Antes o después se acaba llegando a la trillada conclusión: no hay mayor sensación de soledad que la que sobreviene en compañía de otros.
Porque no se puede siempre decir que no, pocas personas –si es que acaso existe alguna– se habrán librado de la experiencia de esos encuentros sociales forzados de los que sospechamos que no recibiremos más gratificación que la posterior sensación de un hipotético deber cumplido y la conciencia tranquila que de ella deriva.
Desde el momento en que algo en nosotros se inclina, o cree no tener más remedio que inclinarse por el sí, es probable que cierto natural optimismo nos impulse a alimentar la esperanza de que el encuentro pueda tal vez sobrepasar las nulas expectativas depositadas sobre él. A fin de cuentas –nos decimos–, si es el caso que nunca antes consentimos en proclamar ese sí, partimos del desconocimiento de aquello que nos aguarda. Contextos inusuales –nos decimos también–, desgajados del espacio rutinario saturado de prisas e imperativos, propicios al aflojamiento de la tensión y la máscara de la profesionalidad, brindan a las personas la oportunidad de mostrar facetas, vertientes, aspectos de sí mismas que hasta el momento han permanecido ocultas para nosotros por no habérsenos presentado nunca la ocasión de descubrirlas. Y en el dilatado intervalo de tiempo que corresponde a una comida multitudinaria y su posterior sobremesa –nos decimos igualmente–, quizá haya lugar para lo imprevisto.
Siempre resulta decepcionante comprobar que lo imprevisto rara vez ocurre. Que si tantas veces con anterioridad respondimos a la propuesta con un no revestido de excusas, fue porque nuestras sospechas albergaban más fundamento de lo que nuestra conciencia deseaba reconocer. Sentados los comensales frente a frente a la espera de la progresiva llegada de los platos que componen el menú, nada cabe sino salvar la distancia que se extiende entre los bordes de la mesa y llenar el vacío de la espera con palabras. Benditas, malditas palabras. La diversión o el aburrimiento, el entretenimiento o el tedio que experimentemos dependerán, invariablemente, de cuáles sean esas palabras que se intercambien de un lado a otro de los platos y los vasos, entre las sillas si en ocasiones la conversación se separa transitoriamente del espacio de exposición común para limitarse al comensal situado junto a uno.
¿De qué se habla en tales circunstancias? Quizá sea inevitable que, en los inicios, todo gire en torno al territorio previamente compartido, alrededor del lugar en que confluyen cotidianamente los allí reunidos, y el intercambio comunicativo se limite a la reproducción del que ya se suele producirse día a día en el cruce por los pasillos, al hilo del cigarro fumado en la calle entre tarea y tarea, durante la pausa de un café rápido. Pronto alguien recordará con una sonrisa, tal vez también con una broma, la provisional suspensión del tiempo de trabajo, lo inapropiado de su prolongación entre los entrantes y las copas de vino. Para, a continuación, desde su mayor o menor conocimiento de los comensales y el recuerdo de las circunstancias que más recientemente han afectado a sus vidas, abrir el frente de esas preguntas que se sitúan a mitad camino entre lo cortés y lo personal: qué tal se encuentra la madre ya en edad avanzada, cómo va el pequeño que hace poco cayó enfermo, qué tal en la nueva casa tras la mudanza acaecida hace escasos meses.
