Nadie sabe qué misteriosa reacción entre los finos fluidos del cuerpo durante el reposo del sueño, qué inconsciente inquietud bajo el imperio de plácidas o tenebrosas visiones vapuleando al durmiente olvidadizo, regalan por capricho a algunos despertares el embrión de una pequeña hidra con pupilas de medusa anidando en el vientre. Al asomar la primera de sus cabecitas calvas por entre las zigzageantes grietas del cascarón, la hidra emite su más tierno gruñido de recién nacido ante la ausencia mezquina de un sol perezoso o esquivo tras el ventanal lluvioso, ante la hiriente y cegadora tiranía de los rayos que asaltan los párpados semicerrados. Una segunda emerge al contacto de los pies arrastrando los miembros entumecidos sobre el suelo, frío o blandamente mullido. La tercera arruga el ceño frente al espejo del rostro aún somnoliento, tentado a desertar del día de regreso a las sábanas. Y al llegar a la cocina tras el matutino e higiénico bautismo, ya las siete cabezas diminutas ondulan con fuerza las entrañas que vierten el café sobre el mantel limpio, dejan caer al suelo la tostada que propicia traicionera un breve idilio entre suelo y mermelada, pellizcan dolorosamente los dedos contra el borde del cajón, rugiendo irritadas por su provocada torpeza.
En el sonoro improperio lanzado al volante sobre el conductor vacilante en la rotonda, en el bufido que por sorpresa regurgita la laringe al roce involuntario de otro viajero en el vagón, en la mirada heladora deseosa de petrificar al peatón que nos tropieza, se esfuma toda duda acerca de su creciente, amenazadora presencia. Mientras la hidra avanza con las tripas que revuelve, emprende la mente su propio trayecto a la caza de una causa que la explique. Los acontecimientos del día anterior, contemplados a la luz de un rápido y único fogonazo, ofrecen nula respuesta. Nula el recuento de los pensamientos acunados a su término en mansa espera de la llegada de Morfeo. Abre el objetivo el ojo rememorante y en la imagen ampliada escruta las manchas oscuras de frustraciones sabidas, de insatisfacciones largamente sobrellevadas, de resignados descontentos, que ensucian hasta el más armonioso cuadro humano. Pero por más que al retenerlas en ese ojo ruja hoy la hidra acelerando el pulso en las venas, el foco de la sinceridad sostenido con firmeza pone de relieve la clara ausencia de causas localizables para la repentina cristalización de esas turbias corrientes familiares, aquellas sobre las que cada día aferramos el timón confiando en sortear el naufragio, en las formas sinuosas y las siete boquitas dentadas de la molesta criatura acuática. No más allá de la vaga intuición del choque secreto de los finos fluidos, de las figuradas, enigmáticas visiones oníricas sustraídas a la memoria en el sigilo de la noche.
Y abrazada a la incógnita, la certeza de que hoy, el día en que una hidra con pupilas de medusa crece en nuestro interior, no se es apto para el mundo. Anticipa la experiencia de otras hidras pretéritas la aparición ante sus ojos relampagueantes, ahora adheridos a los nuestros, de cada uno de sus ejes, de sus contornos, de sus múltiples pobladores, teñidos del color de la hostilidad y la discordia. La más nimia fricción de sus aristas sobre nuestra piel, siquiera la más nimia sospecha de su posibilidad, a menudo inventada por la delirante beligerancia de la voraz criatura, la exasperará y agudizará su natural tendencia a abalanzarse, dientes en ristre, sobre la carne frágil para arrancarla a jirones de los blancos huesos, para entre ellos triturarla sin compasión, impasible por salvajemente sorda ante el sufrimiento. Tan quimérico frente a la materia espontánea del mundo, el orden ideal del deber ser dicta para hoy -así nos lo ha enseñado esa misma experiencia- sometimiento al mandato solidario de mantenernos a resguardo, tras los barrotes de una jaula de acero, quizá esposados a una pared rocosa. Con la sola compañía de la hidra mordiendo nuestro propio vientre inhóspito, descargando su furia sobre las manchas oscuras del cuadro. Convertidos en su única víctima, a pesar de la zozobra inhabitable que mana su ira, a cambio de alejarla de presas inocentes, de testigos indeseados, de ulteriores y seguros remordimientos. Pues de la tácita aceptación de ese orden ideal aprendimos hace mucho que preferibles serán la zozobra y la ira emponzoñando cada poro de nuestra alma al inexcusable y soberano esfuerzo de ocultación, de contención de la hidra mientras compartimos escenario con nuestros semejantes. A la tensión continuada del intérprete, a la rigidez de la máscara forzando serenidad o sonrisas mientras la hidra, rabiosa, se desgañita en silencio cubriéndolos de groseros insultos y juicios sesgados. Sin embargo, el mundo y sus imponderables aguardan, vueltas sus espaldas miopes a estas hidras fortuitas, azarosas, inexplicables. Otros deberes de calibre terrenal imponen el comienzo de la función.
