domingo, 30 de mayo de 2010

Saltar II: Ítaca


Dicen que a Ulises le venció la añoranza, esa semilla fatal germinada en su pecho capaz de engendrar brazos asesinos de cíclopes, oídos muertos para el bello canto de las sirenas, corazones de hielo frente a la dulzura vertida en caricias por criaturas como Calipso. Un abismo te separa de Ulises, y no obstante, a ráfagas fugaces, paladeas en tu boca el sabor de la nostalgia por pequeños pedazos de un mundo que rueda ajeno a ti en la distancia: un cielo que no es éste, un rayo matinal asediando impertinente la ventana, las voces amigas clamando en la lejanía. Imposible saltar hacia adelante sin dejar atrás el suelo que impulsó nuestros pies, y sobre él sus huellas aún visibles en la arena, las piedras queridas que día a día moldearon sus plantas, las raíces de los árboles a cuya sombra hallaron fresco cobijo. También de los hilos todavía palpitantes, tendidos en arco inaudito sobre el ancho espacio, que atan y seguirán atando al suelo abandonado los tobillos ausentes. Los hilos que, como alambres suspendidos en el aire, fuerzan al regreso puntual a Ítaca. Y aunque Ítaca carezca ya para ti de la fuerza imantada de los destinos elegidos, nunca cesará su rostro afable de invitar al retorno para la celebración del origen, del inicio en la tierra natal que soportó paciente la torpeza tierna de tus primeros pasos.

Has aprendido que largo es el tiempo necesario para pulir la totalidad de las aristas en los nuevos parajes que habitas. Más largo aún para mullirlos con el acogedor plumón de la memoria inconsciente. Continúan ocultando a tus ojos inexpertos oquedades tenebrosas, misterios inquietantes en sus múltiples recodos, y a ratos persiste en tus miembros la tensión exigida para acomodarse a sus caminos y, junto a ella, el deseo de sentirlos aflojarse. Porque de esas aristas y oquedades y misterios, y de la tensión y el deseo mana en ocasiones una tenue pero molesta sensación de extrañeza, de justa extranjería, es al término de tu travesía, al comenzar a percibir el singular aroma salino y la intensidad azul del cielo añorado de Ítaca, cuando más te asemejas a Ulises. Imaginas en tu mirada el brillo inmortal de la suya, pegada con inquieta avidez al horizonte, iluminada ante la perspectiva del reposo en lo fácil por palmo a palmo sabido, ansiosa del descanso en hábitos tatuados por los años en las articulaciones. Gozando en la anticipación del alegre reencuentro con quienes en sus manos aferran firmes los cabos de los lazos que, tirando de ti, te animaron a vencer la pereza ante las fatigas del viaje. Y, al saltar del barco, se pliega en reverencia tu torso ante Ítaca y saludas a sus gentes con una sonrisa, agradecido por hallarte de nuevo bajo ese azul que de nuevo ampara tu coronilla.

Basta, sin embargo, franquear la puerta del antiguo hogar para que empiece a aletear sobre tus cejas una desazón inesperada. Sus estanterías expoliadas componen el vivo retrato de la desolación. En el polvo acumulado sobre los objetos descartados, la desagradable señal que augura su cierta, solitaria decadencia. Sólo el enorme poder desfigurador de una memoria caprichosa y selectiva alcanza a justificar la absurda omisión en tu cabeza del dato inexcusable. El semblante en sorpresa frente a la evidencia cuya imprevisión te sitúa por unos segundos del lado de los dementes. A pesar de la mueca burlona que restaura el sano juicio y apacigua la incipiente tristeza contagiada por ese espacio en ruinas, no dejas de acusar, dolido, el gesto de despedida paralizado entre las paredes que durante largo tiempo resguardaron cálidas tus sueños y vigilias. El gesto que tímidamente te escupe y rechaza invitándote a la huida.

