domingo, 16 de junio de 2013

Tiempo de trabajo


 No sé si será también su caso, pero yo llevo largo tiempo preguntándome por qué la inteligencia humana, puesta al servicio de la invención técnica, tan sólo ha logrado liberar de la maldición bíblica del trabajo a una pequeñísima parte de la humanidad. No hay realidad más abrumadora que la de la infinidad de progresos tecnológicos que, en los últimos siglos, han servido para sustituir la sufrida fuerza física del brazo humano por la potencia insensible de la máquina. Gracias a ellos, hace ya mucho que el fatigoso manejo de la azada fue desplazado por el tractor, la mano hundida esforzadamente en la harina por la amasadora mecánica, la paciencia del hilo y la aguja por la máquina de coser. Pero a pesar del enorme éxito logrado en el reemplazo, capaz –y esto es lo más inquietante– de incrementar exponencialmente la cantidad de trigo, panes y vestidos producidos por medio de los múltiples artilugios ideados por el hombre, de ningún modo puede decirse que haya tenido lugar la deseada disminución del tiempo invertido por la gran mayoría de seres humanos en procurarse su sustento diario a cambio del aún más deseado aumento de su tiempo de ocio y libre recreo. O, al menos, no en la proporción que cabría esperar en función de los numerosos avances técnicos conquistados desde los tiempos de la revolución industrial. 

Y he aquí que, después de tantos años arrastrando conmigo esa mortificante pregunta, me encuentro por vez primera con una explicación, tan inteligible como plausible, de por qué el aumento de la productividad del trabajo posibilitado por la máquina no ha provocado un acortamiento generalizado de la jornada de trabajo de quienes viven de su salario. ¿Dónde, dónde?, se estarán preguntando impacientes si alguna vez se han visto asaltados por los mismos interrogantes. No se inquieten, se lo cuento de inmediato: en esa inmensa obra compuesta por tres gruesos volúmenes y aun así no terminada por su autor que lleva por título El Capital. En concreto, en apenas unas pocas páginas que forman parte del primero de sus tomos. Pero, tranquilos, no hace falta que corran a ninguna librería en busca de un ejemplar de ese precioso volumen que tantas respuestas ofrece sobre la realidad social y económica que vivimos hoy en día. Si me lo permiten, ya les expongo yo misma, tan claramente como pueda, lo que allí se dice. ¿Preparados? 

Karl Marx parte de la idea de que el beneficio del capitalista –dividiremos a partir de aquí a la humanidad entre capitalistas y asalariados, entre propietarios de medios de producción y trabajadores– proviene de lo que el asalariado es capaz de producir en aquellas horas de su jornada de trabajo por las cuales el capitalista, sencillamente, no le paga. O, lo que es lo mismo, en aquellas horas en las que al asalariado no se le paga el valor de su trabajo en correspondencia con los beneficios que el capitalista obtiene por la venta de los productos fabricados por el asalariado durante ese tiempo. A esto es a lo que Marx llama “plusvalía” como fuente de riqueza del capitalista. 

Supongamos que soy un capitalista que quiere invertir su capital en producir camisas. Supongamos que, en el mercado, las camisas se venden a 20 euros y que, según mis cálculos, los costes necesarios en concepto de materias primas (tela, hilos…), instrumental, alquiler del local, electricidad, etc. por cada camisa fabricada ascienden a 10 euros. A eso debo sumar un coste adicional: el salario de los trabajadores que producirán esas camisas y que, según la tecnología del momento, son capaces de fabricar una camisa por cada hora de trabajo. Supongamos, también, que los trabajadores no pueden cobrar menos de 60 euros al día para no morirse de hambre. Es decir, que lo mínimo que debo pagarles son 60 euros. Podría razonar de la siguiente manera: si les hago trabajar 6 horas al día, en las cuales producen, cada uno de ellos, 6 camisas, y les pago 10 euros a la hora, mi coste total de producción de cada camisa será de 20 euros (10 de producción y 10 de salario), exactamente el precio que valen en el mercado, con lo cual ellos ganarán los 60 euros que necesitan pero yo no obtendré ningún beneficio. Por tanto, señala Marx, si quiero obtener algún beneficio, deberé hacerles trabajar 2 horas más, en las que produzcan 2 camisas más, pero no pagarles por ellas. Los 20 euros que debería pagarles por esas 2 horas de más serán los que yo, a su costa, me meteré en el bolsillo vendiendo en el mercado esas 2 camisas más. Esos 20 euros serán mi plusvalía. 

