domingo, 30 de junio de 2013

Soledad II



Antes o después se acaba llegando a la trillada conclusión: no hay mayor sensación de soledad que la que sobreviene en compañía de otros. 

Porque no se puede siempre decir que no, pocas personas –si es que acaso existe alguna– se habrán librado de la experiencia de esos encuentros sociales forzados de los que sospechamos que no recibiremos más gratificación que la posterior sensación de un hipotético deber cumplido y la conciencia tranquila que de ella deriva. 

Desde el momento en que algo en nosotros se inclina, o cree no tener más remedio que inclinarse por el sí, es probable que cierto natural optimismo nos impulse a alimentar la esperanza de que el encuentro pueda tal vez sobrepasar las nulas expectativas depositadas sobre él. A fin de cuentas –nos decimos–, si es el caso que nunca antes consentimos en proclamar ese sí, partimos del desconocimiento de aquello que nos aguarda. Contextos inusuales –nos decimos también–, desgajados del espacio rutinario saturado de prisas e imperativos, propicios al aflojamiento de la tensión y la máscara de la profesionalidad, brindan a las personas la oportunidad de mostrar facetas, vertientes, aspectos de sí mismas que hasta el momento han permanecido ocultas para nosotros por no habérsenos presentado nunca la ocasión de descubrirlas. Y en el dilatado intervalo de tiempo que corresponde a una comida multitudinaria y su posterior sobremesa –nos decimos igualmente–, quizá haya lugar para lo imprevisto. 

Siempre resulta decepcionante comprobar que lo imprevisto rara vez ocurre. Que si tantas veces con anterioridad respondimos a la propuesta con un no revestido de excusas, fue porque nuestras sospechas albergaban más fundamento de lo que nuestra conciencia deseaba reconocer. Sentados los comensales frente a frente a la espera de la progresiva llegada de los platos que componen el menú, nada cabe sino salvar la distancia que se extiende entre los bordes de la mesa y llenar el vacío de la espera con palabras. Benditas, malditas palabras. La diversión o el aburrimiento, el entretenimiento o el tedio que experimentemos dependerán, invariablemente, de cuáles sean esas palabras que se intercambien de un lado a otro de los platos y los vasos, entre las sillas si en ocasiones la conversación se separa transitoriamente del espacio de exposición común para limitarse al comensal situado junto a uno. 

¿De qué se habla en tales circunstancias? Quizá sea inevitable que, en los inicios, todo gire en torno al territorio previamente compartido, alrededor del lugar en que confluyen cotidianamente los allí reunidos, y el intercambio comunicativo se limite a la reproducción del que ya se suele producirse día a día en el cruce por los pasillos, al hilo del cigarro fumado en la calle entre tarea y tarea, durante la pausa de un café rápido. Pronto alguien recordará con una sonrisa, tal vez también con una broma, la provisional suspensión del tiempo de trabajo, lo inapropiado de su prolongación entre los entrantes y las copas de vino. Para, a continuación, desde su mayor o menor conocimiento de los comensales y el recuerdo de las circunstancias que más recientemente han afectado a sus vidas, abrir el frente de esas preguntas que se sitúan a mitad camino entre lo cortés y lo personal: qué tal se encuentra la madre ya en edad avanzada, cómo va el pequeño que hace poco cayó enfermo, qué tal en la nueva casa tras la mudanza acaecida hace escasos meses. 

Suele suceder entonces que el interrogado se demore en explicaciones más o menos detalladas que, en realidad, sólo interesarán a quienes escuchan por suponer la ocasión oportuna para que cada cual exponga su propio caso a propósito del tema propuesto: la vejez renqueante de la propia madre, las dolencias habituales de los propios hijos, la última mudanza vivida en primera persona. Tan notorio será el esfuerzo de los comensales por participar que, conforme las copas se vayan vaciando y llenando nuevamente de vino, conforme los temas de conversación se vayan ampliando a las aficiones particulares, a lo que se hace o deja de hacer más allá de las fronteras del espacio acotado por el trabajo, terminarán por interrumpirse animadamente unos a otros: limitarse a escuchar sin abrir la boca podría ser interpretado como signo de indiferencia o desinterés por la conversación. De optarse por no aportar información alguna sobre uno mismo en relación a algún tema concreto, será preciso introducir algún comentario sobre lo dicho por otros que ponga de relieve la expresa voluntad de colaborar en el juego de construcción de la conversación con independencia de cuáles sean los elementos puestos al alcance de los jugadores. Tan preciso como aprovechar el siguiente tema para relatar alguna circunstancia o anécdota propia, haga o no perfectamente al caso, con tal de no parecer en exceso reservado, en exceso celoso de una privacidad que poco sentido tiene proteger cuando lo que se ventilan son asuntos en lo esencial tan triviales. Cuando de lo que se trata –éste es el mandato tácito que preside la reunión– es de que cada comensal festeje a los postres haber alcanzado un mayor conocimiento del resto. 

