
"Es aterrador cómo las personas son abandonadas, con toda naturalidad y la conciencia absolutamente tranquila de los demás, a unas larguísimas y azarosas horas en las que se da por supuesto que no necesitan nada porque duermen, como si el dormir fuera en efecto lo que han gustado decir tantos literatos: una suspensión de las necesidades vitales, la analogía más próxima de la muerte. Las personas se afanan a veces por comprenderse entre sí, aunque nadie en realidad esté posibilitado para comprender nada -es decir, para ver la totalidad- de lo que existe ni de lo que no existe. Pero al menos hacen como que se afanan, durante el día. En cambio nadie se preocupa, nadie se toma la menor fatiga por comprender nuestro sueño".
Cabe sospechar que el amor de Aquiles por Patroclo no habría pervivido en nuestra memoria a través de los siglos si aquél, además de llorar lastimosamente su muerte, no hubiera osado enfrentarse a Héctor en busca de la venganza que le depararía su propio final. Como cabe igualmente sospechar que la magnitud ejemplar y arquetípica del amor de Penélope hacia Odiseo no hubiera sido ensalzada por la tradición de no haber ella esperado pacientemente su retorno durante veinte largos años, esquivando con inteligente astucia el asedio de sus múltiples pretendientes. Desde tiempos inmemoriales, el discurso oficial sobre el amor proclama que los signos de la verdadera presencia de este sentimiento, los síntomas de su realidad no adulterada, deben encontrarse antes en las acciones que en las palabras, antes en los hechos palpables que en las intenciones. Con él hemos aprendido que el amor no puede sólo ser dicho ni manifestado en el mero propósito de amar. Tiene que ser probado en el terreno del obrar, del acto constatable. Del sacrificio, de la renuncia, de la entrega efectiva. De la hazaña heroica o del simple gesto diario. Y sin embargo, no deja de ser cierto que el sentimiento amoroso también se revela y deja reconocer -ante uno mismo cuando aparece, ante el amado con su declaración- en otro elemento en esencia incompatible con el alcance real de nuestras acciones: el de las intenciones imposibles, el de los deseos hacia el otro de impracticable cumplimiento que experimenta quien ama.
Del protagonista de la novela de Javier Marías "El hombre sentimental", un tenor de nombre desconocido apodado el León de Nápoles y ficticio autor de la reflexión que encabeza este post, apenas si recuerdo más que la conmovedora idea a la que conducen esas palabras que he transcrito: su intención, su deseo, fruto de su sentimiento amoroso, de velar el sueño de la mujer que ama. Quien duerme, piensa el tenor, se halla en su inconsciencia en un estado de desamparo y fragilidad que exige tantas atenciones y cuidados como su vigilia. Por ello se rebela contra la representación, trivialmente asumida, de que la persona que es el otro se interrumpe o termina, deja de existir o se anula, en el momento en que es vencida por el sueño. Una rebeldía de la que emerge el deseo de acompañar a su amada en su sueño, de no abandonarla en ese solitario viaje nocturno que diariamente la traslada a territorios para él inaccesibles. Cada noche, durante dos o tres horas, se esfuerza, vigilante, por comprender su sueño, por comprender a su amada dormida. Animado por la ilusión de que de esta manera también alcanzará a comprenderla, y así a cuidarla y velar por que nada malo le suceda, desde su propio pensamiento dormido, desde su propio sueño. Pero su amada deja con el tiempo de serlo y se casa con otro hombre junto al cual, una noche, morirá mientras duerme. Y al recibir noticia de ello, el tenor se entrega a la idea de que "esa muerte sigilosa, acaecida sin testigos y sin aviso", jamás habría tenido lugar de haber estado él a su lado para velar su sueño.