Vamos ahora a suponer, además, que soy un capitalista avispado y me proveo de un conjunto de nuevos métodos tecnológicos que permiten que cada uno de mis trabajadores, en lugar de producir una camisa a la hora, produzca 2 camisas. Mis trabajadores son ahora más productivos que los de los demás capitalistas, porque así como esos trabajadores siguen necesitando una hora para producir una camisa, los míos producen una camisa en media hora. Es decir, producen lo mismo que el resto en la mitad del tiempo de trabajo

Éste es el momento en que uno se pregunta –dichosa ingenuidad– por qué, ante tales nuevas circunstancias, yo, como capitalista, no tomo la decisión de reducir la jornada de trabajo de mis trabajadores a 4 horas para que continúen produciendo sus 8 camisas al día y yo siga ganando mis 20 euros de plusvalía por trabajador. Pero no es así como yo puedo actuar en mi condición de capitalista. Más bien, ya me estoy frotando las manos pensando en que ahora mi plusvalía, es decir, aquello que voy a ganar por las horas de trabajo que no pago a mis doblemente productivos trabajadores, se ha incrementado significativamente. En concreto, si los costes de producción de las camisas permanecen invariables –planteémoslo así por simplificar– y sigo pagando a mis trabajadores los 60 euros diarios que necesitan, un sencillo cálculo me revelará que mis beneficios van a ascender de 20 a 100 euros al día por cada jornada de trabajo de cada uno de mis trabajadores (1, véase al final del post). No está mal, ¿no? 

No obstante, esta mayor productividad de mis trabajadores me enfrenta a un pequeño problema: ¿cómo podré colocar en el mercado 16 camisas/día/trabajador donde antes colocaba 8, para así amortizar mis gastos de producción? La respuesta, en principio, es bastante sencilla: puedo bajar el precio de cada camisa para atraer a más compradores. Si en el mercado las camisas valen 20 euros, puedo optar por venderlas, por ejemplo, a 18 euros. Es cierto que entonces mi plusvalía descenderá un tanto. Repitiendo los cálculos de antes, concluyo que ganaré 68 euros al día por el trabajo de cada trabajador (2). Bien, no son los 100 euros que podría ganar de vender las camisas a 20 euros, pero siguen siendo bastantes más euros que los primeros 20 que ganaba por trabajador cuando éstos eran menos productivos. 

¿Problema resuelto? Pues no exactamente. Porque los demás capitalistas que venden camisas no son tontos. Y en cuanto vean que existen camisas a 18 euros en el mercado, y que ellos aún las están vendiendo a 20, se apresurarán a buscar la manera de reducir los costes de producción de sus propias camisas para abaratarlas y no quedarse sin clientes. Ello exigirá –si no quieren renunciar a sus beneficios, matar de hambre a sus trabajadores disminuyendo su salario, o matarlos de trabajo forzándolos a trabajar 16 horas al día– que se provean de los mismos medios tecnológicos con los que yo cuento para que así sus trabajadores puedan producir, al igual que los míos, 16 camisas al día. Pero entonces habrán de enfrentarse al mismo problema al que hube de enfrentarme yo en mis inicios: ¿cómo colocarán en el mercado sus 16 camisas/día/trabajador donde antes colocaban 8? Bueno, de entrada, un segundo capitalista adherido al nuevo método de producción que procura el avance tecnológico podrá optar por vender sus camisas a 17 euros, en lugar de a 18, con lo cual, si repetimos los cálculos de antes, ganará 52 euros/día/trabajador (3). Pero un tercero, si desea colocar su mayor producción de camisas, necesitará venderlas a 16 euros, de forma que su plusvalía se reducirá a 36 euros/día/trabajador (4). Y ya el cuarto se verá obligado a venderlas a 15 euros. La cuestión es que con ello, vaya por dios, no obtendrá más que los originales 20 euros/día/trabajador que ganaba cuando sus trabajadores, en lugar de 16, sólo eran capaces de producir 8 camisas al día (5). Obviamente, todos los demás capitalistas queremos seguir vendiendo camisas. No tendremos, pues, más opción que ir adaptándonos a los nuevos precios de mercado y terminar vendiendo nuestras camisas a 15 euros la pieza. No tendremos, pues, más opción que retornar a la plusvalía de 20 euros al día por trabajador a pesar de que nuestros trabajadores producen ahora el doble de lo que producían cuando ya ganábamos esos 20 euros y nosotros vendemos el doble de camisas. 