Al poco nos percatamos, casi lo habíamos olvidado aturdidos por sus rugidos, de que los decorados, los muebles sobre la tarima, los historiados ropajes de los demás actores, tienden a fortalecer los tendones destinados a refrenarla. En ocasiones, es la necesaria concentración requerida para el cumplimiento de las tareas encomendadas la que por suerte debilita su ímpetu obturando las desconocidas fuentes que la nutren. Y no es imposible que la casual participación en un coro de risas, los rostros gentiles y sus músicas atinadas, cierta conjunción amable en los sucesos que marcan el discurrir de la jornada, lleguen a aniquilarla, borrando en unas horas el recuerdo del amanecer presidido por su piel escamosa y su fétido aliento. Por desgracia, también existen hidras terriblemente tenaces en su ferocidad, ciegas al ademán dulcificador, proclives a transformar cada minuto en un infierno de impostura, de lucha sostenida al filo de la angustia por el fracaso, de puntual derrota conducente al amago de explosión, a la mostración amenazante de los colmillos, rápidamente retraídos por el puño cerrado de la voluntad que obligará al aluvión de avergonzadas disculpas, al giro en redondo agarrado a la esperanza de la desmemoria o la tolerancia ajena si la hidra nos impide pronunciarlas. Las más pérfidas son maestras del engaño, y se fingen intimidadas o apaciguadas por los decorados, los muebles y los actores para simular una paulatina y tranquila desaparición tan incomprensible como su nacimiento, en espejismo confirmada por el poso de tristón malestar que resta en el estómago tras su presunto evaporarse. En realidad, dormitan agazapadas entre las vísceras con siete ojos medio abiertos, atentas al probable aflojarse de los músculos incitado por el engaño.
Tanto si lo logran por su pertinaz carácter como por sus taimadas argucias, las supervivientes suelen desatarse al retornar a la intimidad del hogar, tras la bajada del telón y la consiguiente suspensión de la guardia. A grandes tragos apuran el cansancio acumulado que destilan los miembros en relajación al depositar máscara y disfraz sobre el felpudo, inflando sus cuerpos de reptil para elevarlos hasta el límite de la campanilla. Cuando sus cabecitas bloquean la garganta con una asfixiante sensación de ahogo, suenan las campanas de su inexorable victoria. Embotados los oídos, enturbiada la vista por la escasez de aire en los pulmones, escucharemos palabras agrias en las afables, veremos gestos cortantes en los labios cálidos, trocaremos miradas afectuosas en indiferentes o despreciativas Y legitimados al fin por el asalto alucinado de la vaticinada hostilidad del mundo y sus pobladores, consentiremos, destensando el cuello, la salida triunfante de la hidra. Su golpear con un grito la voz suave. Su precipitarse con un arañazo sobre la mano que acaricia. El hundimiento afilado de sus pupilas de letal medusa en los ojos amados.
Lejos de apaciguarse, la satisfacción de sus instintos envalentona y llena de soberbia a estas criaturas marinas. Por eso, pese a la lógica consunción de las sustancias nutricias dispuestas para su alimento anunciando su próxima extinción con la extinción del día, no es extraño que la hidra nos acompañe hasta la cama y aún bulla airadamente en las tripas al reposar la cabeza sobre la almohada. Confundiendo todavía nuestro entendimiento, cargándolo de un remolino embarrado de razones-pretexto encaminadas a corroborar su debida liberación, a asentir tozudamente al permiso concedido a su emergencia. Hasta que mareados por la espiral dentro del cráneo, cerca ya del agotamiento de toda reserva, exhaustos por el constante agitarse de la hidra durante el día inacabable, cerraremos los párpados confiando en provocar sus últimos estertores con el apagarse de la conciencia. Al compás del progresivo adormecimiento de la criatura, el encenderse de una pequeña vela en medio de la oscuridad intentando alumbrar tímidamente la verdad de sus mentiras. Franqueando el paso por una esquina a la duda de la interpretación falaz, descabellada, demente bajo su influjo poderoso, a la aprensión por el daño injustamente infligido a quienes nos arropan amorosamente junto al fuego, a la conjeturada imagen futura de su necesaria reparación, al asomarse de la culpa. Pero la hidra sigue respirando en nuestro interior y su aliento emborrona todo atisbo de claridad. Sólo nos cabe desear su venida con el despertar del nuevo día. Sujetando el columpio que nos balancea entre el escudo de la defensa fundada y la desazón de la descarga gratuita por errónea, un suspiro de impotencia proyecta sin pretenderlo una fugaz ojeada sobre el día que termina para sumirnos en el hondo pesar de descubrirlo desperdiciado, dilapidado, arrojado a un nauseabundo estercolero en brazos de una caprichosa hidra. Y poco antes de extraviarnos en el sueño, el pensamiento angustiado de que si la vida nos castigara con la muerte fulminante en este mismo instante, tras este día atroz dominado por la insidiosa criatura, sintiéndonos aún arder sobre los rescoldos de su cólera, abandonaríamos el mundo, este mundo que envilecen sus pupilas de medusa solapadas a las nuestras, con el alma desgarrada entre el consuelo por el cese de la tortura y la tristeza por el dolor inútil de haberlo habitado.