Suele suceder entonces que el interrogado se demore en explicaciones más o menos detalladas que, en realidad, sólo interesarán a quienes escuchan por suponer la ocasión oportuna para que cada cual exponga su propio caso a propósito del tema propuesto: la vejez renqueante de la propia madre, las dolencias habituales de los propios hijos, la última mudanza vivida en primera persona. Tan notorio será el esfuerzo de los comensales por participar que, conforme las copas se vayan vaciando y llenando nuevamente de vino, conforme los temas de conversación se vayan ampliando a las aficiones particulares, a lo que se hace o deja de hacer más allá de las fronteras del espacio acotado por el trabajo, terminarán por interrumpirse animadamente unos a otros: limitarse a escuchar sin abrir la boca podría ser interpretado como signo de indiferencia o desinterés por la conversación. De optarse por no aportar información alguna sobre uno mismo en relación a algún tema concreto, será preciso introducir algún comentario sobre lo dicho por otros que ponga de relieve la expresa voluntad de colaborar en el juego de construcción de la conversación con independencia de cuáles sean los elementos puestos al alcance de los jugadores. Tan preciso como aprovechar el siguiente tema para relatar alguna circunstancia o anécdota propia, haga o no perfectamente al caso, con tal de no parecer en exceso reservado, en exceso celoso de una privacidad que poco sentido tiene proteger cuando lo que se ventilan son asuntos en lo esencial tan triviales. Cuando de lo que se trata –éste es el mandato tácito que preside la reunión– es de que cada comensal festeje a los postres haber alcanzado un mayor conocimiento del resto.
Es en este banal intercambio de anécdotas, de gustos personales, de historias más o menos graciosas en las que no resultará infrecuente la necesidad de forzar alguna que otra carcajada, donde se puede empezar a experimentar una creciente sensación de aislamiento, de lejanía provocada por esas mismas palabras vertidas con la intención de acortar distancias y generar una proximidad mayor que la que procede de la labor conjunta. No hace falta que se hable expresamente sobre ello: en esas palabras se desvelan, ante todo, estilos de vida, maneras de enfocar el siempre grave problema de ocupar el tiempo que a cada cual se nos ha asignado, que pueden abrir abismos entre quienes se decidieron y deciden cada día por estilos que podríamos llamar mayoritarios, y quienes eligieron o no tuvieron más opción que decantarse por formas menos holladas por tales mayorías. Los hijos no son sólo tema inagotable, infinito, entusiasta de conversación entre quienes los poseen. Su posesión suele, además, determinar formas de existencia bastante dispares –sobre todo en las etapas más tempranas de su infancia: lugar de destino vacacional, preocupaciones cotidianas, actividades de fin de semana– de las que protagonizan quienes carecen de ellos que no pocas veces condenan a una mutua incomprensión adecuadamente encubierta por un fingido gesto de empatía. Si escasa afinidad dialéctica puede haber entre quienes disfrutan de los últimos estrenos cinematográficos para el gran público, o de las novedades literarias que se prodigan en millones de ejemplares, y aquellos que desprecian la escasa calidad e ínfimo buen hacer que por lo general contienen los productos de la llamada cultura de masas, menos aún la habrá de orden vital entre quienes conceden a cine y libros el papel de mero entretenimiento de sus horas de asueto y los que se entregan a ellos como instrumentos de indudable goce pero también de conocimiento. Y hasta el generalizado interés por el deporte, la moda, o la cocina –los temas políticos o religiosos quedan habitualmente al margen de estos encuentros sociales obligados; las brechas que imponen son demasiado profundas y nada más proclive que su surgimiento a convertir el encuentro que se busca cordial en agrio y sonoro desencuentro–, puede acabar por aislar íntimamente en medio de la charla a quienes en absoluto les han dado cabida en su existencia.
No será raro, pues, que algunos comensales, pese a la sonrisa luciendo en sus rostros, celebren con el brindis ritual el ya próximo y anhelado final del encuentro. Que se apresuren a despedirse del grupo con alguna excusa inventada sobre la marcha que justifique su salida más o menos precipitada del local. Que regresen a sus espacios privados con una intensa sensación de hastío, unida al firme propósito –dudoso de antemano en su posible cumplimiento, piensan resignados– de no volver a pronunciar jamás ese sí que provocó la vivencia de las horas precedentes. Una vez más, han vuelto a comprobar en esas horas que, por encima del fondo común que a todos nos alía en lo esencial, reina el ámbito de una diferencia a veces tan brutal que no permite ni tan siquiera disfrutar del calor de la compañía de otros seres humanos. La diferencia que se hace aún más notoria y es fuente de mayor sensación de soledad cuando resalta en contraste con la imagen de comunidad que tan fácilmente parece emerger del recíproco contacto de esos otros seres humanos.