Acaban ustedes de comprobar –si es que han conseguido llegar al término de esta entrada, sin duda la más infumable de la historia de este blog; les pido disculpas– cómo la introducción de nuevos medios tecnológicos, pese a haber duplicado la productividad de los trabajadores, no ha conseguido acortar su jornada de trabajo. En modo alguno. Antes bien, en el nuevo estado de cosas, y por causa del necesario descenso del precio de las camisas, cada trabajador debe seguir trabajando no menos de 8 horas al día para ganar sus originales 60 euros. Y decimos “no menos” porque nada excluye que la libre competencia acabe exigiendo una nueva rebaja en el precio de las camisas, por ejemplo, a 14 euros. Para no perder sus beneficios ni matar de hambre al trabajador, los capitalistas tendrán entonces que exigir a sus asalariados que trabajen ya no 8, sino 9, 10 o 12 horas al día. 

Y es que, según se deduce de los análisis de Marx, la lógica del capitalismo impide, en sí misma, que ningún progreso técnico disminuya el tiempo de vida que los trabajadores dedican al trabajo. Para eso hacen falta otras cosas. Cosas que sólo pueden dilucidarse desde el exterior de esta lógica ciega movida por el afán de lucro que parece haberse implantado en nuestro mundo como una ley natural. Tan natural, proclaman algunos, como la propia ley de la gravedad. 



(1) Recordemos que cada camisa se vende por 20 euros. 20 x 16 = 320 euros. A esos 320 les restamos los 160 euros (16 x 10) de coste de producción de las camisas, así como los 60 euros de salario del trabajador, y nos quedan 100. 
(2) 18 x 16 = 288; 288 – (160 + 60) = 68. 
(3) 17 x 16 = 272; 272 – (160 + 60) = 52. 
(4) 16 x 16 = 256; 256 – (160 + 60) = 36. 
(5) 15 x 16 = 240; 240 – (160 + 60) = 20.

9 comentarios:

El peletero dijo...

Su pregunta se puede responder de las tres maneras siguientes:

1. El día sigue teniendo 24 horas y son ellas las que mandan porque el tiempo es como un gas que tiende de manera natural, y a veces criminal, a expandirse ocupando todo el espacio del recipiente que son nuestras vidas.
2. Normalmente la gente busca actividades para llenar el tiempo en lugar de buscar tiempo para desarrollar actividades.
3. La comodidad es cara, la felicidad no. La primera es un sucedáneo de la segunda.

Cuando la informática -para citar algo reciente- apareció en nuestras vidas muchos pensaron que al poder hacer el mismo trabajo en menos tiempo podrían descansar en el tiempo sobrante. Evidentemente era una pretensión vana y estúpida que el tiempo, maldito tiempo, ha terminado por desmentir. Y así será siempre excepto si hacemos una ley que obligue a todos, absolutamente a todos, chinos incluidos, a trabajar las mismas horas con el mismo salario pagado con la misma moneda emitida por el mismo banco, o bien, conseguimos que alguien trabaje por nosotros con, naturalmente, un salario inferior, con un salario igual o superior no tendría la más mínima gracia, ¿no cree?

