viernes, 31 de mayo de 2013

Perdonarse


Quién sabe por qué desconocida confluencia de no menos oscuros factores, hay días –poco importa si grises o soleados, saturados de luz o ensombrecidos de nubes– que amanecen para nosotros bajo el signo del error y el fracaso. Quizá ya el turbio estado de ánimo que en ocasiones preside el despertar anuncie en perspectiva, a través de la desgana, de la apetencia irrealizable que destila de permanecer al abrigo del mundo tras el cristal de la ventana, la imposibilidad del necesario estar a la altura de las obligaciones que del otro lado nos aguardan y, con ello, la probable proximidad del tropiezo. O puede suceder, por el contrario, que nada en la emergencia normalizada, anímicamente neutra del sueño, permita anticipar la cercanía del primer error que parecerá presto a precipitar la suma de desatinos desencadenados por su causa. 

La operación equivocada que invalida el cómputo final del presupuesto, repentinamente manifiesta con posterioridad a la entrega. La exposición confusa, vacilante, desasida del hilo clarificador ante el público que precisa comprender. El corte en requiebro que malogra la tela, la melodía arruinada por un dedo pulsando una nota falsa. La decisión en completo desajuste con la singularidad de la circunstancia y la gravedad de las consecuencias. La omisión inaceptable capaz de provocar el desastre. El acto impulsivo que desata el malestar ajeno o la reprimenda, la mirada hosca o el conflicto abierto que siguen a palabras irreflexivas, de resultas inapropiadas. Y a partir de entonces, cada paso, cada gesto, cada nueva decisión, lastrados en esos días por la sensación del desacierto, de la ruda discordancia entre la imagen del buen hacer anhelado, proyectado en la antelación, y lo efectivamente hecho. Acaso también por la inutilidad del empeño en enderezar, ojalá en el siguiente punto, si no en el siguiente, si no en el siguiente que nunca llega, la trayectoria zigzagueante que, frente a la suave linealidad de la marcha deseada, dibuja en nuestra mente el cúmulo de desvíos que suele derivarse de la constatación del primero. 

De vuelta al abrigo del mundo tras el cristal, descubrimos que es en nosotros donde se ha instalado la intemperie. Frente a ella no caben protección ni manta alguna: emana del propio yo azotado por la memoria en ráfagas de la equivocación cometida, empapado bajo el persistente goteo del recuerdo de las flechas caídas al pie de la diana. Fustigado por la fantasiosa recreación de la acción correcta en un pretérito inexistente frente a la realidad pasada ya inalterable de la errónea. Asediado por el fantasma de lo que debería haber sido en contraste con la obsesiva evocación de lo irreversiblemente acaecido, qué duda cabe, por obra de la inusual impericia de la propia mano. Un yo rabioso como el niño rompiendo el folio emborronado, arrugado tras el frotamiento repetido de la goma, renuente a dejar aparecer, a través de sus dedos desmañados, la casita en el campo o el perro que tan nítidamente agita la cola en su cabeza. Estúpidamente absorto en la quimera pueril del retroceso en el tiempo, de las agujas del reloj regresando a posiciones ya superadas en la esfera para permitir el prodigio de la rectificación del error, del despiste, de la opción fallida. Íntimamente derrotado en la discrepancia entre sus propósitos para la jornada y la inesperada incompetencia de sus facultades para propiciar su cumplimiento. 

