Querido Mario:
¿Sorprendido de encontrar este correo en tu buzón? Hacía mucho que no nos veíamos, pero aun así estoy seguro de poder reproducir en mi cabeza el modo en que habrás alzado las cejas y arrugado la frente al descubrir en tu bandeja de entrada la dirección que en otro tiempo tanto la frecuentaba. Supongo que al verla te habrás preguntado por qué te escribo, si mi reacción de hoy ha sido la de la más cobarde huida. Si llevo casi una década huyendo de ti. Aunque también pudiera suceder que hayas estado esperando pacientemente este correo que por fin empiezas a leer. Tal vez no haya cambiado tanto como creo.
Es cierto, la coherencia hubiera exigido que refrenara este impulso que ahora me anima a escribirte. Que lo apartara de un manotazo en lugar de plegarme a él. No creas que no lo he intentado. Si nuestro inesperado encuentro me ha resultado tan incómodo, tan embarazoso, ¿por qué no continuar por la senda del alejamiento que emprendí años atrás, y eludir cualquier tipo de movimiento opuesto a ella? ¿Por qué habría de desear ahora convertirte en el interlocutor que aparté de mi vida y hace apenas unas horas he vuelto a rechazar? ¿Por qué no ser consecuente y hacerte desaparecer de nuevo en ese lugar recóndito de mi mente al que había logrado relegarte, de la misma forma en que esta mañana he actuado para que cuanto antes desaparecieras de mi vista? Con preguntas como éstas llevo debatiéndome desde que he llegado a casa. Pero si en estos momentos tecleo estas líneas, es porque –gracias a nuestro encuentro causal ha aflorado esta verdad dormida– en mi conciencia pesan los años de intensa amistad que nos unieron y la consideración de que todos ellos te hacen merecedor de alguna suerte de explicación de mi conducta. No sólo de la de hoy. Debe de ser que, pese al tiempo transcurrido, aún me importa lo que pienses de mí. Debe de ser, también, que aún me importas, y por eso me hiere el recuerdo de la estupefacción y la decepción mezclados en tu rostro justo antes de darme la vuelta y echar a andar. O quién sabe: tal vez esté aprovechando esta coyuntura para emprender un ajuste de cuentas conmigo mismo largamente diferido, y sea yo el verdadero destinatario de este correo, por más que sólo tu nombre lo presida.
Muy probablemente lo que te cuente a continuación sólo venga confirmar sospechas que ya albergabas, hipótesis con las que habrás tratado de hacerte mínimamente comprensible mi distanciamiento: no me siento la misma persona que era cuando nos vimos por última vez. Hasta cierto punto es lógico: si aquello que nos define son nuestros actos, aquello que ocupa nuestro tiempo, los pensamientos y proyectos a los que entregamos nuestras mentes, entonces de ninguna manera puede decirse que sea la misma persona, aunque tú me hayas reconocido de inmediato y apenas unos pocos detalles irrelevantes en mi apariencia –las arrugas en torno a los ojos, el pelo que comienza a encanecer– denoten tal transformación. Tampoco en los aspectos más aparentes de mi vida, ésos que tantos utilizan para componer el retrato que nos identifique y de los que has ido teniendo noticia en nuestras últimas comunicaciones hasta que opté sencillamente por el silencio, se han producido cambios significativos. Continúo en mi cómodo puesto en la administración, mi matrimonio se desliza –sin más fricciones que las esperables– por los suaves rieles de una rutina no exenta de alegrías y en cualquier caso reconfortante, el tema de los niños parece a estas alturas descartado, viajamos a menudo al norte para visitar a la familia de Elena…. Sin embargo, nadie mejor que tú sabe que ninguna de esas facetas roza siquiera el centro menos visible en torno al cual giraban mis días antes de que anunciaras que ibas a cruzar el charco en busca de la gloria que aquí se te denegaba. El centro en la sombra que iluminaba cada mañana mi despertar al mundo –a veces también lo oscurecía, ¿recuerdas?, pero con una oscuridad que me llenaba de fuerza– y lo dotaba a mis ojos de la consistencia y el espesor de los que por sí mismo carece. Pues bien, es ese centro el que, sin llegar siquiera a proponérmelo, sin que yo tenga memoria de un instante de firme resolución de eliminarlo, fui dejando caer, con la misma languidez con que se dejan caer las hojas de los árboles, hasta lograr que se esfumara por completo. Ahora ya no te cabe duda alguna, ¿verdad? Aun así te lo confirmo: hace años que abandoné la literatura. Que dejé de escribir. Que dejé de frecuentar las tertulias literarias a las que solíamos acudir juntos. Es más: apenas si leo nada que merezca leerse si no es con el mero fin del entretenimiento, de la evasión que ayuda al discurrir de las horas hasta la siguiente jornada de trabajo. Si no es con el propósito de –como habitúa a decirse, siempre me pareció muy gráfica esta expresión– matar el tiempo y, con él, el aburrimiento que nos tortura en su vacío. Me deshice definitivamente de la compañía de los grandes y sin ellos sigo viviendo. Es posible que todavía anden escondidos por algún cajón los esbozos de aquella novela que empezaba a escribir cuando nos despedimos, los cuadernos de poemas en los que trabajaba. Muy rara vez pienso en ellos.