El Sr. Carlos Marx tenía servicio en su casa, es decir, chachas y criadas con las que mantenía, con alguna, una relación más allá de la laboral, no sé si él les preguntaba a ellas su opinión sobre lo que escribía, no han quedado registros ni testimonios de ello, así que lo mejor es no opinar sobre lo que ignoro, tal vez sí y buena parte de su obra es debida a la aportación de dichas muchachas que mucho tiempo libre no creo, es una opinión, deberían tener.

Besos felices.

NoSurrender dijo...

Pues usted y el señor Marx tienen toda la razón, doctora Antígona: ningún progreso técnico disminuirá el tiempo de vida que los trabajadores dedican al trabajo. Probablemente algún marxistófobo se sorprendería de que es la misma conclusión a la que llega Adam Smith, aunque el escocés no lo escribiera tan explícitamente. Y es que productividad y salarios tienen tanto que ver entre sí como la velocidad y el tocino, habida cuenta de que los medios de producción no están en manos de los que producen.

La productividad avanza (básicamente) con la tecnología y lo que los británicos llaman el know-how. Pero los salarios se mueven según el smithiano concepto de mercado de oferta y demanda que, al igual que los beneficios en perfecta competencia, tienden a cero. Bueno, por supuesto, tenemos que entender el “cero” del precio del trabajo como aquel salario que resulta básico para poder trabajar (estar vivo al día siguiente y tener la fuerza muscular o intelectual necesaria para ejercer el trabajo por el que se le paga).

Claro que no. El trabajo no es una maldición bíblica, sino sistémica y malthusiana. En los sistémico se han podido hacer algunas cosas, como el establecimiento de salarios mínimos y convenios sindicales, que provocan un cambio estructural en el mapa de curvas de oferta/demanda haciendo que ese esquema de plusvalías y precios se reequilibre (opciones socialistas) o la creación de compensaciones variables a los trabajadores en función de los márgenes operativos obtenidos por las empresas (opciones liberales). Pero ahora estamos dominados por bestias ultraliberales cuya mentalidad está puesta en reducir aún más los salarios hasta hacer que efectivamente sean solo de subsistencia, como medida para competir con los sistemas esclavistas del sudeste asiático.

Besos trabajadores, doctora Antígona!

Dona invisible dijo...

Hola, guapa,
aunque esté más invisible que nunca, sigo estando... Circunstancias no deseadas me impiden manifestarme, pero espero poder hacerlo pronto. Bueno, una racha no de las mejores, pero pasará... Qué rabia me da no poder leer a gusto tus entradas, aunque aquí están y me pondré al día. Siento no haber dicho nada antes...
Un beso!

Antígona dijo...

Estimado Peletero, me esperaba una clara objeción por su parte que es la que yo misma haría a mi post. Es la que se contiene en su respuesta número 2: por alguna extraña razón, y después de las luchas obreras del siglo XIX, la gente en los países occidentales no desea –o no desea con la suficiente vehemencia- que se reduzca su tiempo de trabajo. Es más: se da la circunstancia de que la mayoría de ellos no saben qué hacer con su tiempo libre, de manera que más cantidad del mismo les plantearía aún un problema mayor. Otra forma de alienación que seguro ha sido estudiada y teorizada en sus conexiones con el tipo de sociedad en el que vivimos, pero cuyas conclusiones –de tales estudios, me refiero- desconozco. Es el enigma dentro del enigma de la relación entre tecnología, productividad y tiempo de trabajo. Probablemente, un enigma mucho más difícil de resolver que el explicado por Marx.

Al comienzo de la crisis, un amigo que posee una empresa planteó a sus trabajadores que, para evitar despidos, sólo le quedaba una solución: reducir su jornada de trabajo reduciendo igualmente su salario. Personalmente, hubiera pagado un plus de mi propio salario a cambio de obtener semejante pacto. Pero sus trabajadores se negaron y, aunque al final no tuvieron más remedio que aceptar, no lo hicieron desde luego de buen grado. ¿Lo entiende usted? Porque yo no. O lo entiendo pero a medias y sólo porque la cabeza me lo pide. Entiendo que sólo del salario, y no de las horas dedicadas al trabajo, depende el estatus social, ése que se hace palpable en la marca de coche que uno posee o en el precio de las gafas de sol que lleva. Pero cuando pienso que sólo se vive una vez, y que no hay, por tanto, mayor tesoro que el tiempo, cualquier cuestión de estatus me parece por completo despreciable.

