domingo, 30 de junio de 2013

Soledad II



Antes o después se acaba llegando a la trillada conclusión: no hay mayor sensación de soledad que la que sobreviene en compañía de otros. 

Porque no se puede siempre decir que no, pocas personas –si es que acaso existe alguna– se habrán librado de la experiencia de esos encuentros sociales forzados de los que sospechamos que no recibiremos más gratificación que la posterior sensación de un hipotético deber cumplido y la conciencia tranquila que de ella deriva. 

Desde el momento en que algo en nosotros se inclina, o cree no tener más remedio que inclinarse por el sí, es probable que cierto natural optimismo nos impulse a alimentar la esperanza de que el encuentro pueda tal vez sobrepasar las nulas expectativas depositadas sobre él. A fin de cuentas –nos decimos–, si es el caso que nunca antes consentimos en proclamar ese sí, partimos del desconocimiento de aquello que nos aguarda. Contextos inusuales –nos decimos también–, desgajados del espacio rutinario saturado de prisas e imperativos, propicios al aflojamiento de la tensión y la máscara de la profesionalidad, brindan a las personas la oportunidad de mostrar facetas, vertientes, aspectos de sí mismas que hasta el momento han permanecido ocultas para nosotros por no habérsenos presentado nunca la ocasión de descubrirlas. Y en el dilatado intervalo de tiempo que corresponde a una comida multitudinaria y su posterior sobremesa –nos decimos igualmente–, quizá haya lugar para lo imprevisto. 

Siempre resulta decepcionante comprobar que lo imprevisto rara vez ocurre. Que si tantas veces con anterioridad respondimos a la propuesta con un no revestido de excusas, fue porque nuestras sospechas albergaban más fundamento de lo que nuestra conciencia deseaba reconocer. Sentados los comensales frente a frente a la espera de la progresiva llegada de los platos que componen el menú, nada cabe sino salvar la distancia que se extiende entre los bordes de la mesa y llenar el vacío de la espera con palabras. Benditas, malditas palabras. La diversión o el aburrimiento, el entretenimiento o el tedio que experimentemos dependerán, invariablemente, de cuáles sean esas palabras que se intercambien de un lado a otro de los platos y los vasos, entre las sillas si en ocasiones la conversación se separa transitoriamente del espacio de exposición común para limitarse al comensal situado junto a uno. 

¿De qué se habla en tales circunstancias? Quizá sea inevitable que, en los inicios, todo gire en torno al territorio previamente compartido, alrededor del lugar en que confluyen cotidianamente los allí reunidos, y el intercambio comunicativo se limite a la reproducción del que ya se suele producirse día a día en el cruce por los pasillos, al hilo del cigarro fumado en la calle entre tarea y tarea, durante la pausa de un café rápido. Pronto alguien recordará con una sonrisa, tal vez también con una broma, la provisional suspensión del tiempo de trabajo, lo inapropiado de su prolongación entre los entrantes y las copas de vino. Para, a continuación, desde su mayor o menor conocimiento de los comensales y el recuerdo de las circunstancias que más recientemente han afectado a sus vidas, abrir el frente de esas preguntas que se sitúan a mitad camino entre lo cortés y lo personal: qué tal se encuentra la madre ya en edad avanzada, cómo va el pequeño que hace poco cayó enfermo, qué tal en la nueva casa tras la mudanza acaecida hace escasos meses. 

Suele suceder entonces que el interrogado se demore en explicaciones más o menos detalladas que, en realidad, sólo interesarán a quienes escuchan por suponer la ocasión oportuna para que cada cual exponga su propio caso a propósito del tema propuesto: la vejez renqueante de la propia madre, las dolencias habituales de los propios hijos, la última mudanza vivida en primera persona. Tan notorio será el esfuerzo de los comensales por participar que, conforme las copas se vayan vaciando y llenando nuevamente de vino, conforme los temas de conversación se vayan ampliando a las aficiones particulares, a lo que se hace o deja de hacer más allá de las fronteras del espacio acotado por el trabajo, terminarán por interrumpirse animadamente unos a otros: limitarse a escuchar sin abrir la boca podría ser interpretado como signo de indiferencia o desinterés por la conversación. De optarse por no aportar información alguna sobre uno mismo en relación a algún tema concreto, será preciso introducir algún comentario sobre lo dicho por otros que ponga de relieve la expresa voluntad de colaborar en el juego de construcción de la conversación con independencia de cuáles sean los elementos puestos al alcance de los jugadores. Tan preciso como aprovechar el siguiente tema para relatar alguna circunstancia o anécdota propia, haga o no perfectamente al caso, con tal de no parecer en exceso reservado, en exceso celoso de una privacidad que poco sentido tiene proteger cuando lo que se ventilan son asuntos en lo esencial tan triviales. Cuando de lo que se trata –éste es el mandato tácito que preside la reunión– es de que cada comensal festeje a los postres haber alcanzado un mayor conocimiento del resto. 