Te preguntarás cómo ocurrió. No tengo para ello una respuesta clara. Tampoco me apetece mirar hacia atrás e indagar en el proceso. Me figuro que poco a poco –y en contra del imperativo rilkeano de mantenernos en lo difícil que entonces teníamos tan presente– me dejé arrastrar por lo fácil y sucumbí al encanto de los placeres sencillos, ésos que antes tanto despreciaba. Me figuro que paulatinamente dejé de verle el sentido –o no quise persistir en su visión– a mi anterior existencia de poeta en ciernes, a la disciplina solitaria frente al cuaderno o el ordenador después del trabajo, al esforzado placer, en tantos momentos resultado de la superación de la angustia, de encontrar las palabras que se nos resisten para ponerle voz a esta realidad muda. Alguna vez recuerdo cómo en aquella época la ansiedad se apoderaba de mí cuando me veía obligado a comer con mis anodinos compañeros de trabajo, con la convencional familia de Elena. Me desesperaba por que aquellas reuniones acabaran, para regresar así a la soledad de mi buhardilla, a mis libros, a mis escritos. Tenía miedo. Miedo a acostumbrarme a la mediocridad reinante en aquellos encuentros inexcusables. Miedo a contagiarme del placer que los demás parecían hallar en sus conversaciones repletas de lugares comunes, carcomidas a mis ojos por la más trivial insustancialidad. Tenía miedo a convertirme en uno de ellos. A que llegara un día en que yo mismo disfrutara de esas charlas banales que juzgaba como una auténtica pérdida –¿o quizá debería decir asesinato?– de tiempo, como una odiosa dilapidación de la propia existencia. Contradictoriamente, me decía, si eso llega a suceder algún día, ni siquiera te darás cuenta ni sufrirás tampoco por ello. Y eso me atemorizaba aún más y acuciaba mis deseos de alejarme de esa gris medianía para protegerme de ella con mis proyectos literarios. Bien, a día de hoy debería concluir que me he convertido en uno de ellos, ya que esa ansiedad se ha ido mitigando hasta evaporarse de raíz. A día de hoy no tengo más remedio que concluir que mis miedos no fueron lo suficientemente poderosos como para apartarme de aquello que de antemano rechazaba.
Tal y como anticipaba, el hecho es que, en efecto, no sufro. A veces, incluso, creo ser feliz. Atrás quedaron la desazón, la tensión, la angustia de la creación. No te revelo ninguna verdad que desconozcas: escribir –también pintar, en tu caso– es nadar contracorriente. Debatirse constantemente con y contra uno mismo. Dar la espalda a la vida que late indolente al sol del mediodía. Al gozo de la inmediatez sin esfuerzo de lo simple. Y yo ya no me siento capaz de ese ejercicio tan escarpado como agotador, por más que sus satisfacciones –no sería de justicia no reconocerlo– pertenezcan a un orden que raya lo sublime. No. Prefiero tumbarme al sol y dejarme calentar por sus rayos mientras el tiempo transcurre manso y silencioso por encima de mis párpados cerrados.