Tiene usted mucha razón, estimado Peletero, al hablar de los chinos y del igual salario que deberíamos percibir con respecto a ellos para que la mayor productividad redundara en una jornada de trabajo más corta. Nada, por otra parte, que no planteara ya el propio Marx al señalar que la revolución, o es universal –internacional- o no será. De ahí la enorme dificultad de su acaecimiento.

Poco sé de la vida de Marx. Me interesan ante todo sus textos, de los que, por cierto, aún me queda muchísimo por leer. No sé si cuando los haya leído todos me apetecerá saber algo de sus costumbres y su relación con sus criadas. Pero, conociéndome, me temo que no. Me parecen asuntos más propios de novelas de Corín Tellado, si me permite la insolencia :)

Besos sin servicio doméstico.

Antígona dijo...

“Habida cuenta de que los medios de producción no están en las manos de los que producen”. Ahí lo ha dicho todo, doctor Lagarto. Una verdad que no sé si se acabará vislumbrando mayoritariamente ahora que las jornadas laborales empiezan a exceder con mucho las 8 horas diarias –hasta de 18 horas al día han saltado a la prensa a través de denuncias de buscadores de empleo- y los salarios comienzan también a situarse por debajo del nivel de subsistencia, contando, cómo no, con el hecho de que la gran familia española permite vivir a costa del padre o abuelo jubilado e incluso en su propia casa.

Habla usted de leyes de mercado y, probablemente, el problema resida en que se ha dejado en manos del mercado el gobierno absoluto de la economía. O ésa ha sido la pretensión del liberalismo y allá por el 29 del siglo pasado se vieron las consecuencias del éxito social de sus teorías y ahora asistimos de nuevo a la misma catástrofe. ¿Hasta cuándo?

Pero supongo que todo esto se veía venir desde que comenzaron las deslocalizaciones y se anticipaba el momento en que no tendríamos más remedio que competir con los chinos. O con los hindúes, que ahora parece ser que resultan bastante más baratos salarialmente que los chinos. Sin embargo, y aunque piense que la opción socialista ha fracasado –basta ver el punto en el que estamos- sigue pareciéndome que, sin necesidad de llegar a la improbable posibilidad de la revolución, continúan existiendo opciones intermedias. ¿O es que no podría legislarse para que, en los países occidentales, no entrara producto alguno cuyas condiciones de fabricación, en lo relativo a las condiciones laborales de quienes lo han producido, no respetara un mínimo de condiciones de dignidad exigibles para el ser humano a todas luces no cumplidas por gran cantidad de productos comercializados en tales países?

Como digo en el post, nada de esto es cuestión de leyes naturales, sino de decisiones humanas. Y las políticas posteriores a 1930 demostraron, en algunos países, que se puede poner freno a la bestia que emerge del capitalismo campando a sus anchas y convertirla, si no en un lindo gatito, sí en un animal menos nocivo para la humanidad en su conjunto.

Un beso, doctor Lagarto!

Antígona dijo...

¡Hola Dona! ¡Me alegro mucho de saber de ti! :)

Siento que estés pasando una mala racha, pero ya se sabe, en esta vida, una de cal y otra de arena, y a veces no nos queda más remedio que apretar los dientes y resistir hasta que cambien las tornas y los tiempos se vuelvan algo más amables.

Mucho ánimo, guapa, y muchas gracias por pasarte pese a que no estés en las circunstancias más propicias para demorarte por estos lares. Cruzaré los dedos por que tu mala racha escampe pronto y vuelva a lucir el sol para ti.

Un beso enorme, Dona, y un fuerte abrazo!

El peletero dijo...

Le permito la insolencia, querida Antígona, claro que sí, sea todo lo insolente que usted desee.

