
El descubrimiento -o quizá valdría decir en este caso el ser descubierto, raptado, hasta secuestrado por un suceso inesperado- puede tener lugar con algo tan sencillo como trivial: poner a sonar un disco que aún no conoces. Quizá porque lo avala la recomendación de alguien cuyo criterio musical aprecias. Porque hace ya mucho que te anima el deseo de llenar las tantas y tan hondas lagunas que horadan para ti este campo. O porque es domingo, temprano, el día se extiende virgen por delante, las largas horas todavía en perspectiva horizontal, y aunque el trabajo se acumula y aguarda impaciente sobre la mesa, te propones abordarlo con calma, aflojando la presión, permitiendo que otro universo acaricie mientras tanto tus oídos y aligere la carga.
Empiezan los primeros compases y se desgranan por la habitación las melodías y las voces, las guitarras y los bajos, mientras tú te desplazas lentamente de un lado a otro, domesticando a tramos el pequeño caos reinante, preparando un segundo café, ya sobre la mesa organizando papeles, sin prestar excesiva atención a los sonidos, suelta la rienda de tus pensamientos que vagan como sin dueño por entre los muebles, sobre los libros y bolígrafos, flotando por encima de la música todavía distante. Y de repente el inicio tímido de una canción que comienza a arrastrarte consigo, el río de notas acoplándose al de tu propia sangre para marcar el ritmo de su fluir por tus arterias; la paulatina vibración, suave al principio, cada vez más potente, de cada una tus fibras al compás de ese ritmo. Y la cabeza entonces como una pizarra borrándose con precipitación, queriendo convertirse en lienzo en blanco para acoger sin interferencias dentro de sí el baile de sonidos, la sincronizada coreografía de las timbres y las cadencias. Acaba la canción y te levantas para hacerla sonar una vez más. Y otra vez. Y todavía más veces.
En los últimos tiempos, dos son las canciones con las que más recuerdo haber vivido este saberse de súbito atrapado por la música . Dos canciones que sigo escuchando ad nauseam mientras conduzco o camino sin rumbo por casa al tomarme un respiro. También cuando la música se reanuda según su capricho dentro de mi cráneo. Aunque sus melodías ya dejaban intuirlo, no averigüé hasta más tarde, conforme la repetición fue perfilando las voces en palabras, que las dos son canciones de amor. Nada extraño, siendo el amor tema inagotable en manos de músicos y plumas de poetas. Sólo que, en este caso, ambas coinciden en tematizar, desde ángulos en apariencia opuestos, un aspecto muy concreto de ese sentimiento universal tan bendecido como maldito por cada ser humano que lo goza y sufre en sus carnes: la revolución vital y anímica que opera en quien lo vive bajo la forma de una suerte de metamorfosis, de transformación en la percepción y realidad del propio yo. Una tranformación cuya detección anuncia sin posibilidad alguna de duda o error la sobrevenida del sentimiento amoroso.
En 1972, con su disco "Transformer", Lou Reed -la cuña publicitaria que lo presentaba decía: "Entre todos los que van de locos, de depravados, de anarquistas sexuales, Lou Reed es el auténtico"- no sólo hablaba del lado más salvaje, más sórdido, más viciado y vicioso de la vida. También compuso una canción de letra abrumadoramente sencilla sobre lo que significa vivir "un día perfecto" (A perfect day). ¿Y qué puede hacer de cualquier día un día perfecto? No los acontecimientos descritos en la canción, tan banales y perfectamente intercambiables por cualesquiera otros como beber sangría en un parque, acudir al zoo a dar de comer a los animales o ver una película al regresar a casa. Lo que lo hace perfecto se expresa, a mi juicio, en la estrofa cuya llegada espero cada vez que escucho esta canción: "Simplemente, un día perfecto. Hiciste que me olvidara de mí. Pensé que era otra persona. Alguien bueno". La experiencia de haber hallado, en quien nos acompaña ese día perfecto, la posibilidad de olvidarnos de nosotros mismos, de perder la noción de lo que fuimos y somos. Un olvido benéfico, recibido como una gracia, que nos arranca de nuestras manidas miserias, de nuestras oscuridades cotidianas, de las tristezas que a menudo nos inundan. O, simplemente, del apático e indiferente deslizarnos por los estados de ánimo incoloros que tiñen nuestras rutinas. Y por medio de ese olvido y del consecuente diluirse de la conciencia de nuestra propia identidad, sentirnos convertidos en alguien distinto, en una persona diferente a la que éramos. Como si el núcleo rígido que en ocasiones nos aprisiona y asfixia desde nuestra interioridad reflexiva se esponjara ante la presencia de ese Otro y acabara vertiéndose, derramándose hacia afuera, para solificar de nuevo en un yo que ya no es el nuestro. Un yo más cálido, más bondadoso, más soleado. Un yo mejor. A cuyo nacimiento asistimos como a nuestra propia resurrección en una mente y un cuerpo extraños. Extraños pero amablemente hospitalarios, liberados de la pesadumbre y el desgaste que como una gruesa costra deslucen los nuestros. Una mente y un cuerpo insólitos que irradian vida, ilusión, bienestar en presencia de ese Otro. En la maravillosa canción "A perfect day", la metamorfosis que provoca el amor es literalmente éxtasis, salida fuera de sí, extrañamiento en un yo ajeno que se revela lugar más plácido y acogedor que el yo por costumbre habitado.