En el sonoro improperio lanzado al volante sobre el conductor vacilante en la rotonda, en el bufido que por sorpresa regurgita la laringe al roce involuntario de otro viajero en el vagón, en la mirada heladora deseosa de petrificar al peatón que nos tropieza, se esfuma toda duda acerca de su creciente, amenazadora presencia. Mientras la hidra avanza con las tripas que revuelve, emprende la mente su propio trayecto a la caza de una causa que la explique. Los acontecimientos del día anterior, contemplados a la luz de un rápido y único fogonazo, ofrecen nula respuesta. Nula el recuento de los pensamientos acunados a su término en mansa espera de la llegada de Morfeo. Abre el objetivo el ojo rememorante y en la imagen ampliada escruta las manchas oscuras de frustraciones sabidas, de insatisfacciones largamente sobrellevadas, de resignados descontentos, que ensucian hasta el más armonioso cuadro humano. Pero por más que al retenerlas en ese ojo ruja hoy la hidra acelerando el pulso en las venas, el foco de la sinceridad sostenido con firmeza pone de relieve la clara ausencia de causas localizables para la repentina cristalización de esas turbias corrientes familiares, aquellas sobre las que cada día aferramos el timón confiando en sortear el naufragio, en las formas sinuosas y las siete boquitas dentadas de la molesta criatura acuática. No más allá de la vaga intuición del choque secreto de los finos fluidos, de las figuradas, enigmáticas visiones oníricas sustraídas a la memoria en el sigilo de la noche.
Y abrazada a la incógnita, la certeza de que hoy, el día en que una hidra con pupilas de medusa crece en nuestro interior, no se es apto para el mundo. Anticipa la experiencia de otras hidras pretéritas la aparición ante sus ojos relampagueantes, ahora adheridos a los nuestros, de cada uno de sus ejes, de sus contornos, de sus múltiples pobladores, teñidos del color de la hostilidad y la discordia. La más nimia fricción de sus aristas sobre nuestra piel, siquiera la más nimia sospecha de su posibilidad, a menudo inventada por la delirante beligerancia de la voraz criatura, la exasperará y agudizará su natural tendencia a abalanzarse, dientes en ristre, sobre la carne frágil para arrancarla a jirones de los blancos huesos, para entre ellos triturarla sin compasión, impasible por salvajemente sorda ante el sufrimiento. Tan quimérico frente a la materia espontánea del mundo, el orden ideal del deber ser dicta para hoy -así nos lo ha enseñado esa misma experiencia- sometimiento al mandato solidario de mantenernos a resguardo, tras los barrotes de una jaula de acero, quizá esposados a una pared rocosa. Con la sola compañía de la hidra mordiendo nuestro propio vientre inhóspito, descargando su furia sobre las manchas oscuras del cuadro. Convertidos en su única víctima, a pesar de la zozobra inhabitable que mana su ira, a cambio de alejarla de presas inocentes, de testigos indeseados, de ulteriores y seguros remordimientos. Pues de la tácita aceptación de ese orden ideal aprendimos hace mucho que preferibles serán la zozobra y la ira emponzoñando cada poro de nuestra alma al inexcusable y soberano esfuerzo de ocultación, de contención de la hidra mientras compartimos escenario con nuestros semejantes. A la tensión continuada del intérprete, a la rigidez de la máscara forzando serenidad o sonrisas mientras la hidra, rabiosa, se desgañita en silencio cubriéndolos de groseros insultos y juicios sesgados. Sin embargo, el mundo y sus imponderables aguardan, vueltas sus espaldas miopes a estas hidras fortuitas, azarosas, inexplicables. Otros deberes de calibre terrenal imponen el comienzo de la función.
