sábado, 22 de enero de 2011

La hidra


Nadie sabe qué misteriosa reacción entre los finos fluidos del cuerpo durante el reposo del sueño, qué inconsciente inquietud bajo el imperio de plácidas o tenebrosas visiones vapuleando al durmiente olvidadizo, regalan por capricho a algunos despertares el embrión de una pequeña hidra con pupilas de medusa anidando en el vientre. Al asomar la primera de sus cabecitas calvas por entre las zigzageantes grietas del cascarón, la hidra emite su más tierno gruñido de recién nacido ante la ausencia mezquina de un sol perezoso o esquivo tras el ventanal lluvioso, ante la hiriente y cegadora tiranía de los rayos que asaltan los párpados semicerrados. Una segunda emerge al contacto de los pies arrastrando los miembros entumecidos sobre el suelo, frío o blandamente mullido. La tercera arruga el ceño frente al espejo del rostro aún somnoliento, tentado a desertar del día de regreso a las sábanas. Y al llegar a la cocina tras el matutino e higiénico bautismo, ya las siete cabezas diminutas ondulan con fuerza las entrañas que vierten el café sobre el mantel limpio, dejan caer al suelo la tostada que propicia traicionera un breve idilio entre suelo y mermelada, pellizcan dolorosamente los dedos contra el borde del cajón, rugiendo irritadas por su provocada torpeza.

En el sonoro improperio lanzado al volante sobre el conductor vacilante en la rotonda, en el bufido que por sorpresa regurgita la laringe al roce involuntario de otro viajero en el vagón, en la mirada heladora deseosa de petrificar al peatón que nos tropieza, se esfuma toda duda acerca de su creciente, amenazadora presencia. Mientras la hidra avanza con las tripas que revuelve, emprende la mente su propio trayecto a la caza de una causa que la explique. Los acontecimientos del día anterior, contemplados a la luz de un rápido y único fogonazo, ofrecen nula respuesta. Nula el recuento de los pensamientos acunados a su término en mansa espera de la llegada de Morfeo. Abre el objetivo el ojo rememorante y en la imagen ampliada escruta las manchas oscuras de frustraciones sabidas, de insatisfacciones largamente sobrellevadas, de resignados descontentos, que ensucian hasta el más armonioso cuadro humano. Pero por más que al retenerlas en ese ojo ruja hoy la hidra acelerando el pulso en las venas, el foco de la sinceridad sostenido con firmeza pone de relieve la clara ausencia de causas localizables para la repentina cristalización de esas turbias corrientes familiares, aquellas sobre las que cada día aferramos el timón confiando en sortear el naufragio, en las formas sinuosas y las siete boquitas dentadas de la molesta criatura acuática. No más allá de la vaga intuición del choque secreto de los finos fluidos, de las figuradas, enigmáticas visiones oníricas sustraídas a la memoria en el sigilo de la noche.

Y abrazada a la incógnita, la certeza de que hoy, el día en que una hidra con pupilas de medusa crece en nuestro interior, no se es apto para el mundo. Anticipa la experiencia de otras hidras pretéritas la aparición ante sus ojos relampagueantes, ahora adheridos a los nuestros, de cada uno de sus ejes, de sus contornos, de sus múltiples pobladores, teñidos del color de la hostilidad y la discordia. La más nimia fricción de sus aristas sobre nuestra piel, siquiera la más nimia sospecha de su posibilidad, a menudo inventada por la delirante beligerancia de la voraz criatura, la exasperará y agudizará su natural tendencia a abalanzarse, dientes en ristre, sobre la carne frágil para arrancarla a jirones de los blancos huesos, para entre ellos triturarla sin compasión, impasible por salvajemente sorda ante el sufrimiento. Tan quimérico frente a la materia espontánea del mundo, el orden ideal del deber ser dicta para hoy -así nos lo ha enseñado esa misma experiencia- sometimiento al mandato solidario de mantenernos a resguardo, tras los barrotes de una jaula de acero, quizá esposados a una pared rocosa. Con la sola compañía de la hidra mordiendo nuestro propio vientre inhóspito, descargando su furia sobre las manchas oscuras del cuadro. Convertidos en su única víctima, a pesar de la zozobra inhabitable que mana su ira, a cambio de alejarla de presas inocentes, de testigos indeseados, de ulteriores y seguros remordimientos. Pues de la tácita aceptación de ese orden ideal aprendimos hace mucho que preferibles serán la zozobra y la ira emponzoñando cada poro de nuestra alma al inexcusable y soberano esfuerzo de ocultación, de contención de la hidra mientras compartimos escenario con nuestros semejantes. A la tensión continuada del intérprete, a la rigidez de la máscara forzando serenidad o sonrisas mientras la hidra, rabiosa, se desgañita en silencio cubriéndolos de groseros insultos y juicios sesgados. Sin embargo, el mundo y sus imponderables aguardan, vueltas sus espaldas miopes a estas hidras fortuitas, azarosas, inexplicables. Otros deberes de calibre terrenal imponen el comienzo de la función.

