sábado, 23 de octubre de 2010

Infierno III


En el andén se agolpa la multitud que acude puntual a su cita con el metro de la hora punta vespertina. Forman una masa homogéneamente desordenada de miradas ausentes, de rostros cansados que con toda probabilidad atraviesan ya en su imaginación el umbral de sus hogares, huérfanos de su presencia durante la jornada de trabajo. Tan cerca unos de otros, a la vez tan distantes. Nos adherimos a la multitud para el último transbordo. Apenas queda un minuto para la llegada del tren, donde nos fundiremos definitivamente con ella apretando quizá nuestros cuerpos contra otros cuerpos anónimos, quebrantando la ley muda que rechaza su roce, ésa que, tácitamente asumida, delimita un perímetro de espacio vacío en torno a cada cuerpo para la adecuada y no intimidatoria interacción de los semejantes. Poco importa, tan sólo serán dos paradas hasta nuestro destino.

Las puertas se abren y la multitud se apresura en busca del hueco que los acoja y resguarde de la presión excesiva de otros cuerpos, del contacto casualmente impúdico. El hueco desde el cual tratarán de compensar la proximidad abusiva evitando discretamente el choque indeseado de los ojos, disciplinándolos a fijarse durante el trayecto, si no logran posarlos sobre las páginas de un libro o la pantalla del móvil, sobre alguna superficie neutra, anodina, libre de conflicto. A nosotros nos protege, en medio de la masa anónima, la familiaridad del roce mutuo, la certeza de poseer en los ojos del otro un lugar de reposo seguro. Nos acomodamos con dificultad entre los demás viajeros y, aunque la estrechez que une los cuerpos frenaría cualquier posible caída, prefiero forzar el brazo hacia la barra que pende sobre mi cabeza y hallar un punto de sujeción, necesariamente endeble dada mi corta estatura, entre las manos asidas a ella. Nuestra conversación, animada hasta el momento, se interrumpe cómplice. Demasiados testigos cuando el estruendo del vagón en movimiento nos obligaría a alzar la voz. Demasiada exposición de nuestra charla que se quiere privada entre el cerco de orejas que nos rodea. En nuestro silencio, los demonios que desde hace horas serpentean bajo la alfombra de mi conciencia amenazan de repente con tomarla al asalto. Junto a ellos, la pesadumbre por el cuerpo quejoso que ha parido a las insidiosas criaturas. Ante todo, la desazón por la cabeza enfermizamente presa de los demonios nacidos de ese cuerpo que se queja, imponiendo su presencia frente al bienestar que procura su saludable desaparición. Hastiada del renovado despertar de esta agotadora batalla interior, recuesto la mejilla sobre el brazo estirado.

Se me ofrece entonces, por entre los demás brazos alzados, una imagen que me golpea con fiereza: el perfil de un hombre de mediana edad, con aspecto extranjero, desencajado por la desesperación, la impotencia, el llanto. Sus labios se mueven mientras las lágrimas se deslizan por las comisuras, pero el ruido de la maquinaria y la relativa distancia me impiden oír sus palabras. La inclinación que en nuestros cuerpos erguidos imprime un giro del vagón me permite ver durante un par de segundos el carrito de bebé que aferran sus manos, los puños raídos de su suéter. Devueltos a la verticalidad, de nuevo su perfil, los labios que se mueven ininteligibles. Intuyo que no hace falta mucho más para adivinar el sentido de su discurso: cuenta a sus semejantes, nosotros, quién sabe qué desgraciada situación y solicita ayuda, la ayuda que traduce el dinero. La desesperación de su rostro me resulta tan franca, tan nítida en su sinceridad, que algo en mí se angustia instintiva, empáticamente y humedece mis ojos. Siento el impulso repentino de sacar de la cartera un billete y dárselo. Pero el impulso se detiene en seco. Lo paraliza un estúpido sentimiento de vergüenza que emerge al imaginar las miradas de los otros viajeros sobre mí, el juicio callado -¿tal vez reprobatorio?- que emitirían ante mi acción. Lo paraliza la insignificante idea de haber de molestarles -otra vez sus miradas, ahora de fastidio, de contenida irritación- deslizándome trabajosamente entre sus cuerpos comprimidos para alcanzar al hombre que pide y llora. Y lo paraliza, ya de manera irreversible, el pensamiento del engaño, de la ficción, del teatro fraudulento, que apuntala y explica el anticipado sentimiento de vergüenza bajo esas miradas. Miradas que, a la luz de ese pensamiento, preveo ya claramente reprobatorias, incluso burlonas. Miradas que acusarían mi ingenua credulidad, porque yo, la crédula ingenua, lejos de comprender la pantomima, sólo percibo en ese perfil descompuesto a un hombre pobre desgarrado por la desesperación.

