martes, 30 de abril de 2013

Opacidad


Después de unos segundos observándolo indecisa, se ha desplazado despacio por el vagón, sorteando al resto de pasajeros, hasta colocarse delante de él para pronunciar un sencillo hola Quique. Él ha respondido automáticamente al reclamo levantando la vista del periódico deportivo y buscando sus ojos con un gesto interrogante, tornado en inmediato reconocimiento, ¡Marta, vaya, cuánto tiempo! Pues sí, la verdad es que mucho, Marta percibe un leve repiqueteo sobre su párpado derecho, signo inequívoco de un nerviosismo más acusado del esperado y traga saliva. ¿Qué haces por aquí?, él sonríe afable doblando el periódico. Bueno, yo también me trasladé aquí, a ver si te vas a pensar que esta ciudad es sólo para los artistas, Marta ensancha su sonrisa y siente como si los labios se le fueran a quedar pegados a las encías. Carraspea ligeramente, qué casualidad encontrarte, el otro día te escuché por la radio, has estrenado una nueva obra, ¿no? En los ojos de Quique, esos ojos oscuros de mirada seductora, único rasgo que, a su juicio, siempre le revistió de un cierto atractivo, Marta advierte un brillo de orgullo y autocomplacencia. Pues sí, de hecho voy ahora hacia el teatro… ¿Así que me oíste en la radio? Vaya, sí que es casualidad que nos encontremos ahora, después de tantos años, la obra está funcionando muy bien y de momento recibiendo buenas críticas, además de que toca un tema de plena actualidad, bueno, ya lo sabes si escuchaste la entrevista, claro, es un tema que da mucho juego… 

En las palabras de Quique hablando sobre los detalles de la trama y el montaje de la obra, Marta cree reconocer expresiones idénticas a las que oyera días atrás en la radio del coche, y revive la sorpresa que le produjera escuchar su nombre, Enrique Cerna, en la voz del conocido periodista que habitualmente la acompaña al regresar del trabajo. Antes de que Quique empezara a responder a sus preguntas ya sabía que se trataba de él. Aunque hace bastantes años que han perdido por completo el contacto, la última vez que hablaron él le contó que se mudaba a la capital para intentar abrirse paso en el mundo del teatro. Tiempo después se había cruzado con una noticia que daba cuenta de un primer estreno de Quique, por lo visto no demasiado celebrado. Pero esta vez las circunstancias parecían muy distintas: el elenco de actores de prestigio, la entrevista en una emisora nacional, la sala de renombre donde se representaba la obra. 

Atenta a las preguntas del periodista, sobre todo a las explicaciones de Quique, su curiosidad se vio incrementada por una vaga sensación de incredulidad: jamás hubiera pensado que Quique llegara a tener éxito. Se habían conocido siendo aún muy jóvenes, y de no haber sido porque ambos habían tenido que compartir horas y vivencias trabajando juntos en una terraza de verano, difícilmente se habría desarrollado una amistad entre ellos, si es que aquello que los unió durante un tiempo podía calificarse legítimamente de amistad. Fue Quique quien, tras el final de la temporada estival y de sus respectivos empleos estudiantiles, comenzó a llamarla, a pesar de que, mientras aún trabajaban juntos, él había intentado besarla una noche y ella lo había rechazado sin vacilar, su novio de aquel entonces como pretexto, sí, él estaba perfectamente al tanto, también –habían hablado de ello– de que ella ya no daba ningún futuro a aquella relación. Tras aquel primer rechazo, Marta nunca encontraba fuerzas para declinar sus esporádicas invitaciones a tomar un café, aunque después de cada encuentro volviera a casa con un sabor agridulce en la boca y la determinación de no quedar otra vez. Cuando finalmente rompió con su novio, agradeció que Quique la siguiera llamando, le venía bien que la sacaran de casa, la halagaba percibir que ella no había dejado de gustarle, por más que Quique siempre anduviera con una chica u otra, tenía facilidad para atraer a las mujeres y embarcarse en relaciones. Marta no terminaba de entenderlo. O tal vez sí. 