Frente a él, la inmovilidad casi intacta de las calles de Ítaca propicia amable el ajuste sin discordancias de la imagen conservada. Si antes enmarcaban tus trayectos cotidianos como un escenario apenas percibido, ahora las observas con la atención del paseante curioso y desocupado. Las pupilas se recrean en las figuras y contornos familiares, en la reconfortante identificación de sus insignificantes detalles. Con ella recobras esa grata sensación de seguridad animal que procuran los territorios mil veces hollados, donde se excluye la incertidumbre y el peligro del extravío. Pero el bienestar parece pronto condenado a extinguirse. Conforme se agota la emoción del reconocimiento, una creciente pesadez lastra tus músculos y tu corazón. Caído el velo embellecedor que tiende a cubrir en el recuerdo los objetos ausentes, contemplas en torno a ti la realidad gastada, tediosa por siempre idéntica a sí misma, que en tantos momentos te hizo anhelar otros lugares, otros dominios. Sospechas que algo en ti reproduce sin tú saberlo la fría operación de cálculo, proclive a la infravaloración, destinada en su día a aligerar la gravedad y el temor del salto. Que reaccionas a cierto raro mecanismo de protección que te quiere cómodo, contento en Ítaca, en la posición del mero visitante. O que, sencillamente, los recuerdos recientes nacidos fuera de Ítaca, unidos a la conciencia de tu provisional estancia en ella, alteran sin remedio la profundidad de tu mirada. No puedes ignorarlo, tampoco evitarlo.

Y llegada la hora de decidir, necesario el ejercicio de economía impuesto por la limitación del tiempo, a qué llamadas acudirás, con qué manos de las que sostienen los lazos harás efectivo el reencuentro, te asalta la duda en amalgama con una cierta indolencia que, lejos de obedecer tan sólo al natural cansancio tras la travesía, acaba por desvelarte una dolorosa verdad: el deseo de mantener agarrados ciertos hilos dependía únicamente de la imposibilidad fraguada por la distancia; brindada la posibilidad, dispuesta ante ti para ser empuñada, el deseo abstracto, obligado a concretarse, se relativiza y reduce a unos pocos escogidos. Si la lejanía magnificó falsamente su número, ahora te percatas de que la recuperada cercanía, las condiciones del retorno, han deshecho el espejismo que te llevó a añorar lazos infecundos. Lazos quizá en algún momento sólidos, quizá siempre frágiles, que ahora se desgarran entre tus dedos como una tela raída por el uso. Y así compruebas, taciturno, que no son tantos como creías los vínculos que aún te ligan a esta tierra, por más que algunos permanezcan incuestionados.

El reencuentro no defrauda tus expectativas y su poder vivificante asegura próximos regresos. Pero de vuelta al hogar decadente, bajo el influjo de ese aire de despedida ahora dueño de sus dependencias, te sobreviene la imagen de Ulises despertando en mitad de la noche, desanudando su abrazo del cuerpo insólito, desconocido, que es Penélope, evocando el mar agitado de sus travesías. Lamentando en la oscuridad el asesinato del cíclope, su tenaz sordera al bello canto de las sirenas, la renuncia gélida a las dulces caricias de Calipso. Abrumado por la certeza, al detectar bajo su piel sus huellas imborrables y el dolor por su pérdida, de no poder pertenecer ya a Ítaca. De no saber ya a dónde pertenece.

Tú sí lo sabes: la verdadera Ítaca no se encuentra en tierra iniciática alguna, sino que brota del fuego que impulsa nuestros saltos y sigue impulsándolos cada mañana, pese a los sinsabores y esfuerzos, pese a las aristas y oquedades tenebrosas. Una Ítaca que el fuego irá construyendo con calma, ladrillo a ladrillo, con la argamasa del transcurrir de los días y la confianza en ellos depositada. Porque también el viaje en pos del lugar sentido como propio al descubrirlo en el horizonte es retorno. Retorno sin fin hacia esa Ítaca que, levantándose despacio conforme caminamos hacia ella, siempre quedará frente a nosotros, siempre allí delante, siempre un poco más allá del alcance de nuestros pies.

16 comentarios:

TRoyaNa dijo...

Antígona,
hermoso texto,la nostalgia es cómo un hilo invisible que tira de nosotros,y deforma los rostros,las voces,los objetos...no importa que tras cada reencuentro con un lugar,una casa,un ser querido...la realidad sea otra bien distinta a la imaginada,porque esa nostalgia es más persistente que cualquier constatación empírica y volverá a surgir,sin duda,en el momento en el que te alejes del paisaje,del objeto o de las personas por las con el transcurrir de los años fuiste creando apego.El tiempo,desde niña, se ha encargado poco a poco de crear en ti una raíz,que más débil o más sólida,ha ido tomando asiento sobre todo,en tu cabeza.
Y aunque la verdadera Ítaca se encuentre dentro de ti, en ese impulso diario y en ese querer depositar confianza en el día que comienza en ese viaje en pos del lugar sentido como propio,de seguro te verás sorprendida nuevamente por ese suave e invisible tirón al origen,más tarde o más temprano,con mayor o menor frecuencia,como un reclamo irracional e intermitente,que va más allá de cualquier incuestionada e incluso satisfactoria respuesta.
Un abrazo!