Es en este banal intercambio de anécdotas, de gustos personales, de historias más o menos graciosas en las que no resultará infrecuente la necesidad de forzar alguna que otra carcajada, donde se puede empezar a experimentar una creciente sensación de aislamiento, de lejanía provocada por esas mismas palabras vertidas con la intención de acortar distancias y generar una proximidad mayor que la que procede de la labor conjunta. No hace falta que se hable expresamente sobre ello: en esas palabras se desvelan, ante todo, estilos de vida, maneras de enfocar el siempre grave problema de ocupar el tiempo que a cada cual se nos ha asignado, que pueden abrir abismos entre quienes se decidieron y deciden cada día por estilos que podríamos llamar mayoritarios, y quienes eligieron o no tuvieron más opción que decantarse por formas menos holladas por tales mayorías. Los hijos no son sólo tema inagotable, infinito, entusiasta de conversación entre quienes los poseen. Su posesión suele, además, determinar formas de existencia bastante dispares –sobre todo en las etapas más tempranas de su infancia: lugar de destino vacacional, preocupaciones cotidianas, actividades de fin de semana– de las que protagonizan quienes carecen de ellos que no pocas veces condenan a una mutua incomprensión adecuadamente encubierta por un fingido gesto de empatía. Si escasa afinidad dialéctica puede haber entre quienes disfrutan de los últimos estrenos cinematográficos para el gran público, o de las novedades literarias que se prodigan en millones de ejemplares, y aquellos que desprecian la escasa calidad e ínfimo buen hacer que por lo general contienen los productos de la llamada cultura de masas, menos aún la habrá de orden vital entre quienes conceden a cine y libros el papel de mero entretenimiento de sus horas de asueto y los que se entregan a ellos como instrumentos de indudable goce pero también de conocimiento. Y hasta el generalizado interés por el deporte, la moda, o la cocina –los temas políticos o religiosos quedan habitualmente al margen de estos encuentros sociales obligados; las brechas que imponen son demasiado profundas y nada más proclive que su surgimiento a convertir el encuentro que se busca cordial en agrio y sonoro desencuentro–, puede acabar por aislar íntimamente en medio de la charla a quienes en absoluto les han dado cabida en su existencia. 

No será raro, pues, que algunos comensales, pese a la sonrisa luciendo en sus rostros, celebren con el brindis ritual el ya próximo y anhelado final del encuentro. Que se apresuren a despedirse del grupo con alguna excusa inventada sobre la marcha que justifique su salida más o menos precipitada del local. Que regresen a sus espacios privados con una intensa sensación de hastío, unida al firme propósito –dudoso de antemano en su posible cumplimiento, piensan resignados– de no volver a pronunciar jamás ese sí que provocó la vivencia de las horas precedentes. Una vez más, han vuelto a comprobar en esas horas que, por encima del fondo común que a todos nos alía en lo esencial, reina el ámbito de una diferencia a veces tan brutal que no permite ni tan siquiera disfrutar del calor de la compañía de otros seres humanos. La diferencia que se hace aún más notoria y es fuente de mayor sensación de soledad cuando resalta en contraste con la imagen de comunidad que tan fácilmente parece emerger del recíproco contacto de esos otros seres humanos. 

domingo, 16 de junio de 2013

Tiempo de trabajo


 No sé si será también su caso, pero yo llevo largo tiempo preguntándome por qué la inteligencia humana, puesta al servicio de la invención técnica, tan sólo ha logrado liberar de la maldición bíblica del trabajo a una pequeñísima parte de la humanidad. No hay realidad más abrumadora que la de la infinidad de progresos tecnológicos que, en los últimos siglos, han servido para sustituir la sufrida fuerza física del brazo humano por la potencia insensible de la máquina. Gracias a ellos, hace ya mucho que el fatigoso manejo de la azada fue desplazado por el tractor, la mano hundida esforzadamente en la harina por la amasadora mecánica, la paciencia del hilo y la aguja por la máquina de coser. Pero a pesar del enorme éxito logrado en el reemplazo, capaz –y esto es lo más inquietante– de incrementar exponencialmente la cantidad de trigo, panes y vestidos producidos por medio de los múltiples artilugios ideados por el hombre, de ningún modo puede decirse que haya tenido lugar la deseada disminución del tiempo invertido por la gran mayoría de seres humanos en procurarse su sustento diario a cambio del aún más deseado aumento de su tiempo de ocio y libre recreo. O, al menos, no en la proporción que cabría esperar en función de los numerosos avances técnicos conquistados desde los tiempos de la revolución industrial. 

