario. Cada día, en una interminable jornada que se extendía desde antes de la siete de la mañana hasta más allá de la medianoche, mis neuronas trabajaban a marchas forzadas para enfrentarse a situaciones nuevas e intentar salir airosa de ellas, para resolver problemas inesperados, para tomar una decisión tras otra, engarzadas en una larga cadena agotadora que daba con mi cabeza en la almohada totalmente exhausta, en lapsos de tiempo incomparablemente más breves a los de su rutina habitual. No, mis neuronas funcionaban a pleno rendimiento. Y aun así, seguía teniendo la sensación de que no podía pensar.

Lo que me ocurría era más que evidente: no tenía ni el tiempo ni la calma para pararme a pensar. Y es que de ese pararse, de esa detención del movimiento, emerge otro Pensar muy distinto al que en aquellos días no dejaba de poner en práctica y que con tanta inquietud echaba de menos. Urgida por las circunstancias, inmersa en un vertiginoso ajetreo que amenazaba con desbordarme, requerida por mil y un asuntos que precisaban una respuesta siempre pronta, carecía del sosiego y, sobre todo, del espacio mental que me permitiera, además de pensar en lo necesario para sobrevivir a la condena del Purgatorio, pensar sobre lo que en él estaba sucediendo. Porque ese otro Pensar que allí parecía haberse evaporado constituye, diría, principalmente una cuestión de espacio: de espacio interior que sólo puede abrirse a la luz de un cierto vacío exterior. Y exige, apoyándose sobre ese espacio, una toma de distancia, un sacar un pie fuera de la realidad que nos aleje de ella, o incluso un elevarse hacia las alturas que sobrevuele los acontecimientos para así, proyectando una mirada de pájaro, alcanzar a contemplarlos. Ante la drástica reducción de ese espacio interior, en ausencia de la posibilidad de generar a través de él esa distancia en el momento en que los acontecimientos se agolpan uno tras otro demandando pura proximidad sin huecos, no cabe contemplación alguna. Toma su lugar un ver miope, casi ciego, que avanza mecánicamente superando obstáculos sin lograr la perspectiva adecuada para explorar y conocer el terreno que pisa.

Sin distancia, sin lejanía, no hay, por tanto, ese otro Pensar desasido de lo inmediato. Ni puede haberlo sin el vacío exterior que consiga dilatar en nosotros el espacio interior capaz de crear esa distancia y esa lejanía. El espacio que consienta dar un salto por encima de la realidad y situarnos en una provisional atalaya periférica desde la cual, tranquilamente sentados, examinarla con calma.

Supongo que huelga decir que, finalizado el trance del Purgatorio, acabé recobrando poco a poco ese otro Pensar que me fue negado con sus suplicios. Al menos en el grado en que disponía de él antes de iniciarlo. Pero su recuperación únicamente me llevó a redescubrir una vez más algo que, en el transcurso de esa desagradable experiencia, me había sido muy fácil olvidar: que ese mismo espacio interior que hace posible el Pensar, el que habilita la mirada de pájaro, no supone más que un estorbo y un martirio indecible allí donde la intensidad del brillo del momento presente nos impele a mutar de pájaro en serpiente y a deslizarnos sobre cada instante, ávidamente pegados a su superficie, como si de nuestra propia piel escamosa se tratara. Deseosos de aniquilar todo milímetro de lejanía. Anhelantes de una cercanía absoluta que nos disuelva y funda con lo que acaece.


miércoles, 23 de julio de 2008

Dominar el horror


¿Alguien descendería a los infiernos si no fuera, en el fondo, para encontrar una respuesta? Tal vez la respuesta a una pregunta que ni siquiera era capaz de traducir en palabras antes de ese descenso. Quizás una respuesta a un interrogante que probablemente latía en lo más hondo de los entresijos de su conciencia, pero que ha necesitado de ese largo y penoso recorrido para formularse con claridad en su mente. O tal vez, incluso, una respuesta a una pregunta sólo identificable en el momento mismo de verse respondida.