Te confesaré, no obstante, que hoy, al verte, he tenido una extraña sensación que únicamente ahora, mientras te escribo, consigo verter en palabras: me he sentido lejos de mí. Lejos de una parte de mí mismo que no puede estar tan muerta como creía, porque de lo contrario no te estaría escribiendo. Lejos de algo que fui y que todavía debo ser, aun cuando sólo en la forma de un leve poso aletargado, porque cómo podría si no experimentar esta rara sensación de lejanía de mí mismo que hace que el suelo vacile bajo mis pies. Verte de nuevo ha resucitado en mi cabeza una pregunta que se formulaba Pessoa y que me perturbó durante largo tiempo: ¿Qué es ese intervalo que hay entre yo mismo y yo? Nunca supe exactamente lo que Pessoa quería decir con ella. Pero la cuestión es que hoy no he dejado de preguntarme en todo el día quién es en mi caso ese yo mismo que no coincide con mi yo, y que por ello siente tal lejanía de él.
Te imaginarás que no es agradable sentirse lejos de uno mismo. Eso explica mi precipitada huida de esta mañana. Quizá, también –sólo por causa de nuestro encuentro he logrado darme cuenta–, que lleve años huyendo de ti para evitar la emergencia de esa inquietante sensación. Comprenderás igualmente que no es posible vivir cargando con ella: todo lo enrarece. Así que me temo que, a partir de este momento, no me queda sino retomar la senda que inicié hace años y seguir caminando por ella como si jamás hubiera escrito este correo.
Huelga decir que no espero respuesta. O, en honor a la sinceridad, que no deseo ninguna respuesta. Me alegraría saber que tu carrera artística continúa y que has cosechado los éxitos que tus primeros cuadros auguraban. Pero también me haría daño. Por eso prefiero no saberlo.
El que fuera una vez tu amigo,
Ángel.
El título de este post es un descarado robo del de un libro de Clément Rosset que trata sobre el problema de la identidad. Sin embargo, al margen de la frase de Pessoa, que he encontrado en él, cualquier parecido entre este post y el libro de Rosset es, como suele decirse, pura coincidencia. O casi.
¿Sorprendido de encontrar este correo en tu buzón? Hacía mucho que no nos veíamos, pero aun así estoy seguro de poder reproducir en mi cabeza el modo en que habrás alzado las cejas y arrugado la frente al descubrir en tu bandeja de entrada la dirección que en otro tiempo tanto la frecuentaba. Supongo que al verla te habrás preguntado por qué te escribo, si mi reacción de hoy ha sido la de la más cobarde huida. Si llevo casi una década huyendo de ti. Aunque también pudiera suceder que hayas estado esperando pacientemente este correo que por fin empiezas a leer. Tal vez no haya cambiado tanto como creo.
Es cierto, la coherencia hubiera exigido que refrenara este impulso que ahora me anima a escribirte. Que lo apartara de un manotazo en lugar de plegarme a él. No creas que no lo he intentado. Si nuestro inesperado encuentro me ha resultado tan incómodo, tan embarazoso, ¿por qué no continuar por la senda del alejamiento que emprendí años atrás, y eludir cualquier tipo de movimiento opuesto a ella? ¿Por qué habría de desear ahora convertirte en el interlocutor que aparté de mi vida y hace apenas unas horas he vuelto a rechazar? ¿Por qué no ser consecuente y hacerte desaparecer de nuevo en ese lugar recóndito de mi mente al que había logrado relegarte, de la misma forma en que esta mañana he actuado para que cuanto antes desaparecieras de mi vista? Con preguntas como éstas llevo debatiéndome desde que he llegado a casa. Pero si en estos momentos tecleo estas líneas, es porque –gracias a nuestro encuentro causal ha aflorado esta verdad dormida– en mi conciencia pesan los años de intensa amistad que nos unieron y la consideración de que todos ellos te hacen merecedor de alguna suerte de explicación de mi conducta. No sólo de la de hoy. Debe de ser que, pese al tiempo transcurrido, aún me importa lo que pienses de mí. Debe de ser, también, que aún me importas, y por eso me hiere el recuerdo de la estupefacción y la decepción mezclados en tu rostro justo antes de darme la vuelta y echar a andar. O quién sabe: tal vez esté aprovechando esta coyuntura para emprender un ajuste de cuentas conmigo mismo largamente diferido, y sea yo el verdadero destinatario de este correo, por más que sólo tu nombre lo presida.