Y he aquí que, después de tantos años arrastrando conmigo esa mortificante pregunta, me encuentro por vez primera con una explicación, tan inteligible como plausible, de por qué el aumento de la productividad del trabajo posibilitado por la máquina no ha provocado un acortamiento generalizado de la jornada de trabajo de quienes viven de su salario. ¿Dónde, dónde?, se estarán preguntando impacientes si alguna vez se han visto asaltados por los mismos interrogantes. No se inquieten, se lo cuento de inmediato: en esa inmensa obra compuesta por tres gruesos volúmenes y aun así no terminada por su autor que lleva por título El Capital. En concreto, en apenas unas pocas páginas que forman parte del primero de sus tomos. Pero, tranquilos, no hace falta que corran a ninguna librería en busca de un ejemplar de ese precioso volumen que tantas respuestas ofrece sobre la realidad social y económica que vivimos hoy en día. Si me lo permiten, ya les expongo yo misma, tan claramente como pueda, lo que allí se dice. ¿Preparados? 

Karl Marx parte de la idea de que el beneficio del capitalista –dividiremos a partir de aquí a la humanidad entre capitalistas y asalariados, entre propietarios de medios de producción y trabajadores– proviene de lo que el asalariado es capaz de producir en aquellas horas de su jornada de trabajo por las cuales el capitalista, sencillamente, no le paga. O, lo que es lo mismo, en aquellas horas en las que al asalariado no se le paga el valor de su trabajo en correspondencia con los beneficios que el capitalista obtiene por la venta de los productos fabricados por el asalariado durante ese tiempo. A esto es a lo que Marx llama “plusvalía” como fuente de riqueza del capitalista. 

Supongamos que soy un capitalista que quiere invertir su capital en producir camisas. Supongamos que, en el mercado, las camisas se venden a 20 euros y que, según mis cálculos, los costes necesarios en concepto de materias primas (tela, hilos…), instrumental, alquiler del local, electricidad, etc. por cada camisa fabricada ascienden a 10 euros. A eso debo sumar un coste adicional: el salario de los trabajadores que producirán esas camisas y que, según la tecnología del momento, son capaces de fabricar una camisa por cada hora de trabajo. Supongamos, también, que los trabajadores no pueden cobrar menos de 60 euros al día para no morirse de hambre. Es decir, que lo mínimo que debo pagarles son 60 euros. Podría razonar de la siguiente manera: si les hago trabajar 6 horas al día, en las cuales producen, cada uno de ellos, 6 camisas, y les pago 10 euros a la hora, mi coste total de producción de cada camisa será de 20 euros (10 de producción y 10 de salario), exactamente el precio que valen en el mercado, con lo cual ellos ganarán los 60 euros que necesitan pero yo no obtendré ningún beneficio. Por tanto, señala Marx, si quiero obtener algún beneficio, deberé hacerles trabajar 2 horas más, en las que produzcan 2 camisas más, pero no pagarles por ellas. Los 20 euros que debería pagarles por esas 2 horas de más serán los que yo, a su costa, me meteré en el bolsillo vendiendo en el mercado esas 2 camisas más. Esos 20 euros serán mi plusvalía. 

Vamos ahora a suponer, además, que soy un capitalista avispado y me proveo de un conjunto de nuevos métodos tecnológicos que permiten que cada uno de mis trabajadores, en lugar de producir una camisa a la hora, produzca 2 camisas. Mis trabajadores son ahora más productivos que los de los demás capitalistas, porque así como esos trabajadores siguen necesitando una hora para producir una camisa, los míos producen una camisa en media hora. Es decir, producen lo mismo que el resto en la mitad del tiempo de trabajo