Ocurre a veces al término de esos días: al cerrar los ojos buscando por fin la inconsciencia del sueño, el regalo tras él de un mañana recién estrenado y limpio de errores que ofrezca quizá la oportunidad de la enmienda y la restauración de la propia figura embarrada, la oscuridad de los párpados comienza a poblarse de la visión de errores ya caducados, distantes, tan remotos en el río del tiempo que alcanzan las aguas nebulosas de la más tierna infancia. Como si la equivocación recién protagonizada hubiera logrado resucitar el interminable rosario de faltas, de traspiés, de desaciertos que cada mortal arrastra consigo, y todos ellos, en apariencia borrados por la acción benéfica del olvido, en apariencia prescritos por perdonados, fueran poco a poco asaltando el cráneo, bailando frenéticos sobre su base, bañándolo a cada brinco con sus antiguos sentimientos de culpa intactos, ahogándolo bajo el peso de la Gran Culpa que compone su orgiástico, desbordado amontonamiento. Un peso que termina por aplastar al yo insomne, abatido, magullado, que ahora se vence ante la imagen atormentada, ésa que la Gran Culpa impone, de un yo fraudulento, de un lado a otro fallido, incapaz de actuación atinada, del natural aprendizaje que quiere asignarse a la progresión de los tropiezos. Yo idiota, dañino, indigno. Ruborizado en su desnudez ante el espectro de los testigos de sus faltas. Merecedor, por sus errores, del más salvaje de los desprecios y castigos. 

Se entiende en tales circunstancias el alivio de la invención del confesionario. Si ya la mera verbalización de las faltas acumuladas aligera el pecho del lastre en la conciencia, la presunta existencia de un dios benévolo y amoroso, proclive al ritual reconocimiento de la debilidad del imperfecto y al indulgente perdón del hijo descarriado, redime graciosamente de la culpa a cambio de unos cuantos rezos y el siempre renovable propósito de enmienda, nunca libre de falseamiento en los sutiles dobleces del pensamiento. En la sentencia inmemorial del sacerdote hablando por representación, yo te absuelvo, se materializa la certeza tranquilizadora del perdón. Como estropajo y jabón actúa la penitencia cumplida sobre el alma sucia: una vez evaporada la columna negativa del debe en la resbaladiza economía del espíritu, retornada como por milagro al saldo cero, renace pulcra, casi inocente del proceso de purificación. Provisionalmente exonerada del latoso malestar de la culpa. 

No resulta tan fácil para quienes reniegan de sacristías y sotanas. Para quienes intuyen en ese dios omnisciente, testigo perpetuo de cada nimio pecado, la ilusión consoladora del hombre desvalido, la efigie enmascarada del padre protector que, al tiempo que dicta severo las reglas, acoge entre sus brazos al niño arrepentido, apenado por su torpeza. Para el descreído, el perdón se balancea incierto sobre la incertidumbre de la generosidad ajena. Su origen nunca seguro se halla en los receptores pasados, presentes y futuros de nuestros desmanes, su eventual posibilidad en las víctimas directas de nuestros desatinos. Sólo ellas concentran el poder inmenso del perdón mayúsculo: el descartado de antemano en el tribunal de la conciencia ante la gravedad inusitada del delito, ante el daño irreparable de la traición extrema que deposita en el alma una mancha tan negra que semeja a sus ojos imborrable. El poder sanador del perdón prodigado con reconciliada alegría por quien nos ama al mitigarse en la comprensión el dolor de la ofensa. Del perdón regalado sin esfuerzo ante la falta intrascendente, llanamente humana. También la fatalidad de su negación para la falta descubierta a destiempo si a los muertos les está vedado proclamar su perdón. Si nunca tendremos ya la oportunidad de suplicarlo al viejo amigo desaparecido en la marea enredada de la vida o al ser anónimo ignorante de nuestras culpas. 