Al poco nos percatamos, casi lo habíamos olvidado aturdidos por sus rugidos, de que los decorados, los muebles sobre la tarima, los historiados ropajes de los demás actores, tienden a fortalecer los tendones destinados a refrenarla. En ocasiones, es la necesaria concentración requerida para el cumplimiento de las tareas encomendadas la que por suerte debilita su ímpetu obturando las desconocidas fuentes que la nutren. Y no es imposible que la casual participación en un coro de risas, los rostros gentiles y sus músicas atinadas, cierta conjunción amable en los sucesos que marcan el discurrir de la jornada, lleguen a aniquilarla, borrando en unas horas el recuerdo del amanecer presidido por su piel escamosa y su fétido aliento. Por desgracia, también existen hidras terriblemente tenaces en su ferocidad, ciegas al ademán dulcificador, proclives a transformar cada minuto en un infierno de impostura, de lucha sostenida al filo de la angustia por el fracaso, de puntual derrota conducente al amago de explosión, a la mostración amenazante de los colmillos, rápidamente retraídos por el puño cerrado de la voluntad que obligará al aluvión de avergonzadas disculpas, al giro en redondo agarrado a la esperanza de la desmemoria o la tolerancia ajena si la hidra nos impide pronunciarlas. Las más pérfidas son maestras del engaño, y se fingen intimidadas o apaciguadas por los decorados, los muebles y los actores para simular una paulatina y tranquila desaparición tan incomprensible como su nacimiento, en espejismo confirmada por el poso de tristón malestar que resta en el estómago tras su presunto evaporarse. En realidad, dormitan agazapadas entre las vísceras con siete ojos medio abiertos, atentas al probable aflojarse de los músculos incitado por el engaño.
Tanto si lo logran por su pertinaz carácter como por sus taimadas argucias, las supervivientes suelen desatarse al retornar a la intimidad del hogar, tras la bajada del telón y la consiguiente suspensión de la guardia. A grandes tragos apuran el cansancio acumulado que destilan los miembros en relajación al depositar máscara y disfraz sobre el felpudo, inflando sus cuerpos de reptil para elevarlos hasta el límite de la campanilla. Cuando sus cabecitas bloquean la garganta con una asfixiante sensación de ahogo, suenan las campanas de su inexorable victoria. Embotados los oídos, enturbiada la vista por la escasez de aire en los pulmones, escucharemos palabras agrias en las afables, veremos gestos cortantes en los labios cálidos, trocaremos miradas afectuosas en indiferentes o despreciativas Y legitimados al fin por el asalto alucinado de la vaticinada hostilidad del mundo y sus pobladores, consentiremos, destensando el cuello, la salida triunfante de la hidra. Su golpear con un grito la voz suave. Su precipitarse con un arañazo sobre la mano que acaricia. El hundimiento afilado de sus pupilas de letal medusa en los ojos amados.
Lejos de apaciguarse, la satisfacción de sus instintos envalentona y llena de soberbia a estas criaturas marinas. Por eso, pese a la lógica consunción de las sustancias nutricias dispuestas para su alimento anunciando su próxima extinción con la extinción del día, no es extraño que la hidra nos acompañe hasta la cama y aún bulla airadamente en las tripas al reposar la cabeza sobre la almohada. Confundiendo todavía nuestro entendimiento, cargándolo de un remolino embarrado de razones-pretexto encaminadas a corroborar su debida liberación, a asentir tozudamente al permiso concedido a su emergencia. Hasta que mareados por la espiral dentro del cráneo, cerca ya del agotamiento de toda reserva, exhaustos por el constante agitarse de la hidra durante el día inacabable, cerraremos los párpados confiando en provocar sus últimos estertores con el apagarse de la conciencia. Al compás del progresivo adormecimiento de la criatura, el encenderse de una pequeña vela en medio de la oscuridad intentando alumbrar tímidamente la verdad de sus mentiras. Franqueando el paso por una esquina a la duda de la interpretación falaz, descabellada, demente bajo su influjo poderoso, a la aprensión por el daño injustamente infligido a quienes nos arropan amorosamente junto al fuego, a la conjeturada imagen futura de su necesaria reparación, al asomarse de la culpa. Pero la hidra sigue respirando en nuestro interior y su aliento emborrona todo atisbo de claridad. Sólo nos cabe desear su venida con el despertar del nuevo día. Sujetando el columpio que nos balancea entre el escudo de la defensa fundada y la desazón de la descarga gratuita por errónea, un suspiro de impotencia proyecta sin pretenderlo una fugaz ojeada sobre el día que termina para sumirnos en el hondo pesar de descubrirlo desperdiciado, dilapidado, arrojado a un nauseabundo estercolero en brazos de una caprichosa hidra. Y poco antes de extraviarnos en el sueño, el pensamiento angustiado de que si la vida nos castigara con la muerte fulminante en este mismo instante, tras este día atroz dominado por la insidiosa criatura, sintiéndonos aún arder sobre los rescoldos de su cólera, abandonaríamos el mundo, este mundo que envilecen sus pupilas de medusa solapadas a las nuestras, con el alma desgarrada entre el consuelo por el cese de la tortura y la tristeza por el dolor inútil de haberlo habitado.