Éste es el momento en que uno se pregunta –dichosa ingenuidad– por qué, ante tales nuevas circunstancias, yo, como capitalista, no tomo la decisión de reducir la jornada de trabajo de mis trabajadores a 4 horas para que continúen produciendo sus 8 camisas al día y yo siga ganando mis 20 euros de plusvalía por trabajador. Pero no es así como yo puedo actuar en mi condición de capitalista. Más bien, ya me estoy frotando las manos pensando en que ahora mi plusvalía, es decir, aquello que voy a ganar por las horas de trabajo que no pago a mis doblemente productivos trabajadores, se ha incrementado significativamente. En concreto, si los costes de producción de las camisas permanecen invariables –planteémoslo así por simplificar– y sigo pagando a mis trabajadores los 60 euros diarios que necesitan, un sencillo cálculo me revelará que mis beneficios van a ascender de 20 a 100 euros al día por cada jornada de trabajo de cada uno de mis trabajadores (1, véase al final del post). No está mal, ¿no? 

No obstante, esta mayor productividad de mis trabajadores me enfrenta a un pequeño problema: ¿cómo podré colocar en el mercado 16 camisas/día/trabajador donde antes colocaba 8, para así amortizar mis gastos de producción? La respuesta, en principio, es bastante sencilla: puedo bajar el precio de cada camisa para atraer a más compradores. Si en el mercado las camisas valen 20 euros, puedo optar por venderlas, por ejemplo, a 18 euros. Es cierto que entonces mi plusvalía descenderá un tanto. Repitiendo los cálculos de antes, concluyo que ganaré 68 euros al día por el trabajo de cada trabajador (2). Bien, no son los 100 euros que podría ganar de vender las camisas a 20 euros, pero siguen siendo bastantes más euros que los primeros 20 que ganaba por trabajador cuando éstos eran menos productivos. 

¿Problema resuelto? Pues no exactamente. Porque los demás capitalistas que venden camisas no son tontos. Y en cuanto vean que existen camisas a 18 euros en el mercado, y que ellos aún las están vendiendo a 20, se apresurarán a buscar la manera de reducir los costes de producción de sus propias camisas para abaratarlas y no quedarse sin clientes. Ello exigirá –si no quieren renunciar a sus beneficios, matar de hambre a sus trabajadores disminuyendo su salario, o matarlos de trabajo forzándolos a trabajar 16 horas al día– que se provean de los mismos medios tecnológicos con los que yo cuento para que así sus trabajadores puedan producir, al igual que los míos, 16 camisas al día. Pero entonces habrán de enfrentarse al mismo problema al que hube de enfrentarme yo en mis inicios: ¿cómo colocarán en el mercado sus 16 camisas/día/trabajador donde antes colocaban 8? Bueno, de entrada, un segundo capitalista adherido al nuevo método de producción que procura el avance tecnológico podrá optar por vender sus camisas a 17 euros, en lugar de a 18, con lo cual, si repetimos los cálculos de antes, ganará 52 euros/día/trabajador (3). Pero un tercero, si desea colocar su mayor producción de camisas, necesitará venderlas a 16 euros, de forma que su plusvalía se reducirá a 36 euros/día/trabajador (4). Y ya el cuarto se verá obligado a venderlas a 15 euros. La cuestión es que con ello, vaya por dios, no obtendrá más que los originales 20 euros/día/trabajador que ganaba cuando sus trabajadores, en lugar de 16, sólo eran capaces de producir 8 camisas al día (5). Obviamente, todos los demás capitalistas queremos seguir vendiendo camisas. No tendremos, pues, más opción que ir adaptándonos a los nuevos precios de mercado y terminar vendiendo nuestras camisas a 15 euros la pieza. No tendremos, pues, más opción que retornar a la plusvalía de 20 euros al día por trabajador a pesar de que nuestros trabajadores producen ahora el doble de lo que producían cuando ya ganábamos esos 20 euros y nosotros vendemos el doble de camisas. 

Acaban ustedes de comprobar –si es que han conseguido llegar al término de esta entrada, sin duda la más infumable de la historia de este blog; les pido disculpas– cómo la introducción de nuevos medios tecnológicos, pese a haber duplicado la productividad de los trabajadores, no ha conseguido acortar su jornada de trabajo. En modo alguno. Antes bien, en el nuevo estado de cosas, y por causa del necesario descenso del precio de las camisas, cada trabajador debe seguir trabajando no menos de 8 horas al día para ganar sus originales 60 euros. Y decimos “no menos” porque nada excluye que la libre competencia acabe exigiendo una nueva rebaja en el precio de las camisas, por ejemplo, a 14 euros. Para no perder sus beneficios ni matar de hambre al trabajador, los capitalistas tendrán entonces que exigir a sus asalariados que trabajen ya no 8, sino 9, 10 o 12 horas al día. 