Jota dijo...

Bellísima entrada. Como creo que concluyes, Ítaca sólo puede existir en un lugar diferente del que estamos, pues es la idealización mediante la memoria y la nostalgia de un hogar perdido y lejano. Es por definición irreal, o no real del todo, pues responde más a nuestros deseos que a nuestros hechos. Siempre he preferido la nostalgia del viajero a la paz modorra del sedentario.

Antígona dijo...

Así es, Troyana, y por ese poder deformador la nostalgia puede tener efectos nefastos y hacernos incapaces de vivir el presente, como le sucedió a Ulises, que a tanto renunció por desear volver a su patria, a lo que concebía como su hogar.

La ausencia nos lleva a magnificar el valor de los objetos ausentes, a embellecerlos, los dota de un barniz de necesidad del que carecían cuando estaban presentes, y por ello los torna más deseables. De ahí que sea tan frecuente la experiencia de la decepción cuando los recuperamos, porque ya en nuestro recuerdo, en nuestra imaginación eran otros, distintos y mejores.

Creo que tienes toda la razón al decir que, por más que el contraste entre la realidad y el recuerdo tenga lugar y con él se produzca el choque decepcionante, bastará que nos alejemos de nuevo de esa realidad añorada para que la nostalgia vuelva a surgir y olvidemos el choque. Probablemente porque los recuerdos forjados durante muchos años no son fácilmente reemplazables por los escasos recuerdos almacenados durante el tiempo de visita. De manera que, recobrada la distancia, serán los primeros los que tiendan a imponerse, anulando los segundos y preparándonos para una nueva decepción, que se repetirá tantas veces como volvamos a regresar a ese lugar querido.

Ítaca es una metáfora del hogar, del refugio, del lugar en el que uno se siente verdaderamente “en casa”, a salvo, cómodo, protegido. Por ello, creo que Ítaca se encuentra en buena medida dentro de nosotros mismos y, desde ahí en aquellos lugares que nosotros elegimos como nuestro hogar. Porque el hogar no es algo que nos venga dado, aunque sí lo sea la tierra natal, sino algo que uno debe fabricarse día a día allí donde se encuentre. Lo cual no excluye, claro, que la nostalgia, como dices, no vuelva a atacar, porque los humanos somos seres apegados a nuestros recuerdos. Pero cada vez tengo más claro que mi casa está donde yo misma estoy y, sobre todo, en la gente con la que he decidido compartir mi vida.

Un abrazo!

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Gracias, Jota. Así es, Ítaca sólo puede existir en un lugar diferente del que estamos, pero no porque esté perdido y lejano ni porque quede a nuestras espaldas, sino porque se trata del hogar que deseamos construir para nosotros mismos y que nunca terminamos de construir, el hogar que está siempre construyéndose y que no quedará acabado hasta el día en que hayamos muerto. La tarea de hacer de este mundo nuestra casa, de sentirnos en este mundo como en nuestra casa, nos acompaña cada día de nuestra existencia y nunca se agota. En ese sentido, podría decirse que el viaje hacia Ítaca, siendo Ítaca ese hogar que anhelamos y nunca del todo alcanzado por nunca del todo construido, es un viaje infinito, un viaje perpetuamente en marcha. E Ítaca y su continuo sustraerse al presente, su siempre quedar un poco más allá, la zanahoria que nos impulsa a seguir caminando hacia ella, esforzándonos por edificarla para nosotros.

Un beso!

Antígona dijo...

Después de leer el comentario de Jota y de haberle respondido yo misma, he revisado el texto y me ha parecido que el final no quedaba muy claro. Así que lo he retocado un poco, y aunque sigo sin estar muy contenta con él -de hecho no lo estaba ya antes-, de momento no me sale nada mejor.

En fin, espero no haberlo estropeado aún más.

Besos a todos y todas!

Margot dijo...