Desde el momento en que algo en nosotros se inclina, o cree no tener más remedio que inclinarse por el sí, es probable que cierto natural optimismo nos impulse a alimentar la esperanza de que el encuentro pueda tal vez sobrepasar las nulas expectativas depositadas sobre él. A fin de cuentas –nos decimos–, si es el caso que nunca antes consentimos en proclamar ese sí, partimos del desconocimiento de aquello que nos aguarda. Contextos inusuales –nos decimos también–, desgajados del espacio rutinario saturado de prisas e imperativos, propicios al aflojamiento de la tensión y la máscara de la profesionalidad, brindan a las personas la oportunidad de mostrar facetas, vertientes, aspectos de sí mismas que hasta el momento han permanecido ocultas para nosotros por no habérsenos presentado nunca la ocasión de descubrirlas. Y en el dilatado intervalo de tiempo que corresponde a una comida multitudinaria y su posterior sobremesa –nos decimos igualmente–, quizá haya lugar para lo imprevisto.
Siempre resulta decepcionante comprobar que lo imprevisto rara vez ocurre. Que si tantas veces con anterioridad respondimos a la propuesta con un no revestido de excusas, fue porque nuestras sospechas albergaban más fundamento de lo que nuestra conciencia deseaba reconocer. Sentados los comensales frente a frente a la espera de la progresiva llegada de los platos que componen el menú, nada cabe sino salvar la distancia que se extiende entre los bordes de la mesa y llenar el vacío de la espera con palabras. Benditas, malditas palabras. La diversión o el aburrimiento, el entretenimiento o el tedio que experimentemos dependerán, invariablemente, de cuáles sean esas palabras que se intercambien de un lado a otro de los platos y los vasos, entre las sillas si en ocasiones la conversación se separa transitoriamente del espacio de exposición común para limitarse al comensal situado junto a uno.
¿De qué se habla en tales circunstancias? Quizá sea inevitable que, en los inicios, todo gire en torno al territorio previamente compartido, alrededor del lugar en que confluyen cotidianamente los allí reunidos, y el intercambio comunicativo se limite a la reproducción del que ya se suele producirse día a día en el cruce por los pasillos, al hilo del cigarro fumado en la calle entre tarea y tarea, durante la pausa de un café rápido. Pronto alguien recordará con una sonrisa, tal vez también con una broma, la provisional suspensión del tiempo de trabajo, lo inapropiado de su prolongación entre los entrantes y las copas de vino. Para, a continuación, desde su mayor o menor conocimiento de los comensales y el recuerdo de las circunstancias que más recientemente han afectado a sus vidas, abrir el frente de esas preguntas que se sitúan a mitad camino entre lo cortés y lo personal: qué tal se encuentra la madre ya en edad avanzada, cómo va el pequeño que hace poco cayó enfermo, qué tal en la nueva casa tras la mudanza acaecida hace escasos meses.
Suele suceder entonces que el interrogado se demore en explicaciones más o menos detalladas que, en realidad, sólo interesarán a quienes escuchan por suponer la ocasión oportuna para que cada cual exponga su propio caso a propósito del tema propuesto: la vejez renqueante de la propia madre, las dolencias habituales de los propios hijos, la última mudanza vivida en primera persona. Tan notorio será el esfuerzo de los comensales por participar que, conforme las copas se vayan vaciando y llenando nuevamente de vino, conforme los temas de conversación se vayan ampliando a las aficiones particulares, a lo que se hace o deja de hacer más allá de las fronteras del espacio acotado por el trabajo, terminarán por interrumpirse animadamente unos a otros: limitarse a escuchar sin abrir la boca podría ser interpretado como signo de indiferencia o desinterés por la conversación. De optarse por no aportar información alguna sobre uno mismo en relación a algún tema concreto, será preciso introducir algún comentario sobre lo dicho por otros que ponga de relieve la expresa voluntad de colaborar en el juego de construcción de la conversación con independencia de cuáles sean los elementos puestos al alcance de los jugadores. Tan preciso como aprovechar el siguiente tema para relatar alguna circunstancia o anécdota propia, haga o no perfectamente al caso, con tal de no parecer en exceso reservado, en exceso celoso de una privacidad que poco sentido tiene proteger cuando lo que se ventilan son asuntos en lo esencial tan triviales. Cuando de lo que se trata –éste es el mandato tácito que preside la reunión– es de que cada comensal festeje a los postres haber alcanzado un mayor conocimiento del resto.
