viernes, 27 de abril de 2012

Naturaleza


Cristina mueve pausadamente la cucharilla dentro del té con leche, apenas sin hacer ruido, las pupilas fijas en las manos de Paula sujetando la frente abatida y ocultando los ojos, en las lágrimas que ruedan por sus mejillas para acabar precipitándose sobre el borde de la taza, sobre el platillo, sobre el líquido humeante color crema. Aún experimenta un resto de agitación en el pecho por los sonoros timbrazos a deshoras, por la imagen deformada en la mirilla de su hermana, por su desamparado abalanzarse sobre sus brazos al abrir la puerta, la pequeña maleta aún sobre el felpudo, los hombros convulsionados por un llanto entonces todavía silencioso sobre sus clavículas.

De nuevo suelta la cucharilla y acaricia con suavidad el brazo de Paula, vamos, Paula, vamos, deja ya de llorar y cuéntame, Paula que levanta la cabeza con lentitud, los párpados cerrados mientras se frota con los dedos las mejillas mojadas, un hondo suspiro, los párpados se abren finalmente para dejar pasearse a los ojos por el lejano horizonte de los azulejos de la cocina y después acercarse y demorarse sobre el mantel azulado hasta aterrizar en los suyos. Es por el bebé, la voz se quiebra descomponiendo otra vez el gesto, las lágrimas reanudan su persistente recorrido por la piel enrojecida. Cristina no oculta el tono de sorpresa, pero qué bebé, Paula, se encoge ligeramente en la silla y retuerce el cuello de su jersey de punto, de qué estás hablando. Paula parece hacer un esfuerzo por serenarse, coge otro pañuelo de papel y se suena antes de empezar a hablar, la voz ya un poco más entera, no se lo hemos dicho a nadie, tampoco a los papás, no queríamos disgustarlos, hace un año empecé un tratamiento, llevábamos tiempo buscando un niño pero no había forma, fui al ginecólogo, me hice diferentes pruebas y resultó que mis ovarios no estaban funcionando como debían, así que empecé el tratamiento, según el médico algo muy común, nada por lo que preocuparse, que en tres o cuatro meses estaría embarazada, nos dijo, pero ya ha pasado un año y sigo sin quedarme, el médico ha dicho que no debería haber ahora ningún problema, pero aun así nada, mi cuerpo no responde, su ceño se frunce al pronunciar sus labios estas últimas palabras, la voz que trasluce cierta crispación, sencillamente no responde.

Cristina baja la mirada hacia la taza para alzarla al instante y acariciar una vez más el brazo de Paula, la pregunta rezuma un poso de falsedad en su boca, no por ello la reprime, pero cómo no me habías contado nada, Paula, siente que la situación la convierte en forzosa aunque haga tanto que no se cuentan intimidades, demasiadas discrepancias de piel y mente frente al mundo entre las hermanas, más que probable causa del recíproco y creciente desinterés que ambas experimentan sin pena ni nostalgia, un hecho incontestable que sólo cabe aceptar. Esta tarde, al llegar a casa, Paula deja la taza con cuidado tras dar un pequeño sorbo, he vuelto a desmoronarme, todo porque me he cruzado con dos gitanillas, cada una con su niño de meses al brazo, apenas unas crías, hablando de sus cosas sin casi prestar atención a sus bebés, no sé qué me ha entrado por dentro que nada más abrir la puerta ya estaba llorando, Eduardo ha venido enseguida a abrazarme, a consolarme, pero he notado cierta impaciencia en él, es cierto, me sucede demasiado a menudo, y cuando ya parecía que me estaba calmando, ha empezado a hablar de la posibilidad de la adopción, ¡adopción!, la voz de Paula se eleva irritada, me he puesto hecha una furia, una auténtica furia, Cristina, yo no quiero adoptar ningún niño, quiero tenerlo yo, ¡yo!, no ser una madre postiza, de segunda fila, incapaz de engendrar a sus hijos, no, no quiero un niño de otros, quiero llevarlo en mi vientre y sentirlo crecer dentro de mí, quiero saber qué se siente cuando dé sus primeras pataditas, quiero que salga de mí, y saberlo mío y de Eduardo, y tratar de adivinar con él cuando nazca si su naricita es la mía o la suya, si saca mi genio o la pasmosa tranquilidad de Eduardo, no sé, Cristina, sólo quiero vivir lo que viven todas las mujeres cuando son madres, ¿es tanto pedir?, ¿por qué debería renunciar a ello?, ¿por qué yo no puedo tenerlo?, no es justo, Cristina, no es justo, para eso estamos hechas las mujeres, para eso tenemos útero y ovarios, para tener hijos, es lo más natural del mundo, lo más natural, no puede ser que yo no pueda como cualquiera, no puede ser que mi cuerpo me esté jugando esta mala pasada, que me esté fallando así, hay días en que me pegaría de cabezazos contra la pared, en que querría golpearme como si fuera un saco de patatas, los ojos de Paula se hunden en el té con leche, un par de lágrimas en caída libre alteran su quieta superficie, la voz que se convierte entonces en un hilo, no sabes lo inútil que me siento.

