jueves, 24 de diciembre de 2009

Cuento de Navidad


"...defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas del azar

y también de la alegría"

Mario Benedetti

Corre el año 1843. Bajo la luz de una vela y al calor de una estufa de carbón que mitiga el helor de la noche invernal, la pluma de Charles corre rauda sobre el papel: “-No estéis enfadado, tío -dijo el sobrino. -¿Cómo no voy a estarlo -replicó el tío- viviendo en un mundo de locos como éste? ¡Felices Pascuas! ¡Buenas Pascuas te dé Dios! ¿Qué es la Pascua de Navidad sino la época en que hay que pagar cuentas no teniendo dinero; en que te ves un año más viejo y ni una hora más rico; la época en que, hecho el balance de los libros, ves que los artículos mencionados en ellos no te han dejado la menor ganancia después de una docena de meses desaparecidos? Si estuviera en mi mano -dijo Scrooge con indignación-, a todos los idiotas que van con el ¡Felices Pascuas! en los labios los cocería en su propia substancia y los enterraría con una vara de acebo atravesándoles el corazón. ¡Eso es!” La pluma se detiene. La boca de Charles se abre en un sonoro bostezo. Mira el reloj. Ya es tarde, muy tarde. Mañana continuará.


Aún le quedan algunos detalles por concretar, pero la historia ya está completamente esbozada en su cabeza, se dice mientras se mete silenciosamente entre las sábanas para no despertar a su mujer. El viejo Scrooge recibirá la visita de tres espíritus, que previamente le habrá anunciado el desgraciado espectro de Marley, su antiguo socio: el Espíritu de las Navidades Pasadas, el de las Navidades Presentes, y el de las Navidades Futuras. Gracias a estas visitas, Scrooge, un banquero avaro y cruel, falto de toda humanidad, se transformará en un buen hombre. Un hombre que de ahí en adelante celebrará respetuosamente la fiesta de Navidad como una “agradable época de amor, perdón y caridad”, puesto que es en Navidad cuando hombres y mujeres “abren libremente sus corazones”. Le gusta cómo le ha quedado esa caracterización de la Navidad que el sobrino de Scrooge propone a su amargado tío, piensa antes de sumirse en un profundo sueño.


Un ruido metálico lo trae de vuelta a la realidad de su habitación. Una luz suave ilumina su cama, el dormir tranquilo de su esposa. Gira la cabeza y, tras las cortinas del lecho descorridas –ése debe de haber sido el ruido que lo ha despertado-, contempla una figura vestida con extraños ropajes que lo mira con fijeza y gravedad.


- ¿Qué es esto? ¿Qué pasa aquí?

- Charles –susurra la figura- soy el Espíritu de las Navidades del siglo XXI.
- ¿Siglo XXI? Dios mío, otra vez tengo una pesadilla, debe de ser la coliflor que he cenado, mira que le tengo dicho a Cathy que no me sienta bien por la noche…

- Déjate de explicaciones bobas, Charles, y sal de la cama, que te he dicho que soy el Espíritu de las Navidades del siglo XXI. Debo enseñarte algo.

- Está claro que es mi imaginación, que hasta en sueños se desboca… demasiadas vueltas le he dado a mi último cuento y a los espíritus navideños.
- Charles, ¡que salgas de la cama te digo, hostias!

Charles se frota los ojos con insistencia pero obedece. El presunto Espíritu se dirige hacia la ventana, la abre, toma su mano, y, ambos aparecen súbitamente en la esquina de una amplia calle intensamente iluminada. Sobre la calzada se alinea una multitud de armazones metálicos con ruedas, a través de cuyas ventanas se vislumbra a sus ocupantes. ¡Qué carruajes tan raros!, exclama Charles para sí. Como si se tratara de una manada encabritada de elefantes, de ellos emerge un clamoroso y desagradable estruendo de algo semejante a bocinas. Las aceras están repletas de gente que camina deprisa, ataviados con indumentarias tan singulares para él como las del Espíritu. Llevan en sus manos numerosos hatillos brillantes y coloridos.

- ¿Dónde estamos? ¿Y cuándo?
- ¿Dónde? Importa poco. Pongamos que es Londres, pero podría ser cualquier ciudad europea, y también de otros lugares del mundo. ¿Y cuándo? El año nos da también más o menos igual. Basta con que te diga que estamos a comienzos del siglo XXI, y es el día de Nochebuena, aunque aún falta un rato para que anochezca.

- ¡Nochebuena! ¡Como en mi cuento!
- Sí, Charles, como en tu cuento. Pero nada es en realidad como en tu cuento, aunque toda esta gente se disponga, tal y como tú pretendes inculcar al señor Scrooge, a celebrar la Navidad.
- Pero, ¿es que no es maravilloso celebrar la Navidad? ¿No crees, Espíritu, que Scrooge está equivocado a causa de su avaricia capitalista?
- Mira, Charles, ¿me creerías si te dijera que los Scrooge del Capital de hoy en día son los que más interés tienen en que se celebre la Navidad? ¿Que nunca más volverán a permitir que no se celebre por los cuantiosos beneficios que de ella obtienen? Porque, ¿sabes cómo se celebran estos días en el siglo XXI? Comprando, comprando, comprando, y es de comprar de donde vienen o a lo que van todas estas personas que nos rodean. Y luego, regalando lo que han comprado, comiendo y bebiendo hasta hartarse lo que han comprado, luciendo las galas o aplicándose los perfumes que han comprado o recibido de regalo. La Navidad, Charles, se ha convertido en la orgía del consumo, en el desenfreno del gasto y la ganancia material. ¿Y el amor, el perdón, la caridad, me preguntarás? ¿Y el libre abrirse de los corazones? Ja! Todo mera y obscena apariencia, mi querido Charles. Todo mera obligación de impostura de felicidad y buenos sentimientos. Cáscaras vacías envueltas con brillantes lazos de colores y dibujos navideños. Muy pocas son las personas que realmente sienten lo que expresan estos días. La gran mayoría, sencillamente, acepta con resignación que deben esforzarse por representar la Gran Mascarada de la felicidad, la concordia y la alegría. Con resignación y también con tristeza, porque nada hay más triste, más deprimente, que experimentar la coerción de sentir amor, o perdón, o alegría, cuando no hay verdaderas razones para amar, para perdonar o para estar alegres. ¿O es que puede ser fuente de alegría tener la obligación de regalar a quien nada deseas regalar, o sentarse a la mesa junto a personas a las que no soportas, o incluso a las que detestas, pero ante las que debes fingir amor o cariño sólo porque la traidición y los lazos familiares lo dictan, o lo exigen los imperativos sociales? Te parece importante que se celebre la Navidad, ¿no, Charles? Pues bien, lo has conseguido. Ahora, ricos y pobres, jóvenes y viejos, se suman sin remedio estos días a la celebración de la Navidad. Pero si crees que esa celebración inspira sus corazones y les mueve a ser mejores, estás muy equivocado. Muy al contrario, muchos de esos corazones se sienten torturados, atormentados en esta época del año. Y si uno les preguntara, o si se atrevieran ellos mismos a examinar sus propios corazones, menos libres que nunca en estas fechas señaladas para abrirse y mostrar lo que en el fondo albergan, reconocerían que también a ellos les gustaría enterrar a todos los idiotas que van exclamando “¡Felices Fiestas!” con una vara de acebo atravesándoles el corazón. Así que me temo, mi querido Charles, que en el siglo XXI la postura más sensata frente a la Navidad es la que tú esta noche has puesto en boca de tu cruel y avaricioso Scrooge: ¡Patrañas! La Navidad es una enorme, una gigantesca Patraña. Y es su sobrino Fred quien está en un error. O quien, a ojos de muchos, pasaría por un auténtico hipócrita… Mira, Charles, vamos a ser prácticos. El protocolo me exige que te lleve primero a un centro comercial y luego a que contemples cómo se desarrolla la cena de Nochebuena y la comida de Navidad en algunos hogares para que, por ti mismo, puedas percatarte de esta vil Mentira. Pero es que resulta que se me ha echado el tiempo encima y aún tengo que visitar a Frank Capra, a ver si consigo disuadirle de que no ruede “¡Qué bello es vivir!”. Nada, el cine, un invento moderno que tú no conoces pero más pernicioso a veces que los propios libros por su capacidad para propagar masivamente ideas nocivas. Quién sabe, igual también tú, de haber podido, te hubieras hecho cineasta. De todos modos, confío en que con lo que te he dicho tengas ya suficiente motivo de reflexión para plantearte si debes o no escribir ese dichoso “Cuento de Navidad” que has empezado a escribir…


Charles mira a su alrededor confundido. De repente, un hombre gordo vestido con un chillón traje rojo con ribetes blancos que camina distraído tropieza con él y Charles se precipita hacia el suelo. Antes de que pueda sentir el golpe, se descubre de nuevo en la oscuridad de su habitación, tumbado sobre la cama. Su mujer sigue respirando acompasadamente a su lado. Charles suspira aliviado. Ahora sabe que sólo ha sido un mal sueño. Esa indigesta coliflor. ¿Cómo va a ser la Navidad una patraña? No, Scrooge tiene que estar equivocado. Mañana, en cuanto se levante, proseguirá con el cuento.