Era Kavafis quien tenía unos versos preciosos acerca de Itaca... pues eso! que lo mejor de Itaca no es su existencia como lugar sino el empeño que ponemos en que exista y nuestro deseo... la búsqueda.

Mejor los no-lugares pues, se me ocurre. Total, dada la capacidad que tenemos para jorobarnos a nosotros mismos, bastaría encontrarla (aunque fuera cierta y concreta) para sentirnos decepcionados.

Como bien dices, el único lugar al deberíamos desear volver o permanecer, debe ser el lugar que no lo sea y sí su gente y una misma. Menos tierras y nostalgias y más pieles (cuidadosamente escogidas, eso sí).

Besos sin cantos de sirenas!

David dijo...

Hermoso texto, Antígona. Somos caracoles.
Un beso

PD: El final se entiende perfectamente y no desmerece del resto.

NoSurrender dijo...

Doctora Antígona, seguramente Ulises hubiera sido hoy un magnífico paciente para cualquier psicoanalista con ganas de trabajar.

Supongo que el proceso de madurez consiste en buscar nuestro sitio en el mundo. Y lo buscamos siempre solos, cargados de dudas y de romanticismo ajado, con una incómoda sensación de que podemos estar equivocándonos y que nuestra vida es la única oportunidad que tenemos. Que no hay vuelta atrás, que cada salto que damos nos aleja de aquello que nos pertenecía y que ya no nos pertenecerá más porque somos nosotros los que cambiamos. Cada paso adelante nos hace conscientes de la fuerza de nuestra fragilidad de trapecistas sobre el alambre de la vida.

Me estaba acordando de un capítulo de Doctor en Alaska en el que Shelly necesita llevar a su hija Miranda a Canadá para que ésta tenga conozca sus raíces. Cuando Shelly llega al fin a su pueblo se da cuenta de que todo es más pequeño y cutre de cómo lo imaginaba. Evidentemente, no es que el pueblecito hubiera cambiado, sino que Shelly ya no era la misma persona y su patria ya no era Canadá, sino un pequeño bar en Cicelly, Alaska. Pero tuvo que experimentar toda esa extrañeza para poder asumir que no hay tierra firme donde quedaron nuestras huellas.

Porque nuestro sitio en el mundo no está fuera, sino en algún lugar muy dentro de nosotros mismos, aquí mismo, donde podemos tocar. La patria son los zapatos con los que saltamos. Ya lo dijo alguien una vez; tramps like us, baby, we were born to run.

Un beso, doctora Antígona!

Antígona dijo...

Tengo que buscar esos versos, Margot. Apenas conozco nada de Kavafis, pese a que los pocos poemas que he leído de él, sobre todo en blogs, me han gustado mucho. Estoy segura de que el nombre de Ítaca debe de haber sido utilizado en muchas ocasiones después de Homero, porque gracias a la Odisea en él se recogen cuestiones que reflejan inquietudes fundamentales de los humanos que nunca dejarán de serlo, como la posibilidad del retorno a lo vivido o la búsqueda de un hogar en este mundo donde tantas veces nos sentimos como extraños.

Estoy de acuerdo en que de Ítaca la pregunta no es si existe o no, sino todo el esfuerzo que hacemos por construirla. Trasteando por el blog me he dado cuenta de que no es la primera vez que hablaba sobre ello, sino que este tema apareció ya al hilo de un post que hice sobre una película de Godard, “El desprecio”. Parte de la historia es la filmación de una versión moderna de la Odisea. La escena final de la película dentro de la película es, supuestamente, Ulises divisando Ítaca en el horizonte. Pero cuando la cámara se vuelve hacia ese horizonte, Ítaca no aparece por ninguna parte, sólo un mar perfectamente en calma. Supongo que Godard quería decir exactamente eso: que Ítaca sólo está en nuestra mirada, allí donde decidimos verla, en esa búsqueda constante de un lugar donde habitar y sentirnos menos extraños, más en casa.

Aunque ese lugar no sea, como dices, más que un no-lugar en el sentido de lo geográfico y lo físico, sino cualquier lugar donde uno pueda habitar en armonía con uno mismo y rodeado de la gente que quiere. No puede negarse que existen lugares, también en el sentido de lo puramente físico, más amables que otros. Pero, en el fondo, lo que realmente acaba importando en ellos no es la tierra de la que se componen, ni su sol o sus paisajes, sino el modo en que nos sentimos en ellos gracias a la gente que en ellos nos rodea.