Mordiéndose el labio inferior, la otra mano de Cristina se aprieta incómoda por debajo de la mesa contra su abdomen para retomar segundos después su posición inicial sobre el mantel. Un enorme vacío se ha abierto entre sus sienes, un agujero negro tragándose las palabras que inútilmente trata de encontrar, Paula que la mira con fijeza, ahora es Cristina la que suspira, por fortuna la voz de su hermana vuelve a apoderarse del silencio con determinación, pero lo peor ha sido la reacción de Eduardo, su frialdad, el muy cobarde, el muy hipócrita, ha acabado reconociendo, admitiendo, después de todo este tiempo, después de toda esta angustia por mi parte, después de todo este sufrimiento, que no sabe si quiere tener ese niño. Que no lo sabe. Jamás, Cristina, jamás lo hubiera esperado de él, no sé cómo ha podido engañarme de esta manera, no sé tampoco si es él el que se engaña, ya no sé nada. Lo único que sé es que ya no podía soportar un minuto más en esa casa. Y que con él o sin él voy a hacer todo lo que haga falta para tener ese hijo. Todo lo que haga falta.

Recostada sobre la almohada, Cristina puede escuchar el murmullo apagado de la voz de Paula en la habitación contigua. Confía –quién si no a esas horas de la noche en que hablando por el móvil con Eduardo. Tratando, ojalá, de hallar en las palabras lanzadas al otro lado de la línea el parche que permita cubrir el feo desgarrón, Eduardo haciendo quizá malabarismos imposibles por transfigurar el sentido de las que lo causaron, por propiciar el emborronamiento al que pueda aferrarse la decepción de Paula. Sería triste que lo consiguiera, piensa Cristina, los remiendos de esa clase, sobre cortes que no hay aguja que suture, sólo son treguas destinadas a posponer el desgarro definitivo de la ruptura, poco importa que muchas parejas se acostumbren a convivir en ellas y las hagan durar hasta la vejez y la muerte. Sería triste, sí, y también lo mejor para ella en estos momentos. Contempla la pila de libros depositados sobre la mesilla de noche pero desecha la idea, está demasiado nerviosa para leer, rebusca en el cajón, se introduce una pequeña pastilla debajo de la lengua y apaga la luz.