Y es que, según se deduce de los análisis de Marx, la lógica del capitalismo impide, en sí misma, que ningún progreso técnico disminuya el tiempo de vida que los trabajadores dedican al trabajo. Para eso hacen falta otras cosas. Cosas que sólo pueden dilucidarse desde el exterior de esta lógica ciega movida por el afán de lucro que parece haberse implantado en nuestro mundo como una ley natural. Tan natural, proclaman algunos, como la propia ley de la gravedad. 



(1) Recordemos que cada camisa se vende por 20 euros. 20 x 16 = 320 euros. A esos 320 les restamos los 160 euros (16 x 10) de coste de producción de las camisas, así como los 60 euros de salario del trabajador, y nos quedan 100. 
(2) 18 x 16 = 288; 288 – (160 + 60) = 68. 
(3) 17 x 16 = 272; 272 – (160 + 60) = 52. 
(4) 16 x 16 = 256; 256 – (160 + 60) = 36. 
(5) 15 x 16 = 240; 240 – (160 + 60) = 20.

viernes, 31 de mayo de 2013

Perdonarse


Quién sabe por qué desconocida confluencia de no menos oscuros factores, hay días –poco importa si grises o soleados, saturados de luz o ensombrecidos de nubes– que amanecen para nosotros bajo el signo del error y el fracaso. Quizá ya el turbio estado de ánimo que en ocasiones preside el despertar anuncie en perspectiva, a través de la desgana, de la apetencia irrealizable que destila de permanecer al abrigo del mundo tras el cristal de la ventana, la imposibilidad del necesario estar a la altura de las obligaciones que del otro lado nos aguardan y, con ello, la probable proximidad del tropiezo. O puede suceder, por el contrario, que nada en la emergencia normalizada, anímicamente neutra del sueño, permita anticipar la cercanía del primer error que parecerá presto a precipitar la suma de desatinos desencadenados por su causa. 

La operación equivocada que invalida el cómputo final del presupuesto, repentinamente manifiesta con posterioridad a la entrega. La exposición confusa, vacilante, desasida del hilo clarificador ante el público que precisa comprender. El corte en requiebro que malogra la tela, la melodía arruinada por un dedo pulsando una nota falsa. La decisión en completo desajuste con la singularidad de la circunstancia y la gravedad de las consecuencias. La omisión inaceptable capaz de provocar el desastre. El acto impulsivo que desata el malestar ajeno o la reprimenda, la mirada hosca o el conflicto abierto que siguen a palabras irreflexivas, de resultas inapropiadas. Y a partir de entonces, cada paso, cada gesto, cada nueva decisión, lastrados en esos días por la sensación del desacierto, de la ruda discordancia entre la imagen del buen hacer anhelado, proyectado en la antelación, y lo efectivamente hecho. Acaso también por la inutilidad del empeño en enderezar, ojalá en el siguiente punto, si no en el siguiente, si no en el siguiente que nunca llega, la trayectoria zigzagueante que, frente a la suave linealidad de la marcha deseada, dibuja en nuestra mente el cúmulo de desvíos que suele derivarse de la constatación del primero. 

De vuelta al abrigo del mundo tras el cristal, descubrimos que es en nosotros donde se ha instalado la intemperie. Frente a ella no caben protección ni manta alguna: emana del propio yo azotado por la memoria en ráfagas de la equivocación cometida, empapado bajo el persistente goteo del recuerdo de las flechas caídas al pie de la diana. Fustigado por la fantasiosa recreación de la acción correcta en un pretérito inexistente frente a la realidad pasada ya inalterable de la errónea. Asediado por el fantasma de lo que debería haber sido en contraste con la obsesiva evocación de lo irreversiblemente acaecido, qué duda cabe, por obra de la inusual impericia de la propia mano. Un yo rabioso como el niño rompiendo el folio emborronado, arrugado tras el frotamiento repetido de la goma, renuente a dejar aparecer, a través de sus dedos desmañados, la casita en el campo o el perro que tan nítidamente agita la cola en su cabeza. Estúpidamente absorto en la quimera pueril del retroceso en el tiempo, de las agujas del reloj regresando a posiciones ya superadas en la esfera para permitir el prodigio de la rectificación del error, del despiste, de la opción fallida. Íntimamente derrotado en la discrepancia entre sus propósitos para la jornada y la inesperada incompetencia de sus facultades para propiciar su cumplimiento. 