Queridos y queridas, me disculparéis una vez más por este vómito navideño. Es que a algunos se nos atragantan estos días de qué manera y no me resisto a soltar un poco de bilis, confiando en que tenga algún efecto paliativo. Que ustedes lo pasen bien. Si pueden :P

Y para todos aquellos a los que les gustaría pasar estas "fiestas" bajo el efecto de potentes estupefacientes, aquí les dejo como regalito navideño una canción para animarles :)


viernes, 11 de diciembre de 2009

Las brumas de Rusia


"Yo he vivido cada día como si fuera una parodia... una mala imitación. (...) No me acuerdo de nada. Si muriese en este momento y el padre eterno me dijera: "Romano, ¿qué recuerdas de tu vida?"
La nana que me cantaba mi madre cuando era pequeño, el rostro de Elisa la primera noche, y las brumas de Rusia".

¿Cómo es posible que los recuerdos de una vida se reduzcan a tan poco? ¿Que los largos años que componen el trayecto de una vida desaparezcan en el desierto sin nombres del olvido como si jamás hubieran existido? Quizá todo dependa del modo en que se ha vivido esa vida. O mejor: del modo en que no se ha vivido. Porque en la condena a la ausencia de memoria adivinamos el vacío de una vida carente de verdadera vida. Una vida transcurrida sobre los cauces invisibles de la rutina apática, de la tranquila indiferencia, incluso de la alegría hueca y banal, buscada y sentida con agitación en el presente pero incapaz de dejar poso alguno. Una vida sin emociones auténticas, sin desafíos ni decisiones propias. Tantas y tan variopintas pueden ser las máscaras del vacío. Pero el elemento común a sus diferentes contornos reside tal vez en esa falta de de peso y profundidad que les impide dejar una huella indeleble, una impronta resistente a la erosión y el desgaste naturales del imparable tic tac del reloj, en la tierra movediza de nuestra frágil memoria.

Romano salva tan sólo tres momentos de ese vacío. La música que, cantada por su madre, meció los sueños de su niñez, la etapa en que nuestra memoria virgen y aún inocente resulta más impresionable. El rostro joven y fresco de su mujer, que intuimos iluminado por el iniciático descubrimiento del misterio del amor en esa primera noche, una noche en la que Romano aún podía acariciar la imagen de una vida cargada de promesas. Y las brumas de Rusia. Mientras Romano va extrayéndolos como tesoros del pozo seco de su memoria, sus ojos han ido llenándose de lágrimas. Pero con este último recuerdo las lágrimas se desbordan en un llanto que parece el llanto inconsolable de un niño. De un niño que, como Romano, llevara las manos a sus ojos y los frotara y así se cegara al mundo en su dolor. De un niño que, como Romano, aún no hubiera vivido. Sólo que a diferencia de ese niño, el llanto de Romano brota de la sinceridad con la que se enfrenta, a través de esos tres recuerdos arrancados al olvido, al erial en que esas mismas manos han convertido su vida.


Sin embargo, el momento de franco desgarro, de inapelable reconocimiento del fracaso y del vacío por él mismo labrado, apenas dura unos pocos segundos. Tal y como ha sido habitual en él durante toda esa vida, Romano arroja con premura sobre su dolor un velo de fatua e inconsciente alegría que le impele a cantar y a bailar al ritmo de la música gitana surgida de su cabeza al recuerdo de las brumas de Rusia. Éste es Romano. Eternamente frívolo. Eternamente despreocupado y alegre en danza sobre el vacío.

Las brumas de Rusia representan, para Romano, el último momento de su vida en que tomó la decisión de trocar la alegría frívola y ligera en proyecto de felicidad. El último momento en que se resolvió a abandonar su tranquilo y plácido letargo para dar un paso hacia la vigilia, difícil, en ocasiones dolorosa, pero también más plena e intensa, de la verdadera vida. Unas horas antes se ha declarado a la mujer que ama. La mujer por la que ha recorrido miles de kilómetros desde Italia, donde goza de una vida fácil y cómoda junto a su esposa, Elisa, una rica heredera a quien ya no ama. Romano conoció a Ana, la mujer del perrito, en un balneario en el que también había conocido y después olvidado a muchas otras mujeres. Pero con Ana le ha sucedido algo distinto, algo sorprendente: de vuelta en el hermoso palacio de su esposa, no consigue olvidar su rostro. Por eso, la noche anterior, cuando finalmente la casualidad le lleva hasta ella, le ha dicho con voz clara y firme: "No puedo vivir sin ti". Y Ana, con voz trémula, le ha confesado que tampoco ella puede vivir sin él. Bajo las brumas de Rusia, Romano viaja a bordo de un carro hacia Italia empuñando la idea de poner fin a su matrimonio y posteriormente regresar a Rusia para emprender una nueva vida con Ana. Una vida muy diferente de la que ha vivido hasta entonces. Romano palpa ya la felicidad. Está pletórico, exultante, pero sobre todo, reconciliado consigo mismo. Por primera vez, confesará mucho tiempo después a un hombre ruso en el restaurante de un barco, después de largos y largos años, no siente el peso de su conciencia. Porque por primera vez ha tomado las riendas de su vida y se aleja del vacío para embarcar rumbo hacia la posibilidad de la plenitud.


Pero Romano, pobre Romano, no logrará estar a la altura de esa decisión. De vuelta en Italia, y llegado el momento de comunicarla a su esposa, basta que ella le pregunte inquieta, temerosa, si hay otra mujer en su vida para que Romano niegue, ante ella y ante sí mismo, la felicidad serena, grave, resuelta, proyectada hacia adelante, que ha vivido bajo las brumas de Rusia. ¿Por cobardía? ¿Por miedo? Sin duda si, como alguien dijo, el miedo es, al igual que la mentira, una tentación de la facilidad. En ese instante crucial, es más fácil para Romano mentir a su mujer que afrontar el sufrimiento de ella ante la ruptura, los reproches, su mirada decepcionada o iracunda. Lejos de las brumas de Rusia, es más fácil tratar de aniquilar el recuerdo y dejarse vencer, traicionando la verdad sobre sí allí descubierta, por la fuerza de la costumbre, por la inercia de su vida cómoda y regalada. De regreso en casa, es más fácil elegir la seguridad de lo ya conocido frente a la incertidumbre y el riesgo que supondría mantenerse fiel a esa verdad. A fin de cuentas, ése ha sido siempre Romano. Alegre, frívolo, inconsciente. Habituado a rehuir lo difícil sucumbiendo cada vez a la tentación de la facilidad.

Y, sin embargo, ocho años después, Romano llora amargamente. Ni tan siquiera su natural despreocupación, su pertinaz ligereza, su carácter jocoso, han conseguido borrar, en el desierto de su memoria vacía, el recuerdo de las brumas de Rusia y lo que para él significan. Porque por más que Romano sea un maestro de la facilidad y el olvido, y acabe ahogando sus lágrimas en canto y baile, su llanto es el síntoma de una conciencia que nunca logrará apagar definitivamente: la de que, de haber optado por lo difícil, su vida podría quizá haber sido una verdadera vida en lugar de una parodia, de una mala imitación suya.

Que algo nos sea difícil, le escribió una vez Rilke a un joven poeta, debe ser un motivo más para llevarlo a cabo.


Romano es, como muchos ya sabréis, el protagonista de la bella película de
Nikita Mijalkov "Ojos negros", inspirada, entre otros, en el cuento de Anton Chejov "La señora del perrito". No he conseguido averiguar cuáles son esos otros cuentos. Si alguien lo sabe, que haga el favor de saciar mi curiosidad :)

sábado, 28 de noviembre de 2009

Silencio II


El amor es una flor nacida para marchitarse, piensa María. Una breve exhalación perfumada que pronto se diluye en el mar agridulce de los olores cotidianos. A María le gustan las metáforas. Le sorprende la espontaneidad con que de repente brotan en su cabeza, como impulsadas misteriosamente desde el fondo bullicioso del restaurante mientras se apresura de un lado a otro atendiendo las mesas o espera en la barra la llegada de un pedido.

Sobre el amor, se dice, podría escribir un libro de aforismos plagado de metáforas. Pero seguramente todos los aforismos empezarían de la misma manera -"El amor es..."-, y todas las metáforas que se le ocurren para describirlo arrojarían el mismo sentido. ¿A quién no le resultaría aburrido? Verdadero pero aburrido. Porque María entretiene sus horas de servidumbre en el restaurante observando, examinando con detenimiento los restos del amor. Las flores marchitas o ya podridas. Olfateando la ausencia del perfume que un día exhalaron, el aroma rancio que ahora desprenden. Muy rara vez encuentra un espécimen en el apogeo de su floración, y siempre lo contempla con la tristeza anticipada de quien conoce su patético e ineludible sino.

Pese al ajetreo, sus preferidas son las horas de las comidas. La mayor afluencia de público le ofrece amplias posibilidades de observación. También un mejor seguimiento de los clientes que acuden con relativa frecuencia al restaurante. La atención de María se focaliza sobre las parejas. Sin y con niños. Se fija en el modo en que entran al restaurante. En sus rostros, por lo general parapetados al abrir la puerta tras la máscara de la conveniencia pública. En ocasiones más expresivos e impúdicos. En sus atuendos y en la forma en que caminan.