Al poco nos percatamos, casi lo habíamos olvidado aturdidos por sus rugidos, de que los decorados, los muebles sobre la tarima, los historiados ropajes de los demás actores, tienden a fortalecer los tendones destinados a refrenarla. En ocasiones, es la necesaria concentración requerida para el cumplimiento de las tareas encomendadas la que por suerte debilita su ímpetu obturando las desconocidas fuentes que la nutren. Y no es imposible que la casual participación en un coro de risas, los rostros gentiles y sus músicas atinadas, cierta conjunción amable en los sucesos que marcan el discurrir de la jornada, lleguen a aniquilarla, borrando en unas horas el recuerdo del amanecer presidido por su piel escamosa y su fétido aliento. Por desgracia, también existen hidras terriblemente tenaces en su ferocidad, ciegas al ademán dulcificador, proclives a transformar cada minuto en un infierno de impostura, de lucha sostenida al filo de la angustia por el fracaso, de puntual derrota conducente al amago de explosión, a la mostración amenazante de los colmillos, rápidamente retraídos por el puño cerrado de la voluntad que obligará al aluvión de avergonzadas disculpas, al giro en redondo agarrado a la esperanza de la desmemoria o la tolerancia ajena si la hidra nos impide pronunciarlas. Las más pérfidas son maestras del engaño, y se fingen intimidadas o apaciguadas por los decorados, los muebles y los actores para simular una paulatina y tranquila desaparición tan incomprensible como su nacimiento, en espejismo confirmada por el poso de tristón malestar que resta en el estómago tras su presunto evaporarse. En realidad, dormitan agazapadas entre las vísceras con siete ojos medio abiertos, atentas al probable aflojarse de los músculos incitado por el engaño.

Tanto si lo logran por su pertinaz carácter como por sus taimadas argucias, las supervivientes suelen desatarse al retornar a la intimidad del hogar, tras la bajada del telón y la consiguiente suspensión de la guardia. A grandes tragos apuran el cansancio acumulado que destilan los miembros en relajación al depositar máscara y disfraz sobre el felpudo, inflando sus cuerpos de reptil para elevarlos hasta el límite de la campanilla. Cuando sus cabecitas bloquean la garganta con una asfixiante sensación de ahogo, suenan las campanas de su inexorable victoria. Embotados los oídos, enturbiada la vista por la escasez de aire en los pulmones, escucharemos palabras agrias en las afables, veremos gestos cortantes en los labios cálidos, trocaremos miradas afectuosas en indiferentes o despreciativas Y legitimados al fin por el asalto alucinado de la vaticinada hostilidad del mundo y sus pobladores, consentiremos, destensando el cuello, la salida triunfante de la hidra. Su golpear con un grito la voz suave. Su precipitarse con un arañazo sobre la mano que acaricia. El hundimiento afilado de sus pupilas de letal medusa en los ojos amados.

Lejos de apaciguarse, la satisfacción de sus instintos envalentona y llena de soberbia a estas criaturas marinas. Por eso, pese a la lógica consunción de las sustancias nutricias dispuestas para su alimento anunciando su próxima extinción con la extinción del día, no es extraño que la hidra nos acompañe hasta la cama y aún bulla airadamente en las tripas al reposar la cabeza sobre la almohada. Confundiendo todavía nuestro entendimiento, cargándolo de un remolino embarrado de razones-pretexto encaminadas a corroborar su debida liberación, a asentir tozudamente al permiso concedido a su emergencia. Hasta que mareados por la espiral dentro del cráneo, cerca ya del agotamiento de toda reserva, exhaustos por el constante agitarse de la hidra durante el día inacabable, cerraremos los párpados confiando en provocar sus últimos estertores con el apagarse de la conciencia. Al compás del progresivo adormecimiento de la criatura, el encenderse de una pequeña vela en medio de la oscuridad intentando alumbrar tímidamente la verdad de sus mentiras. Franqueando el paso por una esquina a la duda de la interpretación falaz, descabellada, demente bajo su influjo poderoso, a la aprensión por el daño injustamente infligido a quienes nos arropan amorosamente junto al fuego, a la conjeturada imagen futura de su necesaria reparación, al asomarse de la culpa. Pero la hidra sigue respirando en nuestro interior y su aliento emborrona todo atisbo de claridad. Sólo nos cabe desear su venida con el despertar del nuevo día. Sujetando el columpio que nos balancea entre el escudo de la defensa fundada y la desazón de la descarga gratuita por errónea, un suspiro de impotencia proyecta sin pretenderlo una fugaz ojeada sobre el día que termina para sumirnos en el hondo pesar de descubrirlo desperdiciado, dilapidado, arrojado a un nauseabundo estercolero en brazos de una caprichosa hidra. Y poco antes de extraviarnos en el sueño, el pensamiento angustiado de que si la vida nos castigara con la muerte fulminante en este mismo instante, tras este día atroz dominado por la insidiosa criatura, sintiéndonos aún arder sobre los rescoldos de su cólera, abandonaríamos el mundo, este mundo que envilecen sus pupilas de medusa solapadas a las nuestras, con el alma desgarrada entre el consuelo por el cese de la tortura y la tristeza por el dolor inútil de haberlo habitado.