Poco tiempo después, en 1974, Eric Clapton dejaba atrás una tenebrosa etapa de adicción a la heroína y la cocaína para, con una nueva formación de músicos, sacar a la luz el memorable disco "461 Ocean Boulevard". Entre sus temas, figura una versión de uno cuya interpretación por Clapton supera para mí con creces al original. Clapton proclama en él un conmovedor "por favor, quédate conmigo" (Please be with me). Y se pregunta de entrada "¿Es el amor o soy yo lo que me ha hecho cambiar de pronto? Y mirar hacia afuera, y sentirme libre". De nuevo, la experiencia de la metamorfosis, del cambio, de la transformación. Pero, a diferencia de la canción de Lou Reed, la transformación acontece en esta ocasión en sentido inverso. En el tema de Clapton, aquél a quien se pide que permanezca a nuestro lado es quien ha logrado hacernos traspasar la puerta que conduce al interior de nosotros mismos. Porque en la cercanía del Otro hallado, a través de él, nos sabemos transformados al sentir que por fin hemos encontrado el yo que verdaderamente somos. La presencia de ese Otro nos pone en contacto con una suerte de fondo interior olvidado, o tal vez nunca antes vislumbrado, que ahora sentimos más nuestro que nunca, genuinamente nuestro, y al que nos adherimos plenamente sin grietas ni fisuras. En ese fondo antes enterrado nos reconocemos como sobre la superficie sin mácula de un espejo, y contemplamos dichosos la imagen nítida y luminosa devuelta por su reflejo. Como si hasta entonces hubiéramos caminado perdidos, enajenados, alienados de nuestro más íntimo yo sin tan siquiera percatarnos de ello, y la aparición de ese Otro en nuestras vidas nos hubiera regalado la oportunidad de recobrarlo, de retornar al punto primigenio, al hogar añorado. A ese yo nuestro que, sin duda, siempre fuimos de un modo u otro, pero que por primera vez percibimos como lugar propio y originario de donde brota una conciencia por completo reconciliada, solapada consigo misma. Radiante y en paz. De la que entonces, como dice la canción, pueden emerger las auténticas palabras, las palabras auténticamente merecedoras de su nombre que exprimen las bocas de poetas y enamorados. En la no menos maravillosa canción que es "Please be with me", la transformación propiciada en uno mismo por el amor es abertura hacia adentro, pasadizo de interioridad, regreso a sí mismo, hallazgo del verdadero yo, antes huido, perdido o todavía ausente, dentro de uno mismo en los brazos de Otro.
Y, sin embargo, no es difícil comprender que, más allá de las diferencias al expresarlo, Lou Reed y Eric Clapton están cantando exactamente la misma experiencia. Pues el camino hacia afuera y el camino hacia adentro de sí que recorre el enamorado son, en realidad, uno e idéntico camino. El camino que, transitando por el extasiado descubrimiento de la mera existencia de Otro, nos disloca y descentra, alejándonos del yo que somos, para, a un tiempo, trasladarnos a ese mismo yo ya convertido en otro. Un otro que no es sino el propio yo, sólo que renovado, ensanchado, engrandecido por el poderoso sentimiento que lo reviste de un halo dulcemente extraño, dulcemente familiar. Transformado en el otro que cada yo puede llegar a ser dentro de sí mismo, fuera de sí mismo, al agraciarle la fortuna con la brillante presencia de un Otro que lo despierte y haga aflorar.
