martes, 29 de mayo de 2007

"Debes cambiar tu vida"


Una cuestión que todo el mundo se ha planteado alguna vez, bien en relación a sí mismo, bien en relación a los demás, es la de si los seres humanos somos capaces de cambiar a voluntad, es decir, si podemos modificar rasgos de nuestro carácter, hábitos o nuestra manera de vivir en el momento en que nos lo proponemos. Probablemente sea la frase "las personas no cambian" la que en lo concerniente a este tema más a menudo he oído a lo largo de mi vida. E incluso los más pesimistas suelen afirmar que las personas indudablemente cambian, pero siempre a peor. Sin embargo, la película "Otra mujer" (Another Woman, 1988) se encuentra entre mis favoritas de las dirigidas por Woody Allen precisamente porque, según la entiendo, apuesta por la tesis contraria, al menos en lo que respecta al cambio por el que cabe apostar cuando determinados aspectos de uno mismo hasta entonces encubiertos salen a la luz. Aun cuando no todo sea cuestión de decisión y voluntad, sino también de azar, ese gran componente de nuestra existencia que en un momento dado puede brindarnos la oportunidad de enfrentarnos a nosotros mismos y evaluar si aquello que somos es realmente lo que quisimos o queremos ser.

Marion Post (Gena Rowlands) es una prestigiosa profesora de filosofía que, cumplidos los cincuenta, se ha tomado un año sabático para escribir un libro. El ruido de unas obras en la casa vecina a la suya la han obligado a alquilar un apartamento en el centro donde disponga de la tranquilidad necesaria para trabajar. Marion parece una mujer plenamente satisfecha con su vida: ha triunfado en su carrera, está casada con el hombre que ha elegido, y es admirada por sus colegas y alumnos. Pero cuando por un defecto en los conductos de la ventilación comience a escuchar casualmente las conversaciones que una mujer embarazada (Mia Farrow), tendente a la depresión y asustada ante su próxima maternidad, mantiene con su psiquiatra, entrará en un imparable proceso de reflexión sobre su propia trayectoria vital que hará zozobrar la imagen que hasta ese punto ha tenido de sí misma.

A lo largo de varios días, Marion se verá constantemente asaltada por sus recuerdos: su juventud y las expectativas de su padre hacia ella; el modo injusto en que éste tratara a su hermano, siempre a la sombra de sus éxitos y al que valora como un hombre fracasado; su primer matrimonio con un profesor universitario que acabaría suicidándose tras su separación; su negativa a tener el hijo que ambos habían concebido para poder proseguir con su carrera; y, fundamentalmente, el recuerdo de Larry (Gene Hackman), un apasionado periodista enamorado de ella y por el que se sintió poderosamente atraída, pero al cual rechazó para elegir a su actual marido, hombre más acorde con su representación, un tanto calculadora, de lo que debe ser una relación amorosa.

Al hilo de ciertos encuentros casuales, este proceso de introspección vendrá a revelarle paulatinamente una verdad que siempre se ha ocultado a sí misma: Marion se descubre como una mujer que se ha negado a conceder un lugar en su vida a las emociones, a los sentimientos, y no sólo a los suyos propios sino también a los de la gente que la rodea; como una mujer que, haciendo prevalecer los dictados de su razón por encima de los impulsos de su corazón, se ha decantado fríamente por el pensamiento, tan valorado en su profesión, para impedirse sentir y dejarse afectar por las emociones de los demás. Detrás de todo ello se vislumbra claramente un miedo tenaz a perder el control sobre su vida, a desviarse de los objetivos que se ha marcado, erigidos en férreo muro que utiliza para protegerse de aquellos aspectos de la existencia humana que sólo al precio de la distorsión o incluso aniquilación se dejan dominar racionalmente. Dolorosamente, Marion será consciente por primera vez en su vida de que no es una mujer verdaderamente querida, sino tan sólo admirada por su brillantez, pero también temida e incluso odiada por su frialdad, por su ceguera ante los sentimientos ajenos y el sufrimiento provocado por ésta.



El guión de esta película es una adaptación libre de "Fresas Salvajes" (Ingmar Bergman, 1959), y su hechura y recursos narrativos dejan ver con nitidez la gran influencia del director sueco en Woody Allen. Sin embargo, la diferencia fundamental entre ambas películas residiría, a mi juicio, en que, en oposición al característico pesimismo de Bergman, "Otra mujer" sí contempla la posibilidad del cambio y de la reconducción de la propia vida. Frente al anciano profesor de "Fresas salvajes", cuyo ajuste de cuentas consigo mismo acontece ante la cercanía de la muerte, limitando toda posible reconciliación con su vida al refugio en los recuerdos de su infancia, Marion Post aún puede mirar hacia adelante y proyectarse hacia el futuro desde la intención de subsanar los errores cometidos. Porque gracias a ese viaje al interior de sí misma y al diálogo que con ocasión de ello emprende con los que le rodean, Marion se descubrirá a su vez como una mujer tan capaz de sentir como cualquier otra si algún día se atreve por fin, despojándose del miedo, a concederse esa libertad. Y con ello se le hará evidente que su propia felicidad pasa necesariamente por una transformación de sí en esa dirección hacia la cual, a través de ese viaje, ya se ha puesto en camino.

