
Aunque el calendario lo aproxima velozmente a la cuarentena, en sus sonoras carcajadas, incontenibles ante la nimiedad que las dispara, todavía resuena el reír explosivo y ligeramente torpe del infante que acaba de ser descubierto por la risa. El repentino derramarse en cascada de la máscara impostada, de la rígida careta de gestos sobrios y endurecidos con que se prodigan los aprendices de hombre, testimonia así una fragilidad -la del arbolillo malogrado en pleno proceso crecimiento por una tierra infértil- que al asalto de la risa asoma en todos sus trazos para exponerlo desnudo, desprovisto de la precaria coraza que habitualmente lo encubre.
Tal vez sea por esa risa fácil y de contagiosa inocencia tardía por lo que más se le aprecia en el bar refugio de costumbre, en el que entra pesadamente al declinar la tarde tras cada jornada de soldado raso en el centro comercial, balanceando su volumen rotundo de ya tres dígitos en la báscula sobre sus pies planos. Se le aprecia pese a su conversación insulsa y reiterativa sobre los desmanes del estereotipo tosco de comprador impertinente. Pese a su hablar atropellado, en ocasiones difícilmente inteligible, en palabras escupidas para espantar el silencio. Pese a los exabruptos con que alza de nuevo la máscara para dejarla caer bruscamente al rebrotar la risa ante el más leve comentario jocoso del camarero, de los clientes que comparten con él día tras día, año tras año un par de cervezas.
Pero ese aprecio, tan generoso como circunstancial, tan sincero como despreocupado, nunca querrá demorarse en deducir de sus risotadas aniñadas la infancia oscura, enquistada en algún punto del curso natural y esperable de su superación. Ni habrá entonces de aventurarse a colegir sus causas en el nido de ramas floridas poco a poco degeneradas en espinas. En el hogar podrido de frustraciones antiguas transformadas en feroz tiranía ante la frustración sobrevenida de las expectativas no cumplidas por el retoño torpe y desmañado. En el constante golpear del martillo del piano sobre una única nota de múltiples matices: la de la reprobación por la ausencia de éxito, la de la reducción de su valor a cero por su incompetencia frente a los primeros retos escolares, la de la mirada despreciativa y los bofetones por su falta de empuje y su alegre indolencia.
Estrategias, nadie se atrevería a dudarlo, automática, irreflexivamente destinadas a la motivación y al aleccionamiento. Pero su desmesura y persistencia grosera en medio de la podredumbre y los corazones dolidos sólo podían desembocar en su caso en la huida interior apenas consciente, en la aceptación anticipada de la derrota, en el abandono prematuro, muerto por esos golpes de martillo, de todo principio de lucha. La toalla hubo de ser arrojada antes de que sonara la campana. Acosado por la admonición constante de su incapacidad para alzar los puños, ¿qué valiente se lanzaría a poner siquiera un pie sobre el ring? Y si bien los insultos y los gritos hace ya mucho que cesaron, aún reverberan adheridos a las paredes de sus arterias paralizando sus miembros, condenándolos a permanecer aferrados al único nido conocido, el que con sus espinas ya romas en la vejez brinda amparo y protección a su alma de niño a cambio de haber quebrado sus alas. Si ahora le ofrecieran unos guantes a la medida de sus manos de hombre, los rechazaría con un gesto indiferente y una media sonrisa conformada.
Sobre su cabeza no hay más horizonte que el transcurrir idéntico de los días iguales, que la planicie estéril incapaz de acoger la semilla del más mínimo proyecto de futuro, incluso de la esperanza del amor adulto merecido y jamás realmente buscado. Bastan el par de cervezas y la risa espontánea e incontenible para sostenerse a través de la monotonía ciega, de la repetición ajena a la pregunta por el sentido. En sus ojos sólo rara vez se detecta una tenue sombra de resignación, cuyo brillo precisaría al menos de la conciencia, nunca terminada en su construcción, de otro horizonte lejano contemplado como inalcanzable. La vida truncada en sus inicios camina a ras de suelo y olvida la presencia de un cielo azul hacia el que alzar el vuelo.