Me perdonaréis la cutrez de los tubos. Pero lo que realmente importa es la música, ¿no?
Empiezan los primeros compases y se desgranan por la habitación las melodías y las voces, las guitarras y los bajos, mientras tú te desplazas lentamente de un lado a otro, domesticando a tramos el pequeño caos reinante, preparando un segundo café, ya sobre la mesa organizando papeles, sin prestar excesiva atención a los sonidos, suelta la rienda de tus pensamientos que vagan como sin dueño por entre los muebles, sobre los libros y bolígrafos, flotando por encima de la música todavía distante. Y de repente el inicio tímido de una canción que comienza a arrastrarte consigo, el río de notas acoplándose al de tu propia sangre para marcar el ritmo de su fluir por tus arterias; la paulatina vibración, suave al principio, cada vez más potente, de cada una tus fibras al compás de ese ritmo. Y la cabeza entonces como una pizarra borrándose con precipitación, queriendo convertirse en lienzo en blanco para acoger sin interferencias dentro de sí el baile de sonidos, la sincronizada coreografía de las timbres y las cadencias. Acaba la canción y te levantas para hacerla sonar una vez más. Y otra vez. Y todavía más veces.
En los últimos tiempos, dos son las canciones con las que más recuerdo haber vivido este saberse de súbito atrapado por la música . Dos canciones que sigo escuchando ad nauseam mientras conduzco o camino sin rumbo por casa al tomarme un respiro. También cuando la música se reanuda según su capricho dentro de mi cráneo. Aunque sus melodías ya dejaban intuirlo, no averigüé hasta más tarde, conforme la repetición fue perfilando las voces en palabras, que las dos son canciones de amor. Nada extraño, siendo el amor tema inagotable en manos de músicos y plumas de poetas. Sólo que, en este caso, ambas coinciden en tematizar, desde ángulos en apariencia opuestos, un aspecto muy concreto de ese sentimiento universal tan bendecido como maldito por cada ser humano que lo goza y sufre en sus carnes: la revolución vital y anímica que opera en quien lo vive bajo la forma de una suerte de metamorfosis, de transformación en la percepción y realidad del propio yo. Una tranformación cuya detección anuncia sin posibilidad alguna de duda o error la sobrevenida del sentimiento amoroso.
En 1972, con su disco "Transformer", Lou Reed -la cuña publicitaria que lo presentaba decía: "Entre todos los que van de locos, de depravados, de anarquistas sexuales, Lou Reed es el auténtico"- no sólo hablaba del lado más salvaje, más sórdido, más viciado y vicioso de la vida. También compuso una canción de letra abrumadoramente sencilla sobre lo que significa vivir "un día perfecto" (A perfect day). ¿Y qué puede hacer de cualquier día un día perfecto? No los acontecimientos descritos en la canción, tan banales y perfectamente intercambiables por cualesquiera otros como beber sangría en un parque, acudir al zoo a dar de comer a los animales o ver una película al regresar a casa. Lo que lo hace perfecto se expresa, a mi juicio, en la estrofa cuya llegada espero cada vez que escucho esta canción: "Simplemente, un día perfecto. Hiciste que me olvidara de mí. Pensé que era otra persona. Alguien bueno". La experiencia de haber hallado, en quien nos acompaña ese día perfecto, la posibilidad de olvidarnos de nosotros mismos, de perder la noción de lo que fuimos y somos. Un olvido benéfico, recibido como una gracia, que nos arranca de nuestras manidas miserias, de nuestras oscuridades cotidianas, de las tristezas que a menudo nos inundan. O, simplemente, del apático e indiferente deslizarnos por los estados de ánimo incoloros que tiñen nuestras rutinas. Y por medio de ese olvido y del consecuente diluirse de la conciencia de nuestra propia identidad, sentirnos convertidos en alguien distinto, en una persona diferente a la que éramos. Como si el núcleo rígido que en ocasiones nos aprisiona y asfixia desde nuestra interioridad reflexiva se esponjara ante la presencia de ese Otro y acabara vertiéndose, derramándose hacia afuera, para solificar de nuevo en un yo que ya no es el nuestro. Un yo más cálido, más bondadoso, más soleado. Un yo mejor. A cuyo nacimiento asistimos como a nuestra propia resurrección en una mente y un cuerpo extraños. Extraños pero amablemente hospitalarios, liberados de la pesadumbre y el desgaste que como una gruesa costra deslucen los nuestros. Una mente y un cuerpo insólitos que irradian vida, ilusión, bienestar en presencia de ese Otro. En la maravillosa canción "A perfect day", la metamorfosis que provoca el amor es literalmente éxtasis, salida fuera de sí, extrañamiento en un yo ajeno que se revela lugar más plácido y acogedor que el yo por costumbre habitado.