Yo ya sé que uno no debe confundir peras con manzanas y que se puede descubrir el remedio definitivo que cure el cáncer y al mismo tiempo maltratar a tu esposa y violar a tus hijos y a los hijos de los vecinos, porque, en realidad, ambas cosas, en un sentido, no van nunca relacionadas.

Pero usted me permitirá también ser insolente y decirle que si no menospreciara, como lo hace, las novelas de Corin Tellado, tal vez habría descubierto ya las respuestas a sus preguntas.

Creo, para empezar, que hay que distinguir, y no confundir, ocio con actividad, sólo hay que ver esas legiones de jubilados que no saben qué hacer con su tiempo (si no tienen nietos que cuidar, vaya tontería jubilarse para cuidar a los nietos, ¿no le parece?) y que terminan todos en las consultas de los psiquiatras o amargando la vida a los que les rodean y que descubren a los setenta años que su vida está vacía.

También hay que tener en cuenta el valor que las personas dan a las ventajas competitivas que la vida ofrece y que dependen de la voluntad de ejercerlas, ventajas que pueden obtener para distinguirse del grupo. Por ello siempre se habla que en muchos centros de trabajo públicos se realiza una presión contraria, que nadie sobresalga, que nadie haga mejor que los demás su trabajo, que nadie cometa menos errores que los demás, que nadie trabaje un minuto más de la cuenta, que nadie se esfuerce, que nadie haga ningún curso para ampliar sus conocimientos, que nadie se mueva so pena de caer en el ostracismo del resto de compañeros, que nadie ambicione nada más que cobrar su sueldo que es igual que el del resto de su departamento y que les permite vivir igual que los demás.

¿Por qué las personas propenden, la mayoría, a distinguirse del grupo en un cierto sentido? ¿En qué sentido? La respuesta, querida amiga, la encontrará en Corin Tellado, y, seguramente también, en la vida privada de las personas, en las relaciones que mantienes con quien les paga y a quienes pagan por su tiempo, como hacía Carlos Marx con sus criadas, hechos y circunstancias que él vivió de primera mano, no de oídas, y que parece no tuvo en cuenta, o no consideró pertinentes, reflejarlas en sus escritos, o que de ellas no sacó, o no supo o no quiso sacar, ninguna conclusión, exactamente igual que usted.

Besos exclusivos, diferentes al resto.

Antígona dijo...

Estimado Peletero, espero que mi insolencia no le haya molestado y si es así, le pido disculpas.

Es verdad que no aprecio las novelas de Corín Tellado, tal y como se desprende de mi comentario, cuyo único propósito era señalar que –y a lo mejor es un defecto mío- estas cuestiones, morbosas y no morbosas, relacionadas con la vida personal de los autores cuyas obras me interesan, nunca me han interesado.

Pero, francamente, me parece un poco exagerado que me diga que las respuestas a las preguntas que me planteo dependen de mi valoración o escasa valoración de las novelas de Corín Tellado. Entre otras cosas, porque dudo mucho que esa voluntad de distinguirse del resto que menciona como carácter fundamental del ser humano –entiendo-, y que yo misma asumo, no puede estar sólo expresada en las novelas de Corín Tellado que no leo. De estar expresada en ellas –que no lo sé-, se trataría tan sólo de una región muy limitada de la realidad en la que tal voluntad se expresa. Y podrá usted convenir conmigo en que es altamente probable que yo haya llegado a percibir esa voluntad de distinción –si es que acaso no la he experimentado en carne propia- en muchas otras regiones de la realidad, o de la propia literatura como parte de la realidad, en las que se pone de manifiesto.

Por otra parte, no estoy de acuerdo con esa distinción que plantea entre ocio y actividad. Diría más bien que el tiempo de ocio es aquel que se dedica a actividades libremente escogidas en lugar de impuestas por necesidades económicas o por otro tipo de imperativos que las convierten en una obligación. Esto es, que la actividad es algo intrínseco al ocio siempre y cuando se trate de actividades que uno podría no realizar sin entrar en confrontación con ciertos principios vitales (la necesidad de comer), morales o sociales.