Los sonidos de la habitación contigua han cesado. Debe recordar mandarle mañana un mensaje a Fernando para decirle que no podrán comer juntos. Mañana. Mañana, por fin, se dice intentando dominar la angustia que tensa su estómago justo debajo del esternón, toda esta pesadilla habrá acabado. Y el mal trago sólo durará un rato, después todo volverá a ser como antes. O no. Tiene que resolver las cosas con Fernando. Fernando, que al poco de conocerse le reveló, risueño, que quería tener muchos niños. Pero no. Está claro que ése no es el problema. El problema va más allá de esa cuestión. Es la apatía que le sobreviene cuando trata de imaginar una vida a su lado. Y por eso, o quizá no sólo por eso, no ha dudado ni por un segundo de que Fernando debía permanecer al margen de este accidente. En su cabeza resuenan ahora las palabras de Paula, es lo más natural del mundo. Pero resulta que la naturaleza tiende a seguir su curso, nunca tan regular como se asegura, tantas veces caprichoso e inhóspito, por completo ajena a las decisiones humanas. A la decisión de Paula de ser madre. A sus propias decisiones. Ajena a los deseos, siempre indiscernibles en su fundamento pero de todo punto irrefutables en el reconocimiento de su realidad soberana, que han ido determinando esas decisiones y que nada de naturales, reflexiona, pueden tener porque lo de contrario serían idénticos para todos. Suerte que esta vez ella lo tiene más fácil que Paula y saldrá vencedora de esta lucha inmemorial con la naturaleza por la que el ser humano ha llegado a ser lo que es. La dichosa y tenaz naturaleza que ha logrado sortear, burlona, los malditos anticonceptivos y sus desagradables efectos secundarios. Pero mañana, por fin, después del mal trago, se habrá evaporado esta sensación de estar poseída, esta horrible sensación de invasión en sus entrañas. También ella ha tenido ganas de darse de cabezazos contra la pared, de emprenderla a puñetazos con su abdomen, con ese cuerpo suyo que igualmente la ha traicionado iniciando un camino al margen de su voluntad, amenazándola con la presencia de una prolongación de sí misma que otras vísceras en su interior rechazan ferozmente. Porque rechazan la imposición de una forma de vida, de un mundo al completo en lo que le resta de existencia, que ni desea ni ha decidido para sí. Cómo puede haber quienes piensen, se pregunta por enésima vez ya notando la pesadez en sus párpados, que en esta batalla la victoria debe caer del lado de la naturaleza ciega y no de su voluntad. Del lado de esas células que crecen inconscientes dentro de su cuerpo como un tumor maligno que fuera cercenando lentamente su libertad. Sólo los ilusos que se empeñan en ver tras ellas el todopoderoso e inexistente dedo de cierto dios dañino.

Bajo los efectos del somnífero, Cristina pasea por una larga avenida desierta, bordeada por árboles desnudos, bajo un cielo plomizo. El viento azota su rostro y tiene frío. De súbito se percata de que a ambos lados de la avenida se agolpa una multitud silenciosa. Los rostros anónimos la miran con severidad. Cristina apresura el paso, atemorizada. A lo lejos percibe una figura solitaria en medio de la avenida. Sus pies, moviéndose cada vez más rápido, van acortando la distancia que la separa de ella. Finalmente la reconoce. Es Paula, que canta arrobada al muñeco que acuna entre sus brazos sin reparar en su presencia. Paula, ¿qué haces aquí?, le pregunta. Paula vuelve su rostro hacia ella y le tiende el muñeco. Cristina da un paso atrás. No lo quiero, Paula, es tuyo. También la mirada de Paula se torna entonces severa, y en los brazos extendidos sus manos se aflojan despacio, muy despacio. El muñeco golpea el suelo con un ruido sordo. Desde la multitud comienza a alzarse un rumor que va aumentando poco a poco en intensidad hasta convertirse en un griterío confuso y estremecedor. Un griterío que acaba reemplazado en sus oídos por la voz del locutor de radio que emerge del despertador.

sábado, 7 de abril de 2012

Hunger


En nuestra existencia compartida convivimos de continuo con un enigma que tiende a verse sepultado por la trillada familiaridad de la compañía y el intercambio. Un enigma que sólo emerge de su cotidiana ocultación, convirtiéndose entonces en un insidioso interrogante condenado de antemano a la ausencia de respuesta, allí donde algo –pensemos en la enajenante experiencia del enamoramiento– nos inclina con fuerza inusitada hacia el otro: desconocemos y siempre desconoceremos cuál es la textura de su interioridad. Cómo el otro siente bajo su epidermis el sobrevenir de los acontecimientos de los que participamos. De qué manera la realidad que invariablemente habitamos en primera persona se revela a la perspectiva única e irreemplazable, exenta de toda posible suplantación, de su propia mirada. Qué quiere decir exactamente cuando nombra en el diálogo términos como amor, dolor, miedo o alegría.