Os dejo de nuevo con un poema de Rilke, titulado "Torso de Apolo arcaico", evocado por Marion no por casualidad en el transcurso de la película y que constituye una hermosa invitación al cambio y a la transformación de sí:

No conocemos la inaudita cabeza
en que maduraron los ojos. Pero
su torso arde aún como un candelabro
en el que la vista, tan sólo reducida,

persiste y brilla. De lo contrario no te
deslumbraría la saliente de su pecho,
ni por la suave curva de las caderas viajaría
una sonrisa hacia aquel punto en que colgara el sexo.

No seguiría en pie esta piedra desfigurada y rota
bajo el arco transparente de los hombros
ni brillaría como piel de fiera;

ni centellaría por cada uno de sus lados
como una estrella: porque aquí no hay un solo
lugar
que no te vea. Debes cambiar tu vida.


viernes, 25 de mayo de 2007

Supervivientes


Los reconocerás porque su mirada franca, risueña, directa, brota de una herida que aún palpita en los días de tormenta en el fondo de sus pupilas. Pero también porque cuando esa mirada se oscurece o empaña, un punto de luz incandescente sigue brillando, en lo más profundo, a través de la misma herida que aún duele y doliendo salva.

Ni siquiera Orfeo pudo salir indemne de su descenso a los infiernos. Quien se ha paseado por sus tinieblas guarda necesariamente la huella de las magulladuras de la bajada, el recuerdo del vértigo del abismo, el miedo ante la densidad de sus sombras. Quien ha sentido la guadaña junto a su cuello no puede dejar de temblar ligeramente ante el destello del filo de una navaja.

Son signos de los corazones que han rozado el sinsentido perpetuo, mordidos por la amenaza de una tristeza irrecuperable, de la sinrazón. De la nada. Corazones que corrieron el máximo peligro, que es conocer de cerca el vacío y el deseo de esa nada.

A diferencia de Orfeo, nunca creyeron en la posibilidad del regreso. De ahí que supere la metáfora decir que la muerte se refugió secretamente bajo su piel, que los trasladó a sus dominios por un tiempo sin esfera ni manecillas. Ellos se supieron morir incluso antes de haber muerto. Pues el destino les deparó habitar los parajes cuyos miedos más profundos habían convertido de antemano en nicho, y desde ahí lanzaron decididos su adiós a la vida.

Sin embargo, regresaron. Quizás ni ellos mismos puedan explicar cómo. Pero lo hicieron. Probablemente, la fortuna y una oculta fortaleza se aliaron en su rescate. Es difícil precisarlo.


Porque sintieron que nunca volverían y aquí están, porque se tornaron ciegos y sordos a la palabra aliento y ahora respiran, pisan el suelo de otra manera. No te creas que son invulnerables. El infierno sigue reclamándolos, como a todos nos reclama. Sólo que esa derrota anticipada, transformada milagrosamente en victoria, ha tejido un escudo que los resguarda, no del mundo, sino de ellos mismos y del umbral que ya una vez atravesaron. Y confían en que si vuelven a atravesarlo, también habrá un nuevo camino de retorno.

Por ello, aunque a veces se vean sumerjidos en el lado más oscuro de la vida y sus pies se tiñan con su negrura, siempre alcanzan a mirar, aun desbordados por el llanto, al otro lado, el más luminoso, y hacia él quieren tender su mano. La savia renovada que corre por sus arterias así lo dicta.

No te inquiete si en ocasiones su serenidad ante los acontecimientos guarda cierto parecido al desapego. Para ellos contemplar de nuevo el horizonte es un regalo de los dioses que una vez pensaron imposible, y sólo pueden agradecer el ocaso de cada día como un añadido con el que no contaron, un poco más libres de angustia que otros por el número que reste.

Y al igual que Orfeo tras perder a Eurídice debió aprender a confiar y a seguir cantando con su lira, ellos saben ahora que, como los pájaros al amanecer, la vida está, incluso con la voz quebrada, para ser cantada.

Anda, acércate al espejo y mírate bien. ¿Reconoces en el fondo de tus ojos al superviviente que hay en ti?


Sólo quien ya alzó la lira
también entre las sombras
puede al vislumbrarlo devolver
el elogio infinito.

Sólo quien comió amapolas
con los muertos, de las suyas,
ni el acorde más ligero
volverá a perder.

Si en el estanque a menudo
se nos diluye el reflejo:
conoce la imagen.

Por primera vez en la doble esfera
se harán las voces
dulces y eternas.


R.M. Rilke, Sonetos a Orfeo, I, 9.

martes, 22 de mayo de 2007

Perlas cultivadas (II): la ciencia del deseo

Reanudamos esta sección de "Perlas cultivadas" dando un salto cualitativo con respecto a las tertulias nocturnas para situarnos esta vez en un terreno cuyo prestigio social y enorme influencia reviste a las "perlas" de algunos de sus contribuyentes de un carácter mucho más corrosivo y peligroso: el la ciencia.

Hace poco descubrí gracias a un post que podéis encontrar aquí una entrevista que Eduardo Punset realizó en 2004 a Victor Johnston, conocido biopsicólogo evolucionista especializado en estudios sobre la percepción de la belleza. Según resume Punset al inicio de la entrevista, la tesis planteada por Johnston sería que "la pasión por la belleza no es un deseo cultural o un reflejo machista, sino que es un instinto básico que está dentro del cerebro". Los estudios de este científico se centran fundamentalmente en la percepción de la belleza que estaría a la base de la atracción sexual o amorosa por el sexo opuesto, es decir, en los mecanismos biológicos por los cuales hombres y mujeres se sienten recíprocamente atraídos por ciertos caracteres físicos que consideran bellos. Hoy queremos analizar aquí algunas de las afirmaciones y ejemplos que el profesor Johnston aporta para defenderla.