Es en este banal intercambio de anécdotas, de gustos personales, de historias más o menos graciosas en las que no resultará infrecuente la necesidad de forzar alguna que otra carcajada, donde se puede empezar a experimentar una creciente sensación de aislamiento, de lejanía provocada por esas mismas palabras vertidas con la intención de acortar distancias y generar una proximidad mayor que la que procede de la labor conjunta. No hace falta que se hable expresamente sobre ello: en esas palabras se desvelan, ante todo, estilos de vida, maneras de enfocar el siempre grave problema de ocupar el tiempo que a cada cual se nos ha asignado, que pueden abrir abismos entre quienes se decidieron y deciden cada día por estilos que podríamos llamar mayoritarios, y quienes eligieron o no tuvieron más opción que decantarse por formas menos holladas por tales mayorías. Los hijos no son sólo tema inagotable, infinito, entusiasta de conversación entre quienes los poseen. Su posesión suele, además, determinar formas de existencia bastante dispares –sobre todo en las etapas más tempranas de su infancia: lugar de destino vacacional, preocupaciones cotidianas, actividades de fin de semana– de las que protagonizan quienes carecen de ellos que no pocas veces condenan a una mutua incomprensión adecuadamente encubierta por un fingido gesto de empatía. Si escasa afinidad dialéctica puede haber entre quienes disfrutan de los últimos estrenos cinematográficos para el gran público, o de las novedades literarias que se prodigan en millones de ejemplares, y aquellos que desprecian la escasa calidad e ínfimo buen hacer que por lo general contienen los productos de la llamada cultura de masas, menos aún la habrá de orden vital entre quienes conceden a cine y libros el papel de mero entretenimiento de sus horas de asueto y los que se entregan a ellos como instrumentos de indudable goce pero también de conocimiento. Y hasta el generalizado interés por el deporte, la moda, o la cocina –los temas políticos o religiosos quedan habitualmente al margen de estos encuentros sociales obligados; las brechas que imponen son demasiado profundas y nada más proclive que su surgimiento a convertir el encuentro que se busca cordial en agrio y sonoro desencuentro–, puede acabar por aislar íntimamente en medio de la charla a quienes en absoluto les han dado cabida en su existencia. 

No será raro, pues, que algunos comensales, pese a la sonrisa luciendo en sus rostros, celebren con el brindis ritual el ya próximo y anhelado final del encuentro. Que se apresuren a despedirse del grupo con alguna excusa inventada sobre la marcha que justifique su salida más o menos precipitada del local. Que regresen a sus espacios privados con una intensa sensación de hastío, unida al firme propósito –dudoso de antemano en su posible cumplimiento, piensan resignados– de no volver a pronunciar jamás ese sí que provocó la vivencia de las horas precedentes. Una vez más, han vuelto a comprobar en esas horas que, por encima del fondo común que a todos nos alía en lo esencial, reina el ámbito de una diferencia a veces tan brutal que no permite ni tan siquiera disfrutar del calor de la compañía de otros seres humanos. La diferencia que se hace aún más notoria y es fuente de mayor sensación de soledad cuando resalta en contraste con la imagen de comunidad que tan fácilmente parece emerger del recíproco contacto de esos otros seres humanos. 

domingo, 16 de junio de 2013

Tiempo de trabajo


 No sé si será también su caso, pero yo llevo largo tiempo preguntándome por qué la inteligencia humana, puesta al servicio de la invención técnica, tan sólo ha logrado liberar de la maldición bíblica del trabajo a una pequeñísima parte de la humanidad. No hay realidad más abrumadora que la de la infinidad de progresos tecnológicos que, en los últimos siglos, han servido para sustituir la sufrida fuerza física del brazo humano por la potencia insensible de la máquina. Gracias a ellos, hace ya mucho que el fatigoso manejo de la azada fue desplazado por el tractor, la mano hundida esforzadamente en la harina por la amasadora mecánica, la paciencia del hilo y la aguja por la máquina de coser. Pero a pesar del enorme éxito logrado en el reemplazo, capaz –y esto es lo más inquietante– de incrementar exponencialmente la cantidad de trigo, panes y vestidos producidos por medio de los múltiples artilugios ideados por el hombre, de ningún modo puede decirse que haya tenido lugar la deseada disminución del tiempo invertido por la gran mayoría de seres humanos en procurarse su sustento diario a cambio del aún más deseado aumento de su tiempo de ocio y libre recreo. O, al menos, no en la proporción que cabría esperar en función de los numerosos avances técnicos conquistados desde los tiempos de la revolución industrial. 