Desesperación tras un largo e infructuoso día de mendicidad también avergonzada de sí misma. De desplazarse de vagón en vagón, de andén en andén, de esquina en esquina, entre rostros que se vuelven impenetrables hacia un lado, entre pupilas que se desvían y pierden con tesón en el vacío, entre oídos sordos al relato de la indigencia y la penuria, a la petición sin violencia y no obstante recibida como una afrenta. Máscaras petrificadas en un gesto de impasible indiferencia destinado a ocultar un enjambre de sentimientos de naturaleza dispar: incomodidad, inquietud, miedo, compasión, lástima; indignación censuradora por la desfachatez del pedigüeño, por la elección de la vía fácil y enojosa para el resto frente a su miseria; autojustificación vacilante entre quienes, tal vez conmovidos, apelarán sin embargo a la necesidad del rechazo desde la convicción de que erradicar la mendicidad exige no alimentarla; incluso cruel desprecio, motivado por la creencia en la desgracia merecida, en la suerte justa del perdedor, si para algunos no existe la miseria silvestre, sino tan sólo la sembrada y regada por las propias manos. Y, por un momento, no puedo evitar pensar que, para el hombre que llora su desesperación, que clama impotente tan cerca de sus semejantes para descubrirlos entonces tan lejos, tan decidida e intencionadamente lejos, el conjunto indefinido de máscaras petrificadas dentro de este vagón de metro, tal vez las últimas de las innumerables que habrán desfilado ante sus ojos a lo largo de su jornada, las que asisten impertérritas, esquivas, ausentes, al desmoronarse de sus ánimos, de sus esperanzas, de su confianza en el prójimo, deben de componer el más puro retrato del infierno.

El tren empieza a detenerse y nosotros a abrirnos paso hacia la puerta. Mi rostro, como el del hombre, amenaza también con desencajarse y estallar en lágrimas. No entiendo por qué esta intensa, sorpresiva congoja. No entiendo por qué, con tal brusquedad, esta exacerbada sensibilidad después de tantos mendigos, después de tantas escenas similares con el paso de los años. Cuando me preguntas si me pasa algo, sólo consigo responder, pretendiendo una falsa serenidad, que me ha impresionado un hombre que estaba pidiendo en el metro y que, situado a tus espaldas, tú no has podido ver. Pero no se me escapa que la vergüenza ha abandonado su anterior condición de proyección imaginaria para convertirse en la realidad que acaso sustenta esta tristeza que aún desea arrastrarme al borde del llanto. Vergüenza por mi estúpido sentimiento de vergüenza ante el posible juicio ajeno, por mi parálisis, por mis pensamientos encontrados. Vergüenza por mi debilidad, por la insensata magnitud de mis demonios interiores frente a la nimiedad de los males que los nutren, ridículamente diminutos en la escala de las desgracias, de las miserias, de los sufrimientos que puede albergar una vida humana. Por las lágrimas que, con soberano esfuerzo, al fin logro contener. Y vergüenza, una vez más, por haber formado parte, aunque él no haya visto mi rostro, del conjunto indefinido de máscaras petrificadas que, dentro del vagón de metro que acabamos de dejar atrás, han encarnado a mis ojos ocupando los suyos el particular infierno del hombre que lloraba.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Soledad