En opinión de Johnston, la valoración de la belleza de un hombre o una mujer dependería de la cantidad de hormonas masculinas o femeninas asociadas a sus rasgos externos. Así, afirma que los hombres buscarían atributos femeninos que indicaran altos niveles de estrógenos, la hormona específicamente femenina, como, por ejemplo, labios carnosos o grandes, caderas anchas, senos voluminosos, en cuanto signos de una mayor fertilidad en la mujer. La atracción sexual estaría en este sentido condicionada por la búsqueda de la perpetuación de la especie, de manera que los individuos más atractivos se identificarían con los mejor dotados para la procreación. Las mujeres consideradas más bellas o atractivas serían, por tanto, aquéllas que cumplieran con esas características.

Creo que un pequeño recorrido por las representaciones artísticas de la belleza femenina que han tenido lugar a lo largo de la historia puede ayudarnos a valorar si la tesis que Johnston plantea tiene cierta credibilidad. Que no es por desconfiar, no... Pero siempre es útil contrastar las teorías con la realidad. Empecemos por donde hay que empezar, es decir, por el principio:



Aquí tenemos a la que se conoce como la Venus de Willendorf, que data supuestamente de 20.000 años antes de Cristo. Los labios no están retratados pero, sí, parece que en lo que a la antigüedad remota se refiere, Johnston tiene razón. ¿Atractiva, verdad? Nadie lo dudaría. Pero si nos desplazamos un poco en el tiempo nos encontramos con lo siguiente:



Estas estatuillas son imágenes de la fertilidad dedicadas a la diosa Hathor en el antiguo Egipto. Mmmm... parece que los egipcios tenían una percepción diferente de la belleza femenina, ¿no? Nada de caderas anchas, ni pechos prominentes, ni vientres abultados, sino más bien todo lo contrario. Claro, que quizás esto explique, según Johnston, el declive y la desaparición de la cultura egipcia... Veamos una cultura que salió mejor parada, como la griega:



Pues la Venus de Milo, representación además de la diosa del amor y la belleza, tiene unas proporciones muy armoniosas. Menos estilizada que sus predecesoras egipcias, pero en ningún caso podría decirse que en ella destacan de manera inequívoca esos caracteres típicos de la fertilidad femenina. ¿Los griegos se equivocaron? Tal vez no estemos buscando los ejemplos apropiados. Avancemos algo más en el tiempo:



Ah, pues sí. Parece que Rubens (1577-1640), con Las tres gracias, sí entendía algo de belleza femenina, sí. Éstas se parecen más a la Venus de Willendorf. Ahora que, a mí, la verdad que estas tres señoras de carnes fofas no me parecen exactamente el prototipo "universal" de mujer deseable, por más que, no lo dudo, también puedan tener su encanto. Pero, claro, yo soy mujer, así que me abstendré de juzgar. En cualquier caso, podría interpretarse que, después de siglos de "oscurantismo" y ceguera en cuanto a la percepción de la belleza, los hombres habrían descubierto en ese momento los verdaderos atractivos de una mujer. Sólo que si nos fijamos en otros cuadros de la misma época no sé yo si las teorías de Johnston siguen sosteniéndose. Veamos:



Parece que esta Venus (Venus, Vulcano y Marte) de Tintoretto (1514-1598) anda bastante escasa de un "par" de esos atributos tan netamente femeninos e indicativos de fertilidad en principio tan atractivos para el género masculino... Sigamos:



¿Qué me decís de esta otra Venus (Cupido quejándose a Venus), pintada por Lucas Cranach El viejo, en 1530? Tampoco resulta ni muy femenina ni muy fértil, según los criterios de Johnston, ¿verdad? Pasemos a esta otra:



Bueno, sí, esta Venus (Alegoría de Venus y Cupido), pintada por Bronzino hacia 1540, está un poco más entradita en carnes, y su apariencia podría tal vez por ello calificarse, a juicio de Johnston, de más atractiva. Pero prestemos atención a un pequeño detalle:



Caray con Bronzino y con su Venus. Más allá de lo inesperado de este detalle un tanto escabroso, no creo que de los labios de su Venus pueda decirse en absoluto que sean gruesos, grandes o carnosos.

Y si para finalizar con el recorrido histórico por las formas de la belleza femenina nos trasladamos por último al siglo XX, nos encontraremos con esta preciosa imagen del cuadro de 1905 Las tres edades de la mujer, de Gustav Klimt. Es evidente que en esta figura, que simboliza la maternidad, no están presentes ninguno de los atributos fijados por Johnston:



Pues no lo entiendo. ¿Cuál habrá sido el criterio científico que ha permitido a Johnston hacer generalizaciones sobre los mecanismos del deseo físico en el varón? Porque si tantos modelos de belleza femenina, pintados además -en los más antiguos no lo sabemos, pero nos lo podemos figurar- por hombres, pueden estar tan alejados de la explicación evolucionista de Johnston, es que algo falla... Claro que, dios me libre de poner en cuestión los resultados de la ciencia, único conocimiento verdaderamente fiable del que disponemos...