Pero su cotidiano análisis de los desechos del amor empieza realmente cuando las parejas se sientan a la mesa. En su primer acercamiento para tomar nota de las bebidas mientras ellos aún estudian las cartas, evalúa su grado de concentración en la lectura, sus posturas corporales, quién de los dos y con qué tono de voz efectúa el pedido, si previamente a él sus ojos se cruzan. Conforme lleva y retira platos en las mesas colindantes, espera el momento en que las cartas sean dejadas a un lado como signo inequívoco de que la elección ya ha tenido lugar. Es, a su juicio, el momento decisivo. La pareja se enfrenta al tiempo vacío que media entre su resolución y la llegada de la comida. Cuando ella se aproxime por segunda vez para preguntar por los platos escogidos, su mirada entrenada por la costumbre habrá detectado ya de qué manera ha comenzado a llenarse ese tiempo vacío y podrá anticipar casi con plena seguridad el modo en que marcará el desarrollo de la comida.

Para María, los desechos del amor se palpan ante todo en el silencio. En el silencio incómodo que se despliega, denso y grumoso, entre dos personas sentadas frente a frente o codo con codo en una misma mesa. Dos individuos que, en el mejor de los casos, una vez se amaron y después asistieron o aún asisten al languidecimiento y muerte de su amor. Nadie deja de reaccionar, piensa María tras repetidas jornadas de paciente y discreta vigilancia, frente a ese poderoso silencio que se impone incluso más allá de las palabras. Aunque las formas de reacción sean dispares y en esa disparidad pueda ella atreverse a teorizar sobre la fase del proceso de decadencia del amor que atraviesan los antiguos amantes.

La primera forma de reacción suele ser el embiste defensivo, la resistencia. Una resistencia que se traduce en los infructuosos intentos -María los percibe a retazos en su ágil desplazarse entre mesa y mesa y los recompone en su imaginación- por allanar ese silencio con conatos, con simulacros de conversación. Pero el silencio no se deja quebrar con palabras huecas, pronunciadas únicamente con el fin de romperlo. Ni una leve fisura logran infligirle al silencio las palabras pretexto. Palabras como de cristal, sin sustancia ni contenido, que no dicen nada ni esperan escucha o réplica interesada porque los antiguos amantes, por más que lo nieguen o traten de ocultarlo disparando como balas esas palabras contra el silencio, no tienen ya nada que decirse el uno al otro. Nada que comunicar o compartir, poniendo a brillar sus ojos en el goce de la mutua compañía, por el cauce seco de esas palabras. Nada que los alíe y torne cómplices en el entrelazamiento articulado a dos voces de esas palabras. Las suyas, son palabras carentes del aliento vital necesario para penetrar el ser del otro y seguir tensando en él las cuerdas de la curiosidad, del deseo, de la admiración. Palabras sin sabor a intimidad alguna. Palabras que cada vez aderezarán con menos fuerza la comida y terminarán ahogadas en sus bocas por la sobreabundancia de saliva al contacto con los alimentos.

Después, según María, tiene lugar la asunción del silencio, su muda aceptación. En esta etapa, los antiguos amantes se resignan a matar el tiempo en soledad hasta la llegada de los platos. Aislados en su opaca individualidad, sin esfuerzos ni tentativas por tender puentes sonoros hacia el otro. Inspeccionan a los comensales de las otras mesas con gesto aburrido y cansado. Hacen tamborilear quedamente sus dedos sobre la madera o examinan con inusual detenimiento el estado de sus uñas. Vuelven a abrir las cartas y releen, con fingida concentración, la oferta de platos. En ocasiones, aprovechan para hablar animadamente por el móvil con una tercera persona mientras el otro miembro de la pareja, abandonado a su suerte ante el silencio enemigo, obliga a sus ojos a perderse en algún lugar indefinido más allá de la ventana. Esos ojos que, en todo momento, evitan detenerse en los del otro. Rehuyendo la realidad fría y distanciada que esa otra ventana de comunicación silenciosa, los ojos del antiguo amante, les daría recíprocamente a ver. Servida la comida caliente, se lanzan a ella con fruición, como si la mera operación de masticar absorbiera todas sus energías y anulara sus sentidos. Como si el diálogo perdido entre ambos se reanudara en sus lenguas silenciosas con los pedacitos de carne o las patatas.

Los niños, se dice a menudo María, constituyen el instrumento perfecto para tratar de enmascarar el silencio. En torno a la mesa se les utiliza como a mantas viejas para cubrirlo. A ellos siempre hay algo que decirles, algo que advertirles, algo por lo que reñirles. Pero el silencio tampoco desaparece tras ese velo. Ni tan siquiera alcanza a disimularse. María lo percibe aún con mayor claridad en el ahínco con que los antiguos amantes vuelcan sus palabras sobre los niños, en la inoportunidad de las preguntas que les formulan, en la tenacidad con que se refugian, prolongándolas, en sus conversaciones con ellos. Incluso cuando los niños son apenas bebés balbucientes y el pretendido diálogo se reduce a un monólogo compuesto de exclamaciones pueriles y ridículas en boca de un adulto. Sólo en algunas parejas ancianas ha observado María convertirse al silencio en un comensal más sentado a la mesa que, sin incordiar ni molestar, acompaña a la ausencia del amor con naturalidad bien acogida. Quizás porque la cercanía de la muerte, alterando radicalmente el orden de los valores y las necesidades, transfigura los desechos del amor en tesoro y riqueza frente a la perspectiva, dolorosa desde la costumbre, de la soledad desnuda, ajena a todo disfraz, que supondría la pérdida de la presencia física del otro.

Suerte que ella trabaja ahora en el restaurante. ¿Qué mejor excusa para no desear salir ya más a comer fuera de casa con su marido, a no ser que tengan un compromiso familiar o vayan a encontrarse con amigos? Y en el hogar común, ese gran invento que es el televisor, esa voz perpetuamente parlante que atrapa sus oídos y sus pupilas, apacigua al menos el clamor del silencio que hace ya mucho se interpone entre los que un día fueran amantes.

jueves, 12 de noviembre de 2009

¿Quién teme a las Relaciones Públicas?


"La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Aquellos que manipulan el mecanismo oculto de la sociedad constituyen un gobierno invisible que es el verdadero poder que gobierna nuestro país. Somos gobernados, nuestras mentes moldeadas, nuestros gustos formados, nuestras ideas sugeridas mayormente por hombres de los que nunca hemos oído hablar. (...)
En casi cualquier acto de nuestras vidas, sea en la esfera de la política, de los negocios, en nuestra conducta social o en nuestro pensamiento ético, estamos dominados por un número relativamente pequeño de personas que entienden los procesos mentales y los patrones sociales de las masas. Son ellos quienes manejan los hilos que controlan la opinión pública."

Quienes lean estas líneas pensarán probablemente que han sido escritas por algún trasnochado defensor de las llamadas teorías de la conspiración: democracia ficticia en manos de una misteriosa oligarquía capaz de gobernar en la sombra el destino colectivo en pos de la satisfacción de sus privados y ocultos intereses; manipulación de la opinión pública por un exiguo número de personas que inoculan en las mentes de las masas ideas, valores, o creencias que sólo a ellos benefician.

Nada más lejos de la realidad: ni estas líneas denuncian teoría de la conspiración alguna, ni mucho menos son el producto de una mente obsesionada con ellas. Todo lo contrario: pertenecen a un texto titulado "Propaganda" escrito en 1928 por Edward Barneys, en el que éste recogía y expresaba sus ideas, ya sobradamente demostradas por su propia experiencia, sobre cómo manipular a la opinión pública. Sin embargo, Edward Barneys es hoy día es conocido como el padre de las "Relaciones Públicas". ¿Propaganda? ¿Relaciones Públicas? ¿Pero qué tienen que ver entre sí estos dos rótulos? Pues sencillamente todo. Porque fue el propio Edward Barneys quien, consciente de la mala prensa adquirida por la palabra propaganda a partir de su utilización por parte del régimen nazi, y pese a haberla escogido como título del libro cuya introducción encabeza este post, decidió prescindir de ella e inventar para sustituirla la más aséptica y en principio neutra expresión de "Relaciones Públicas".



¿Cuestión de mera terminología? En absoluto. Tras la invención de esta expresión se esconde la de un fenómeno de alcance y consecuencias infinitamente mayores: el consumismo que caracteriza a las modernas sociedades democráticas. O al menos esto es lo que plantea Adam Curtis en un interesantísimo y polémico documental realizado para la BBC, The Century of the Self, que le valió en 2002 el Premio Broadcast a la mejor serie documental y el Premio Longman de Historia Actual a la mejor película histórica del año. No obstante, ni éste ni otros documentales de Adam Curtis son apenas conocidos, pues su obra se ha editado en muy pocos países y desde luego no en el nuestro. ¿Quizás porque el trasnochado defensor de las tremendistas teorías de la conspiración es el propio Curtis? Bueno, reconozcamos que atribuir la invención del consumismo a una sola cabeza pensante puede parecer hasta al más crédulo un tanto exagerado. Pero no es menos cierto que los fenómenos históricos, precisamente por ser históricos, tienen fecha de nacimiento. Y por múltiples y variadas que sean sus causas, sería un error excluir de ellas las ideas y acciones, en ocasiones sin duda revolucionarias e innovadoras, de los individuos que contribuyeron al nacimiento de esos fenómenos.