Y he aquí que, después de tantos años arrastrando conmigo esa mortificante pregunta, me encuentro por vez primera con una explicación, tan inteligible como plausible, de por qué el aumento de la productividad del trabajo posibilitado por la máquina no ha provocado un acortamiento generalizado de la jornada de trabajo de quienes viven de su salario. ¿Dónde, dónde?, se estarán preguntando impacientes si alguna vez se han visto asaltados por los mismos interrogantes. No se inquieten, se lo cuento de inmediato: en esa inmensa obra compuesta por tres gruesos volúmenes y aun así no terminada por su autor que lleva por título El Capital. En concreto, en apenas unas pocas páginas que forman parte del primero de sus tomos. Pero, tranquilos, no hace falta que corran a ninguna librería en busca de un ejemplar de ese precioso volumen que tantas respuestas ofrece sobre la realidad social y económica que vivimos hoy en día. Si me lo permiten, ya les expongo yo misma, tan claramente como pueda, lo que allí se dice. ¿Preparados? 

Karl Marx parte de la idea de que el beneficio del capitalista –dividiremos a partir de aquí a la humanidad entre capitalistas y asalariados, entre propietarios de medios de producción y trabajadores– proviene de lo que el asalariado es capaz de producir en aquellas horas de su jornada de trabajo por las cuales el capitalista, sencillamente, no le paga. O, lo que es lo mismo, en aquellas horas en las que al asalariado no se le paga el valor de su trabajo en correspondencia con los beneficios que el capitalista obtiene por la venta de los productos fabricados por el asalariado durante ese tiempo. A esto es a lo que Marx llama “plusvalía” como fuente de riqueza del capitalista. 

Supongamos que soy un capitalista que quiere invertir su capital en producir camisas. Supongamos que, en el mercado, las camisas se venden a 20 euros y que, según mis cálculos, los costes necesarios en concepto de materias primas (tela, hilos…), instrumental, alquiler del local, electricidad, etc. por cada camisa fabricada ascienden a 10 euros. A eso debo sumar un coste adicional: el salario de los trabajadores que producirán esas camisas y que, según la tecnología del momento, son capaces de fabricar una camisa por cada hora de trabajo. Supongamos, también, que los trabajadores no pueden cobrar menos de 60 euros al día para no morirse de hambre. Es decir, que lo mínimo que debo pagarles son 60 euros. Podría razonar de la siguiente manera: si les hago trabajar 6 horas al día, en las cuales producen, cada uno de ellos, 6 camisas, y les pago 10 euros a la hora, mi coste total de producción de cada camisa será de 20 euros (10 de producción y 10 de salario), exactamente el precio que valen en el mercado, con lo cual ellos ganarán los 60 euros que necesitan pero yo no obtendré ningún beneficio. Por tanto, señala Marx, si quiero obtener algún beneficio, deberé hacerles trabajar 2 horas más, en las que produzcan 2 camisas más, pero no pagarles por ellas. Los 20 euros que debería pagarles por esas 2 horas de más serán los que yo, a su costa, me meteré en el bolsillo vendiendo en el mercado esas 2 camisas más. Esos 20 euros serán mi plusvalía. 

Vamos ahora a suponer, además, que soy un capitalista avispado y me proveo de un conjunto de nuevos métodos tecnológicos que permiten que cada uno de mis trabajadores, en lugar de producir una camisa a la hora, produzca 2 camisas. Mis trabajadores son ahora más productivos que los de los demás capitalistas, porque así como esos trabajadores siguen necesitando una hora para producir una camisa, los míos producen una camisa en media hora. Es decir, producen lo mismo que el resto en la mitad del tiempo de trabajo

Éste es el momento en que uno se pregunta –dichosa ingenuidad– por qué, ante tales nuevas circunstancias, yo, como capitalista, no tomo la decisión de reducir la jornada de trabajo de mis trabajadores a 4 horas para que continúen produciendo sus 8 camisas al día y yo siga ganando mis 20 euros de plusvalía por trabajador. Pero no es así como yo puedo actuar en mi condición de capitalista. Más bien, ya me estoy frotando las manos pensando en que ahora mi plusvalía, es decir, aquello que voy a ganar por las horas de trabajo que no pago a mis doblemente productivos trabajadores, se ha incrementado significativamente. En concreto, si los costes de producción de las camisas permanecen invariables –planteémoslo así por simplificar– y sigo pagando a mis trabajadores los 60 euros diarios que necesitan, un sencillo cálculo me revelará que mis beneficios van a ascender de 20 a 100 euros al día por cada jornada de trabajo de cada uno de mis trabajadores (1, véase al final del post). No está mal, ¿no? 