Pero pasemos ahora a otra "perla" aún más llamativa que la anterior. Aludiendo a que nuestra atracción por uno u otro sexo depende del nivel de testosterona presente en el útero materno cuando el feto tiene unos dos meses de vida, dice Johnston en la entrevista: "Hoy existen muchos estudios que muestran diferencias entre el cerebro del hombre y el de la mujer, como consecuencia de esta exposición a la testosterona (hormona masculina) en el útero; y los cerebros de los homosexuales en ciertos aspectos están a medio camino entre el cerebro de la mujer y el del hombre". Vaya. Ya hice valer este mismo argumento en otra ocasión pero viene perfectamente al caso. Es sabido que en la antigua Grecia las relaciones homosexuales entre hombres eran una práctica habitual tanto si éstos estaban casados como si no, y puede observarse incluso una cierta idealización del amor homosexual masculino como forma perfecta de la unión amorosa. ¿Diría Johnston entonces que los cerebros de la mayoría de los varones griegos quedaron a mitad camino entre el cerebro masculino y el femenino? ¿Y cómo daría cuenta de su simultánea atracción por el sexo femenino? Esta es una cuestión un poco más compleja, ¿eh, profesor Johnston?

Y puesto que no quiero cansaros más, pese a que la entrevista no tiene desperdicio y aún habría mucho que decir sobre ella, terminaré el post con un último aspecto de los que presenta. Según este científico, la belleza física sería hasta cierto punto una condición para el éxito en los diferentes terrenos de la vida, e incluso afirma que los guapos detentarían una especie de dominio sobre el resto gracias a que su belleza generaría una percepción más positiva y benévola en los demás. En el caso de los hombres, dice Johnston, los preferidos serían los hombres altos, guapos, delgados y de piernas largas, frente a los hombres bajos y gordos. Os dejo con una imagen de Napoleón, hombre del cual no creo que pueda dudarse con respecto a su manera ejemplar de ejercer su capacidad de dominio e influencia sobre sus semejantes y del que, entre otras muchas, se dijeron cosas tales como: "Está mal hecho, pequeño de talla, con una cabezota (...) Su corpulencia es tal que su estómago se proyecta hacia delante considerablemente".



Guapo, ¿a que sí?

Creo que el día que la ciencia, bajo tales parámetros biologicistas y reduccionistas, consiga explicar qué mueve el deseo humano y la atracción que dispara los sentimientos amorosos será el mismo día que los burros vuelen. Esperemos sentados. O mejor no esperemos.

viernes, 18 de mayo de 2007

Gente


Somos la multitud anónima que cada día sale a tu paso. Ahí estamos, por todas partes. Rozándote en el vagón de metro, a tu lado en el semáforo, tras de ti en la cola del cine. La multitud a la que percibes como hostil o amable, cuya visión puede agredirte o enternecerte, irritarte o divertirte. Aunque a veces detestas nuestra cercanía, otras la agradeces. Y si te enfurruñas cuando tropiezas con nosotros, también nos echas de menos la mañana desierta del domingo.

Somos, como él decía, el paisaje impenetrable y a la vez invisible de la historia singular que tú protagonizas. La indefinida e indefinible pieza móvil del escenario que enmarca tu vagar por el mundo. Una extensión de rostros sin apenas rasgos, de trazos difuminados, que sólo circunstancial y brevemente se perfilarán para luego volver a emborronarse. Una masa informe de unidades sin identidad. Una superficie lisa sin fondo ni profundidad aparentes de la que, cuando la tiranía de tus pensamientos lo permite, te llegan retazos de voz, fragmentos de conciencia e interioridad sin nombre ni dueño.

No te esfuerces en distinguirnos, en singularizarnos, en recordarnos. Sabes que es imposible. Nuestro número es incalculable, y no sólo porque nos defina el movimiento, el continuo cambio. Sería como querer contar las gotas de agua que hay en un río, las hojas amarillas que cada otoño caen de los árboles.

Somos para ti ese derroche de humanidad en el fondo incomprensible que siempre te dejará perpleja por más que los años vuelvan trivial nuestra incuestionable presencia. Porque somos tantos. Tantos. Y ese tantos sin por qué ni para qué discernibles minimiza, hasta el punto de tornar ridícula, tu propia existencia, tan insignificante como la de una sola de esas gotas de agua dentro del río, como la de la hoja caída que recoges y guardas en tu bolsillo. Si entre nosotros aún se ocultan los que algún día habrán de recortarse poco a poco sobre los demás para acompañarte en algún tramo de tu camino, sospechas que todo será fruto del azar, de la casualidad, de un desafío a la ley de la improbabilidad. Porque entre tantos nadie puede ser insustituible. Aunque tu corazón querrá apostar entonces por lo contrario y se empeñará en apelar a la necesidad y al destino, arremetiendo contra la idea de la contingencia, tan racional, tan lógica.

Tal vez por ello la curiosidad te lleva a menudo a cruzar tu mirada con la nuestra, pese a que no se te escapa que ese cruce será casi siempre único e irrepetible. Si alguna vez no lo es, volverá a suceder como si lo fuera, pues nuestras memorias son igualmente frágiles. Por un instante te aventuras en nuestros ojos, y nosotros en los tuyos. Por un instante cobramos realidad mutua y nos reconocemos de pupila a pupila. Eres consciente de que tras ellas se inventa una vida, un trayecto que dirige los pasos que ahora se han encontrado con los tuyos. Otra historia más de nacimiento, amor incierto y miedo a una muerte segura en lo esencial idéntica a la que ti te pertenece, también en lo esencial insalvablemente diferente. Porque no dudas de que en cada uno de nosotros se alberga una sonrisa, un recuerdo, un palpitar, que podrían ser exactamente tuyos. Pero cuando tratas de imaginar esa infinidad de puntos de mira, por principio tan irremplazables e irreductibles como el que tú misma habitas, vuelves a sentir el vértigo de lo inabarcable, de lo que no se deja realmente imaginar. Y entonces apartas la mirada, que siempre adivinaste insostenible. Es pura cuestión de economía. Simplemente no hay tiempo. Simplemente. Ni energías. Ni tan siquiera ganas. Y por ello tanto tú como nosotros pasamos de largo.