Ocurre a veces al término de esos días: al cerrar los ojos buscando por fin la inconsciencia del sueño, el regalo tras él de un mañana recién estrenado y limpio de errores que ofrezca quizá la oportunidad de la enmienda y la restauración de la propia figura embarrada, la oscuridad de los párpados comienza a poblarse de la visión de errores ya caducados, distantes, tan remotos en el río del tiempo que alcanzan las aguas nebulosas de la más tierna infancia. Como si la equivocación recién protagonizada hubiera logrado resucitar el interminable rosario de faltas, de traspiés, de desaciertos que cada mortal arrastra consigo, y todos ellos, en apariencia borrados por la acción benéfica del olvido, en apariencia prescritos por perdonados, fueran poco a poco asaltando el cráneo, bailando frenéticos sobre su base, bañándolo a cada brinco con sus antiguos sentimientos de culpa intactos, ahogándolo bajo el peso de la Gran Culpa que compone su orgiástico, desbordado amontonamiento. Un peso que termina por aplastar al yo insomne, abatido, magullado, que ahora se vence ante la imagen atormentada, ésa que la Gran Culpa impone, de un yo fraudulento, de un lado a otro fallido, incapaz de actuación atinada, del natural aprendizaje que quiere asignarse a la progresión de los tropiezos. Yo idiota, dañino, indigno. Ruborizado en su desnudez ante el espectro de los testigos de sus faltas. Merecedor, por sus errores, del más salvaje de los desprecios y castigos. 

Se entiende en tales circunstancias el alivio de la invención del confesionario. Si ya la mera verbalización de las faltas acumuladas aligera el pecho del lastre en la conciencia, la presunta existencia de un dios benévolo y amoroso, proclive al ritual reconocimiento de la debilidad del imperfecto y al indulgente perdón del hijo descarriado, redime graciosamente de la culpa a cambio de unos cuantos rezos y el siempre renovable propósito de enmienda, nunca libre de falseamiento en los sutiles dobleces del pensamiento. En la sentencia inmemorial del sacerdote hablando por representación, yo te absuelvo, se materializa la certeza tranquilizadora del perdón. Como estropajo y jabón actúa la penitencia cumplida sobre el alma sucia: una vez evaporada la columna negativa del debe en la resbaladiza economía del espíritu, retornada como por milagro al saldo cero, renace pulcra, casi inocente del proceso de purificación. Provisionalmente exonerada del latoso malestar de la culpa. 

No resulta tan fácil para quienes reniegan de sacristías y sotanas. Para quienes intuyen en ese dios omnisciente, testigo perpetuo de cada nimio pecado, la ilusión consoladora del hombre desvalido, la efigie enmascarada del padre protector que, al tiempo que dicta severo las reglas, acoge entre sus brazos al niño arrepentido, apenado por su torpeza. Para el descreído, el perdón se balancea incierto sobre la incertidumbre de la generosidad ajena. Su origen nunca seguro se halla en los receptores pasados, presentes y futuros de nuestros desmanes, su eventual posibilidad en las víctimas directas de nuestros desatinos. Sólo ellas concentran el poder inmenso del perdón mayúsculo: el descartado de antemano en el tribunal de la conciencia ante la gravedad inusitada del delito, ante el daño irreparable de la traición extrema que deposita en el alma una mancha tan negra que semeja a sus ojos imborrable. El poder sanador del perdón prodigado con reconciliada alegría por quien nos ama al mitigarse en la comprensión el dolor de la ofensa. Del perdón regalado sin esfuerzo ante la falta intrascendente, llanamente humana. También la fatalidad de su negación para la falta descubierta a destiempo si a los muertos les está vedado proclamar su perdón. Si nunca tendremos ya la oportunidad de suplicarlo al viejo amigo desaparecido en la marea enredada de la vida o al ser anónimo ignorante de nuestras culpas. 