Revivir bajo la fuerza inesperada de este sol invernal de mediodía, al calor que el movimiento ligero de las piernas en paseo enciende en las costillas junto al deseo infantil de abandonar el abrigo en cualquier esquina. Es el efecto benéfico, ya previsto por repetido, de esta adquirida rutina de las mañanas de domingo, después del amanecer temprano y la obligación cumplida sobre el escritorio, después del lento instalarse de las familiares brumas en torno a la frente tras algunas horas de forzar a los ojos a viajar del libro a la pantalla, del libro al diccionario y de nuevo a la pantalla, mientras los dedos teclean obedientes las palabras claras arrancadas a la lengua extraña. El sonido envolvente de las campanas de la torre del casco viejo que acaba de dejar atrás la apremia. Si quiere ajustarse al horario de costumbre, no debe demorarse ya en buscar una terraza donde culminar el rito dominical ante un café y su cuaderno rayado, ese otro espacio más íntimo que siempre preferirá a la pantalla para la reflexiva, también ociosa retención del río desordenado de pensamientos que invariablemente fluye de sus pies en marcha libre. Los locales que frecuenta al término de la caminata aún se encuentran unas calles más allá. Se desabrocha el abrigo y apresura el paso.

El correr de las aguas se remansa y estanca ahora sobre un único interrogante. Todavía no ha decidido si lo llamará para regalarse una tarde de asueto. De nuevo, el mordisco de la ambivalencia. El péndulo oscila entre la pereza y la conciencia de su, tal vez -sólo tal vez-, excesivo aislamiento. Ni un leve resquicio, bajo el sol radiante y la pintoresca amabilidad de las calles empedradas, de las dudas que al anochecer, a veces -sólo a veces-, le asaltan sobre la naturaleza de los sentimientos que suscita en ella esta nueva presencia en su vida. La cuestión es ésta: después de tanto tiempo, demasiado tiempo, vuelve a sentirse bien sola. Orientada dentro de sí misma, dentro del acogedor refugio en que se han transformado las paredes pintadas de verde pálido de su pequeño piso. Y comienza a darse cuenta de que echaba infinitamente de menos -más que el aire en los pulmones tras un buceo prolongado- esa sensación. Paradójico que sea ahora, en su paulatina recuperación, cuando puede percatarse de su anterior ausencia y del brutal, desesperado desasosiego que hizo crecer en ella. Paradójico también que, pese a lo poco que se relaciona, a los días dedicada exclusivamente a sí misma, a la traducción, a su cuaderno rayado, el agujero en medio del pecho y los alfileres punzantes de la soledad, desplegados dolorosamente por la entera superficie de su piel ya antes de su separación y largos meses después -ahí se le reveló que la soledad puede llegar a doler en el cuerpo-, apenas pervivan ya en ella como un borroso recuerdo. Incluso como un recuerdo de otro que le hubieran relatado y no lograra percibir como suyo. Sólo algunas tardes, a la caída del sol, la invade un turbio sentimiento de pesadez, de opresión en la coronilla y el cuello, que atribuye a la falta de contacto humano, a esa acentuada reconcentración sobre sí que tiende a alejarla de sus semejantes. Quizá no sea bueno que persista en esa posición huraña con la que, por otra parte, tan cómoda se encuentra, de la que tanta tranquilidad extrae. Quizá sea hora de esforzarse un poco por rehabilitar las antiguas vías de acceso al mundo, por cálido que le resulte el centro recobrado de su propio yo y reconfortante la certeza de saberse por él acompañada.