Su trato era cálido, cercano, su humor contagioso, pero Marta le reprochaba internamente que apenas le preguntara por su vida, por las cosas que a ella le sucedían o importaban, que cuando se veían sólo hablara de sí mismo, de sus planes y proyectos. Quique el que constantemente se mira al ombligo, cree recordar que ésas fueron las palabras con las que una vez lo describió a otros amigos. Así asistió al nacimiento del interés por el teatro del mal estudiante de químicas, que ella contempló con idéntica incredulidad a la que había sentido al oírlo por la radio. Pero si Quique apenas leía o sólo leía lo que ella, que en aquella época escribía su tesis sobre literatura francesa y había publicado un par de cuentos en revistas literarias, consideraba pura bazofia. La puso en un verdadero compromiso cuando le dio a leer algunos pequeños textos y obras que había escrito y le preguntó semanas después por su opinión. Textos infantiles, insulsos, desprovistos de toda sustancia, surgidos de una pluma carente de toda habilidad con el lenguaje, un quiero y no puedo tan notorio, tan poco consciente de sus limitaciones, que le había costado encontrar algún aspecto positivo que resaltar ante él. No obstante, él tomaba cada comentario suyo como una admirada alabanza, y se recreaba después narrándole de qué modo se había ido construyendo la historia en su cabeza, dónde creía él que se hallaban sus mayores virtudes, analizando sus personajes, las ideas o emociones que había querido expresar en ella. Marta lo escuchaba entre estupefacta, divertida y maravillada por el alto concepto que Quique tenía de sus creaciones. Pensaba para sí que semejante autoestima literaria, semejante seguridad no sólo en su supuesto talento, sino también en su autoproclamada capacidad para conseguir cualquier cosa que se propusiera, sólo podían provenir de su profunda ignorancia sobre la literatura, sobre sí mismo, y de un marcado egocentrismo que acaso explicara su falta de curiosidad por la gente que le rodeaba. 

Al cabo de un tiempo supo que estaba saliendo con una joven actriz. Que, gracias a ella, había empezado a desempeñar un pequeño trabajo –no puede recordar cuál, aunque está segura de que él le habló de ello con todo lujo de detalles– en la compañía de la que ella formaba parte. Que después había saltado a otra relación con otra actriz, lo cual le había facilitado involucrarse aún más estrechamente en el mundillo teatral. Incluso le suena haberle oído mencionar haber colaborado con algún director famoso. La última vez que hablaron, cuando él le dijo que se trasladaba a Madrid con su nueva novia, esta vez guionista de televisión –debía de ser esa inamovible confianza en sus cualidades, ese constante estar pagado de sí mismo lo que tanto atraía de él a las mujeres, se decía Marta con un contradictorio sentimiento de desprecio hacia su género–, porque allí tendría mejores oportunidades de hacer realidad su sueño de dedicarse profesionalmente al teatro, ella lo trató con cierta displicencia. Al día siguiente debía entregar una parte de su tesis y estaba muy ocupada y nerviosa revisando el texto. Cuando la conversación comenzó a alargarse, lo cortó un tanto abruptamente y se despidió, nunca sabrá por qué, con un comentario irónico o burlón sobre la vinculación de sus últimas novias con el mundo de la farándula y el provecho que él estaba sacando de ello del que se arrepintió en cuanto colgó el teléfono. No es de extrañar que él no volviera a llamarla. Tampoco puede decir que lo lamentara realmente. 