Según se cuenta en este documental, Barneys contaba en los años veinte con dos importantes ventajas con respecto a los demás individuos de su época: ser el sobrino de Sigmund Freud y haber liderado con incuestionable éxito, a sus poco más de veinticinco años, la campaña de propaganda -por aquel entonces el uso de este término aún no era problemático- del presidente Wilson para que la intervención de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial fuera popularmente aceptada. Terminada la guerra, Barneys empezó a pensar de qué manera las estrategias aplicadas en aquella campaña podían ser útiles en tiempos de paz y solicitó a su tío que le enviara sus escritos sobre el psicoanálisis. De su lectura extrajo una brillante teoría que no tardaría en cambiar el mundo: no es la información consciente la que influye en las mentes de las masas, sino la estimulación y satisfacción de sus deseos inconscientes. Y puso en práctica un experimento para probarla.

Barneys había abierto en Broadway una oficina de "Relaciones Públicas" que ofrecía sus servicios a todas aquellas empresas que quisieran mejorar su rendimiento económico. Uno de sus mejores clientes, el presidente de la Tabacalera, le propuso el siguiente reto: romper el tabú social de que las mujeres fumaran en público, dado que por su culpa estaban perdiendo la mitad del mercado. Inspirado por la lectura de las obras de su tío Freud, Barneys pagó una importante suma a un famoso psicoanalista newyorquino para que éste le explicara qué podía significar el tabaco para las mujeres. Éste le contó que el cigarrillo constituía un símbolo fálico, un símbolo del poder masculino. Si pretendía generar en ellas el deseo de fumar, Barneys debería conectarlo con el deseo de disputar el poder masculino. Así que Barneys persuadió a un grupo de mujeres de la alta sociedad para que acudieran a la cabalgata de Pascua de Nueva York y, a un orden suya, comenzaran a fumar en público de manera ostentosa. Previamente, había comunicado a la prensa que un grupo de sufragistas realizaría un acto de protesta reivindicando sus libertades bajo el lema "antorchas de libertad". Las fumadoras fueron retratadas por numerosos periodistas y al día siguiente la noticia de su reivindicación de la libertad femenina a través del tabaco aparecía en los periódicos de todo el mundo. La venta de cigarrillos se disparó automáticamente y el tabú social que impedía a las mujeres fumar en público acabó por quebrarse.

Lo que Barneys descubrió, gracias a la lectura de los textos de su tío Freud, fue el mecanismo que hoy en día opera en cualquier reclamo publicitario: asociar la satisfacción de deseos básicos, comunes y de naturaleza no siempre consciente -libertad, salud, atracción del sexo opuesto, éxito social...- a la compra de determinados productos. No se trata de que la publicidad sea capaz de crear tales deseos. Esos deseos residen ya en los individuos a los que se dirige. Pero la publicidad sí es capaz de fijar la satisfacción de esos deseos, en principio abstractos y difusos en la medida en que sus posibles vías de satisfacción son igualmente abstractas y difusas, a objetos concretos. O para decirlo de otra manera: la publicidad no puede crear en mí el deseo de ser feliz; pero sí puede aprovecharlo y manipularlo para suscitar en mí la creencia de que, si quiero ser feliz, necesito el producto X -cigarrillos, yogures, desodorantes, prendas a la moda...- que la publicidad vincula repetida, machacona e insistentemente a mi deseo de felicidad.

Así es como empiezo a desear y comprar productos que, en realidad, no necesito. Porque si bien es cierto que necesito sentirme libre, estar sano, atraer al sexo opuesto o tener éxito social, lo que no es una necesidad es el hecho de que tales necesidades básicas se satisfagan por medio del consumo. Es más: que tales necesidades se satisfagan a través del consumo no sólo no es algo necesario. Por lo general, es algo sencillamente falso. Falso por momentáneo y provisional. Y una vez agotada mi momentánea y provisional satisfacción, no dudaré en lanzarme a la compra de cualquier nuevo producto que contenga la promesa de satisfacer todos esos deseos que necesito satisfacer. De ofrecérmelo, ya se encargará la publicidad. Ésta es la realidad del consumismo.

Por supuesto, la carrera de Barneys no acabó en el experimento narrado. Ni tampoco las consecuencias de lo que en él se probaba en torno a la posibilidad de manipular a las masas apelando a sus deseos inconscientes. Porque, según el documental de Adam Curtis, lo más perverso del descubrimiento de Barneys radicaría en el modo en que su aplicación económica por parte de las multinacionales se alió a la política. En 1928, el por entonces presidente de los Estados Unidos, Herbert Hoover, proclamaba ante un grupo de propagandistas: "Tenéis la labor de crear el deseo y transformar a la gente en máquinas de felicidad en constante movimiento". ¿Y por qué? Porque las máquinas de felicidad en constante movimiento, además de ser la clave del progreso económico, se convierten a la larga en masas de individuos únicamente preocupados por su privada y momentánea felicidad. Esto es, en masas dóciles y manejables. Inquietante, ¿no?

El documental de Adam Curtis daría para muchísimo más pero, como suele ser habitual en este blog, este post ya se ha alargado en exceso. Sin embargo, no me gustaría concluirlo sin llamar antes vuestra atención, mis queridos y pacientes lectores, sobre un hecho que me ha sorprendido sobremanera cuando, después de ver el documental de Curtis, empecé a indagar sobre lo que en él se cuenta. La información sobre Edward Barneys de la versión española de la wikipedia ofrece una imagen de sus ideas y logros radicalmente diferente de la presentada tanto en el documental de Curtis como en la versión inglesa. Y uno empieza a sospechar por qué cuando se entera de quién es uno de sus más eminentes discípulos y difusor de su obra por estos mundos subpirenáicos.

Francamente, no sé si empezar a creer en las teorías de la conspiración. O en algo bastante parecido.

sábado, 31 de octubre de 2009

Inútil


Otro tiempo vendrá distinto a éste.
Y alguien dirá:
"Hablaste mal. Debiste haber contado
otras historias:

violines estirándose indolentes
en una noche densa de perfumes,
bellas palabras calificativas
para expresar amor ilimitado,
amor al fin sobre las cosas
todas".


Pero hoy,
cuando es la luz del alba

como la espuma sucia
de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.

Ángel González

Se entretienen hoy entre tus sienes, como en eco amplificado de estos días, estos días en que ya no sale el sol sino tu rostro, cantaba el trovador, tu rostro lloviendo nubarrones, aquellas otras palabras de aquel otro poeta sembradas por heraldos negros -tantas palabras, siempre palabras-, que dicen, hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé! Y se demoran en tu lengua silenciosa pero sólo en el contraste, en la distancia. Porque no. No son esos golpes que parecieran nacidos del odio feroz del dios, golpes que abrieran zanjas de muerte, golpes bárbaros, golpes sangrientos, golpes de heridas profundas que llaman al rayo fulminante de la locura, los que martirizan estos días tus entrañas, los que calambrean estos días en tus tripas.

Son esos otros golpes, golpes tenues, o no tanto, de asumible intensidad, golpes que aterrizan sin grandes aspavientos, sin grandes clamores, uno tras otro, sobre la piel ya curtida, la piel que acusa y se duele pero soporta sin sangrar, y trata de amortiguar la vibración dañina tensando sus fibras, apretando en ascensión hacia la boca las mandíbulas, contrayendo el estómago e impulsando los ojos en busca del remanso del azul en el horizonte, el azul que siempre queda, el limpio azul. Hasta que una mañana, o una noche, o un alba de espuma sucia goteando entre las rendijas de la persiana, los ojos cansados se sienten vencer por el peso de los párpados y ya no encuentran ni fantasean con el azul visible o imaginado. Y durante largas horas, quizás todas las que se desperezan en una jornada, quizás aún más, sucumben bañados por el gris turbio, por el rojo iracundo, por el verdinegro ponzoñoso.

No es preciso que los astros se detengan en sus órbitas imponiendo la catástrofe. Que aparezca abruptamente la desgracia. Basta a veces con que las expectativas sensatamente proyectadas se rompan. Con que una nueva, reiterada dilación en su ansiado cumplimiento magulle las esperanzas. Con que las previsiones se demuestren azarosamente falsas. A veces, basta con algo tan cotidiano, tan comúnmente banal como la acumulación de posibilidades truncadas por inescrutables, ajenos designios. O que la lógica perversa del animal humano exhiba su antigua y constante faz allí donde, ilusamente, no se la aguardaba, para que emerja el deseo, el imperioso deseo, de desertar del mundo, de saltar del barco. En medio de la impotente, de la angustiosa conciencia de que, al menos por ahora, no hay otro mundo. Tampoco otro barco. De que probablemente nunca los habrá. En medio de la implacable certeza de la necesidad de inclinar la cabeza, de aceptar el yugo sobre el cuello y acostumbrarse a sus astillas punzantes. De someterse a los imponderables inalterables con el esfuerzo de la propia mano con el ánimo sereno y tranquilo. En medio de la convicción de que el remedio sensato para apaciguar el corazón furibundo exige aniquilar el deseo de huir hacia ninguna parte y restaurar con paciencia la mirada hacia lo azul. Y olvidar lo que podría ser y no es si es en el ser y no en el poder ser donde sobrevives y braceas por seguir cada día regalando aire a tus pulmones.