Ésta es la respuesta que, en la genial película de Francis Ford Coppola "Apocalipsis now", el capitán Willard (Martin Sheen) encuentra al término de su particular bajada a los infiernos, escenificados allí en la jungla más profunda y siniestra de un vietnam asolado por la guerra, el napalm y el horror. Se la da el Coronel Kurtz (Marlon Brando), quien, erigido en dueño y señor de esa jungla infernal, la ha convertido en una orgía salvaje de violencia, sangre y miembros cercenados:

"He visto horrores, horrores que tú has visto. Pero no tienes derecho a llamarme asesino. Tienes derecho a matarme. Tienes derecho a hacerlo. Pero no tienes ningún derecho a juzgarme.

Es imposible describir con palabras lo que esto significa para los que no saben qué es el horror. Horror. El horror tiene cara. Y uno debe familiarizarse con él. El horror, y el terror moral, son tus amigos. De lo contrario, se convierten en enemigos espantosos. En enemigos de verdad.

Me acuerdo cuando estaba en la fuerza especial. Parece que han pasado mil siglos. Fuimos a un campamento a vacunar a unos niños. Dejamos el campamento después de vacunarlos a todos contra la polio. Un viejo vino tras nosotros, llorando, sin decir nada. Volvimos atrás. Ellos habían vuelto y cortado los brazos vacunados. Allí había una enorme pila de pequeños brazos. Y recuerdo también que yo, yo, lloré como un niño. Sí, como un niño. Quería arrancarme los dientes. No sé lo que quería hacer. Y me esfuerzo por recordarlo. No quiero olvidarlo nunca. No quiero olvidar.

En ese momento vi claro, como si me hubieran disparado con un diamante, con una bala de diamante en la frente. Y pensé: ¡Dios mío, qué genialidad! El genio, la voluntad de hacer eso. Perfecto, genuino, cristalino, completo, puro. Y entonces me di cuenta de que ellos eran más fuertes porque lo soportaban. No eran monstruos, eran hombres, cuadros entrenados. Estos hombres, que luchan con corazón, que tienen familia, hijos, que están llenos de amor, que han tenido la fuerza, ¡la fuerza!, de hacer eso. Si contara con diez divisiones de esos hombres, nuestros problemas quedarían resueltos en el acto. Se precisan hombres con moral, y que al mismo tiempo sepan utilizar sus instintos primordiales para matar. Sin sentimientos, sin pasión. Sin juicio, sin ningún juicio. Porque es el juicio lo que nos derrota"

No es ésta, desde luego, la respuesta de un hombre que ha perdido el juicio, tal y como presupone el ejército norteamericano para justificar el asesinato del Coronel Kurtz a manos de Willard. Es más bien la respuesta de quien, según él mismo declara, ha decidido apartar de un golpe toda voluntad de juzgar en pos de un único fin: dominar el horror para dejar de ser dominado por él; transformarlo en su aliado si no otra cosa cabe hacer con él para que no resulte un espantoso enemigo.

Porque el horror son, en su recuerdo, aquellos bracitos cortados formando una gran pila. En las lágrimas que como un niño derrama se evidencia el signo palmario de su debilidad, de su terror, de su impotencia frente al alud de sentimientos de pánico, de ira, de aversión y repugnancia que desata el horror. Lágrimas, en definitiva, de reconocimiento del dominio que el horror ejerce sobre él. Pero es el contacto con el horror de este supremo acto de crueldad lo que, como una revelación, como esa bala de diamante que estuviera penetrando su frente, le lleva a descubrir la verdad que a partir de ese momento regirá el curso de su existencia: la única manera de sobreponerse al horror es tomar posesión de él y convertirse en su maestro de ceremonias. Mirar de frente su rostro y atreverse a provocarlo, a conjurarlo, a encarnarlo, haciendo brotar de uno mismo aquella fuerza, ¡la fuerza!, que ha permitido a los soldados vietnamitas vencer todos los sentimientos de compasión, de piedad, de empatía con el otro que pudieran despertarles los niños vacunados y ser capaces de mutilar, uno a uno, sus pequeños bracitos.