Un beso sin tapones de cera!

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Gracias, Arturo. Así es, somos caracoles, y nuestra casa va donde nosotros vayamos, o nuestro particular infierno. Me estaba acordando justamente del poema de Kavafis titulado “La ciudad” que pusiste en la penúltima entrada de tu blog. Nuestra felicidad o nuestra desgracia no se encuentran en los espacios que nos rodean, sino que las llevamos a cuestas, en nuestra capacidad o incapacidad para convertir esos espacios, los acontecimientos de nuestras vidas que ocurren en ellos, en fuente de alegrías o de fracasos.

Me encanta verte por aquí. Probablemente me equivoque, pero siempre pienso que quizá esté próximo que retomes el blog ;)

Un beso!

Antígona dijo...

Doctor Lagarto, algo así es lo que he querido reflejar en el post al proyectar una imagen de Ulises que, al cobrar conciencia de lo que significa su retorno a Ítaca, se da cuenta de la ilusión que ha vivido en toda su travesía de regreso, pensando que era posible volver a sentirse en Ítaca como en casa, creyendo erróneamente que todo lo que había vivido en su largo viaje de ida y vuelta no le habrían transformado hasta el punto de ya no poder tener allí su hogar. Pero no me sea usted cruel con Ulises mandándolo al psicoanalista, hombre, que su ilusión es tan humana, tan de todos nosotros, que no puedo dejar de sentir una tremenda simpatía por él.

La búsqueda de nuestro sitio en el mundo no es sólo, para mí, aquello en que consiste el proceso de madurez, sino, probablemente, el desafío mismo de nuestra vida como humanos. Porque ese sitio –y no me refiero ahora a un sentido físico o geográfico- nunca podrá ser el mismo, sino que irá cambiando conforme avance nuestra propia vida y no tengamos más remedio que adaptarnos al paso de los años y a las cambiantes circunstancias que lo acompañan. En este sentido, es obvio que nunca, nunca, hay vuelta atrás. Pero los humanos somos también seres temerosos que, con frecuencia, ante las dificultades del presente, giran hacia atrás sus cabezas y se recrean en la contemplación de lo pasado; seres que sienten apego por sus recuerdos y por lo vivido en lo que éstos nos muestran y que, en ocasiones, son víctimas de una cierta nostalgia ante lo que ya nunca volverá. Es cierto que, entonces, dejamos de hacer justicia a esa enorme verdad a la que apunta: nuestro constante proceso de transformación, de cambio, que irremediablemente nos lleva a la decepción allí donde creemos que nos es dada la posibilidad de retroceder sobre nuestros pasos. Pero también creo que a veces son necesarios ese retroceso y esa decepción para que la ilusión de la posibilidad del retroceso se quiebre. Que necesitamos el choque con la dura realidad para percatarnos de una ilusión que quizá podríamos haber anticipado teóricamente, pero no experimentado en su carácter ilusorio en nuestras propias carnes. Y esa experiencia en carne propia puede ser insustituible para propiciar la vuelta a uno mismo y al propio presente.

Recuerdo bien ese episodio de Doctor en Alaska, y creo que esto es justamente lo que le sucede a Shelly. Quizá fuera inevitable que Shelly magnificara desde su nueva posición en el mundo la ciudad en la que nació. Y la única cura para esa idealización pasaba por hacer efectivo el regreso y darse cuenta de que, fuera como fuera su ciudad natal, demasiadas cosas le habían sucedido ya en otros lugares para que pudiera sentir que aún pertenecía a ella. Y no me extrañaría que, llegado cierto punto de su vida, necesite de nuevo hacer esta experiencia de regresar para reencontrar en el lugar en el que vive el lugar en el que realmente quiere habitar.

Yo también creo que nuestro sitio en el mundo está en algún lugar muy dentro de nosotros mismos, doctor Lagarto. Pero también creo que hallar ese sitio dentro de nosotros mismos requiere a veces del viaje exterior, de la travesía. Y que nuestros viajes, interiores y exteriores, hacia ese lugar interior pueden ser erráticos y estar llenos de extravíos que luego hayamos de remontar y corregir. Así que sí, tiene razón Springsteen, hemos nacido para correr, aunque no siempre lo hagamos en la dirección correcta y nuestras trayectorias se revisen y modifiquen constantemente. Pero eso forma parte de la tarea misma de correr, ¿no?