Pero hoy somos los que, constituidos en un nosotros imposible, aunamos nuestras voces en tu cabeza para recordarte que también tú eres, básicamente, escenario y paisaje de nuestra vida. Y está bien así. No puede ser de otra manera.


"Nadie, supongo, admite verdaderamente la existencia real de otra persona. Puede conceder que esa persona esté viva, que sienta y piense como él; pero habrá siempre un elemento anónimo de diferencia, de desventaja materializada. (...) Lo que parece haber de desprecio entre hombre y hombre, de indiferente que permite que se mate gente sin que se sienta que se mata, como entre los asesinos, o sin que se piense que se está matando, como entre los soldados, es que nadie presta la debida atención al hecho, parece que abstruso, de que los demás también son almas".

Libro del desasosiego (135), Fernando Pessoa

martes, 15 de mayo de 2007

Visitas


Cada cierto tiempo los fantasmas llaman a la puerta de tu armario, y aunque a ti se te ponen los pelos de punta en cuanto oyes ese insistente toc-toc, sabes que no tienes más remedio que abrirles y dejarles pasar. Es verdad, hasta un niño te dirá que los fantasmas son capaces de atravesar cualquier barrera física, por sólida que sea, dada su naturaleza incorpórea y juguetona, y que no hay por tanto necesidad de abrir puerta alguna. Pero, a fin de cuentas, se trata de viejos conocidos. Un poco de cortesía siempre es deseable.

A nadie se le escapa que tener fantasmas paseándose por casa es un auténtico engorro. Desde el momento en que se presentan puedes dar el día por perdido: con ellos por el medio te resultará imposible hacer nada. Además, no les gusta venir solos, y cuando uno reclama salir del fondo del armario, apuesta a que lo hará en compañía. En un abrir y cerrar de ojos te habrán desordenado la mesa de trabajo, estarán emborronando con tus Pilots tus apuntes más recientes -los fantasmas de tu infancia disfrutarán pintarrajeando incluso las paredes del estudio-, habrán ensuciado de colillas todos tus ceniceros, sembrado de ceniza la alfombra, y si tienen el día revoltoso cuenta con que tropiecen con alguna maceta o le pisen el rabo al gato. No por mala idea, claro, pero los hay especialmente desmañados, como el fantasma de los errores del pasado o el del futuro fracasado.

Ya sabes que de poco sirve que intentes encerrarte en alguna habitación y obviar su presencia. Los fantasmas nunca dejan de perseguirte por toda la casa buscando incansablemente conversación con preguntas tontas, incordiándote para que juegues con ellos a las adivinanzas, o, lo que es más probable, las dos cosas a la vez.
Así que ante su aparición sólo cabe armarse de paciencia, procurar tenerlos entretenidos sin que monten demasiado escándalo o se peleen entre ellos y confiar en que el sueño venga pronto en tu rescate. Éste se hace a veces el remolón y la visita puede prolongarse entonces hasta altas horas de la noche. Pero, por fortuna, en la mayoría de los casos, cuando por fin logras dormirte los fantasmas empiezan a aburrirse como ostras y optan por regresar mohínos a la oscuridad del armario.

Sólo el fantasma del miedo a los fantasmas suele esperar junto a tu cama a que despiertes para compartir contigo el café del desayuno. Pero al menos es de los que se lamenta del estropicio y luego se ofrece para ayudarte a limpiar y volver a colocar todo en su sitio.

viernes, 11 de mayo de 2007

Libertad


Siempre es el mismo mal sueño. El mismo despertar sombrío. La misma angustia.

Cae la noche. Una noche que no tendrá estrellas. Pero ellos están a salvo de la oscuridad, dentro del círculo cuya luz parece irradiar de ése que va a morir. Sus ojos no están vendados, y los mira. Una mirada digna, rabiosa, brillante, pese a que un miedo animal puede leerse en la barbilla temblorosa, en la rigidez de sus facciones.

- ¡Preparados!

Suena el ruido metálico de diez fusiles dispuestos. Siente inermes sus brazos, los dedos fríos. Pero el fusil está en el lugar correcto, alineado con los de los demás soldados, cuyos rostros no reconoce.

- ¡Apunten!

Aplica el ojo a la mirilla y enfoca el objetivo. Hasta el agitado palpitar de su corazón le parece irreal. El prisionero cierra los ojos, contrae el rostro. Pero luego los abre y vuelve a mirar al frente.

- ¡¡¡FUEGO!!!

Aprieta el gatillo.

Siente el golpe de la culata en el hombro, la detonación.

Y se produce el milagro.

La bala ha caído blandamente al suelo, y rueda hasta sus pies. Con un movimiento casi imperceptible la pisa con la punta de la bota raída. Es imposible que alguien se haya dado cuenta. El fusil se ha vuelto súbitamente ingrávido entre sus manos.