Es en este banal intercambio de anécdotas, de gustos personales, de historias más o menos graciosas en las que no resultará infrecuente la necesidad de forzar alguna que otra carcajada, donde se puede empezar a experimentar una creciente sensación de aislamiento, de lejanía provocada por esas mismas palabras vertidas con la intención de acortar distancias y generar una proximidad mayor que la que procede de la labor conjunta. No hace falta que se hable expresamente sobre ello: en esas palabras se desvelan, ante todo, estilos de vida, maneras de enfocar el siempre grave problema de ocupar el tiempo que a cada cual se nos ha asignado, que pueden abrir abismos entre quienes se decidieron y deciden cada día por estilos que podríamos llamar mayoritarios, y quienes eligieron o no tuvieron más opción que decantarse por formas menos holladas por tales mayorías. Los hijos no son sólo tema inagotable, infinito, entusiasta de conversación entre quienes los poseen. Su posesión suele, además, determinar formas de existencia bastante dispares –sobre todo en las etapas más tempranas de su infancia: lugar de destino vacacional, preocupaciones cotidianas, actividades de fin de semana– de las que protagonizan quienes carecen de ellos que no pocas veces condenan a una mutua incomprensión adecuadamente encubierta por un fingido gesto de empatía. Si escasa afinidad dialéctica puede haber entre quienes disfrutan de los últimos estrenos cinematográficos para el gran público, o de las novedades literarias que se prodigan en millones de ejemplares, y aquellos que desprecian la escasa calidad e ínfimo buen hacer que por lo general contienen los productos de la llamada cultura de masas, menos aún la habrá de orden vital entre quienes conceden a cine y libros el papel de mero entretenimiento de sus horas de asueto y los que se entregan a ellos como instrumentos de indudable goce pero también de conocimiento. Y hasta el generalizado interés por el deporte, la moda, o la cocina –los temas políticos o religiosos quedan habitualmente al margen de estos encuentros sociales obligados; las brechas que imponen son demasiado profundas y nada más proclive que su surgimiento a convertir el encuentro que se busca cordial en agrio y sonoro desencuentro–, puede acabar por aislar íntimamente en medio de la charla a quienes en absoluto les han dado cabida en su existencia.
No será raro, pues, que algunos comensales, pese a la sonrisa luciendo en sus rostros, celebren con el brindis ritual el ya próximo y anhelado final del encuentro. Que se apresuren a despedirse del grupo con alguna excusa inventada sobre la marcha que justifique su salida más o menos precipitada del local. Que regresen a sus espacios privados con una intensa sensación de hastío, unida al firme propósito –dudoso de antemano en su posible cumplimiento, piensan resignados– de no volver a pronunciar jamás ese sí que provocó la vivencia de las horas precedentes. Una vez más, han vuelto a comprobar en esas horas que, por encima del fondo común que a todos nos alía en lo esencial, reina el ámbito de una diferencia a veces tan brutal que no permite ni tan siquiera disfrutar del calor de la compañía de otros seres humanos. La diferencia que se hace aún más notoria y es fuente de mayor sensación de soledad cuando resalta en contraste con la imagen de comunidad que tan fácilmente parece emerger del recíproco contacto de esos otros seres humanos.