Poco tiempo después, en 1974, Eric Clapton dejaba atrás una tenebrosa etapa de adicción a la heroína y la cocaína para, con una nueva formación de músicos, sacar a la luz el memorable disco "461 Ocean Boulevard". Entre sus temas, figura una versión de uno cuya interpretación por Clapton supera para mí con creces al original. Clapton proclama en él un conmovedor "por favor, quédate conmigo" (Please be with me). Y se pregunta de entrada "¿Es el amor o soy yo lo que me ha hecho cambiar de pronto? Y mirar hacia afuera, y sentirme libre". De nuevo, la experiencia de la metamorfosis, del cambio, de la transformación. Pero, a diferencia de la canción de Lou Reed, la transformación acontece en esta ocasión en sentido inverso. En el tema de Clapton, aquél a quien se pide que permanezca a nuestro lado es quien ha logrado hacernos traspasar la puerta que conduce al interior de nosotros mismos. Porque en la cercanía del Otro hallado, a través de él, nos sabemos transformados al sentir que por fin hemos encontrado el yo que verdaderamente somos. La presencia de ese Otro nos pone en contacto con una suerte de fondo interior olvidado, o tal vez nunca antes vislumbrado, que ahora sentimos más nuestro que nunca, genuinamente nuestro, y al que nos adherimos plenamente sin grietas ni fisuras. En ese fondo antes enterrado nos reconocemos como sobre la superficie sin mácula de un espejo, y contemplamos dichosos la imagen nítida y luminosa devuelta por su reflejo. Como si hasta entonces hubiéramos caminado perdidos, enajenados, alienados de nuestro más íntimo yo sin tan siquiera percatarnos de ello, y la aparición de ese Otro en nuestras vidas nos hubiera regalado la oportunidad de recobrarlo, de retornar al punto primigenio, al hogar añorado. A ese yo nuestro que, sin duda, siempre fuimos de un modo u otro, pero que por primera vez percibimos como lugar propio y originario de donde brota una conciencia por completo reconciliada, solapada consigo misma. Radiante y en paz. De la que entonces, como dice la canción, pueden emerger las auténticas palabras, las palabras auténticamente merecedoras de su nombre que exprimen las bocas de poetas y enamorados. En la no menos maravillosa canción que es "Please be with me", la transformación propiciada en uno mismo por el amor es abertura hacia adentro, pasadizo de interioridad, regreso a sí mismo, hallazgo del verdadero yo, antes huido, perdido o todavía ausente, dentro de uno mismo en los brazos de Otro.
Y, sin embargo, no es difícil comprender que, más allá de las diferencias al expresarlo, Lou Reed y Eric Clapton están cantando exactamente la misma experiencia. Pues el camino hacia afuera y el camino hacia adentro de sí que recorre el enamorado son, en realidad, uno e idéntico camino. El camino que, transitando por el extasiado descubrimiento de la mera existencia de Otro, nos disloca y descentra, alejándonos del yo que somos, para, a un tiempo, trasladarnos a ese mismo yo ya convertido en otro. Un otro que no es sino el propio yo, sólo que renovado, ensanchado, engrandecido por el poderoso sentimiento que lo reviste de un halo dulcemente extraño, dulcemente familiar. Transformado en el otro que cada yo puede llegar a ser dentro de sí mismo, fuera de sí mismo, al agraciarle la fortuna con la brillante presencia de un Otro que lo despierte y haga aflorar.
Me perdonaréis la cutrez de los tubos. Pero lo que realmente importa es la música, ¿no?