El teniente se acerca al cadáver.

- ¡Uno de vosotros no ha disparado!

Silencio.

Se vuelve hacia él.

- Soldado, ¡falta tu bala!

Un peso de plomo en la cabeza. Un ardor de bruma que lo envuelve.

- ¡He disparado, mi teniente, compruébelo Ud. mismo: el arma está caliente!

- Aquí falta tu disparo. ¡Acércate!

Empieza a caminar vacilante y se detiene ante el cadáver.

- ¡Dispara otra vez!

- ...

- ¡He dicho que dispares otra vez!

- ¡Pero el prisionero ya está muerto, mi teniente!

- ¡Que dispares!... Sin tu disparo no puede morir.

Sin tu disparo no puede morir, ha oído. Y en efecto, el prisionero, caído sobre su espalda y aparentemente ya sin vida, abre los ojos y lo mira con dulzura.

- ¡Dispara! ¡Es una orden!....¡Preparado!

Dispone de nuevo el fusil. Sucederá otra vez. Ojalá suceda. Va a suceder.

- ¡Apunten!

Nadie morirá. Dispararé pero la bala no le alcanzará. Nadie va a morir.

- ¡¡¡FUEGO!!!

Siente el golpe de la culata en el hombro, la detonación.

Y aunque sus ojos siguen abiertos, y lo miran, el rostro del prisionero se cubre de sangre.

Entonces despierta.

...

Siempre el mismo mal sueño. Desde hace cuarenta años.

Porque pudo no haber disparado. Porque no quería disparar y lo hizo. Porque sabía que iba a matar a quien
no merecía morir a manos de otros, como ningún hombre lo merece.

La huida. La desobediencia. El juicio de guerra. Volver el fusil contra el teniente. Contra sí mismo. Todas estas posibilidades se abrían ante él. ¿Acaso alguien le impedía abocarse a su propia muerte? Pudo elegir y eligió.

Por más que ella aún trate de convencerlo de que tantos otros, tantos como él, incluso peor. De que no es justo exigir a nadie que se decida héroe. Y diga que de su elección se excluyó la guerra, y la barbarie, y la estupidez humana, y el pelotón.

Cierto. Tampoco elegimos nacer. Pero aquí seguimos. Decidiendo a cada minuto que nos quedamos. Y en ese momento también pudo elegir. Igual que hubiera podido hacerlo con el cañón de una pistola sobre la sien.

Y escogió la vida dañina y luego dañada, la vida sucia de pólvora y sangre, horadada por la misma bala que disparó. Su boquete es cada vez mayor conforme pasa el tiempo.

Eligió.

Y de eso nadie lo salva.

martes, 8 de mayo de 2007

Desencantos



Hace no mucho he descubierto algunos blogs, como El lagarto en tu laberinto o Desconvencida, en los que, con diferentes estilos, sus autores despliegan -entre otras- una forma de presentarse a sí mismos a mi entender tan interesante como enriquecedora para sus lectores: hablándonos de aquellas películas, libros o canciones que por diversos motivos forman o han formado parte de sus vidas, de las reflexiones o sensaciones que les han suscitado, de cómo los interpretan o comprenden. Esta manera de postear me parece un modo muy atractivo de compartir experiencias y aprendizajes que nos han llegado gracias a la literatura, el cine o la música, y de mostrar a los demás lo que consideramos más valioso de ellos. Se trata, por otra parte, de una fórmula que siempre he tenido de alguna u otra manera en la cabeza pero que nunca había utilizado. Pues bien, creo que ha llegado el momento de lanzarme a ello. A ver cómo se me da.


En el único meme que he hecho hasta ahora comenté que una de las películas que podía ver una y otra vez era "El desencanto" (Jaime Chávarri, 1976), película con la que me había cruzado poco antes y que me había dejado fascinada. La fascinación no ha desaparecido sino que, posiblemente, incluso ha aumentado. Mucho se ha escrito ya sobre esta película-documental en la que Felicidad Blanc y sus hijos, Juan Luis, Leopoldo María y Michi Panero se entregan a un descarnado ejercicio de autoanálisis, tanto de ellos mismos como de su vida familiar, en el que ocupa un lugar central el que fuera, respectivamente, su esposo y padre, el poeta fascista Leopoldo Panero. Y no sólo por la tremenda influencia que ejerció sobre ellos, sino también por las consecuencias derivadas de su muerte temprana.

De ese análisis de su propia biografía y de sus cambiantes papeles en la estructura profunda del núcleo familiar sorprende tanto su clarividencia como su pasmosa crudeza, aún más lacerante cuando los personajes conversan o se enfrentan entre ellos sin tapujos. En la película se dejan distinguir dos partes. La primera estaría marcada por la ausencia física de Leopoldo María, el hermano mediano y poeta maldito, pese a que las constantes alusiones y reflexiones sobre él de su madre y hermanos lo convierten, al mismo tiempo, en una figura omnipresente. En la segunda es Juan Luis, el mayor, y también poeta, el que prácticamente desaparece y se ve desplazado por Leopoldo María, tal y como en efecto sucediera en el panorama literario del momento como resultado del éxito, indudablemente mayor, de la poesía de este último. Se refleja así el conflicto definitivo, la brecha insuperable que distanciará a ambos hermanos en el marco de una familia ya desgarrada desde muchos flancos. Uno de los fragmentos más agrios sea probablemente el que se dedica a la conversación que, en la última media hora y sentados en un banco público, mantienen Felicidad, Leopoldo María y Michi. Ante las preguntas de su madre, Leopoldo María se propone, como él mismo declara, dejar constancia de la diferencia entre la leyenda épica de su familia y la verdad. Una verdad que se revela a través de duras críticas al padre, calificado por Leopoldo María de brutal y del que ambos hermanos se burlan abiertamente, y de no menos duros reproches a lo que juzga como la gran cobardía de su madre, responsable de sus repetidos ingresos en diversos sanatorios y manicomios con ocasión de varios intentos de suicidio y de su consumo de drogas. Leopoldo María se lamenta cínicamente de no haber conocido el "amor" en aquella época, en que apenas contaba con 19 años, más que gracias a un par de, como él dice, subnormales, a cambio de un paquete de tabaco.