¿Lo había lamentado días atrás cuando, después de tantos años, escuchó su voz por la radio? Responder afirmativamente habría sido exagerado. Dar una rotunda negativa por respuesta también, si no pudo evitar, mientras oía la entrevista, que la asaltara el pensamiento de que, de haber mantenido su amistad con él, ahora sería amiga de una joven promesa del teatro camino de la fama. Incluso quién sabe –la imagen de aquella noche en la que él intentó besarla cruzó rauda por su mente– si no podría haber llegado a ser algo más que una simple amiga. Avergonzada, desechó de un manotazo mental ambos pensamientos, recriminándose la insólita ocurrencia, recordando el egocentrismo que nunca había dejado de distanciarla internamente de Quique. Es cierto que, a diferencia de él, ella había abrazado sueños que aún no se habían realizado y cuya realización intuía cada vez más improbable. Que, a diferencia de Quique, ella nunca había confiado lo suficiente en sus capacidades, y de ahí que nunca hubiera perseguido con suficiente convicción sus sueños. Entre ellos, el que suponía la novela que todavía no había conseguido terminar y sobre la que seguía trabajando, haciendo y deshaciendo, en sus escasos ratos libres. O quizá la diferencia entre ambos se resumía en que ella no era capaz de desear algo con tanta intensidad como lo había deseado él. Pero la cuestión era que, pese a todo, Marta no podía decir que estuviera insatisfecha con su vida. No era raro que, cuando algún contratiempo la deprimía, se detuviera a hacer balance de los trayectos que había recorrido, del lugar al que le habían conducido. Bien, nada es perfecto para nadie, concluía, lo cual no significaba que no tuviera sobrados motivos para considerarse una persona afortunada. Al menos –las frecuentes discusiones de un tiempo a esta parte con su actual pareja la irritaban tanto como inquietaban, aunque las atribuía a un período laboral sobrecargado de tensiones–, bastante afortunada. Sin embargo, no tardó en analizar que, entre los sentimientos que afloraron en ella al oír la voz de Quique en la radio, se incluía algo cercano a la envidia, también a la sensación de injusticia que suele acompañarla. No envidia por lo que Quique era –algo que ella jamás había valorado–, sino por lo que había logrado sin probablemente merecerlo. Nuevamente se recriminó el juicio que subyacía a sus sentimientos. Y qué sabía ella. Quizá Quique había cambiado, había aprendido durante todos esos años. Quizá sí tenía un talento que ella nunca había sabido reconocer, o lo había ido haciendo germinar poco a poco gracias a experiencias que ella desconocía. Al llegar a casa, se entretuvo un rato buscando por la red noticias sobre el estreno de la obra. Las críticas tampoco eran tan elogiosas, si bien el tema que abordaba podía justificar la razón de su éxito. En las fotografías que las ilustraban, Quique tenía buen aspecto, muy similar al que ella recordaba. Apenas se notaban los años transcurridos desde la última vez que se vieran. Desde aquella tarde, a menudo se le habían venido a la mente imágenes de él y de sus antiguos encuentros. No podía imaginar que, apenas una semana después, la casualidad querría que se encontraran en el metro, que ella rara vez utiliza. 

Y tú, cómo estás, hace tanto que nos perdimos la pista, se te ve muy bien, Marta, Quique la mira fijamente a los ojos después de concluir su largo monólogo, tanto que ella siente que va a ruborizarse y baja la vista tragando otra vez saliva antes de volver a alzarla. Es que estoy muy bien, me trasladé aquí por el trabajo y estoy contenta de haberlo hecho, me gusta esta ciudad, estoy además felizmente empar… Qué rabia, Quique la interrumpe bruscamente, me tengo que bajar en la próxima y estamos a punto de llegar, ¿vendrás a ver la obra, no?, estoy seguro de que te va a encantar, tú eras muy aficionada a la literatura, supongo que lo seguirás siendo, y la historia es de ésas que te atrapan, al menos es lo que yo pretendía y lo que la gente dice. El vagón ya se ha detenido, las puertas se abren. Me tengo que ir, me alegro mucho de haberte visto, menuda sorpresa, Marta, ya hablaremos. 

Quique abandona el vagón junto a un grupo de pasajeros y Marta lo observa apresurarse por el andén a través de la ventanilla. Se deja caer sobre uno de los asientos que han quedado desocupados. Aún le quedan unas cuantas paradas. Saca el libro del bolso y se dispone a leer. Apenas lo ha abierto, vuelve a cerrarlo y lo deposita sobre su regazo. Será imbécil, ni siquiera me ha pedido el teléfono, piensa mientras cierra los párpados. Nota un ligero malestar en la boca del estómago. Se pregunta, extrañada, disgustada consigo misma, por qué ahora ese inconfundible sentimiento de decepción y vacío. 