Muy probablemente lo que te cuente a continuación sólo venga confirmar sospechas que ya albergabas, hipótesis con las que habrás tratado de hacerte mínimamente comprensible mi distanciamiento: no me siento la misma persona que era cuando nos vimos por última vez. Hasta cierto punto es lógico: si aquello que nos define son nuestros actos, aquello que ocupa nuestro tiempo, los pensamientos y proyectos a los que entregamos nuestras mentes, entonces de ninguna manera puede decirse que sea la misma persona, aunque tú me hayas reconocido de inmediato y apenas unos pocos detalles irrelevantes en mi apariencia –las arrugas en torno a los ojos, el pelo que comienza a encanecer– denoten tal transformación. Tampoco en los aspectos más aparentes de mi vida, ésos que tantos utilizan para componer el retrato que nos identifique y de los que has ido teniendo noticia en nuestras últimas comunicaciones hasta que opté sencillamente por el silencio, se han producido cambios significativos. Continúo en mi cómodo puesto en la administración, mi matrimonio se desliza –sin más fricciones que las esperables– por los suaves rieles de una rutina no exenta de alegrías y en cualquier caso reconfortante, el tema de los niños parece a estas alturas descartado, viajamos a menudo al norte para visitar a la familia de Elena…. Sin embargo, nadie mejor que tú sabe que ninguna de esas facetas roza siquiera el centro menos visible en torno al cual giraban mis días antes de que anunciaras que ibas a cruzar el charco en busca de la gloria que aquí se te denegaba. El centro en la sombra que iluminaba cada mañana mi despertar al mundo –a veces también lo oscurecía, ¿recuerdas?, pero con una oscuridad que me llenaba de fuerza– y lo dotaba a mis ojos de la consistencia y el espesor de los que por sí mismo carece. Pues bien, es ese centro el que, sin llegar siquiera a proponérmelo, sin que yo tenga memoria de un instante de firme resolución de eliminarlo, fui dejando caer, con la misma languidez con que se dejan caer las hojas de los árboles, hasta lograr que se esfumara por completo. Ahora ya no te cabe duda alguna, ¿verdad? Aun así te lo confirmo: hace años que abandoné la literatura. Que dejé de escribir. Que dejé de frecuentar las tertulias literarias a las que solíamos acudir juntos. Es más: apenas si leo nada que merezca leerse si no es con el mero fin del entretenimiento, de la evasión que ayuda al discurrir de las horas hasta la siguiente jornada de trabajo. Si no es con el propósito de –como habitúa a decirse, siempre me pareció muy gráfica esta expresión– matar el tiempo y, con él, el aburrimiento que nos tortura en su vacío. Me deshice definitivamente de la compañía de los grandes y sin ellos sigo viviendo. Es posible que todavía anden escondidos por algún cajón los esbozos de aquella novela que empezaba a escribir cuando nos despedimos, los cuadernos de poemas en los que trabajaba. Muy rara vez pienso en ellos.