miércoles, 5 de enero de 2011

Movimiento


Ciertos libros se nos presentan envueltos en una especie de aura de la que sentimos emanar el imperativo de leerlos. Se trata de libros que se ha oído nombrar en múltiples y muy diversos contextos, y que reiteradamente se nos ofrecen arropados por apasionados elogios en torno a su excelente factura, enfundados en exaltadas opiniones acerca de su repercusión en la historia de la literatura, adornados por sesudas observaciones sobre su importancia en la emergencia de elementos tan cruciales de nuestra cultura que se estiman insoslayables para la comprensión de nuestro propio presente. Libros, por tanto, frente a los cuales uno suele decirse a sí mismo que tarde o temprano habrá de acabar leyendo si no desea privarse de una experiencia literaria avalada en su relevancia por el criterio de generaciones más o menos numerosas de lectores.

Por alguna razón, siempre me había parecido demasiado temprano para la lectura de uno de esos libros que había oído mencionar en infinidad de ocasiones. Hasta que alguien me dijo: “Si te gusta Dylan, tienes que leerlo”. Vaya, pues me gusta mucho Dylan. Es más, me fascina Dylan, quizá el descubrimiento musical de los últimos años -por extraño que resulte, mi acercamiento a la obra de algunos músicos mundialmente reconocidos ha sido sorprendentemente tardío- que con mayor entusiasmo celebro. Así que esa simple frase hizo por fin sonar la hora de la obediencia a un imperativo largamente postergado: el que destilaba a mis ojos la novela de Jack Kerouac “On the road”, cuyas últimas páginas me acompañaron en la inauguración de este nuevo año.


Lejos de diluirse al poco de emprender su lectura, tal y como cualquier lector desearía, la conciencia del imperativo se ha prolongado -también es cierto que con intensidad decreciente- hasta prácticamente esas últimas páginas. Por lo general, no tengo reparo alguno en abandonar un libro después de empezado, bien porque anticipe que su lectura no me reportará el placer o el aprendizaje que de ellos espero, bien porque considere que no me encuentro en el momento más propicio para proseguirla y decida posponerla hasta su llegada. Pero con “On the road” ha sucedido algo distinto: pese a anunciar casi cada día que lo más probable era que lo dejara, cierta inercia me ha impulsado a acompañar a sus protagonistas hasta el final del trayecto narrado por Kerouac. Una inercia que quizá, pienso ahora, me haya atrapado por contagio del dinamismo enloquecido que desprende esta novela.

Porque “On the road” es para mí, ante todo, una experiencia del movimiento, de la velocidad, de la convulsión y la agitación vertidos en la más pura exterioridad de la total ausencia de reflexión acerca de su sentido. A un ritmo febril y descabellado, sin apenas dinero, sus protagonistas, Sal Paradise -alter ego del propio Kerouac- y el inolvidable Dean Moriarty -trasunto literario de Neal Cassady- viajan junto a un séquito de amigos y otros personajes fugaces a lo largo y ancho de los Estados Unidos. De Nueva York a San Francisco, de San Francisco a Los Ángeles, de los Ángeles de vuelta a Nueva York. Y de nuevo a San Francisco. Y otra vez de regreso a Nueva York. Y de Nueva York, finalmente, a México. Llegados a cada destino, una inexplicable urgencia los impele a emprender la marcha hacia otro lugar que invariablemente se convertirá en el punto de partida hacia otra meta distinta. Y es que la ciudad en la que desean estar, la ciudad que promete excitantes vivencias, chicas o drogas de más fácil acceso, nunca es aquella en la que acaban de aterrizar. En las paradas intermedias, beben hasta la inconsciencia, fuman marihuana, encuentran al amor de su vida, follan y se desencantan de él en apenas unas horas, escuchan jazz, bailan frenéticamente, gritan, saltan como posesos. Para, casi siempre arrastrados por la delirante agitación física y mental de Dean Moriarty y sus reiterados y absurdos “¡Sí! ¡Sí!” -quizá la plasmación más bruta, pero no por ello desposeída de una evidente fuerza de arrastre tan poderosa como un enorme imán, del nietzscheano “sí” a la vida-, lanzarse a devorar kilómetros a velocidades de vértigo por las autopistas norteamericanas.