Y aun así resistirse a ese olvido. Resistirse estúpidamente a ceder en el lamento y el enfado. A acallar los gritos por eso que podría ser y no es si este mundo no fuera este mundo. Por las posibilidades perdidas a las que, al igual que el poeta, algo en ti se empeña en no dejar de cantar pese al desgarro en la voz por ese mismo canto lacerada. Y persistir en la rebeldía íntima, en el enfrentamiento invisible, que continúa retorciendo el vientre, arrugando el ceño, ensombreciendo las pupilas. Hallando controvertida apoyatura en la ira. Agitándote a la sombra estéril de la creencia, funcionalmente errónea, adaptativamente fallida -no se te escapa-, de que no hay más alta sumisión, ni más alta muerte en vida del alma, que la felicidad narcotizada del esclavo. O los ojos apacibles, empañados en su dócil letargo, del animal de carga ya insensible a los golpes. Y que por ello la alegría merece ser apartada y la ira sufrida.

Inútil el gesto agriado, agotadora la rabia sostenida. Inútil y extenuante el velar insomne de las armas derrotadas cuando los miembros reclaman urgente, salvífico descanso. Como el día anticipadamente inútil del poeta. Porque inútil la batalla que malgasta fuerzas preciosas sabiéndose de antemano vencida. Sin remedio llegará -tampoco se te oculta- el tiempo de la acomodación y la resignación. Tarde o temprano llegará. Es la anestesia propiciada por el cuerpo que lucha tenaz por subsistir mientras la cabeza se revuelve, terca, suicida, contra el enemigo imbatible. Es la anestesia al fin perseguida por la propia cabeza cuando, temerosa, sospecha rozar los límites de la insania tras largas, dolorosas inmersiones en el pozo lóbrego de la tristeza. Maldita, bendita anestesia. Y mientras la frente mantiene su requerida, inevitable inclinación, la nuca tratará de hacer del yugo hábito y costumbre imperceptibles. Para que así los ojos, silenciada como en traición la rabia justa pero nociva, vuelvan a encontrar el modo de inventar el azul de su refugio. Y allí se remansen y apacigüen, y aleteando sonrían, lejos, lejos de la hostilidad del mundo. Lejos, pero aún, todavía, dentro de este mundo.


martes, 20 de octubre de 2009

Del público y las cosas de su querer


"Al público hay que darle lo que quiere ver", decía en "Tesis", la primera película de Alejandro Amenábar, el profesor universitario que se hallaba detrás del negocio de producción y venta de snuff movies. Una frase que, posiblemente, nunca ha dejado de ser objeto de controversia desde que el mundo del espectáculo, poco importa si musical, teatral, cinematográfico o televisivo, se transformara en negocio.

Supongo que la controversia se sustenta, básicamente, sobre la problemática que entraña determinar qué es ese ente abstracto llamado "público" y ese otro ente aún más abstracto que sería su presunta "voluntad" o "deseo". Pues ambas abstracciones dan cabida a que todos aquellos que cuentan con la posibilidad o el poder -si en ciertos ámbitos es indudable que la posibilidad va de la mano del poder económico o político- de ofrecer alguna suerte de espectáculo, interpreten, siempre en función de sus propios intereses particulares, cómo es ese público y cuál es su voluntad o deseo. Y que, además, pretendan por lo general hacer pasar tales interpretaciones por verdades universales e inamovibles: el público es así, y esto es lo que quiere. Ergo, esto es lo que hay que darle.

Al acudir al cine estos días atrás a ver su nueva película, "Agora", no he dejado de tener la impresión de que Amenábar ha acabado haciendo suya aquella frase puesta en "Tesis" en boca del perverso profesor según la cual "al público hay que darle lo que quiere ver". Y ello a pesar de la clara intención crítica que allí subyacía a tales palabras. No, no me entiendan mal. Estoy al tanto del rechazo que "Agora" ha suscitado en los medios más conservadores, dado que no es precisamente la imagen de los orígenes del cristianismo proyectada en ella lo que cierto sector igualmente conservador del público querría ver. E incluso, si me apuran, podría estar de acuerdo con la idea, señalada desde otros medios menos conservadores, de que la película de Amenábar supone una valiente y necesaria crítica al renacimiento y exacerbación del más crudo fanatismo religioso -poco importa de qué religión se hable- que padece el mundo actual. Sin embargo, hoy preferiría dejar al margen la cuestión religiosa para centrarme en otro aspecto de la película -y lamento aquí coincidir, al menos parcialmente, con algunos de los comentarios de esas facciones más conservadoras- en relación al cual para mí es obvio que Amenabar se ha plegado a esa controvertida máxima que resaltaba al comienzo del post. Me refiero -tal vez ya lo estén anticipando- a la figura de Hipatia de Alejandría y al, desde mi punto de vista, más que fallido tratamiento que de ella se hace en "Agora".

Más que fallido, fundamentalmente, por una elección nada trivial: la de Raquel Weisz, una actriz joven y de incuestionable belleza, para encarnar a Hipatia de Alejandría. Aunque es verdad que existe cierta disputa en torno a su fecha de nacimiento, los historiadores se inclinan por la tesis de que Hipatia murió cuando contaba aproximadamente con sesenta años. No me cabe la menor duda de que este rejuvenecimiento cinematográfico de Hipatia será juzgado por algunos como una inofensiva "licencia poética" encaminada a atraer al gran público. Pues, a fin de cuentas, se podría sostener, el público siempre preferirá ver como protagonista de una película a una mujer joven y bella antes que a una señora cuya avanzada edad la excluiría de los cánones al uso de la belleza. Como tampoco me cabe la menor duda de que tal "licencia poética" viene en buena medida determinada por el hecho de que el amor haya sido escogido como uno de los hilos conductores centrales de la narración de "Agora", al definir tanto la relación de Hipatia con su discípulo y luego prefecto imperial Orestes, como las motivaciones de Davo, el esclavo de Hipatia convertido al cristianismo. Probablemente, también en función de la creencia de que lo que el público quiere ver y por eso hay que darle es romanticismo traducido en historia amorosa, sea cual sea el formato, trágico o felizmente consumado, que ésta cobre. Y ya se sabe que en el cine, salvo honrosas excepciones, el amor es asunto de la juventud y la belleza antes que de la vejez y la fealdad que, al parecer, ésta por sí misma conlleva.

Sin embargo, me temo que en este caso semejante "licencia poética", lejos de resultar inofensiva, traiciona flagrantemente los rasgos más esenciales que los comentaristas de la época atribuyen a este personaje histórico y por los que realmente valía la pena darlo a conocer a través de la gran pantalla. Porque si Hipatia pasó a la historia fue por sus aportaciones al campo de la matemática y la astronomía. Por su labor docente y su reconocida sabiduría en otros ámbitos del saber. Por haber llegado a ostentar el liderazgo del movimiento neoplatónico y defender por las calles, como un Sócrates redivivo, las doctrinas de Platón y Aristóteles. Por su notoria influencia sobre los que, habiendo sido discípulos suyos, alcanzaron posteriormente puestos de poder. Por su prestigio entre las élites intelectuales cristianas y su papel de consejera política. Méritos todos ellos que, inevitablemente, se desdibujan o incluso esfuman al verse encarnados en la figura de una mujer joven y bella, dado que su condición de posibilidad radica justamente en la experiencia y el saber acumulados tras largos años de estudio y actividad pública. Méritos que, además, "Agora" apenas se esfuerza por reflejar muy parcialmente, y en algunos casos directamente obvia o tergiversa. La Hipatia de Alejandría de "Agora" parece una mera advenediza en el terreno de una ciencia presentada a todas luces como primitiva. Una adolescente cargada de balbucientes preguntas para las que sólo intuye torpes respuestas. No una sabia anciana convencida de su condición de filósofa pagana y capaz de argumentar con contundencia las razones que justificaron su oposición al cristianismo.

¿Es posible que el público no deseara ver a una Hipatia ajada y sabia, y sí a una Hipatia cuya juventud y belleza despertaran el deseo de sus discípulos y esclavos? Sí, es más que posible. Y tal vez sea necesario recordar en este punto que, a pesar de la crítica contenida en "Tesis" hacia la sentencia de que "al público hay que darle lo que quiere ver", aquella primera película de Amenábar concluía con la inquietante idea de que, en efecto, a los seres humanos nos atrae la contemplación de la violencia. Sólo que tal vez sea igualmente necesario, o incluso más necesario todavía, confrontar dicha sentencia con un par de "inocentes" preguntas: primera, si ese ente abstracto llamado "público" existe realmente como tal antes de que se le ofrezca un determinado espectáculo; y, segunda, si los no menos abstractos voluntad o deseo de ese público no se hallan, en un grado suficientemente significativo, condicionados o incluso constituidos por aquello cuyo mero ofrecimiento permite, en el acto mismo de ofrecerse, hablar de un público.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Perspectivas


El tren se detiene. Esther y Victor salen por la puerta del mismo vagón sin reparar el uno en el otro. Tampoco han reparado en su mutua presencia durante el tiempo en que han viajado juntos, separados apenas por una fila de asientos, pese a los más bien escasos viajeros y los aún más escasos que se han apeado en esa estación. Sobre los párpados de Esther pesan demasiado las pocas horas de sueño, conciliado a intervalos irregulares durante el trayecto nocturno, interrumpido cada vez en sobresalto ante la posibilidad de perder el enlace en la capital, como para fijarse en sus compañeros de viaje o destino. Por su parte, Victor despierta ahora bruscamente al mundo de un largo monólogo interior, teñido de nostalgia y desánimo, que se ha disparado en su cabeza en el momento en que ha subido al tren, alejándolo de su presente más inmediato.