Muchísimas más cosas se podrían decir del aire decadente que respira esta película, del infortunio y de la incomprensión, de la familia y sus perversiones, de la frialdad y porte digno de Felicidad y sus constantes y superficiales autojustificaciones ("lo reconozco, soy cobarde, nací así y no creo que se trate de un rasgo adquirido"), del egocentrismo de Juan Luis, del resentimiento asumido y declarado de Leopoldo María, de la transparencia de Michi o incluso de los incontables cigarrillos que todos ellos consumen en su transcurso. Pero como la película es, en mi opinión, inagotable desde tantos y tantos puntos de vista, sólo voy a destacar un aspecto que me llamó la atención desde sus primeras escenas: al protagonismo de la palabra y de la narración, habitual por lo demás en este género de películas, se une en ella un uso del lenguaje por parte de sus protagonistas tan primoroso como certero, tan cuidado como preciso, de una perfección formal abrumadora y ya poco frecuente, por no decir quizás inencontrable. Hablan y parece que lean. Dicen y parece que escriban. Eso sí, en ocasiones haciendo gala de una pedantería y un engolamiento extremos, sobre todo en el caso de Juan Luis (os dejo aquí la única escena de la película que he encontrado por la red y en la que se hace patente esa pedantería de Juan Luis; lo siento, ¡aún no sé youtubear en mi propio blog!) y del propio Leopoldo María, que pueden volver ridículas muchas de sus frases. Por otra parte, no sé si el horror de lo que a veces cuentan puede verse compensado por la belleza e inteligencia de su manera de decir. Pero para mí escucharlos hablar es un verdadero placer, sin duda contradictorio, si se atiende a lo que sus palabras transmiten, pero no por ello menos placer.

Y más allá de ese uso del lenguaje, aunque íntimamente ligado a él, no puede dejar de subrayarse la sabiduría desencantada de las reflexiones con las que Leopoldo María va engarzando su discurso y de las que os transcribo las que considero más significativas:

"En la infancia vivimos y después sobrevivimos".

"Yo considero que el fracaso es la más resplandeciente victoria".

"El colegio es una institución penal en la que se nos enseña a olvidar la infancia".

"En la cárcel se rompe la odiosa dicotomía entre lo público y lo privado, se rompe con la odiosa estructuración social del aislamiento, por ello es el único lugar, como se suele decir, donde es posible la amistad, una amistad que dura lo que el propio tiempo de prisión (...) La cárcel es el útero materno y, fuera de él, el yo se fortalece y empieza, por lo tanto, la guerra más inútil y más sangrienta. La guerra para ser yo, para lo que haría falta que el otro no existiera".

Comentando el resentimiento que otros poetas e intelectuales han manifestado hacia él: "Puesto que el lenguaje no existe, debe instalarse como una religión, y por lo tanto, necesita de una casta sacerdotal que son los intelectuales que sacrifiquen su vida al comercio con ese lenguaje. De ahí que detesten la vida y de ahí que me detesten también a mí mismo, que la represento por excelencia. Con la vida me refiero a la vida invivible".

Este hombre podrá estar loco, no digo que no. Pero bendita la locura capaz de penetrar con tanta lucidez, pese a su pesimismo, las mentiras que por todas partes nos quieren vender. Aunque sea, como en su caso, al precio de esa vida no sólo invivible, sino también consciente de no poder serlo.

sábado, 5 de mayo de 2007

A la pata coja


Es verdad que nunca vivimos en París, ni confiamos jamás al azar la posibilidad de cada encuentro, pensando, como pensaba la Maga, que citarse en un lugar concreto era propio de gente de metódicas costumbres, incapaces de abandonarse a una casualidad siempre menos casual que las propias reglas.

Tampoco podemos recordar, ni celebrar, el haber sacrificado juntos un paraguas en un barranco del Parc Montsorius. Ni en ningún otro barranco.

Tú no tenías un Rocamadour, ni tu puente era el Pont des Arts, ni soñabas con ser cantante de Lieder y, aunque tal vez esto último sí pudo haber sido, tampoco sabías una sola canción de Hugo Wolf.

Es cierto que, un poco de lejos, compartías con ella la alegría y la torpeza y el volcar los vasos y el sacar el pie de debajo de la mesa en el momento en que alguien podía pasar y caerse, y posiblemente también ese continuo sufrimiento que yo no adiviné y que decía Cortázar que decía Oliveira que decía madame Léonie que siempre acompañaría, allá donde fuera, a la Maga.

Pero a ti no era insensato querer explicarte, pese a que tampoco pediste nunca con tanta insistencia explicaciones.

Poco sabía yo del Zen y menos de Raymond Radiguet o de Mauriac o de Lautrémont o de Lester Young, de éste tú sí.