Pero esas noches insomnes del día que amanece bajo el signo del error y el fracaso contienen una valiosa revelación: es en nosotros mismos donde puede habitar el juez más inclemente. Dotado de una implacable habilidad para volver a llenar de piedras el fardo de la culpa proveniente de errores justamente expiados en el sufrimiento de sus consecuencias, justamente liquidados gracias al perdón de sus destinatarios. Invariablemente dispuesto a condenar inflexible las equivocaciones saldadas sin más víctima que el retrato del propio yo, de continuo tendido hacia el horizonte del querer y deber ser desde el suelo efectivo que sostiene los pies que son. A elevar un dedo acusador por el cúmulo de daños causados, a castigar sin piedad por el abismo que a menudo se abre entre la idea pulida del hacer logrado y los toscos contornos del hacer que nos alcanza. Quién dudaría del provechoso papel de ese juez en el afán por que nuestros dedos lleguen cada vez un poco más alto, por que nuestras obras sean cada vez un poco menos brutas, nuestras palabras un poco más sabias. Y, sin embargo, el equilibrio en la balanza exige también que aprendamos a acallar sus fríos dictámenes, a desoír sus duras condenas. Que nos ejercitemos en el arte del desdoblamiento para transformarnos, frente al error y la imperfección, de niño compungido por sus faltas en padre compasivo que perdona. Pues bajo el peso infinito de la culpa que no consiente perdón, no hay caminar que avance liviano. Ni árbol que crezca con fuerza alzándose hacia el cielo. 

jueves, 16 de mayo de 2013

El grito


Encontrar alguna clave que nos permita comprender estos tiempos convulsos puede pasar –por qué no– por echar la vista atrás hacia otros tiempos también convulsos, incluso por tratar de rescatar los fundamentos teóricos –tan profusos, tan complejos– que propiciaron o acompañaron esa convulsión. A fin de cuentas, nada de lo que sucede en nuestro presente deja de tener su origen en acontecimientos no tan lejanos cuyo recuerdo, si tal vez no sirva para responder a la espinosa cuestión de hacia dónde vamos, sin duda resultará imprescindible para saber de dónde venimos. Y si admitimos que no hay acción humana desnuda de ideas y conceptos capaces de preparar el salto al vacío que siempre suponen el querer y la decisión, nada descarta de antemano que ideas hoy enterradas por el polvo de la desmemoria y el prejuicio puedan acaso contribuir, si no de inspiración para la acción presente, sí para entender el porqué de nuestra actual desorientación y falta de ideas claras para la acción. 

Enfangada últimamente por la senda de estos sinuosos derroteros –de los que nos les cuento más para que no piensen que esta crisis acabará con mis huesos en el manicomio– he topado con un documental del que había oído hablar hace años pero que, hasta ahora, no había tenido ni ocasión ni excesivo interés por ver. Su título, “Asaltar los cielos” (1996), remite a una carta de un estigmatizado pensador, que se refería en ella a la proeza heroica de unos hombres en París “prestos a tomar el cielo al asalto”. Para cualquier entendido en la materia, la polémica estaría ya servida en este sugerente título, dado que el documental narra la vida de Ramón Mercader, el enigmático sujeto que, en 1940, mató con un piolet a León Trotski, natural sucesor de Lenin al mando de la Revolución rusa y violentamente desplazado y después perseguido por Stalin. Sólo desde la simpatía hacia la causa estalinista cabría ver en Ramón Mercader a un héroe dispuesto a cualquier cosa con tal de tomar al asalto el cielo del horizonte comunista. Sin embargo, a mi muy personal juicio, el documental, abordando únicamente en lo imprescindible cuestiones políticas, pretende más bien ofrecer el imposible retrato de una figura que nunca dejará de ocultarse tras numerosos y ya irresolubles interrogantes. 

La historia de Ramón Mercader comienza con la singular historia de su madre, Caridad del Río, hija de un aristócrata liberal, educada en colegios elitistas, y casada a muy temprana edad con Pablo Mercader, hijo de un industrial catalán. Se la describe como una mujer enérgica y rebelde, que se aburre y ahoga en su estrecho papel de madre de cinco hijos. Un detalle escabroso narrado por el más joven de ellos da cuenta del odio que termina por desarrollar hacia su marido y la familia de éste: con el fin de remediar la escasa apetencia sexual de Caridad, su marido solía llevarla a prostíbulos en los que, a través de disimuladas mirillas, la obligaba a ejercer de voyeur. “Todos los Mercader son unos hijos de puta”, exclamaba sistemáticamente Caridad tras el relato de estos hechos. Llevada por su creciente animadversión hacia su marido y el entorno que la rodeaba, Caridad comienza a frecuentar ambientes bohemios, en los que se deja fascinar por las ideas revolucionarias que allí se discutían y defendían. Caridad llegará incluso a colaborar en la comisión de atentados contra las fábricas de su propia familia política, que no dudará en internarla en un psiquiátrico –tan típico de la época: la mujer que saca los pies del tiesto sólo puede estar loca–, afianzando así de por vida el odio de Caridad hacia ellos. 