Yo estoy segura, por otra parte, de que Marx era perfectamente consciente de esa necesidad de distinguirse de los seres humanos. No de otro modo puedo entender si no el lema que asigna a la futura sociedad comunista y que escribe en su “Crítica al programa de Gotha”: “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Pues en este lema se contiene ya el reconocimiento de que ni las capacidades ni las necesidades de los seres humanos son las mismas, así como la exigencia de respetar las diferencias existentes entre ellas. Y, por tanto, de permitir igualmente que cada cual fomente sus diferencias con respecto al resto tanto como le venga en gana, sea capaz o necesite.

Dicho esto, creo que se ha entendido muy mal a Marx cuando se piensa que sus críticas al capitalismo conducen a la construcción de una sociedad en la que todo el mundo debería ser medido por el mismo rasero y que aplastaría sistemática la diferencia. Por una parte, la igualdad ante la ley –no otra cosa se desprende de su defensa de la república democrática- es, precisamente, lo que garantiza el imperio de la diferencia. Por otra, entre lo que Marx dijera en sus textos y presuntas realizaciones de las ideas marxistas como la impuesta en China por Mao Tse Tung no se abre sólo una distancia enorme, sino la distancia inconmensurable, a mi juicio, de un auténtico abismo.

Besos igualmente exclusivos

El peletero dijo...

Su insolencia no me molesta, querida Antígona, todo lo contrario. No me pida disculpas, no hay nada que disculpar, en todo caso soy yo el agradecido por sus respuestas y nuestras charlas.

Debería de haberse dado cuenta que la mención a Corin Tellado, al menos por mi parte, es alegórica a esa literatura barata y de poca calidad que refleja los estereotipos morales y psicológicos de los grupos sociales que algunos calificaban de proletarios o simplemente populares o lumpen. Tal vez, buceando en ellos, encontramos las respuestas a sus preguntas pues ellos, si alguna virtud tienen, es la de no estar contaminados por el puritanismo de los intelectuales que observan la realidad desde sus atalayas mientras sus criadas, en los escasos momentos libres de que disponen, leen con avidez tales novelitas.

El ocio como actividad libremente elegida me parece uno más de esos mitos que produce la fábrica que trabaja 24 horas durante 365 días al año, la fábrica del puritanismo de esos intelectuales y que ha calado, de la manera más estúpida, en la población general.

Esa clase de ocio, querida amiga, es un mito, una mentira tan falsa como aquella que nos cuenta que los niños vienen de París traídos por una cigüeña.

La única actividad creativa que permite una realización plena es la que aúna libertad y necesidad, que se realiza porque se quiere, libremente y, fundamental, porque en ella te juegas los cuartos y algo más. Es como hacer turismo, está muy bien, pero no tiene nada que ver con viajar por trabajo, nada que ver, como la noche y el día, igual que jugar a cocinitas o ser el cocinero de un restaurante. Si no es así todo termina siendo un simple divertimento tan frustrante como ir a un baile y no encontrar pareja para bailar. Espero que haya entendido mi punto de vista.

Tiene razón en lo mal que se ha entendido a Marx, mucha de su obra está plenamente vigente hoy en día también igual que lo estaba entonces y si lo está debe de ser por el sentido común que utiliza cuando lo utiliza y cuando se limita a describir y a explicar los hechos que estudia. Lo malo, como siempre, se lo vengo diciendo desde hace siglos, se encuentra en los fans, en las hordas, como esas que medio me cita usted, los guardianes de la revolución cultural de Mao. Uno de los grandes monumentos de la infamia y estupidez humanas.

Quemar libros es un crimen, pero blandirlos como armas como hacen muchos fanáticos también lo es.

Una buena idea, usted ya lo sabe, no es garantía jamás de una buen ejecución de esa idea, sobre todo si no se tienen en cuenta a la multitud de criadas que leen esas novelas baratas y que, encima (o debajo) han de soportar a sus señores que escriben libros sobre ellas, en su propia cama.

Besos nada ociosos