miércoles, 17 de abril de 2013

Acción


Parece ser que todo empezó a mediados de los noventa, la fecha exacta es incierta, en Monterrey, Méjico. La autoría de la iniciativa se atribuye a un poeta mejicano, Armando Alanís, y fue después continuada por un colectivo de poetas anónimos. Sin embargo, todo apunta a que sólo recientemente, casi veinte años después de aquellos orígenes un tanto nebulosos, la brillante idea de Armando Alanís dio pie a un singular movimiento social de creciente relevancia y a estas alturas difusión internacional. Se cuenta que hace apenas unos meses, en otra ciudad bien distinta, la capital de la provincia de Tucumán, alguien –dicen que un tal Fernando Ríos– supo de aquella iniciativa y decidió reavivarla con algunos amigos sobre los muros de su ciudad, castigada desde hace tiempo por la pobreza y el desánimo. Primero al amparo de la oscuridad de la noche y en las cercanías del bar que regenta, por temor a que se les confundiera con vándalos o vulgares graffiteros y hubieran de refugiarse a toda prisa de posibles increpaciones de sus conciudadanos. Luego prefirieron cambiar de estrategia: pedirían permiso a los propietarios de los muros y sólo intervendrían con su consentimiento. Así comenzó Acción Poética Tucumán, secuela tardía de la original Acción Poética nacida en Monterrey, pero cuya imparable popularidad amenaza con desdibujar en la memoria la fuente primera de su inspiración. Rápidamente el movimiento se extendió por toda Argentina, y luego por diversos países de Sudamérica. Parece ser, también, que ahora empieza a irrumpir por nuestros lares. 

El propósito de este movimiento podría quizá extraerse del lema que ya figura en los muros de tantas localidades: “Sin poesía no hay ciudad”. De él se desprende un nuevo concepto de lo que puede y tal vez debería ser una ciudad más allá de proyectos urbanísticos y planes de rehabilitación. Nada más trivial que la constatación de que nuestras ciudades, colonizadas por la jauría rugiente del tránsito rodado, los artilugios técnicos destinados a su regulación y el asalto constante de anuncios publicitarios apostados por cualquier rincón, se hallan desprovistas de toda poesía. Para estos ciudadanos amantes –que no adeptos, como reza otro de sus lemas– de la poesía, introducirla en ellas pasa por localizar muros y tapias anodinos, ocultar sus desconchones o sus herméticos ladrillos con una gruesa capa de pintura blanca, y escribir sobre ella, en letras negras, grandes, cuidadosamente perfiladas, siempre con una tipografía similar, escuetos versos que atrapen la atención de viandantes y conductores. Nunca más de ocho palabras, dicta la regla, en raras ocasiones transgredida, de manera que el verso pueda ser leído de un simple golpe de vista. Siempre firmadas por la rúbrica Acción Poética, seguida del nombre de la ciudad de la que proceden estos artistas callejeros, o tan sólo de las siglas que componen estos tres términos. El movimiento decora las ciudades con versos como “No el tiempo, sólo todos los instantes” que escribiera la elogiada poetisa Alejandra Pizarnik. O “Con los ojos cerrados y los sueños despiertos”, verso final de un poema del archiconocido Mario Benedetti. Sirve también para su objetivo el nombre de un viejo tango, “Todo te nombra”. O, sencillamente, versos anónimos, inventados por cualquiera, o de procedencia ya difícil de discernir, porque de ellos parecen haberse apropiado otras tantas personas anónimas que los integran en las creaciones que desperdigan por el cibermundo, como “Estamos a nada de serlo todo”, “Mi más sentido bésame” o “Extinguirnos a besos”. 


Trato de imaginar lo que debe de suponer habitar en una de esas ciudades en las que las palabras brotan de repente de los muros como flores intrépidas de una primavera llovida en tromba. Ser esa mujer que cada martes y cada viernes arrastra los pies camino al mercado entre casas de fachadas desgastadas que nunca reclaman una sola mirada. Ser el adolescente que cada mañana se dirige somnoliento hacia el colegio deslizando a tramos los dedos por muros de hormigón y paredes de ladrillo carcelario. Ser el conductor que, en su ruta hacia el trabajo, se abstrae, parapetado tras el parabrisas, de la fealdad del abandono reflejada en esas tapias ajadas que amurallan los recintos de tantos suburbios. O ser yo misma, quién sabe si algún día, deslizándome, al volante o lejos de él, junto a los muros que cotidianamente acompañan mis trayectos, y que no sin cierta dificultad alcanzo a ubicar en ellos cuando trato de evocarlos por su invariable tendencia a la invisibilidad. 