Me gusta imaginar a este personaje acostado junto a su amada mientras ella duerme. Observándola en silencio. Pendiente de su respiración lenta y acompasada. Atento al posible movimiento de sus pupilas bajo sus párpados cerrados, al más leve espasmo de sus miembros, quizás a las palabras ininteligibles proferidas de cuando en cuando por ella. Tratando de comprender en qué momentos su sueño revela placidez y bienestar, para entonces tan sólo apoyar levemente una mano en su cadera, o rozar su pierna con la suya, con la voluntad de contribuir así a prolongar, a sostener con su ayuda, ese reposo calmo y benéfico. Esforzándose por discernir en qué otros momentos su amada se agita tal vez presa de una pesadilla, y entonces acariciar suavemente su pelo, su espalda si ella duerme de costado, acercar tiernamente su rostro al de ella, rodearla con su abrazo en la oscuridad, o incluso despertarla con la máxima suavidad y dulzura en un intento de protegerla de los miedos, de los fantasmas que se han apoderado de su inconsciencia.
Pero al hilo de esa fantasía se me impone a su vez la imagen del instante en que él mismo comienza a sentir el cansancio, la pesadez en sus párpados, la progresiva blandura de sus miembros. El instante en que sus fuerzas y su empeño lo abandonan, abandonándola a ella al desamparo y la fragilidad de su sueño, al reposo plácido o al espanto de sus fantasmas. El instante en que se rinde por fin al asalto de Morfeo e inicia su propio viaje solitario en la penumbra del que habrá de regresar con su despertar a la mañana siguiente. E imagino que con ese mismo despertar le invade una terrible sensación de fracaso, de impotencia, por no haber sido capaz de velar la totalidad de su sueño, por haberla olvidado durante las horas en que él dormía. Y quizá, junto a esa sensación, la horrible certeza, más tarde encubierta en su recuerdo por el autoengaño que propicia el transcurrir del tiempo, de que su amada podría haber muerto en el margen de esas horas y él no habría podido cuidarla, atenderla, protegerla, en esos últimos minutos de su vida.
Velar el sueño de quien amamos, noche tras noche, hora tras hora, es una quimera imposible para nuestras humanas limitaciones. Un deseo impracticable en el orden de nuestra naturaleza finita. Lo son también otros muchos deseos, otras muchas intenciones: apartar al otro del dolor y el sufrimiento; sustentarlo como una base de tierra firme hasta en sus más abisales pensamientos; resguardarlo de las agresiones a las nos expone el mundo; incluso librarlo del íntimo reducto de soledad inquebrantable, inagotable, con el que todos cargamos en lo más profundo de nuestros corazones. Y no obstante, estoy convencida de que, más allá de nuestros actos, es también en esas intenciones imposibles, así como en la inevitable asunción del fracaso que la mera perspectiva de su realización comporta, donde con más intensidad se hace patente la especificidad del sentimiento amoroso y de la voluntad de amar que lo acompaña. Porque lo característico de esa voluntad de amar es pretender, con auténtica desesperación, saltar por encima de sus mismos límites. Anhelar ferozmente trascenderlos y exasperarse ante su finitud y sus múltiples impotencias.
Desear velar el sueño del otro no es, por tanto, tan sólo una absurda declaración de intenciones imposibles. Es más bien una de tantas absurdas declaraciones de intenciones imposibles a través de las cuales brilla con toda su pureza y gravedad ese sentimiento que, cuando la vida tiene a bien regalárnoslo, nos tiende y nos inclina absolutamente hacia el otro.
Del protagonista de la novela de Javier Marías "El hombre sentimental", un tenor de nombre desconocido apodado el León de Nápoles y ficticio autor de la reflexión que encabeza este post, apenas si recuerdo más que la conmovedora idea a la que conducen esas palabras que he transcrito: su intención, su deseo, fruto de su sentimiento amoroso, de velar el sueño de la mujer que ama. Quien duerme, piensa el tenor, se halla en su inconsciencia en un estado de desamparo y fragilidad que exige tantas atenciones y cuidados como su vigilia. Por ello se rebela contra la representación, trivialmente asumida, de que la persona que es el otro se interrumpe o termina, deja de existir o se anula, en el momento en que es vencida por el sueño. Una rebeldía de la que emerge el deseo de acompañar a su amada en su sueño, de no abandonarla en ese solitario viaje nocturno que diariamente la traslada a territorios para él inaccesibles. Cada noche, durante dos o tres horas, se esfuerza, vigilante, por comprender su sueño, por comprender a su amada dormida. Animado por la ilusión de que de esta manera también alcanzará a comprenderla, y así a cuidarla y velar por que nada malo le suceda, desde su propio pensamiento dormido, desde su propio sueño. Pero su amada deja con el tiempo de serlo y se casa con otro hombre junto al cual, una noche, morirá mientras duerme. Y al recibir noticia de ello, el tenor se entrega a la idea de que "esa muerte sigilosa, acaecida sin testigos y sin aviso", jamás habría tenido lugar de haber estado él a su lado para velar su sueño.