Por ello Kurtz convertirá su territorio en un grotesco y terrorífico santuario de cadáveres, de cabezas cortadas, de los restos de sus crímenes, así como de los cometidos bajo su imperio, perpetrados con el objetivo de alcanzar, ante sí mismo y ante los demás, el poder que emana de la posibilidad de manejar y controlar el horror a su antojo. Por ello Kurtz no dudará en arrojar a la celda de Willard, terrible en su impasibilidad, la cabeza aún caliente de uno de los miembros de su tripulación. Pero también por ello mismo Kurtz, movido por el deseo de enfrentarse al miedo y horror últimos que escapan a todo dominio, los que provienen de su propia muerte violenta, dejará que el machete del capitán Willard acabe con su vida.

Hace poco, recordando esta magistral escena de la película de Coppola, me asaltó la pregunta sobre si no es ese mismo dominio del horror, en un plano radicalmente distinto pero en esencia idéntico, lo que perseguimos con nuestra imaginación cuando queremos ver la fotografía en los periódicos de un rostro horriblemente desfigurado por una extraña enfermedad o un terrible acto de sadismo. Cuando buscamos exponer nuestras pupilas a la imagen de los cuerpos brutalmente mutilados en una matanza o un accidente. Cuando leemos la noticia de un crimen siniestro y nos sentimos impulsados a conocer los más escabrosos detalles. Cuando ante una sangrienta y cruel escena de violencia cinematográfica nos cubrimos horrorizados los ojos y aun así no podemos evitar entreabrir los dedos para seguir mirando. Si no es, en el fondo, esa curiosidad llamada morbosa el modo en que tratamos de dominar el horror que nos produce la idea de nuestra constante condición de posibles víctimas de horrores semejantes mientras estemos vivos. Si no pretendemos en esos momentos, como dice el Coronel Kurtz, familiarizarnos un poco con el horror para aplacar el pánico que su mera hipótesis nos produce recreando en nosotros mismos lo que supondría sentirlo, sufrirlo o ser aniquilados por él.

Sin sentimientos, sin pasión, el horror tiende a desaparecer, tanto para quien lo sufre como para quien lo propaga. De ahí que aquella princesa reclamara que nadie de los que entraran en su palacio tuviera corazón:

viernes, 11 de julio de 2008

Errar


Nada es tan sencillo como para el cazador agazapado frente a su presa, cuyo errar el tiro alcanza íntegra conciencia en la continuidad del vuelo sobre su cabeza, en el apresurado susurrar cada vez más distante de los matorrales, incluso en el galope rugiente de la fiera enfurecida anunciando el zarpazo mortal. La inmediatez exhibe a plena luz el desacierto, abriendo con un corte limpio la posibilidad de la enmienda urgente, del segundo disparo, la prosecución en el rastreo de la presa o su probable reemplazo, también la lucidez última del error fatal y el resquicio de la fuga.

Para nosotros, demasiadas son las ocasiones, y otras tantas esenciales, en que ninguna pieza asoma con nitidez a nuestros ojos. En que ni tan siquiera existe el centro preciso enmarcado por círculos concéntricos de la diana. Ni arco visible en nuestras manos más allá del que entre nuestros pies tensa la vaga voluntad de soslayar el tropiezo. Carecen entonces nuestros errores de un saber sobre sí en el instante mismo de su producción, y sólo el transcurrir de los minutos, las horas, los días, o quizás los años, activa los variados mecanismos de su detección: el emerger de la duda en el recuerdo que amarga; la premonición de la penuria por el paso irreflexivo temido como falso; la sensación difusa del desacierto lastrado de un cómo, cuándo y dónde ilocalizables; y en el extremo, la dura certeza del equívoco mediada por el golpe inesperado, llovido como un mazazo en ausencia de la coraza protectora de una anticipación impracticable.