Liberada del psiquiátrico por amigos anarquistas, Caridad huye a Francia con sus cinco hijos y entra en contacto con militantes comunistas. En sus ideas cree encontrar, por fin, el lugar para su natural rebeldía, así como la fe que a partir de entonces daría sentido a cada día de su existencia. Cuando se proclama la República en 1931, Caridad regresa a Barcelona con sus hijos, todos ellos comunistas convencidos por influencia suya. Junto con su madre, Ramón Mercader, que vive en esos años con Lena Imbert, activa trabajadora por la penetración soviética en España, empieza a colaborar con los Servicios Secretos Soviéticos. De Ramón sólo se cuenta que era un hombre guapo, deportista, de maneras exquisitas gracias a los orígenes de su madre y que desde niño hablaba perfectamente el francés y el inglés. Al fanatismo converso de Caridad se atribuirá con insistencia la plena responsabilidad de los acontecimientos que habría de protagonizar años más tarde. 

En 1937, en plena guerra civil, Ramón Mercader desaparece de España. Ha sido enviado a la Unión Soviética, donde recibirá una formación muy especial: debe aprender a dejar de ser Ramón Mercader para entregarse a una misión que, a partir de entonces, exigirá su constante enmascaramiento. Un año después llega a París, donde le espera su madre. Se hace llamar Jacques Mornard y porta documentación que muestra su presunto origen belga. Al poco tiempo conoce a Sylvia Agelof, militante trostkista americana, a la que conquista con su porte de gentleman y sus constantes atenciones, y con la que comienza una vida en común. Durante los dos años que dura su relación, jamás pronuncia una sola palabra en español ni habla de España, y finge no tener el más mínimo interés por las conversaciones que, en torno a él, mantienen Sylvia y sus conocidos sobre Trotski y el trostkismo. Una íntima amiga de Sylvia cuenta en el documental que, después de preguntarse en repetidas ocasiones quién pudiera ser ese tal Jacques Mornard, ambas llegan a la conclusión de que se trata de un “joven inofensivo y enamorado”, tal es el hermetismo con el que Ramón Mercader se conduce en relación a sus orígenes y a los propósitos que le animan. 

Mientras tanto, Trotski se ha instalado con su segunda mujer, Natalia Sedova, en Méjico, único país que, obviando las presiones de Stalin, les presta asilo político tras su expulsión de Rusia. Diego Rivera y Frida Kahlo los acogen en su propia casa. Trostki se prenda de la peculiar belleza y personalidad arrolladora de Frida, si bien Natalia acaba imponiéndose en la relación amorosa que se ha iniciado entre ambos y la pareja se traslada a otra casa, que se convertirá en la fortaleza vigilada en la que Trotski, plenamente consciente de la voluntad de Stalin de eliminarlo, intenta proteger su vida. 

Cuando Sylvia Agelof se traslada a Nueva York, Ramón Mercader sigue sus pasos, ahora con pasaporte canadiense y haciéndose llamar Frank Jackson, supuestamente para evitar ser militarizado por su inventado origen belga. Poco después ambos aterrizan en Méjico, donde Sylvia entra a trabajar como secretaria de Trotski. En un principio, Ramón Mercader, que dice tener allí negocios familiares a los que dedicarse, sigue manteniéndose al margen de las ocupaciones de Sylvia. Sin embargo, no tardará en introducirse en casa de Trostki en calidad de novio suyo, y en ganarse así la confianza del viejo revolucionario y de su mujer. Una tarde, después de que Sylvia ya se hubiera ido, se presenta ante Trotski, vestido con una gabardina pese al sol y el calor. Ha escrito un artículo y quiere que Trotski lo lea y le dé su opinión. Está pálido, y Trotski repara en su aspecto descuidado. Le sugiere algunos cambios en el artículo. 