Hubo otros duendes y otras hadas y otros bailes, pero nunca un Perico ni un Ronald ni un Etienne ni un Gregorovius secretamente enamorado de ti danzando a nuestro alrededor.

Y tampoco yo alcanzaba a ver, como sí Oliveira, mi felicidad más allá de ti ni de tus labios, sino precisamente en ellos.

Quizás por eso nunca me mordiste hasta hacerme sangrar, ni sentí yo entonces la necesidad de humillarte, ni esperaste de mí la aniquilación y la muerte, ni de ella tu resurrección fénix desde tus propias cenizas.

Porque había contradicciones y había abismos. Idénticos a los que se abrían entre Oliveira y la Maga, y a la vez infinitamente diferentes. Pero también hubo algo, tal vez lo más importante, que ellos nunca tuvieron.

Y sin embargo, sí existió un preciso punto por el que tú, sin llegar jamás a saberlo, ni falta que te hacía, te convertiste en mi Maga, y que con la misma exactitud me convirtió a mí en Oliveira, y a los dos en esa pareja imposible que salta a la pata coja por el ordenado desorden de las páginas y cifras de Rayuela:

"Cuando la Maga preguntaba por cuestiones como la filosofía Zen (eran cosas que podían ocurrir en el club, donde se hablaba siempre de nostalgias, de sapiencias tan lejanas como para que se las creyera fundamentales, de anversos de medallas, del otro lado de la luna siempre), Gregorovius se esforzaba por explicarle los rudimentos de la metafísica mientras Oliveira sorbía su pernod y los miraba gozándolos. Era insensato querer explicarle algo a la Maga. Fauconnier tenía razón, para gentes como ella el misterio empezaba precisamente con la explicación. La Maga oía hablar de inmanencia y trascendencia y abría unos ojos preciosos que le cortaban la metafísica a Gregorovius. Al final llegaba a convencerse de que había comprendido el Zen, y suspiraba fatigada. Solamente Oliveira se daba cuenta de que la Maga se asomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos ellos buscaban dialécticamente."

Te contaré que sigo buscando, con mi dialéctica, esas grandes terrazas sin tiempo que a tu lado fui capaz de intuir.

¿Y tú? ¿Aún puedes asomarte a ellas?

miércoles, 2 de mayo de 2007

Identidad


Hay quien se ha planteado qué es lo que nos permite superar cada noche el corte abrupto que las horas de sueño suponen en nuestra existencia y retomarla al despertar exactamente en el punto en que la dejamos al acostarnos. Cuáles son los mecanismos que deben operar para que, a diario, seamos capaces de salvar la distancia que nos separa de nosotros mismos entre el momento en que se nubla la luz de nuestra conciencia y aquél en que volvemos a recobrarla. La idea de un continuo se quiebra ante el abismo que media entre un día y el siguiente. Como si el hilo de nuestra vida sólo fuera el resultado de tantos cortes y nudos como noches de sueño hemos atravesado. Da lo mismo que al despertar no quede huella de ese tránsito, o que nuestra cabeza amanezca poblada de imágenes y sucesos oníricos. Si los hay, siempre pertenecen a otro mundo, a otro orden lógico que nunca se deja engarzar plenamente con lo efectivamente vivido.


Parece claro que uno de los elementos fundamentales de la argamasa que une cada nuevo despertar con aquello que en nuestra conciencia le antecede no es sino la memoria. El recuerdo de lo que creemos ser, de lo ocurrido, o de lo que planeamos ayer para hoy sale en ese momento a nuestro encuentro para dar consistencia al nuevo día e integrarlo en un orden lineal que no admite interrupciones sino al precio de la locura. Para rescatarnos de allá donde quiera que fuimos y lanzarnos intactos, tendiendo un lazo entre el pasado y el porvenir, al lugar exacto que pocas horas antes abandonamos. La certeza de que ése que despierta soy yo y no otro no es, por tanto, una verdad inmediata, sino una obra cuidadosamente construida por la memoria.

Sin embargo, al despertar cada mañana, ese mecanismo de autorreconocimiento parece demorarse unos segundos antes de ponerse en marcha. Son sólo cuatro, cinco, quizás diez segundos. Una cantidad de tiempo despreciable en comparación con lo que vendrá después. Pero ahí están, precediendo al instante en que, gracias al asalto del recuerdo, logramos hacer un nuevo nudo y recuperamos el hilo perdido entre las sombras del sueño. La experiencia de esos pocos segundos llega a ser en ocasiones brutal: pudimos dormirnos traspasados por el dolor pero despertaremos serenos, y así permaneceremos, por breve que sea ese tiempo, hasta que la memoria de la causa del dolor nos sobrevenga de un golpe y de un golpe nos inunde la tristeza.

A veces me pregunto quiénes somos realmente en esos escasos segundos en que el peso de la memoria nos concede una pequeña tregua. Qué podría definirnos en ese mínimo intervalo en que nuestro yo parece reducirse, en ausencia de recuerdos, a una mirada limpia. Una mirada tal vez animal, libre de toda conciencia de sí y, en medio de la bruma, milagrosamente proyectada sin deseo alguno, sin heridas ni expectativas, cargada simplemente de nada. O qué es lo que en ese extraño umbral, aparentemente vacío, alcanzamos a ver antes de que irrumpa el recuerdo y devuelva a nuestros ojos su ceguera cotidiana.