Pero esas noches insomnes del día que amanece bajo el signo del error y el fracaso contienen una valiosa revelación: es en nosotros mismos donde puede habitar el juez más inclemente. Dotado de una implacable habilidad para volver a llenar de piedras el fardo de la culpa proveniente de errores justamente expiados en el sufrimiento de sus consecuencias, justamente liquidados gracias al perdón de sus destinatarios. Invariablemente dispuesto a condenar inflexible las equivocaciones saldadas sin más víctima que el retrato del propio yo, de continuo tendido hacia el horizonte del querer y deber ser desde el suelo efectivo que sostiene los pies que son. A elevar un dedo acusador por el cúmulo de daños causados, a castigar sin piedad por el abismo que a menudo se abre entre la idea pulida del hacer logrado y los toscos contornos del hacer que nos alcanza. Quién dudaría del provechoso papel de ese juez en el afán por que nuestros dedos lleguen cada vez un poco más alto, por que nuestras obras sean cada vez un poco menos brutas, nuestras palabras un poco más sabias. Y, sin embargo, el equilibrio en la balanza exige también que aprendamos a acallar sus fríos dictámenes, a desoír sus duras condenas. Que nos ejercitemos en el arte del desdoblamiento para transformarnos, frente al error y la imperfección, de niño compungido por sus faltas en padre compasivo que perdona. Pues bajo el peso infinito de la culpa que no consiente perdón, no hay caminar que avance liviano. Ni árbol que crezca con fuerza alzándose hacia el cielo. 

jueves, 16 de mayo de 2013

El grito


Encontrar alguna clave que nos permita comprender estos tiempos convulsos puede pasar –por qué no– por echar la vista atrás hacia otros tiempos también convulsos, incluso por tratar de rescatar los fundamentos teóricos –tan profusos, tan complejos– que propiciaron o acompañaron esa convulsión. A fin de cuentas, nada de lo que sucede en nuestro presente deja de tener su origen en acontecimientos no tan lejanos cuyo recuerdo, si tal vez no sirva para responder a la espinosa cuestión de hacia dónde vamos, sin duda resultará imprescindible para saber de dónde venimos. Y si admitimos que no hay acción humana desnuda de ideas y conceptos capaces de preparar el salto al vacío que siempre suponen el querer y la decisión, nada descarta de antemano que ideas hoy enterradas por el polvo de la desmemoria y el prejuicio puedan acaso contribuir, si no de inspiración para la acción presente, sí para entender el porqué de nuestra actual desorientación y falta de ideas claras para la acción. 

Enfangada últimamente por la senda de estos sinuosos derroteros –de los que nos les cuento más para que no piensen que esta crisis acabará con mis huesos en el manicomio– he topado con un documental del que había oído hablar hace años pero que, hasta ahora, no había tenido ni ocasión ni excesivo interés por ver. Su título, “Asaltar los cielos” (1996), remite a una carta de un estigmatizado pensador, que se refería en ella a la proeza heroica de unos hombres en París “prestos a tomar el cielo al asalto”. Para cualquier entendido en la materia, la polémica estaría ya servida en este sugerente título, dado que el documental narra la vida de Ramón Mercader, el enigmático sujeto que, en 1940, mató con un piolet a León Trotski, natural sucesor de Lenin al mando de la Revolución rusa y violentamente desplazado y después perseguido por Stalin. Sólo desde la simpatía hacia la causa estalinista cabría ver en Ramón Mercader a un héroe dispuesto a cualquier cosa con tal de tomar al asalto el cielo del horizonte comunista. Sin embargo, a mi muy personal juicio, el documental, abordando únicamente en lo imprescindible cuestiones políticas, pretende más bien ofrecer el imposible retrato de una figura que nunca dejará de ocultarse tras numerosos y ya irresolubles interrogantes. 

La historia de Ramón Mercader comienza con la singular historia de su madre, Caridad del Río, hija de un aristócrata liberal, educada en colegios elitistas, y casada a muy temprana edad con Pablo Mercader, hijo de un industrial catalán. Se la describe como una mujer enérgica y rebelde, que se aburre y ahoga en su estrecho papel de madre de cinco hijos. Un detalle escabroso narrado por el más joven de ellos da cuenta del odio que termina por desarrollar hacia su marido y la familia de éste: con el fin de remediar la escasa apetencia sexual de Caridad, su marido solía llevarla a prostíbulos en los que, a través de disimuladas mirillas, la obligaba a ejercer de voyeur. “Todos los Mercader son unos hijos de puta”, exclamaba sistemáticamente Caridad tras el relato de estos hechos. Llevada por su creciente animadversión hacia su marido y el entorno que la rodeaba, Caridad comienza a frecuentar ambientes bohemios, en los que se deja fascinar por las ideas revolucionarias que allí se discutían y defendían. Caridad llegará incluso a colaborar en la comisión de atentados contra las fábricas de su propia familia política, que no dudará en internarla en un psiquiátrico –tan típico de la época: la mujer que saca los pies del tiesto sólo puede estar loca–, afianzando así de por vida el odio de Caridad hacia ellos. 