Tardes después la escena se repite. Con la misma gabardina, idéntica palidez y descuidado aspecto, Mercader solicita de nuevo la lectura del artículo, modificado según las recomendaciones de Trotski. En contra de las normas establecidas para la protección de Trotski, ambos están solos en su despacho. Mientras Trotski lo lee, Mercader levanta el piolet que lleva oculto en su gabardina y lo hunde en el cráneo de Trotski. Más tarde se sabría que su madre –siempre su madre– y un coronel ruso lo esperaban en un coche a cien metros de la casa. Pero ya herido de muerte, Trostki emite un fuerte grito y se revuelve contra él para evitar un segundo golpe. Sus guardias apresan a Mercader, que es conducido ante la policía y condenado a veinte años de prisión. Veinte años durante los cuales Mercader jamás revelará su verdadero nombre, tampoco el verdadero motivo por el que ha asesinado a Trotski, que justificará alegando ser –qué mejor estrategia para desprestigiar su memoria– un “trostkista decepcionado”. Veinte años más de silencio, de prolongado enmascaramiento. Pese a que tiempo después de ser encarcelado sale a la luz su auténtica identidad, durante su estancia en prisión Ramón Mercader siempre negará ser Ramón Mercader. 

De regreso a Moscú tras el término de su condena, Ramón Mercader recibe en secreto la condecoración de Héroe de la Unión Soviética, pero nuevamente bajo el nombre falso de Ramón Ivanovich López. Aunque goza de un cargo honorífico y una pensión vitalicia, ya nunca más trabajará para los órganos soviéticos. En los últimos minutos del documental, sus allegados lo describen como un hombre triste, desorientado, defraudado por no haber recibido nunca el público reconocimiento al mérito de su acción por la causa comunista. Quién sabe si arrepentido del crimen que cometiera si es cierto, como contara en una ocasión a uno de sus amigos, que aún a menudo sus oídos se llenan con el sonido de un grito desgarrador: el grito que Trotski profiriera aquella tarde en Méjico tras ser abatido por él con un piolet. Ni tan siquiera fue enterrado con su verdadero nombre. Sólo años más tarde el nombre de “Ramón Mercader” figuraría al frente de una nueva lápida sobre su tumba. 

Los múltiples testimonios sobre Ramón Mercader que jalonan el hilo narrativo del documental, procedentes de personas que ocuparon lugares muy dispares en su vida, componen una imagen no sólo fragmentaria por incompleta, sino en ocasiones inconexa, como si las piezas a partir de las cuales hubiera de ensamblarse el puzzle de su identidad no pudieran encajar unas con otras ni, por tanto, ofrecer el retrato coherente de identidad alguna. De ahí que lo más probable sea que, al término de su visión, al espectador se le imponga la sensación de haber asistido al relato de una vida en última instancia imposible de descifrar. Tan imposible como llegar a averiguar qué sentiría Ramón Mercader durante las décadas en las que, incluso con las personas con las que más íntimamente se relacionaba, se mantuvo en un ejercicio de continua negación de sí mismo, de tenaz impostura, de impenetrable fingimiento. O qué sentiría cuando, terminada su misión, se viera otra vez obligado a vivir bajo un nombre falso y sin ser públicamente tratado como el héroe que le habrían prometido ser. Quizá haya que sospechar que, en virtud de ese ejercicio, de ese nuevo enmascaramiento forzado, tampoco el propio Ramón Mercader alcanzara nunca a saber quién era. Sin duda, un precio excesivo a pagar incluso cuando se sustenta sobre la ceguera de una fe capaz de supeditar el valor de la propia existencia al de una causa hipotéticamente más alta. Más aún si esa causa tal vez jamás llegara a ser experimentada como propia y no pudo sino dejar tras de sí un grito que ninguna voz podría enmudecer.