Un beso, doctor Lagarto!

Margot dijo...

Los versos que recuerdo, mis preferidos del poema, son éstos:

"Cuando emprendas el camino a Itaca ruega que el camino sea largo, rico en experiencias, en conocimiento..."

Pero el resto del poema no tiene desperdicio y enlaza perfectamente con lo que tú cuentas:

"A los lestrigones y a los cíclopes,
al irascible Posidón no temas,
pues nunca encuentros tales tendrás en tu camino,
si tu pensamiento se mantiene alto, si una exquisita
emoción te toca cuerpo y alma.
A los lestrigones y a los cíclopes,
al fiero Posidón no encontrarás,
a no ser que los lleves ya en tu alma,
a no ser que tu alma los ponga en pie ante ti.

Desea que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas estivales
en que -¡y con qué alegre placer!-
entres en puertos que ves por vez primera.
Detente en los mercados fenicios
para adquirir sus bellas mercancías,
madreperlas y nácares, ébanos y ámbares,
y voluptuosos perfumes de todas las clases,
todos los voluptuosos perfumes que te sean posibles.
Y vete a muchas ciudades de Egipto
y aprende, aprende de los sabios.

Mantén siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Pero no tengas la menor prisa en tu viaje.
Es mejor que dure muchos años
y que viejo al fin arribes a la isla,
rico por todas las ganancias de tu viaje,
sin esperar que Ítaca te va a ofrecer riquezas.

Ítaca te ha dado un viaje hermoso.
Sin ella no te habrías puesto en marcha.
Pero no tiene ya más que ofrecerte.

Aunque la encuentres pobre, Ítaca de ti no se ha burlado.
Convertido en tan sabio, y con tanta experiencia,
ya habrás comprendido el significado de las Ítacas."

(Es la mejor traducción que he encontrado en la red, nada fácil que sean buenas!:))

Besotes rimados!

Antígona dijo...

Joder, niña Margot, ¡¡¡gracias mil!!! Menudo lujo encontrarme con este regalo tuyo.

Impresionante el poema. Certero, lúcido, sobrio. Me gusta. Y más allá del tema de Ítaca, tan bien perfilado, me han conmovido esos versos donde Kavafis dice: "A los lestrigones y a los cíclopes,
al fiero Posidón no encontrarás,
a no ser que los lleves ya en tu alma, a no ser que tu alma los ponga en pie ante ti". El enemigo, nunca tanto fuera de nosotros mismos como dentro, ese dentro capaz de poner en pie y hacer reales los más fieros monstruos.

Y me gusta también la serenidad con que plantea que Ítaca, una vez alcanzada, ya no tiene nada más que ofrecernos, porque todo lo que podía ofrecernos nos lo ha dado con su búsqueda.

En fin, que ha sido todo un detalle, hermosa. Gracias de nuevo :)

Besos a la caza de experiencias y conocimiento!

huelladeperro dijo...

No tengo mucho que decir, Antígona, si no es que para mí Itaca representa algo así como el hogar, y el hogar está donde está el corazón. En este momento el mío (mi Itaca) está en un solar de marxalenes, pero también en los campos de Benimamet por donde paseo los perros del refugio, o en algunos rincones amados de los Pirineos, o en algunos lugares cercanos a los castillos del Loira donde dormí y sufrí de amor. O en algunos lugares de España y el Extranjero que ni siquiera conozco pero donde sé que viven algunos amigos que me hice en este rollo de los blogs. Quizá no tenga mucho que decir sobre el tema porque tengo muy claro que estamos de paso en esta vida; y que el hogar es eso, lo que en cada momento amamos y añoramos, y que nuestros amores y añoranzas los llevamos, de hecho, con nosotros.

Te contesté, en cambio, en el post de "la elegancia del erizo" de mi blog en el que estábamos comentando, y como mi respuesta es más alegre que tu comentario, y que además te explico algo que quizá no entendiste de mi anterior comentario, pues me permito, con toda humildad, llamarte así, con estas señales de indios, a que vengas a ver qué te contesto.

Besos humildes e indulgentes

El peletero dijo...

Apreciada Antígona, permíteme entrar en tu casa sin llamar y saludarte después de leer tu texto sobre Ítaca.