Y de manera por completo inesperada, en ese trayecto mil veces realizado, apenas ya percibido por mil veces repetido, en el que expectativas e inquietudes, voces radiofónicas o canciones tarareadas, silencios turbios o serenos vuelcan los ojos hacia adentro ante la ausencia de todo reclamo exterior, se presenta un buen día la sorpresa: la fachada antes descolorida, el muro desconchado, la superficie gris de cemento, convertidos en un lienzo en blanco sobre el que un puñado de palabras quiebran el hilo de los pensamientos, enmudecen el canturreo, despiertan del letargo. En esos muros destinados a ocultar, a dividir, a separar, de súbito la abertura hacia otro, la brecha por la que emerge la interpelación: “Mi más sentido bésame”. Y esa señora que arrastra los pies se detiene un instante, nota el calor de la rojez en sus mejillas al recordar algún amor de juventud demandando arrebolado sus besos, y reanuda su camino acompañada del rubor renacido de aquellos besos perdidos en la memoria. Lee el adolescente “Todo te nombra”, y mira a su alrededor con expresión seria, sintiéndose importante sin saber por qué, armado para afrontar el largo día con la solemnidad que destilan esas tres palabras. “Estamos a nada de serlo todo”, el conductor que primero frunce el ceño, luego sonríe escéptico, esta juventud, se dice, y que sin embargo proseguirá su ruta dando vueltas a miedos, carencias, deseos insatisfechos, y al tiempo que le resta para seguir siendo. 


¿Y yo? A mí me gustaría toparme con ese otro verso de Pizarnik que reza: “La jaula se ha vuelto pájaro”. Pienso demasiado en jaulas con sus barrotes, en cómo nos aprisionan y limitan el alcance de nuestros movimientos, en todas las cadenas que día a día maniatan nuestras rutinas a un áspero rosario de interminables obligaciones, de carreras y aspavientos impuestos que poco o nada se parecen a un gozoso batir de alas. Pienso en el mundo que se extiende más allá de esos barrotes y en la improbabilidad de llegar a transitarlo, confinada en este reducido perímetro de paredes construidas por horas y minutos rígidamente pautados. E imagino que, de toparme con ese verso, al continuar mi trayecto empezaría a pensar en el posible significado de ese trocar la jaula en pájaro. En cómo hacer para procurar, de ser ésta realizable, tan milagrosa transmutación. En los mecanismos que quizá lograran convertir esos mismos barrotes de tiempo que aprisionan bastaría con que sucediera de cuando en cuando en alas que se agitan sin más cortapisa ni más conciencia que la del aire que permite su vuelo. 


Pero también me conmovería encontrarme con este otro verso: “Escribo esta pared, es mi forma de tocarte”. Porque imagino de nuevo que, al leerlo, sentiría aliviarse la soledad de esos recorridos diarios que forman parte de mi particular jaula. Como si esas palabras, sólo por decirlo, tuvieran el poder de tocar a sus lectores como manos amigas. De descubrirles con ese contacto la existencia de seres anónimos dispuestos a regalar, a todos y a cualquiera, un pedazo de poesía que aliente sus caminos. De hacerles notar su cercanía, su voluntad de transfigurar el mundo que les es conocido en un lugar más habitable, gracias a la fuerza inconmovible de la palabra. De salvarles de un mundo que a menudo se impone terco y desabrido tan sólo con un escueto verso. 


Estén atentos. Quién sabe si cualquier día de estos no se les regala la sorpresa de encontrar, en sus propias ciudades, un muro antes invisible transformado en ventana que remueve y ensancha el horizonte. Si les ocurre, no dejen de decirme qué verso les ha tocado con sus dedos pintados de negro.