La conciencia tardía, el pensamiento ulterior, y, sobre todo, los acontecimientos venideros, habrán de acometer la tarea de subrayar en rojo nuestras faltas, de señalar el fallo con índice acusador. A veces, cuando la fortuna quiera aún brindarnos la oportunidad de corregir la trayectoria, de reparar el desliz, de remendar el desgarrón, la herida en la piel propia o ajena. Otras, en el momento en que el descubrimiento del daño irreparable, del pretérito clausurado y desaparecido, no consienta más que la asunción -bien trivial, bien dolorosa- del error cometido y la exhortación al aprendizaje, a la más atenta mirada futura, a través de la cuidadosa disección de las causas. En no pocos casos, con la certidumbre resignada de lo irremediable del equívoco, si el espectro de consecuencias pronosticables para nuestros actos se reconoce en exceso limitado en medio de una realidad que siempre nos desborda. A la par, el alzarse de la sensata sospecha de potenciales errores sobre nuestra nuca todavía no manifiestos, junto al temor por sus hipotéticas e imprevisibles derivadas. También de aquellos que, pese a determinar desde lo oscuro la luz de cada nuevo día, nunca se plegarán a desfilar ante nuestras confusas pupilas. E, invariablemente, la aprensión contenida por los múltiples desatinos en que aún habremos de incurrir.

Pero errar es el inevitable destino de quien por naturaleza camina desde la cuna con paso errante. Del animal cuyos pies deben dirigirse hacia lugares inexistentes en su geografía vital hasta el instante mismo de su conquista, no cartografiados por ello en mapa alguno antes de ser pisados, como tampoco las vías certeras que procuren su acceso. Lugares sustraídos al inventario previo, abocados a la invención y reinvención constante, y que así privan a nuestro andar de guía firme y definitiva, conviertiéndolo en complicado vagar y deambular por territorios ignotos. No puede ser de otra manera cuando la brújula de cada meta creada apenas logra marcar un norte siempre provisional, restringida su validez a que los hechos, los sentimientos, las convicciones, sigan aprobando su vigencia. No cabe otra posibilidad si el camino hacia el espacio elegido jamás se traza de antemano y el aparente desvío del cálculo inexperto, la improvisación necesaria en la carencia de planos, esconden tanto el atajo perfecto como el borde del precipicio.

Siendo en esencia nuestro andar un errar sin rumbo prefijado, en él se contiene, como la gota en el agua, la inclinación inalterable al error y al extravío.

jueves, 3 de julio de 2008

Perlas cultivadas (III): Lo femenino


Esta sección, largo tiempo dormida, despierta hoy con todo su ímpetu para presentaros unas "perlas" que tal vez muchos ya conozcáis, dado que han sido ampliamente difundidas por la red, pero de cuyo descubrimiento no podía dejar de hacerme eco en este blog. Los que lo seguís con cierta asiduidad comprenderéis por qué en cuanto sigáis leyendo. He aquí, queridos y queridas, estas preciadas, valiosísimas "perlas", que adornan los archivos de nuestra memoria histórica:
"Las mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho"

Tales palabras fueron escritas en 1942 por Pilar Primo de Rivera, hermana de Jose Antonio Primo de Rivera y fundadora en 1934 de la Sección Femenina, institución surgida desde la Falange y de la cual sería la única Delegada Nacional durante los 43 años de su pervivencia. Uno de sus pilares doctrinales consistía en la voluntad -¡atención!- de "dignificar" a la mujer: la Sección Femenina se erige en defensora de unos valores específicamente "femeninos" que deben dejar de menospreciarse socialmente para ser valorados en su justa medida. Su lema era: "Hay que ser femeninas y no feministas".


Nada mejor para dignificar a la mujer que empezar por reconocer cuáles son sus carencias con el fin de potenciar sus virtudes. ¿No sería ridículo que un elefante pretendiera caminar con la ligereza y elegancia de una gacela? Pues como esos elefantes torpones y ridículos debían de ser para Pilar mujeres como Cecilia Böhl de Faber, Lou Andreas-Salomé, Virginia Woolf, Jane Austen, Charlotte Bronté, Emily Dickinson, Sylvia Plath, Annaïs Nin o Marie Curie, por citar sólo unas cuantas de una lista que podría ser interminable, empeñadas en hacer uso de un talento creador del que carecían en lugar de limitarse a interpretar lo que los hombres les dieron hecho. Mejor o peor, claro. Ya se sabe que el arte de la interpretación es un asunto de mucha enjundia. Pero sigamos, sigamos interpretando, mal que bien, dado que, según Pilar, es lo único que las mujeres sabemos hacer:

"La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera simular -o disimular-, no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse. La dependencia voluntaria, la ofrenda de todos los minutos, de todos los deseos y las ilusiones, es el estado más hermoso, porque es la absorción de todos los malos gérmenes -vanidad, egoísmo, frivolidades- por el amor"


Esta otra perla apareció el 13 de Agosto de 1944 en la revista de la Sección Femenina "Medina", cuyo nombre hace referencia al Castillo de la Mota de Medina del Campo que Franco entregara a la Sección Femenina para sus actividades. Falta de todo talento creador, ¿qué otra cosa podría desear una mujer más que encontrar a un amo y señor al cual someterse, ofrecerse y del que depender, todo ello en aras del amor, el objetivo más alto que le corresponde? Queridas, admitámoslo ya de una vez: todo afán de libertad, igualdad e independencia no son más que simulaciones enmascaradoras de lo que en el fondo constituye, según proclama la Sección Femenina, nuestro auténtico deseo. Dejémoslo aflorar y pleguémonos a él si no queremos traicionar nuestra verdadera naturaleza y abocarnos así a la infelicidad. Como infelices seremos si no atendemos a las palabras del Padre García Figuer, publicadas el 12 de agosto de 1945 en esta misma revista:

"La mujer sensual tiene los ojos hundidos, las mejillas descoloridas, transparentes las orejas, apuntada la barbilla, seca la boca, sudorosas las manos, quebrado el talle, inseguro el paso y triste todo su ser. Espiritualmente, el entendimiento se oscurece, se hace tardo a la reflexión: la voluntad pierde el dominio de sus actos y es como una barquilla a merced de las olas: la memoria se entumece. Sólo la imaginación permanece activa, para su daño, con la representación de imágenes lascivas, que la llenan totalmente. De la mujer sensual no se ha de esperar trabajo serio, idea grave, labor fecunda, sentimiento limpio, ternura acogedora"


Vaya, yo no sé, pero parece que para este piadoso Padre, tan preocupado por la salud de la mujer, la sensualidad en ella -¿valdría decir la sexualidad?- no es más que una enfermedad con síntomas ciertamente peculiares y preocupantes que afectan tanto a su cuerpo como a su alma. ¿Será la oración la medicina para acabar con toda inclinación a la sensualidad? ¿O tal vez el sano cultivo del cuerpo? Esto es lo que podría sugerir la siguiente "perla", aparecida en marzo de 1951 en otra revista de la Sección Femenina llamada "Teresa", obviamente en honor a su patrona Santa Teresa de Jesús:

"Una mujer que tenga que atender a las faenas domésticas con toda regularidad, tiene ocasión de hacer tanta gimnasia como no lo hará nunca, verdaderamente, si trabajase fuera de su casa. Solamente la limpieza y abrillantado de los pavimentos constituye un ejemplo eficacísimo, y si se piensa en los movimientos que son necesarios para quitar el polvo de los sitios altos, limpiar los cristales, sacudir los trajes, se darán cuenta que se realizan tantos movimientos de cultura física que, aun cuando no tiene como finalidad la estética del cuerpo, son igualmente eficacísimos precisamente para este fin"


Pero, ¡claro!, ¿cómo no habíamos caído antes en la cuenta? ¿A qué perder el tiempo yendo a la oficina, dirigiendo una empresa, conduciendo un autobús, tecleando en el ordenador o mucho menos, acudiendo a un gimnasio? Para estar guapas y esbeltas, que es lo que realmente importa a la hora de encontrar a quien someterse, nada tan eficaz como dedicarse de lleno a las faenas domésticas. ¿Que tus carnes empiezan a mostrar signos de flacidez? Rápido, ¿a qué esperas? Ponte de rodillas y empieza a abrillantar el suelo, que seguro que lo tienes hecho un asco y a tu maridito no le gusta nada, como tampoco tus carnes flácidas. ¿Pero es que nadie te enseñó en el colegio cuál es tu auténtica misión en la vida? Pues mira qué clarito lo decía el libro para primer curso de Bachillerato de "Formación Político Social" editado por la Sección Femenina en 1962:

"A través de toda la vida, la misión de la mujer es servir. Cuando Dios hizo el primer hombre, pensó: "No es bueno que el hombre esté solo". Y formó la mujer, para su ayuda y compañía, y para que sirviera de madre. La primera idea de Dios fue el "hombre". Pensó en la mujer después, como un complemento necesario, esto es, como algo útil"


Nuestra misión, queridas lectoras de este blog, es, simple y llanamente, servir. ¿Y qué es algo que sirve para algo? Pues no hay duda alguna: un objeto útil, útil para ayudar y acompañar al hombre, útil para parir futuros hombres así como futuras siervas que sigan ayudándolos y acompañándolos. No en otro lugar reside la clave de nuestra dignidad: que asumamos nuestra condición utilitaria, sabiamente dictada por el todopoderoso, en tanto su idea primera, el hombre, necesitaba de un complemento para no sentirse solo. Y no siendo más que un ente útil y complementario del hombre, cuya finalidad originaria estriba en ponerse a su servicio, es lógico que aceptemos igualmente que no somos más que una propiedad suya, como lo eran los esclavos de los hombres libres. Así lo enseñaba a la mujeres españolas el manual de Economía doméstica para Bachillerato, Comercio y Magisterio que la Sección Femenina editó en 1968:

"Cuando estéis casadas, pondréis en la tarjeta vuestro nombre propio, vuestro primer apellido y después la partícula "de", seguida del apellido de vuestro marido. Así: Carmen García de Marín. En España se dice de Durán o de Peláez. Esta fórmula es agradable, puesto que no perdemos la personalidad, sino que somos Carmen García, que pertenece al señor Marín, o sea, Carmen García de Marín"

Afortunado este señor Marín, ¿verdad?, al que además de su casa, su coche, su dinero y sus calzoncillos, también le pertenece su mujercita Carmen García. Como afortunada debe de sentirse Carmen García por pertenecer a su maridito y haber pasado de ser un perro sin amo a disponer de un dueño que la cobije y proteja en su hogar, resguardándola de la intemperie. ¿Que a cambio Carmen debe someterse a él? Bueno, ¿no es eso lo que, según se ha dicho, representa su más auténtico deseo? Seguro que, aunque Carmen no ladre, le lleva gustosa las zapatillas cuando el señor Marín vuelva a casa cansado de trabajar.

Por no alargar demasiado el post, obvio otras "perlas" que también merecerían figurar aquí y os remito a un último texto que ya recogió en su blog el veí de dalt, también editado por la Sección Femenina, sobre el correcto comportamiento de una mujer con su marido. Advierto que es un texto no apto para estómagos delicados. Luego no me digáis que no os avisé.

Algo me inquieta profundamente de todas estas perlas. Quienes leyeron las revistas Medina y Teresa, quienes estudiaron en los colegios los manuales de Bachillerato citados, son una franja de mujeres que actualmente rondará entre los cincuenta y los noventa años. Mujeres que han educado a otros hombres y mujeres que, si bien habitan una realidad social cada vez más dispar con respecto a la que ellas vivieron, han crecido en hogares en los que la compresión del papel de la mujer y de su relación con el hombre transmitida por estas perlas, de una manera más o menos patente, o lo que es aún peor, más o menos larvada, no podía dejar de estar presente.

¿Sería sensato pensar que las notorias transformaciones sociales de las últimas décadas habrían logrado eliminar todas y cada una de las improntas, leves o no tanto, labradas por esa educación? Personalmente creo que no. Ni aun con la voluntad más consciente y decidida para ello. Porque si bien la verdadera revolución es la que se da en las conciencias, sus estratos más subterraneos no resultan fácilmente accesibles ni se dejan transformar con la misma rapidez que los más superficiales. Una revolución radical de las conciencias requiere, además de esfuerzo, tiempo. Eso sí: para promover la venida de ese tiempo, creo que sólo nos cabe seguir, entre todos, reflexionando, revisando y ahondando en nuestras conciencias.