Decía Wittgenstein que los niños únicamente aprenden el lenguaje de las emociones porque sus mayores, al advertir en ellos los gestos que las expresan, pronuncian en su presencia las palabras que sirven para designarlas. Al compás de la mueca y el llanto que suceden a la magulladura tras la caída, el niño escucha la palabra dolor. En la siguiente ocasión en que le acometa una sensación similar, podrá identificar la sensación con un nombre y proclamar de sí mismo: “me duele”. Pero el hecho de que los gestos, las apariencias de las emociones sean comunes, haciendo posible la comunicación y el lenguaje significante del sentimiento, no disuelve en absoluto el enigma: seguimos sin saber en cada caso qué se alberga tras los gestos, tras las apariencias, tras las palabras usadas por el otro. El fondo sobre el cual reposan y que pretenden traslucir constituye una suerte de coto cerrado, de habitáculo rigurosamente privado, por cuyas ventanas nos asomamos al mundo sin que ningún otro, por más que lo intente o desee, alcance jamás a acceder a él y penetrarlo.

El enigma de la interioridad del otro topa con su extremo allí donde éste ha atravesado experiencias no practicadas y quizá impracticables para el común de los mortales. En la experiencia trivial –la que se contiene en la generalidad de la vida humana– creemos comprender al otro a partir del referente de nuestras propias experiencias. Debemos asumirlo: no sabemos verdaderamente cómo siente una caricia, en qué consiste para él la sensación del tedio. Pero sabemos del cosquilleo reconfortante de las caricias en nuestra piel, del asfixiante vacío que se apodera de nosotros en el aburrimiento. Y aun siendo conscientes del enigma y del terreno intransitable al que remite, entendemos el decir del otro confiando en contar en nuestra propia experiencia con una experiencia aproximada a la suya. Ésa es la confianza que se desvanece cuando el otro ha protagonizado experiencias no sólo por completo ajenas a las nuestras, sino que han tensado las cuerdas de lo humano más allá de las fronteras de lo que nos es dado imaginar. Ahí, pensamos, su experiencia forma parte de lo inenarrable, puesto que ninguna palabra compartida logrará evocar en nosotros los recuerdos, las impresiones necesarias para su comprensión.

A mi juicio, la película Hunger (2008) de Steve McQueen no es más que un ejercicio de rebeldía en contra de la imposibilidad de la narración de la experiencia límite del otro. Un intento tenaz por aproximarnos, antes en imágenes que con palabras, antes por el modo en que sitúa la cámara en cada plano que con el recurso del diálogo, a esa experiencia en última instancia inefable que vivió un grupo de presos del IRA en la cárcel de Maze entre 1978 y 1981. Hasta el punto de que McQueen renuncia a ponernos al corriente del contexto histórico y político que explica la radicalidad de esa experiencia para centrarse exclusivamente en su retrato. Bien porque da por sentado su conocimiento por parte del espectador, bien porque –y ésta es la hipótesis que me parece más plausible– considera que, de no conocerlo, la visión de esta película no dejará de despertar en él los interrogantes que le conducirán a investigarlo.


La primera parte de la película se focaliza en la llamada “protesta sucia”. Ante la negativa del gobierno británico a concederles el estatuto de presos políticos, los presos del IRA rechazaron vestir los uniformes de presidiarios. Como medida de presión, los funcionarios de la prisión anunciaron que dejarían de recoger sus excrementos si no vestían el uniforme reglamentario. A partir de ese momento, los presos del IRA se negaron a lavarse y comenzaron a embadurnar con sus heces las paredes de sus celdas. La narración de McQueen comienza con la llegada a la cárcel de un nuevo preso del IRA. Siguiendo sus pasos, asistimos a su llegada, desnudo bajo una manta, a la celda donde habrá de pasar los próximos seis años. La cámara se detiene obsesivamente en el espectáculo inmundo de las paredes cubiertas de mierda. En los restos de comida en descomposición acumulados en un rincón. En la suciedad de su recién estrenado compañero de celda. Aun cuando, por fortuna, la pantalla omite toda comunicación de sensaciones olfativas, las imágenes llevan al borde de la arcada. Si no es suficiente condena hallarse privado de libertad, haber de sufrir esa privación en un espacio inhabitable como el que McQueen nos dibuja constituye sin duda una de las representaciones más atroces del infierno que somos capaces de idear. Un infierno hediondo hasta la náusea donde, junto al excremento, reina la violencia más brutal. La puramente gratuita o la utilizada como medio para lavar y cortar el pelo a los presos en contra de su voluntad. La encarna la imagen recurrente de los nudillos sangrantes bajo el agua de uno de los funcionarios cuyo trabajo consiste en ejercer esa violencia. Pero también el sufrimiento que intuimos en él, en las lágrimas de un joven policía que se esconde para eludir su tarea de golpear a los presos, si no es posible desplegar tal violencia sobre el otro sin resultar íntimamente dañado.