Pocas cosas que decir excepto reafirmar tus palabras, tal lugar, iniciático o no, no existe, recordar también a una persona a la que quiero mucho y que vive en una maleta y contraponer Ítaca a “la ciudad”, el famoso poema de Kavafis, no es que Ítaca no exista es que somos nosotros.

Saludos y muchas gracias.

Arturo dijo...

"Ítaca" y "La ciudad" son los dos poemas de Kavafis que prefiero. Probablemente sean los mejores. Desde luego, son los más conocidos. En cierta manera abordan el mismo asunto con diferentes emociones: la desesperación y la esperanza. Es así: podemos caminar de espaldas o de frente.
Mi blog queda aparcado indefinidamente, a ver si lo retomo algún día con otro humor, pero yo sigo visitando los blogs que admiro y comentándolos cuando se me ocurre algo que decir. Del tuyo soy un asiduo, cómo no :). Un beso!

Antígona dijo...

Huelladeperro, pues ya ves que sí que tenías algo que decir, y además lo que has dicho me ha gustado porque amplía la idea que se planteaba en el post o la plantea de un modo distinto que no deja de ser también verdadero. Que Ítaca también es esa multitud de lugares posibles, pretéritos, presentes o futuros, donde nuestro corazón se siente como en casa. Y eso, es cierto, también está en el pasado, aunque no se trate necesariamente del pasado de la añoranza que pretende el regreso sino sencillamente el de la memoria, el de los recuerdos que nos acompañan en nuestras vidas y nos hacen alegrarnos por haber tenido ciertas experiencias, por haber vivido ciertos momentos que no olvidaremos. Las cosas que amamos nos transmiten un calor especial y de ahí que podamos identificarlas con nuestro hogar.

Gracias por tu respuesta en blog, que ya leí y a la que, como habrás visto, ya contesté. Lo que más me gusta de los blogs es esta posibilidad de compartir y discutir ideas. Como en las correspondencias de los antiguos :)

Besos curiosos!

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Peletero, esta casa tiene siempre sus puertas abiertas para todo aquel que quiera visitarla, así que no es necesario llamar para entrar.

Ítaca no existe o existe de una manera bastante poco tangible, o nunca definitiva, tal y como planteaba Huelladeperro un poco más arriba. En cualquier caso, creo que el día en que pensemos que ya todo está logrado, que ya no tenemos nada por lo que seguir esforzándonos, ese día habremos muerto. Por la Ítaca de nuestros particulares trayectos tiene que ser inalcanzable. Porque a ese hogar que perseguimos siempre le faltará algo para ser un hogar pleno, y así tiene que ser para que sigamos dando pasos hacia adelante.

Yo no creo que pudiera vivir en una maleta. Entre otras cosas porque echaría mucho de menos todos mis libros, que no creo que cupieran en ella y son demasiado pesados para ir arrastrándolos por el mundo.

Justamente ese poema de Kavafis, “La ciudad”, es el que figuraba en el blog de Arturo y al que me refería cuando contesté a su primer comentario, puesto que lo recordé al verle de nuevo por aquí y en contraposición al tema de Ítaca. Como le decía a él, nada excluye que los lugares que habitemos no puedan convertirse también por nuestra causa en el mismísimo infierno.

Gracias a ti por tu visita y un beso!

Antígona dijo...

Te agradezco mucho, Arturo, haber podido conocer “La ciudad” gracias a ti. La verdad es que en cuanto lo leí en tu blog me impactó porque los pensamientos que en él se expresan han sido míos en muchos momentos, y me sentí perfectamente identificada con sus palabras. Ahora ya conozco los que tú valoras como los dos mejores poemas de Kavafis, pero espero que eso no me sirva de pretexto para no seguir leyendo más poemas de él ;)

Con esto de los blogs a veces es necesario tomarse un descanso, yo misma tuve que hacerlo también durante una temporada y no te creas que últimamente, con el poco tiempo del que dispongo, no lo he pensado más de una vez. Y tienes razón en que el humor del que uno se encuentra tiene mucho que ver con la motivación para escribir. Confío en que en algún momento vuelvas a estar del humor que te impulse a escribir. Mientras tanto, me encanta que seas asiduo de este blog, nunca dejas de aportar cosas interesantes con tus comentarios :)

Gracias de nuevo y un beso!