No obstante, esta mayor productividad de mis trabajadores me enfrenta a un pequeño problema: ¿cómo podré colocar en el mercado 16 camisas/día/trabajador donde antes colocaba 8, para así amortizar mis gastos de producción? La respuesta, en principio, es bastante sencilla: puedo bajar el precio de cada camisa para atraer a más compradores. Si en el mercado las camisas valen 20 euros, puedo optar por venderlas, por ejemplo, a 18 euros. Es cierto que entonces mi plusvalía descenderá un tanto. Repitiendo los cálculos de antes, concluyo que ganaré 68 euros al día por el trabajo de cada trabajador (2). Bien, no son los 100 euros que podría ganar de vender las camisas a 20 euros, pero siguen siendo bastantes más euros que los primeros 20 que ganaba por trabajador cuando éstos eran menos productivos. 

¿Problema resuelto? Pues no exactamente. Porque los demás capitalistas que venden camisas no son tontos. Y en cuanto vean que existen camisas a 18 euros en el mercado, y que ellos aún las están vendiendo a 20, se apresurarán a buscar la manera de reducir los costes de producción de sus propias camisas para abaratarlas y no quedarse sin clientes. Ello exigirá –si no quieren renunciar a sus beneficios, matar de hambre a sus trabajadores disminuyendo su salario, o matarlos de trabajo forzándolos a trabajar 16 horas al día– que se provean de los mismos medios tecnológicos con los que yo cuento para que así sus trabajadores puedan producir, al igual que los míos, 16 camisas al día. Pero entonces habrán de enfrentarse al mismo problema al que hube de enfrentarme yo en mis inicios: ¿cómo colocarán en el mercado sus 16 camisas/día/trabajador donde antes colocaban 8? Bueno, de entrada, un segundo capitalista adherido al nuevo método de producción que procura el avance tecnológico podrá optar por vender sus camisas a 17 euros, en lugar de a 18, con lo cual, si repetimos los cálculos de antes, ganará 52 euros/día/trabajador (3). Pero un tercero, si desea colocar su mayor producción de camisas, necesitará venderlas a 16 euros, de forma que su plusvalía se reducirá a 36 euros/día/trabajador (4). Y ya el cuarto se verá obligado a venderlas a 15 euros. La cuestión es que con ello, vaya por dios, no obtendrá más que los originales 20 euros/día/trabajador que ganaba cuando sus trabajadores, en lugar de 16, sólo eran capaces de producir 8 camisas al día (5). Obviamente, todos los demás capitalistas queremos seguir vendiendo camisas. No tendremos, pues, más opción que ir adaptándonos a los nuevos precios de mercado y terminar vendiendo nuestras camisas a 15 euros la pieza. No tendremos, pues, más opción que retornar a la plusvalía de 20 euros al día por trabajador a pesar de que nuestros trabajadores producen ahora el doble de lo que producían cuando ya ganábamos esos 20 euros y nosotros vendemos el doble de camisas. 

Acaban ustedes de comprobar –si es que han conseguido llegar al término de esta entrada, sin duda la más infumable de la historia de este blog; les pido disculpas– cómo la introducción de nuevos medios tecnológicos, pese a haber duplicado la productividad de los trabajadores, no ha conseguido acortar su jornada de trabajo. En modo alguno. Antes bien, en el nuevo estado de cosas, y por causa del necesario descenso del precio de las camisas, cada trabajador debe seguir trabajando no menos de 8 horas al día para ganar sus originales 60 euros. Y decimos “no menos” porque nada excluye que la libre competencia acabe exigiendo una nueva rebaja en el precio de las camisas, por ejemplo, a 14 euros. Para no perder sus beneficios ni matar de hambre al trabajador, los capitalistas tendrán entonces que exigir a sus asalariados que trabajen ya no 8, sino 9, 10 o 12 horas al día. 

Y es que, según se deduce de los análisis de Marx, la lógica del capitalismo impide, en sí misma, que ningún progreso técnico disminuya el tiempo de vida que los trabajadores dedican al trabajo. Para eso hacen falta otras cosas. Cosas que sólo pueden dilucidarse desde el exterior de esta lógica ciega movida por el afán de lucro que parece haberse implantado en nuestro mundo como una ley natural. Tan natural, proclaman algunos, como la propia ley de la gravedad. 



(1) Recordemos que cada camisa se vende por 20 euros. 20 x 16 = 320 euros. A esos 320 les restamos los 160 euros (16 x 10) de coste de producción de las camisas, así como los 60 euros de salario del trabajador, y nos quedan 100. 
(2) 18 x 16 = 288; 288 – (160 + 60) = 68. 
(3) 17 x 16 = 272; 272 – (160 + 60) = 52. 
(4) 16 x 16 = 256; 256 – (160 + 60) = 36. 
(5) 15 x 16 = 240; 240 – (160 + 60) = 20.