La segunda parte es el relato de otro infierno: la agonía hasta la muerte por inanición de Bobby Sands, iniciador de una huelga de hambre como nueva medida de protesta para el reconocimiento del especial estatuto de los presos del IRA y que acabaría con la vida de nueve de ellos. La cámara se recrea ahora sobre las llagas que jalonan el cuerpo de Sands a causa de su consunción física, sobre la debilidad que le impide mantenerse en pie, sobre su rostro cada vez más macilento y carente de vida. Presenciamos los gestos y ademanes casi amorosos del enfermero que cura sus llagas y mueve sus miembros con la exquisita delicadeza que exige la creciente fragilidad de su cuerpo. La cámara nos introduce en el borroso recorrido de la mirada perdida de Sands por el techo de la habitación. En el rumor confuso y distante que perciben sus oídos en las voces de quienes le hablan. En lo que adivinamos como su progresivo alejamiento del mundo. Finalmente, en los recuerdos de su infancia –su rostro de niño apoyado contra la ventana del autobús mientras otros niños cantan, el bosque que atraviesa corriendo, los pájaros que echan a volar en el horizonte– que pueblan su conciencia momentos antes de su muerte.


Se trata de los mismos recuerdos que ya nos han sido narrados por Bobby Sands en la larga conversación que mantiene con un sacerdote y que procura el tránsito entre la primera y la segunda parte de la película. Una conversación que observamos desde la distancia hasta el momento en que Sands, para hacerle entender la firmeza de su decisión de iniciar la huelga de hambre, se remite en un prolongado primer plano a esos sucesos de su infancia. Junto a sus compañeros de Belfast, participa en una competición de carrera a campo través en el sur de Irlanda. Antes de la competición exploran los alrededores y descubren un arroyo. En él, un potrillo moribundo con las patas traseras rotas. Los chavales discuten qué hacer con él. Sólo Bobby se resuelve a hundir la cabeza del potrillo en el agua y ahogarlo para poner fin a su sufrimiento. Por ello será duramente castigado por uno de los sacerdotes que organizan el evento, convencido de que los detestables chicos de Belfast se han divertido maltratando al potrillo. Pero Bobby sabe que hizo lo que debía hacer. Igual que sabe que debe actuar desde la prisión con el único recurso del que dispone, y sean cuales sean las consecuencias de sus actos.

Tanto en su primera como en su segunda parte, veo en Hunger un singular canto a la determinación del ser humano. Al modo en que esa determinación le permite atravesar los infiernos más espantosos en aras de lo que considera una causa justa. A la determinación que latió con una inusual potencia en aquel grupo de hombres capaces de vencer sus naturales sensaciones de repulsa y vivir rodeados de sus propios excrementos. Capaces de vencer su natural instinto de supervivencia y morir de inanición ante una bandeja de comida en lucha por su dignidad. Desde la premisa de que entender el horror de sus experiencias es entender el alcance de su determinación. Y por más que la verdad y el conocimiento de esas experiencias nos esté para siempre vedado, tengo la impresión de que la película de McQueen logra el objetivo que se propone: aproximarnos a ellas a través de los diferentes estados de ánimo que la visión del relato pausado que componen sus imágenes, en ocasiones excepcionalmente bellas, termina por suscitar en nosotros.