Me gusta imaginar a este personaje acostado junto a su amada mientras ella duerme. Observándola en silencio. Pendiente de su respiración lenta y acompasada. Atento al posible movimiento de sus pupilas bajo sus párpados cerrados, al más leve espasmo de sus miembros, quizás a las palabras ininteligibles proferidas de cuando en cuando por ella. Tratando de comprender en qué momentos su sueño revela placidez y bienestar, para entonces tan sólo apoyar levemente una mano en su cadera, o rozar su pierna con la suya, con la voluntad de contribuir así a prolongar, a sostener con su ayuda, ese reposo calmo y benéfico. Esforzándose por discernir en qué otros momentos su amada se agita tal vez presa de una pesadilla, y entonces acariciar suavemente su pelo, su espalda si ella duerme de costado, acercar tiernamente su rostro al de ella, rodearla con su abrazo en la oscuridad, o incluso despertarla con la máxima suavidad y dulzura en un intento de protegerla de los miedos, de los fantasmas que se han apoderado de su inconsciencia.
Pero al hilo de esa fantasía se me impone a su vez la imagen del instante en que él mismo comienza a sentir el cansancio, la pesadez en sus párpados, la progresiva blandura de sus miembros. El instante en que sus fuerzas y su empeño lo abandonan, abandonándola a ella al desamparo y la fragilidad de su sueño, al reposo plácido o al espanto de sus fantasmas. El instante en que se rinde por fin al asalto de Morfeo e inicia su propio viaje solitario en la penumbra del que habrá de regresar con su despertar a la mañana siguiente. E imagino que con ese mismo despertar le invade una terrible sensación de fracaso, de impotencia, por no haber sido capaz de velar la totalidad de su sueño, por haberla olvidado durante las horas en que él dormía. Y quizá, junto a esa sensación, la horrible certeza, más tarde encubierta en su recuerdo por el autoengaño que propicia el transcurrir del tiempo, de que su amada podría haber muerto en el margen de esas horas y él no habría podido cuidarla, atenderla, protegerla, en esos últimos minutos de su vida.
Velar el sueño de quien amamos, noche tras noche, hora tras hora, es una quimera imposible para nuestras humanas limitaciones. Un deseo impracticable en el orden de nuestra naturaleza finita. Lo son también otros muchos deseos, otras muchas intenciones: apartar al otro del dolor y el sufrimiento; sustentarlo como una base de tierra firme hasta en sus más abisales pensamientos; resguardarlo de las agresiones a las nos expone el mundo; incluso librarlo del íntimo reducto de soledad inquebrantable, inagotable, con el que todos cargamos en lo más profundo de nuestros corazones. Y no obstante, estoy convencida de que, más allá de nuestros actos, es también en esas intenciones imposibles, así como en la inevitable asunción del fracaso que la mera perspectiva de su realización comporta, donde con más intensidad se hace patente la especificidad del sentimiento amoroso y de la voluntad de amar que lo acompaña. Porque lo característico de esa voluntad de amar es pretender, con auténtica desesperación, saltar por encima de sus mismos límites. Anhelar ferozmente trascenderlos y exasperarse ante su finitud y sus múltiples impotencias.
Desear velar el sueño del otro no es, por tanto, tan sólo una absurda declaración de intenciones imposibles. Es más bien una de tantas absurdas declaraciones de intenciones imposibles a través de las cuales brilla con toda su pureza y gravedad ese sentimiento que, cuando la vida tiene a bien regalárnoslo, nos tiende y nos inclina absolutamente hacia el otro.