Bajo la lana tupida de su abrigo el calor comienza a ser sofocante. Se detiene, y al girar el torso para desprenderse de él y volver a pasar el bolso por su cabeza, cree intuir una figura en la distancia que la observa. No le apetece hablar con nadie. Tomar su café y sentarse frente a su cuaderno: eso es lo único que desea. Si es alguien que la conoce, mejor adoptar una actitud ausente y seguir su camino. Reanuda la marcha. Sobre el suelo empedrado de la calle estrecha y casi desierta le parece oír el repiqueteo de unos pasos tras ella que caminan a su ritmo. Lo acelera e igualmente parecen hacerlo los pasos. Malhumorada, se detiene de nuevo y finge rebuscar algo dentro del bolso. Si un amigo o un conocido quiere saludarla, mejor propiciar el encuentro cuanto antes y pretextar cualquier excusa para librarse de él. Aguza sus sentidos, esperando que los pasos se precipiten hacia ella. Pero no percibe nada más que el lento y renqueante deslizarse por el empedrado de las suelas de los zapatos de una pareja de ancianos que pasan junto a ella. Quizá todo haya sido fruto de su imaginación, se dice aliviada, echando de nuevo andar. Casi al instante vuelve a percibir a sus espaldas -esta vez ya no puede equivocarse- los pasos en rítmico contrapunto con los suyos. Nota en las marcadas pulsaciones en sus sienes cómo su corazón salta asustado. Como una máquina al apretar un botón, sus manos se aferran con fuerza al bolso, al abrigo. Pero, ¿no es estúpida esta reacción? ¿Qué le puede ocurrir a plena luz del día, un domingo por la mañana, en esta pequeña ciudad donde nunca pasa nada? Relaja los dedos y deja caer las manos a ambos lados de sus caderas, balanceando los brazos con suavidad al compás más pausado de sus piernas. Escoltada por los pasos, prosigue su camino a lo largo de varios bloques de edificios. Otro más. Y otro más. Y continúa oyéndolos, siempre con la misma intensidad indicadora del prudente mantener las distancias, cuando gira por una calle lateral que debe conducirla a su lugar de destino. La calle está algo más concurrida. Sin embargo, los pasos, casi acoplándose ahora con los suyos, se perfilan en sus oídos con nitidez frente al mayor rumor de fondo. El temor inicial ha ido hallando su perfecto reemplazo en una curiosidad creciente. ¿Quién puede querer seguirla? ¿Por qué? Por su mente cruza la fantasía, tan explotada en su opinión por el más cursi y baboso cine romántico, de que un desconocido se hubiera sentido atraído por ella. Y aunque la sabe absoluta, ridículamente descabellada, no puede evitar esbozar una sonrisa. Si fuera así -no puede serlo, claro que no, pero... ¿y si fuera así?- quizá lo descubra cuando llegue al café. Si fuera eso lo que está sucediendo -¿pero qué tontería es ésa?-, a lo mejor quien la sigue trataría de acercarse a ella e iniciar una conversación. Pese al embarazo que le produce el disparatado rumbo que están tomando sus pensamientos, la escena empieza a dibujarse ya frente a sus ojos: mientras saca su cuaderno y su bolígrafo, nota el aproximarse y sentarse de alguien a la mesa junto a la suya. Se siente observada. Comienza a escribir con gesto concentrado y al poco alza el rostro y apoya la barbilla en una mano, perdiendo la mirada en el horizonte, como si nada más que sus pensamientos alcanzaran a captar su atención. Tal vez se ruborice al intuir, en la imagen vaga que entonces aparecerá por uno de los extremos de su campo de visión, los ojos del desconocido posados sobre ella, sobre su perfil, sobre su pelo. Tal vez se atreva a cruzar brevemente con esos ojos los suyos cuando la camarera se aleje con su pedido.

Al girar de nuevo hacia la derecha -aún le quedan un par de calles por recorrer- algo la arranca de su ensoñación. Es el silencio. El silencio que emana de la ausencia, de la privación del sonido que ha ocupado sus oídos durante el último tramo de su paseo dominical. Ese sonido que la ha acompañado por las calles empedradas desde que dejara atrás la torre y decidiera ir a tomar su café. Aunque otros viandantes caminan hacia ella, el claqueteo de sus propios pasos sobre la piedra retumba en su cabeza como si la calle estuviera desierta, como si sólo ella, tan sólo sus pies, caminaran apoyándose pesadamente sobre el suelo. Porque sobre su coronilla, sobre el cuello, el peso opresivo, redoblado en intensidad, de algunas tardes, a la caída del sol, después de una jornada de trabajo en soledad. Y, como renacidos del reino de los muertos, el agujero en medio del pecho y los alfileres punzantes desplegándose dolorosamente por la entera superficie de su piel entresudada.