“¿Hay mayor revolución que la de las costumbres?”
Sophie Gottlieb en “El viajero del siglo”.
Quizá deberíamos recordar más a menudo aquello que los antiguos dijeron hace ya más de veinticinco siglos: el ser humano es un animal social por naturaleza. Y no sólo porque el lenguaje, eso que más esencialmente nos define como humanos, sea imposible al margen de la vida comunitaria, ni porque disponer de una interioridad como la que nos caracteriza signifique haber sido previamente colonizado por la exterioridad de las palabras de otros. A través de y junto al hecho del lenguaje, de esos otros, próximos o lejanos, pasados o presentes, recibimos también –además de tantas otras cosas– los valores que defendemos con nuestra conducta, las pautas de actuación que nos guían, los hábitos que nos sostienen, los deseos por cuya satisfacción y cumplimiento luchamos día a día y que más íntimamente sentimos como propios y originarios.
Por eso resulta por lo general tarea tan ardua, y cuestión de décadas o de siglos más que de años, que las ideas que pretenden modificar la estructura y funcionamiento de las sociedades acaben por instaurar los nuevos valores, las nuevas pautas de actuación, los nuevos hábitos y deseos que atestiguarían la realidad efectiva del cambio al que se aspira. Por un lado, los automatismos férreamente consolidados por la tradición de la masa social tienden a ahogar de entrada cualquier principio de cambio. Por otro, y tal vez esto sea lo más decisivo, los individuos que en avanzadilla intentan vivir de acuerdo con el nuevo modelo a implantar forman parte de esa misma masa social que los ha moldeado en función de los antiguos valores, pautas de actuación, hábitos y deseos. No será extraño entonces que su voluntad y determinación se muestren insuficientes para romper con el moldeado recibido. Tampoco que estos pioneros del cambio social se vean a menudo abocados a la contradicción, a la infelicidad e incluso a la tragedia: bien por chocar contra la resistencia de sus contemporáneos, bien por estrellarse contra sí mismos, internamente desgarrados entre sus ideales y los valores, pautas de actuación, hábitos y deseos aprendidos en el seno de la sociedad que quieren alterar.
Ésta es, a mi modo de ver, la problemática que plantea la película “El grupo”, basada en una novela homónima de Mary McCarthy, dirigida en 1966 por el recientemente fallecido Sidney Lumet. Un relato trágico del fracaso del individuo doblemente enfrentado a una época demasiado inmadura para el nuevo modo de vida que se esfuerza por encarnar y a su propia subjetividad, igualmente inmadura para llevarlo a la práctica con la coherencia y resolución necesarias.
“El grupo” narra la historia de ocho amigas recién graduadas en Vassar, una de las universidades femeninas más prestigiosas de Estados Unidos. Todas ellas han sido educadas para ser mujeres profesionales y autónomas que contribuyan al nacimiento de una sociedad donde la mujer tenga igual relevancia y poder de decisión que el hombre. Todas ellas son mujeres cultas y preparadas que abandonan las aulas con la ilusión de cambiar el mundo. Corre el año 1933.
Sin embargo, una vez fuera del amparo del marco académico y devueltas a la sociedad, la evolución de sus vidas durante los siete años que tardarán en reunirse de nuevo distará mucho de parecerse a lo que habían imaginado. La razón principal: casi todas estas mujeres sucumbirán a la imposibilidad de conjugar sus aspiraciones profesionales y sus afanes de libertad e independencia con el deseo más poderoso que las domina de llegar a ser fieles esposas y madres en una sociedad que las ha destinado de antemano a esa función y que constantemente les recuerda que ése y no otro debe ser su papel como mujeres. Un deseo que las conducirá a reproducir los roles de pasividad, sometimiento y obediencia al hombre de sus predecesoras que intentan superar. Un deseo que habrán de satisfacer en la mayoría de los casos al precio de la renuncia, la decepción, la desilusión y la frustración en la medida en que ninguna podrá olvidar en el fondo su paso por la universidad y los ideales que allí se les inculcaron.