Victor va delante y su paso es nervioso cuando atraviesa las barreras automáticas de seguridad. Esther se demora, buscando desorientada esas mismas barreras y aferrando fuertemente con la mano izquierda su desvencijada maleta con ruedas. Ya fuera de la estación, Victor empieza a andar con decisión. Nunca antes ha estado allí, pero recuerda perfectamente las indicaciones recibidas, en extremo sencillas. Esther saca del bolsillo de su cazadora un rudimentario mapa trazado a lápiz y lo observa durante unos cuantos segundos. Mira después a su alrededor, dudando si abordar a alguien a quien preguntar. Pero finalmente vuelve a echar un vistazo al mapa, lo guarda y se encamina algo vacilante en la dirección que ha tomado Victor.

Victor mira de pronto el reloj y comprueba que aún es temprano. Enciende un cigarrillo, exhala una profunda bocanada de humo y su paso se relaja. Sus sentidos comienzan a abrirse a las calles desconocidas por las que avanza, al escenario que delimitan sus edificios, a los viandantes anónimos que se cruzan con él. Conforme sus ojos se van deslizando de unos a otros, lo va embargando poco a poco una incipiente irritación que se entremezcla con el renacer del desánimo experimentado en el tren. ¿Y a esto lo llaman ciudad? La larga calle por la que camina le resulta estrecha para la altura de los bloques uniformados de viviendas, en los que el ocre anodino, repetitivo, de los ladrillos aparece salpicado a tramos por el colorido caótico de la ropa tendida. Los comercios, aún cerrados a esas horas, muestran un aspecto caduco, antiguo. Bajo los letreros polvorientos y toscos que anuncian sus nombres, escaparates semicubiertos por enrejados donde las marcas de óxido acusan el paso de los años. Dejan ver géneros de diversa índole -fruta, zapatos, accesorios de costura, ropa femenina barata y pasada de moda, material de papelería- presentados con nulo sentido de la estética. Suelos gastados, mostradores deslucidos. Otros, de cristales opacos a fuerza de mugre, revelan en las cajas desperdigadas en desorden por el suelo, en los estantes vacíos, los signos inequívocos del fracaso, de la huida en pos de mejores posibilidades. De cuando en cuando destaca, entre la antigualla mantenida y la ruina olvidada, algún local de nueva factura: una entidad bancaria cuyo diseño copia a las de cualquier otra ciudad; una panadería recién reformada, rebosante de luz; una conocida pizzería que sirve pizzas a domicilio. Pero el contraste le parece triste, hiriente. Como si esa evidencia de la efectiva llegada del progreso a un territorio esencialmente detenido en el tiempo sólo indicara la urgencia por ofrecer a sus habitantes un falso consuelo por no haber tenido más remedio que seguir anclados al suelo que otros abandonaron. Tendría tiempo todavía de tomar un café. Pero el exterior destartalado de cada uno de los bares abiertos que deja atrás, su pequeñez, la iluminación macilenta de su interior, le han quitado las ganas. También los rostros herméticos, inexpresivos, que adivina desde la calle en sus clientes.

A unos veinte metros de distancia, Esther sigue sin darse cuenta los pasos de Victor. Camina despacio. Le sorprende la suavidad con que se deslizan las ruedas de su maleta prestada por el cemento perfectamente pavimentado de la calzada cuando cruza alguna bocacalle. Percibe con agrado la amplitud de la calle, el ronroneo de los coches que a cada tanto la recorren lentamente. Las elevadas y curvas farolas que probablemente acaban de apagarse. Mira hacia lo alto y contempla los edificios de cinco plantas, sus balcones idénticos pintados de verde oscuro, sus persianas medio bajadas en las ventanas. Va identificando en silencio los negocios que se deslizan a su lado: una frutería, una zapatería, una corsetería. No son tan diferentes a los del pueblo vecino al suyo donde solía ir de tiendas. Pero aquí parece haber muchos más, y los que acaba de ver son claramente más amplios, más vistosos. En una tienda de ropa, el maniquí del escaparate viste un conjunto vaquero y una camiseta violeta con brillante pedrería que seguro le sentaría bien. Al pasar junto a una papelería observa regocijada las ordenadas pilas de cuadernos, de diversos tamaños y colores, que se acumulan en los estantes cercanos a la puerta, los archivadores en los estantes más altos. No debe de hacer ni dos días que han inaugurado esa oficina bancaria, se dice. Un poco más adelante, los modernos y potentes halógenos en el techo de una panadería le permiten detener los ojos en los variados bollos, cuidadosamente alineados sobre bandejas de papel de bordes decorados, tras vitrinas de aspecto limpio y reluciente. Se fija en la chica que se mueve tras el mostrador, posiblemente de su misma edad, enfundada en una elegante camisa azul y un delantal blanco. En la siguiente esquina descubre un establecimiento de la franquicia que vende pizzas a domicilio. También había una en el pueblo vecino al suyo, y sus amigas y ella cenaban allí con frecuencia cuando salían. Le ilusiona la idea de disponer de ese establecimiento en la ciudad en la que vivirá, en su propia ciudad. La idea de pedir una pizza cuando le apetezca sin tener que moverse de su propia casa. Y de buena gana se tomaría un café en cualquiera de los bares que ha dejado atrás. Pero no desea empezar ya el día gastando dinero y tampoco quiere llegar tarde.

Victor reconoce en la lejanía el edificio blanco que marca el final de su trayecto. Se detiene unos segundos, emite un largo suspiro y reanuda la marcha, esforzándose por vencer el mal humor y la tristeza que lo han invadido durante el trayecto. Desea causar una buena impresión al encargado de la lavandería del hospital. Recompone en su cabeza las frases que tiene que decir mientras su corazón maldice silencioso su suerte por no haber logrado encontrar trabajo en la capital. Si todo sale bien, regresará allí esa misma tarde a recoger sus cosas y a despedirse de sus compañeros de piso y estará de vuelta en casa de su primo por la noche. Intenta refugiarse en la perspectiva de que al menos estará trabajando cerca de él, de los amigos que haya podido hacer aquí, en esto que llaman ciudad. En la convicción de que se trata tan sólo de una estancia provisional hasta que consiga un adecuado dominio del idioma. Entonces se trasladará de nuevo a la capital, buscará un trabajo mejor y podrá matricularse en el politécnico para finalizar sus estudios de ingeniería. Tan sólo le queda un año. O al menos eso es lo que le quedaba en el politécnico de Benin City, allá en su Nigeria natal. La que lo ha visto crecer a lo largo de veintidós de sus veintitrés años y tanto añora.

Un par de minutos después, Esther asciende las escaleras del mismo edificio blanco. Debe dirigirse a la cafetería. Allí la espera la mayor de sus primas, que ha tenido la suerte de hacerse cargo del negocio hace unos meses y para la que trabajará detrás de la barra. Ojalá lleve un uniforme tan bonito como el de la chica de la panadería. Y estando en un hospital debe de ser una cafetería amplia, limpia y moderna. No como el asqueroso bar de sus padres, que ya se cae a pedazos, donde servía siempre a los mismos parroquianos, viejos y agriados como sus padres. Los va a echar de menos, a sus padres. También a sus amigas. Ya en el tren echaba de menos el modo de hablar característico de la gente de su provincia, Cáceres. Aquí la gente habla distinto, como el marido de su prima. Sin gracia, como si cortaran las palabras con unas tijeras, en lugar de arrastrarlas. Pero no soportaba vivir por más tiempo en el pueblo, tan ridículamente pequeño, tan falto de comodidades. Donde cada esquina, cada rincón, olía a decadencia, abandono y miseria. Por qué no se esforzaría más en el instituto. Aunque para qué, si sus padres no hubieran podido costearle otros estudios. Quizá pueda hacerlo ella misma más adelante. Terminar el bachillerato o aprender algún oficio. Aún es joven. Pero si acaba de cumplir veintitrés años.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Los escritores del No


En estos días aún de desasosiego y excesivo trabajo porque hasta la más insignificante de las tareas se revela doblemente trabajosa, días aún de desubicación y desorientación más que palpable en la chaqueta que pierdo caminando por la calle, en la bolsa de la compra olvidada en el supermercado, en las llaves mil veces extraviadas y mil veces reencontradas al retroceder sobre mis pasos, releo en escasos ratos perdidos, de la mano de Vila-matas y a la espera del regreso de la calma necesaria para otras lecturas que aguardan desde hace tiempo, el que en mi memoria siempre se me aparece como el libro de los escritores del No.

Entiendo que lo natural, lo más sensato, lo más lógico, es lanzar el interrogante sobre por qué los escritores escriben. No preguntarse por qué no escriben. Hasta la propia formulación de la cuestión resulta un tanto paradójica: se da por sentado que un escritor es alguien que escribe, y no alguien que dice no al escribir. Pero este singular libro está enteramente dedicado a los escritores que no escribieron y a la indagación sobre las razones que podrían sustentar su decir no a la literatura. Escritores a los que su autor, en homenaje al inconfundible protagonista de la novela de Melville y su irritante "Preferiría no hacerlo", bautiza como los bartlebys, seres en los que, a su juicio, habita una turbadora tendencia a la negación del mundo, algo así como una fatal atracción por la nada.