Te preguntarás cómo ocurrió. No tengo para ello una respuesta clara. Tampoco me apetece mirar hacia atrás e indagar en el proceso. Me figuro que poco a poco –y en contra del imperativo rilkeano de mantenernos en lo difícil que entonces teníamos tan presente– me dejé arrastrar por lo fácil y sucumbí al encanto de los placeres sencillos, ésos que antes tanto despreciaba. Me figuro que paulatinamente dejé de verle el sentido –o no quise persistir en su visión– a mi anterior existencia de poeta en ciernes, a la disciplina solitaria frente al cuaderno o el ordenador después del trabajo, al esforzado placer, en tantos momentos resultado de la superación de la angustia, de encontrar las palabras que se nos resisten para ponerle voz a esta realidad muda. Alguna vez recuerdo cómo en aquella época la ansiedad se apoderaba de mí cuando me veía obligado a comer con mis anodinos compañeros de trabajo, con la convencional familia de Elena. Me desesperaba por que aquellas reuniones acabaran, para regresar así a la soledad de mi buhardilla, a mis libros, a mis escritos. Tenía miedo. Miedo a acostumbrarme a la mediocridad reinante en aquellos encuentros inexcusables. Miedo a contagiarme del placer que los demás parecían hallar en sus conversaciones repletas de lugares comunes, carcomidas a mis ojos por la más trivial insustancialidad. Tenía miedo a convertirme en uno de ellos. A que llegara un día en que yo mismo disfrutara de esas charlas banales que juzgaba como una auténtica pérdida –¿o quizá debería decir asesinato?– de tiempo, como una odiosa dilapidación de la propia existencia. Contradictoriamente, me decía, si eso llega a suceder algún día, ni siquiera te darás cuenta ni sufrirás tampoco por ello. Y eso me atemorizaba aún más y acuciaba mis deseos de alejarme de esa gris medianía para protegerme de ella con mis proyectos literarios. Bien, a día de hoy debería concluir que me he convertido en uno de ellos, ya que esa ansiedad se ha ido mitigando hasta evaporarse de raíz. A día de hoy no tengo más remedio que concluir que mis miedos no fueron lo suficientemente poderosos como para apartarme de aquello que de antemano rechazaba.
Tal y como anticipaba, el hecho es que, en efecto, no sufro. A veces, incluso, creo ser feliz. Atrás quedaron la desazón, la tensión, la angustia de la creación. No te revelo ninguna verdad que desconozcas: escribir –también pintar, en tu caso– es nadar contracorriente. Debatirse constantemente con y contra uno mismo. Dar la espalda a la vida que late indolente al sol del mediodía. Al gozo de la inmediatez sin esfuerzo de lo simple. Y yo ya no me siento capaz de ese ejercicio tan escarpado como agotador, por más que sus satisfacciones –no sería de justicia no reconocerlo– pertenezcan a un orden que raya lo sublime. No. Prefiero tumbarme al sol y dejarme calentar por sus rayos mientras el tiempo transcurre manso y silencioso por encima de mis párpados cerrados.
Te confesaré, no obstante, que hoy, al verte, he tenido una extraña sensación que únicamente ahora, mientras te escribo, consigo verter en palabras: me he sentido lejos de mí. Lejos de una parte de mí mismo que no puede estar tan muerta como creía, porque de lo contrario no te estaría escribiendo. Lejos de algo que fui y que todavía debo ser, aun cuando sólo en la forma de un leve poso aletargado, porque cómo podría si no experimentar esta rara sensación de lejanía de mí mismo que hace que el suelo vacile bajo mis pies. Verte de nuevo ha resucitado en mi cabeza una pregunta que se formulaba Pessoa y que me perturbó durante largo tiempo: ¿Qué es ese intervalo que hay entre yo mismo y yo? Nunca supe exactamente lo que Pessoa quería decir con ella. Pero la cuestión es que hoy no he dejado de preguntarme en todo el día quién es en mi caso ese yo mismo que no coincide con mi yo, y que por ello siente tal lejanía de él.
Te imaginarás que no es agradable sentirse lejos de uno mismo. Eso explica mi precipitada huida de esta mañana. Quizá, también –sólo por causa de nuestro encuentro he logrado darme cuenta–, que lleve años huyendo de ti para evitar la emergencia de esa inquietante sensación. Comprenderás igualmente que no es posible vivir cargando con ella: todo lo enrarece. Así que me temo que, a partir de este momento, no me queda sino retomar la senda que inicié hace años y seguir caminando por ella como si jamás hubiera escrito este correo.
Huelga decir que no espero respuesta. O, en honor a la sinceridad, que no deseo ninguna respuesta. Me alegraría saber que tu carrera artística continúa y que has cosechado los éxitos que tus primeros cuadros auguraban. Pero también me haría daño. Por eso prefiero no saberlo.
El que fuera una vez tu amigo,
Ángel.
El título de este post es un descarado robo del de un libro de Clément Rosset que trata sobre el problema de la identidad. Sin embargo, al margen de la frase de Pessoa, que he encontrado en él, cualquier parecido entre este post y el libro de Rosset es, como suele decirse, pura coincidencia. O casi.