Las más atrevidas, quienes optan por la liberación sexual que por fin permite el uso de nuevos métodos anticonceptivos antes de contraer matrimonio, harán el amargo descubrimiento de la importancia que aún se concede a la virginidad femenina, así como la doble moral respecto al sexo que sigue impidiendo a las mujeres ejercer sin consecuencias negativas su libertad sexual. Tras perder su virginidad con un artista bohemio que únicamente la desea como amante, y ante el temor de no ser aceptada por ningún otro hombre, Dottie termina por casarse con un rico viudo del que no está enamorada pero que le ofrece la posición, seguridad y tranquilidad que busca. Aunque Libby alcanza cierto éxito profesional como agente literario, sus aventuras con los escritores que conoce harán que se lamente eternamente por sus problemas para encontrar un marido.
Huyendo de los convencionalismos, la más alocada del grupo, Kay, se casa con su novio de la universidad, un dramaturgo sin talento, mujeriego e irresponsable al que mantendrá con su trabajo en unos grandes almacenes mientras éste la engaña, dilapida su dinero y acaba por maltratarla e ingresarla en una institución psiquiátrica en un mundo todavía proclive a creer que las mujeres son seres de mentes frágiles cuyos estallidos de violencia responden a su naturaleza histérica en lugar de a causas legítimas.
Pese a sus ideas liberales, Pokey no puede evitar cifrar el sentido de su existencia en la posibilidad de concebir un hijo y se sentirá realizada al quedarse embarazada después de años de fracasar en el intento. La pudiente Helena no logra ser valorada en su trabajo por los prejuicios aún imperantes sobre la inferioridad de la mujer frente al hombre.
Sin duda el caso más dramático es el de la tímida Priss, brillantemente licenciada en Económicas y demócrata convencida, que emprende con gran entusiasmo su carrera profesional en la Administración de Roosevelt. Sin embargo, poco después la sacrifica para casarse con un pediatra republicano que se burla de sus ideas políticas y la induce a una maternidad que ella teme. La obsesión de su marido por que amamante a su primer hijo pese a sus dificultades para hacerlo llevará a Priss a menospreciarse por no ser capaz de comportarse como una “verdadera” madre. A partir de ese momento, delegará la educación de su hijo en su marido, quien con sus modernas teorías pedagógicas hará de él un pequeño monstruito mientras Priss, siempre pasiva y sumisa a su voluntad, se transforma en una gris, apagada e infeliz ama de casa.
Sólo Polly, quien consigue un cierto equilibrio entre su vida profesional y sentimental, y Lakey, que marcha a Europa para regresar años más tarde con una baronesa alemana como pareja, escaparán parcialmente a las contradicciones que amargan las existencia del resto de sus amigas.
El ritmo por momentos trepidante de la película, en el que las vidas de las ocho protagonistas, mostradas en fragmentos que se suceden e intercalan a gran velocidad, se confunden a menudo en la mente del espectador, parecería querer reflejar tanto la propia confusión que experimentan estas ocho mujeres, arrastradas por sus deseos, por sus fisuras, por sus circunstancias, a lugares en los que jamás quisieron estar, como el hecho de que, en esencia, sus respectivas trayectorias se reducen a una única historia: la de los múltiples y dolorosos obstáculos que hallaron las primeras generaciones de mujeres alentadas a hacer suyos los ideales feministas en una sociedad que difícilmente podía formarlas para estar con integridad a su altura y que se resistía a aceptar los profundos cambios que implicaban.
Sophie Gottlieb tiene razón: la mayor revolución es la revolución de las costumbres, y no hay cuestión más esencialmente política, en lo que respecta a la igualdad entre hombres y mujeres, que la que concierne a la gestión de la vida íntima. Ningún proyecto político sobre este tema se realizará plenamente sin la correspondiente subversión privada. Pero también es cierto, a la vista de las conexiones que todavía cabe trazar entre esta película de Sidney Lumet y la realidad social del siglo XXI, que estas revoluciones íntimas exigen un largo tiempo para darse por concluidas.