Entre los numerosos bartlebys que desfilan a lo largo de las páginas de este libro, Vila-matas hace figurar a diferentes especies de negadores: los que, tras publicar una o dos grandes obras que les valieron la fama y la admiración del mundo literario, nunca más volvieron a escribir; los que comenzaron a escribir algo y un buen día quedaron paralizados para continuar su proyecto; pero también aquellos que, pese a tener una reconocida conciencia literaria, una notoria mentalidad artística evidente para quienes los conocieron, nunca llegaron a escribir nada. Supongo que cualquier lector se preguntará sorprendido si se puede ser escritor sin haber escrito nunca nada. Pero Vila-matas se adelanta al interrogante citando a un autor que escribió un libro titulado, precisamente, "Por qué no he escrito ninguno de mis libros", y en el que defiende que los libros que no ha escrito, lejos de ser pura nada, se hallarían "como en suspensión en la literatura universal". Sin duda, un extraño e inquietante estado éste de la suspensión literaria, en el que además, contradictoriamente, no podía entrar lo que acabó tomando la forma de un libro cuya mera existencia desmiente que su autor no hubiera escrito ningún libro. Sólo que para Vila-matas esto no entraña contradicción alguna: víctimas de ese raro Síndrome de Bartleby habrían sido igualmente quienes escribieron sobre la imposibilidad esencial de la escritura. Pese a ser conscientes de que
escribir que no se puede escribir, también es escribir, como dijera una vez Robert Walser.

En el itinerario trazado por los motivos de los que podría emerger ese no se hace patente que éstos poseen múltiples y variopintas apariencias. Así, cuenta Vila-matas que Juan Rulfo no escribió nada durante treinta años alegando que había muerto su tío Celerino, que era el que le contaba las historias. Otro escritor confesó haber dejado de escribir por culpa del trastorno de haber aprendido inglés y las complicaciones que esto le producía. Otro, por haber estado esperando durante diez años la llegada de la inspiración. Algunos renunciaron a escribir negándose de paso a sí mismos y proclamando no ser nadie o desear que el mundo se olvidara de ellos. E incluso se dio el caso de un aspirante a escritor que, tras verse imposibilitado para escribir al conocer a otro famoso escritor, dijo sentirse como un mueble y que, es obvio, los muebles no escriben. Pero también hubo los que incluyeron en su negatividad la negación a justificar por qué habían dejado de escribir y, sencillamente, desaparecieron de la noche a la mañana sin dejar rastro seguible. Y los hubo asimismo que se negaron radicalmente tanto en su escritura como en su existencia y acabaron suicidándose.

Sin embargo, y aunque aún no he terminado de releer el libro, sospecho que, por debajo de tantas razones y pretextos que en realidad no logran explicar el por qué del rechazo a la escritura ni quizá pretendan hacerlo, late una suerte de motivo común que podría rastrearse en muchos de ellos: la percepción de la escritura como una actividad de alto riesgo, como un ejercicio que en cada uno de sus trazos se ve enfrentado a la nada y al vacío porque sabe que su sentido estriba en abrir nuevos caminos e intentar decir lo que todavía no se ha dicho.

En ninguna otra parte he encontrado una mejor definición de esta idea, la idea del desafío casi sobrehumano y su posible fracaso que representa la literatura, que en las siguientes palabras de Roberto Bolaño: "¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida". Tal vez haya que no estar muy cuerdo para optar por el lado de ese abismo sin fondo y ese precipicio, pudiendo elegir en su lugar el lado de las caras sonrientes que uno quiere, los libros, los amigos y la comida. Tal vez esa falta de cordura deba tener, necesariamente, una duración limitada si no quiere convertirse en fatal e irreversible locura. Pero sea como sea, puedo comprender que sólo algunos se sientan capaces de convivir con esa dialéctica entre la elección del abismo sin fondo y lo que, según Bolaño, debe dejarse de lado al adentrarse en él. Como puedo comprender que la manera de aventurarse en las profundidades tenebrosas de ese abismo de algunos otros pasara por su negación, por pronunciar ante él un decidido no. Bien desde su mismo interior, escribiendo sobre la imposibilidad de escribir, bien contemplándolo horrorizados desde fuera para, como Bartleby, preferir no hacerlo y sumirse en el silencio.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Saltar


En contra de las leyes que rigen para la materia física, saltar es, para nosotros, esos extraños seres hundidos en su reino pero a la vez capaces de abarcarlo con el halo intangible del pensamiento, un acto que se inicia en el momento mismo de su decisión. Puede que todo en nuestro cuerpo permanezca en reposo. Que nada en nuestros miembros acuse el menor signo de movimiento. Y sin embargo, bastará con que el salto se haya decidido para que comencemos a percibir, y con tanta más notoriedad cuanto mayor sea su envergadura, que nuestros pies han dejado de pisar el suelo con su habitual firmeza. Resolverse a saltar es empezar a saberse suspendido en el aire. De ahí la sensación de vértigo experimentada, vértigo que no se nutre más que de la distancia que aún nos separa del destino del salto, de la mirada en perspectiva hacia un porvenir cuya intrínseca incertidumbre rehúsa de repente los trillados mecanismos de domesticación que sostienen el espejismo de nuestra segura cotidianidad.

Lanzamos los ojos hacia adelante y topamos con la imposibilidad de vislumbrar, desechado ya en la anticipación el mapa de las rutinas y geografías conocidas, interrumpida en nuestras cabezas la continuidad del trayecto previsible por los cauces sabidos, la textura del territorio sobre el que habrán de posarse nuestros pies tras el salto. El modo en que se verán impelidos a hollarlo según sus todavía ignotos accidentes e irregularidades. Si las suelas de nuestros zapatos alcanzarán a amoldarse al espesor de sus arenas o asfaltos, nuestros párpados a la intensidad de la luz que los inunde, nuestros corazones a los contornos de los rostros que poblarán sus paisajes. La imaginación se afana y se siente fallar. Ahora carece de los habituales bastones sobre los que componer las figuras probables del futuro. El lugar de los esquemas y contornos predichos que guían nuestro caminar por los espacios de la costumbre ha sido ocupado por el vacío. El temor impone su presencia.

Detenemos las pupilas sobre el presente y detectamos el sabor a despedida que de súbito destila al masticarlo en nuestra boca. El arrancar del proceso que paulatinamente irá minando en su consistencia la solidez de los objetos, de las paredes, de los cuerpos que nos rodean, hasta desterrarlos al orden espectral y agujereado por la inconstancia de la memoria de lo pretérito. El borbotear de la incipiente tristeza ante el dibujo aún difuso del próximo abandono del territorio-hogar y la familiaridad múltiple de sus múltiples facetas. Más allá de que la decisión de saltar posea la convicción, la contundencia, e incluso la fría y a un tiempo cálida alegría de los actos conscientemente libres y elegidos. En avanzadilla se adelanta la nostalgia.

Pero ese vértigo que aflora del futuro incierto y de un presente condenado sin remedio a mudar en pasado acaba por evaporarse, una vez los imparables rieles del tiempo ahogan esa mirada en perspectiva y truecan lo antes lejano en inmediatez. Al acercarse a los límites de su extensión el intervalo que, en el ascenso del salto, nos desvincula del suelo, se agudizan la incomodidad y el desasosiego, propios de seres sin alas y ajenos a la lógica del ave migratoria, que nos provoca la sensación de flotar sobre ninguna parte. El inicial temor es reemplazado por una impaciencia ciega, quizás atolondrada, que reniega traicionera de cualquier asomo de la añoranza antes vivida por lo perdido. Lo que entonces añoran con fuerza nuestras plantas no es más que el contacto seguro con la tierra pisable, sea cual sea el marco donde ésta se ubique. La desazón aérea incordia impertinente a las agujas del reloj para que aceleren su rítmica traslación en pos del momento de la ruptura, del tránsito. El cuello ya rígido para la posibilidad y el deseo de volverse hacia lo dejado atrás. Hasta el instante en que, invalidando nuestros propios augurios, cerremos con determinación y hastiado alivio los cercados de nuestros dominios en fuga, anhelando conquistar los que algún día llegarán a serlo, musitando apenas un adios rápidamente olvidadizo de sí.

Salvada la distancia prevista para el salto, comienza por fin del descenso. A nuestro alrededor, la primera faz de los parajes que acogerán nuestros pasos venideros. La imagen aún plana de sus dimensiones y medidas. Pero el ansiado aterrizar de nuestros pies sobre la tierra firme se demora. Descubrimos que el salto todavía no ha terminado, que continuamos suspendidos en el aire. El antiguo vértigo semeja despertar de su letargo. Sin embargo, no existe ya vértigo alguno. Tan sólo inquietud por la extrañeza y el no saber. Tan sólo una cierta angustia ante la evidencia de que cada uno de nuestros más nimios gestos acontece sobre el vacío, sobre la ausencia de repetición que fragua la tranquila costumbre y protege de la desorientación y el error. Ante la percepción de tanto como aún se nos oculta en este nuevo territorio, en su arquitectura y sus moradores, en sus brillos y sus sombras, y así nos impide descargar sobre él la gravedad de nuestro peso con la confianza de quien conoce cómo soslayar el posible extravío y el tropiezo. Porque sus espacios nos envuelven como un traje recién estrenado cuyas costuras rozan nuestras articulaciones, el desasosiego se prolonga.