¿Por qué razón? Nadie en la novela se lo pregunta. ¿Con qué propósito? Sencillamente no lo hay. Correr, moverse, acelerar, dejar atrás toneladas de asfalto en la carretera, es en “On the road” sinónimo de estar vivo. Sin que importe cuál sea la meta. Sin que importe a dónde debe conducir tanto movimiento y tanta gasolina consumida. Y lo es porque, a mi entender, el movimiento se ha convertido para sus protagonistas en el elemento denso, tembloroso, vibrante, capaz de llenar el vacío que horada cada minuto de toda existencia humana y que cada minuto nos exige la búsqueda contenidos, de tareas, de objetivos con los que ahuyentarlo. Si te mueves, si te desplazas de un lado a otro, si tus pies caminan o giran las ruedas bajo su presión sobre el acelerador, reza la consigna en “On the road”, ya estás haciendo algo. Mientras saltas, brincas, ondulas las caderas sobre otro cuerpo o te retuerces compulsivamente al compás de una trompeta entonando jazz, el vacío desaparece, puesto en fuga por la actividad incuestionable, indiscutible, irrebatible ante tu propia mirada que despliegan tus miembros, aniquilado por tu propio aturdimiento. Así, “On the road” constituye -además de muchas otras cosas, no es mi intención negarlo- un perfecto retrato del movimiento como forma de vida, del dinamismo convulso y desprovisto de justificación como opción existencial en pugna contra el perpetuo acoso de la nada.

Paradójicamente, el hecho de que casi cada día de los que avanzaba por sus páginas anunciara su probable abandono responde a que una palpable y aguda sensación de vacío, sólo compensada a la postre por el extraño afecto que terminé desarrollando por esa criatura espasmódica y demencial que es Dean Moriarty, se impuso sobre el resto de las generadas por su lectura. Vacío ante la flagrante ausencia de cualquier atisbo de viaje interior sustentando las trepidantes correrías de los personajes de “On the road”. Vacío ante la inevitable repetición de movimientos, de trayectos, de situaciones idénticas en la vorágine de carreras y excesos. Vacío, en última instancia, ante la omisión narrativa de las huellas, de los posos, de las mudanzas anímicas esperadas en sus protagonistas como consecuencia de tanta agitación exterior. Y es que, supongo, lo que para algunos lectores puede acabar poniendo de manifiesto “On the road” es que el movimiento por el movimiento configura una forma más bien precaria y limitada de llenar el vacío. Que la renuncia en él al sentido, a la dirección, a la orientación, lo transforman en una nube etérea, en una masa de aire agujereada que, lejos de ahuyentarlo, únicamente logra encubrir momentáneamente ese vacío para provocar su aún más feroz reaparición en el centro mismo de ese movimiento.

A no ser que se asuma -y ésta es una asunción inquietante, pero plausible- que no existiendo, que no habiendo tal sentido y siendo nuestros esfuerzos por inventarlo siempre insuficientes y abocados al fracaso, sólo nos cabe desprendernos de su exigencia y apostar por agitarnos, por retorcernos, por correr frenéticamente por la vida de un lado a otro hasta que nuestras energías se agoten.


¿Y Dylan? Bien, quien me dijo que si me gustaba debía leer “On the road” tenía razón. Terminada ya su lectura, he sabido del reconocimiento de Dylan sobre la influencia que la obra de Kerouac, así como su poesía, hasta ahora desconocida para mí, tuvo sobre él. Pero también me he cruzado con estas líneas que Dylan escribe en sus "Crónicas": “A los pocos meses de estar en Nueva York yo ya había perdido el ansia de vivir todo lo que “On the road” de Kerouac ilustra tan bien. Aquel libro, que había sido la Biblia para mí, ya no lo era. Todavía me encantaba la pulsión dinámica y extrema del fraseo poético estilo bop que fluía de la pluma de Jack, pero ahora Moriarty me parecía un personaje fuera de lugar, sin sentido, que inspiraba idiotez. Iba por la vida dando tumbos como un toro desatado”.

Dylan contaba con veinte años cuando se trasladó a Nueva York. No sé si la conclusión que debería extraer de sus palabras es que, pese a no ser yo nunca persona, ni tan siquiera en mi más tierna juventud, tendente a la agitación y el movimiento sino más bien a todo lo contrario, de tanto postergar la lectura de “On the road” al final se me hizo demasiado tarde para ella.