Pero acaso también se resista a cesar porque, conscientes de nuestra condición de habitantes de la exterioridad, cuya carne se moldea con la arcilla del mundo, nos acose de pronto la inesperada pregunta sobre la hipotética metamorfosis que anidará en el centro mismo de ese salto. Por la eventual transformación que operará en nosotros el influjo de esa tierra aún rebosante de incógnitas sobre la que, tarde o temprano, habrán de reposar sólidos nuestros pies. Y pensemos en Dafne y su conversión en hermoso, sagrado laurel. O en Narciso, transmutado en flor y con ello salvado del hechizo paralizante de su reflejo. O en Gregor Samsa y el caparazón queratinoso que hubo de arrastrar en hiriente soledad hasta el día de su muerte. Y sigamos lanzando inquietos nuestros ojos expectantes hacia adelante, aguardando una respuesta que sólo el tiempo tendrá a bien concedernos. Aunque siempre en la escasa medida de nuestro entendimiento.

Me perdonáreis la relativa ausencia de los últimos tiempos, esta vez no premeditada, tanto de esta casa como de las vuestras. Es que aún estoy saltando :)

sábado, 29 de agosto de 2009

Desprecio


"El cine sustituye nuestra mirada por un mundo más en armonía con nuestros deseos"

André Bazín

Al comienzo de la película "El desprecio" (1963), Jean-Luc Godard menciona estas palabras de Bazín para señalar que la historia narrada en ella es una historia de ese mundo más acorde con nuestros deseos que el cine pretende ofrecer a nuestra mirada. Sin embargo, una vez terminada la proyección, no resulta fácil dilucidar por qué Godard puede creer que el mundo reflejado en esta trágica historia se hallaría más en armonía con nuestros deseos y no quizás más alejado de ellos.

Paul (Michel Piccoli) es un joven dramaturgo francés a quien Prokosch, un lúbrico y prepotente productor americano, ha propuesto que reescriba el guión de la película que está filmando en Italia. Se trata de una película sobre el personaje homérico de Odiseo y su largo viaje de regreso a Ítaca. Su director, que encarna Fritz Lang interpretándose a sí mismo, aspira a retratar al hombre en su ineludible lucha con los dioses, es decir, con aquellas fuerzas del destino que intervienen en su existencia más allá de su poder de decisión y a las que no puede evitar enfrentarse si quiere hacer prevalecer su voluntad sobre ellas. Pero los intereses puramente comerciales de Prokosch han entrado en conflicto con los intereses artísticos y expresivos de Fritz Lang. También en conflicto con su vocación de autor teatral, Paul está valorando la posibilidad de aceptar el trabajo. Ha comprado un caro apartamento para él y su esposa Camille (Brigitte Bardot) y necesita el dinero.

La primera escena de la película, en la que Paul y Camille conversan tumbados en la cama, ella desnuda sobre la colcha, nos revela que Camille espera de Paul una correspondencia sin fisuras al profundo amor que siente por él. "Entonces, ¿me amas totalmente?", le pregunta. "Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente", responde Paul. No obstante, al día siguiente ocurrirá algo que hará pensar a Camille que Paul no la ama del mismo modo que ella a él, y este descubrimiento transformará su amor, en un vuelco radical e irreversible, en un visceral desprecio hacia Paul. Cuando va a recogerlo a la salida de Cinecittá, Prokosch, con claras intenciones de seducirla, le propone que se vaya con él a su casa en su coche mientras Paul y la traductora toman juntos un taxi para reunirse con ellos. Camille pregunta a Paul qué debe hacer. Es obvio que no le gusta la idea y prefiere que sean ella y su marido quienes tomen juntos un taxi para dirigirse a casa de Prokosch. Pero Paul, ignorando la manifiesta incomodidad de Camille con la situación, la empuja a marchar con él. El siguiente plano, en el que Paul aparece corriendo tras al coche de Prokosch y gritando el nombre de Camille, nos muestra que éste ha intuido el error que acaba de cometer con Camille, pese a que aún no es consciente de en qué consiste su error ni tampoco de su fatalidad.


A partir de ese momento, en la actitud de Camille hacia Paul se entremezclan la agresividad y la frialdad, el resentimiento y la distancia interior. Ante las constantes preguntas de un Paul sumido en la extrañeza por el repentino cambio en el comportamiento de Camille, ésta acaba confesándole que ya no lo ama porque lo desprecia, si bien se niega a aclararle el motivo de este giro en sus sentimientos. Las circunstancias todavía pondrán a Paul ante la posibilidad de enmendar su error cuando Prokosch los invita a pasar unos días en su villa de Capri, donde se ruedan algunas escenas de la película. En un momento dado, Prokosch pide a Camille que regresen juntos en su lancha a la casa mientras Paul permanece en el mar con el equipo de rodaje. Camille pregunta de nuevo a Paul qué es lo que él quiere que ella haga. Paul desperdicia esta segunda oportunidad concediendo una vez más que se vaya con él. Pero es entonces cuando se percata de lo sucedido entre Camille y él. De vuelta hacia la villa con Fritz Lang, propone al director una interpretación de la figura de Odiseo que no es sino un fiel espejo de él mismo. Según Paul, Odiseo es infeliz con Penélope antes de su partida. Demora el retorno a Ítaca porque sabe que Penélope ha dejado de quererle, que le desprecia por haberle pedido que fuera amable con sus pretendientes. Por eso los mata a su regreso, con la intención de recuperarla. Pero Fritz Lang le replica que la muerte no es la solución. Y, en efecto, Paul ya nada podrá hacer por recobrar el amor de Camille. Ya en la villa, ésta se besa con Prokosch ante sus propios ojos, no por deseo o amor, sino movida por el afán de devolver a Paul el sufrimiento que éste le ha causado. Poco después, Camille decide la ruptura entre ambos.


La primera vez que vi "El desprecio" quedé fascinada tanto por su enorme belleza como por muchos otros aspectos puestos en ella en juego que no me detendré a tematizar aquí. Pero a esa fascinación se unió también una cierta sensación de desasosiego que, supongo, provenía del carácter extremo de la historia de desamor narrada en esta película y de los interrogantes y reacciones ambivalentes que me suscitaba. Hay un punto de vista, que cabría calificar de trivial sin atribuir a este término ningún sentido peyorativo, desde el cual la conducta de Camille hacia Paul resulta cruel e injustificada. El error de Paul no es tan grave como para eludir toda perspectiva de perdón. Incluso la percepción de Camille de que Paul ha optado por prostituirla, por venderla a cambio de un guión de cine, podría desvelarse como un malentendido susceptible de ser disuelto por medio de un diálogo entre ambos que ella rechaza desde el principio. Pero hay otro punto de vista que, a mi entender, no deja de legitimar la posición de Camille. Si a Camille le basta un único gesto de Paul para que su visión de él se transforme radicalmente es porque lee en ese gesto el verdadero rostro de Paul, un rostro que antes desconocía. "Yo te conozco", le dice al final de la película poco antes de anunciar su ruptura. Una frase que, en el contexto en que tiene lugar, cobra más bien el significado de "ahora ya te conozco". La acción de Paul le ha hecho patente que éste nunca la amará del modo absoluto que ella desea para el amor que sostiene su relación. Su desprecio sólo es una respuesta a lo que, ante sus ojos y su propia aspiración a ese amor absoluto, aparece como un desprecio previo de Paul. Su infidelidad con Prokosch, únicamente un acto de venganza por el dolor y la decepción que experimenta. Siendo consecuente con el descubrimiento de la distancia que media entre el amor que ella le profesa y el que Paul puede ofrecerle, Camille no duda de que la única solución a su conflicto pasa por el abandono. Frente a la certeza de la falta de reciprocidad, Camille no elige la resignación sino la separación.

Aún sigo sin saber cuál es el mundo más en armonía con nuestros deseos que, según Godard, "El desprecio" querría poner ante nuestra mirada. ¿Tal vez un mundo ideal en el que la resignación y el conformismo estuvieran excluidos del deseo de amar y ser amado? ¿Un mundo en el que los seres humanos fuéramos capaces de perseguir con la máxima coherencia aquello que queremos para nosotros mismos sin concesiones ni pretextos ante la repentina captación de una realidad que no nos satisface? ¿Un mundo en el que no cerráramos los ojos ante el acoso de una cruda verdad? Tampoco sé si, de acabar dando una respuesta afirmativa a estas preguntas, estaría de acuerdo con el modo en que Godard imagina ese mundo a través de la historia de Paul y Camille. Pero con lo que sí estoy sin duda de acuerdo es con cómo concibe la primera mirada de Odiseo sobre Ítaca que Fritz Lang rueda al final de la película: Ítaca, sencillamente, no se encuentra en el horizonte. Ítaca, símbolo de la posibilidad del retorno a la seguridad del hogar, imagen del perfecto cierre del círculo que garantizaría el sentido del camino recorrido, es un vacío al que debemos acostumbrarnos. Tanto en el amor como en cualquier otro terreno.