Liberada del psiquiátrico por amigos anarquistas, Caridad huye a Francia con sus cinco hijos y entra en contacto con militantes comunistas. En sus ideas cree encontrar, por fin, el lugar para su natural rebeldía, así como la fe que a partir de entonces daría sentido a cada día de su existencia. Cuando se proclama la República en 1931, Caridad regresa a Barcelona con sus hijos, todos ellos comunistas convencidos por influencia suya. Junto con su madre, Ramón Mercader, que vive en esos años con Lena Imbert, activa trabajadora por la penetración soviética en España, empieza a colaborar con los Servicios Secretos Soviéticos. De Ramón sólo se cuenta que era un hombre guapo, deportista, de maneras exquisitas gracias a los orígenes de su madre y que desde niño hablaba perfectamente el francés y el inglés. Al fanatismo converso de Caridad se atribuirá con insistencia la plena responsabilidad de los acontecimientos que habría de protagonizar años más tarde. 

En 1937, en plena guerra civil, Ramón Mercader desaparece de España. Ha sido enviado a la Unión Soviética, donde recibirá una formación muy especial: debe aprender a dejar de ser Ramón Mercader para entregarse a una misión que, a partir de entonces, exigirá su constante enmascaramiento. Un año después llega a París, donde le espera su madre. Se hace llamar Jacques Mornard y porta documentación que muestra su presunto origen belga. Al poco tiempo conoce a Sylvia Agelof, militante trostkista americana, a la que conquista con su porte de gentleman y sus constantes atenciones, y con la que comienza una vida en común. Durante los dos años que dura su relación, jamás pronuncia una sola palabra en español ni habla de España, y finge no tener el más mínimo interés por las conversaciones que, en torno a él, mantienen Sylvia y sus conocidos sobre Trotski y el trostkismo. Una íntima amiga de Sylvia cuenta en el documental que, después de preguntarse en repetidas ocasiones quién pudiera ser ese tal Jacques Mornard, ambas llegan a la conclusión de que se trata de un “joven inofensivo y enamorado”, tal es el hermetismo con el que Ramón Mercader se conduce en relación a sus orígenes y a los propósitos que le animan. 

Mientras tanto, Trotski se ha instalado con su segunda mujer, Natalia Sedova, en Méjico, único país que, obviando las presiones de Stalin, les presta asilo político tras su expulsión de Rusia. Diego Rivera y Frida Kahlo los acogen en su propia casa. Trostki se prenda de la peculiar belleza y personalidad arrolladora de Frida, si bien Natalia acaba imponiéndose en la relación amorosa que se ha iniciado entre ambos y la pareja se traslada a otra casa, que se convertirá en la fortaleza vigilada en la que Trotski, plenamente consciente de la voluntad de Stalin de eliminarlo, intenta proteger su vida. 

Cuando Sylvia Agelof se traslada a Nueva York, Ramón Mercader sigue sus pasos, ahora con pasaporte canadiense y haciéndose llamar Frank Jackson, supuestamente para evitar ser militarizado por su inventado origen belga. Poco después ambos aterrizan en Méjico, donde Sylvia entra a trabajar como secretaria de Trotski. En un principio, Ramón Mercader, que dice tener allí negocios familiares a los que dedicarse, sigue manteniéndose al margen de las ocupaciones de Sylvia. Sin embargo, no tardará en introducirse en casa de Trostki en calidad de novio suyo, y en ganarse así la confianza del viejo revolucionario y de su mujer. Una tarde, después de que Sylvia ya se hubiera ido, se presenta ante Trotski, vestido con una gabardina pese al sol y el calor. Ha escrito un artículo y quiere que Trotski lo lea y le dé su opinión. Está pálido, y Trotski repara en su aspecto descuidado. Le sugiere algunos cambios en el artículo. 

Tardes después la escena se repite. Con la misma gabardina, idéntica palidez y descuidado aspecto, Mercader solicita de nuevo la lectura del artículo, modificado según las recomendaciones de Trotski. En contra de las normas establecidas para la protección de Trotski, ambos están solos en su despacho. Mientras Trotski lo lee, Mercader levanta el piolet que lleva oculto en su gabardina y lo hunde en el cráneo de Trotski. Más tarde se sabría que su madre –siempre su madre– y un coronel ruso lo esperaban en un coche a cien metros de la casa. Pero ya herido de muerte, Trostki emite un fuerte grito y se revuelve contra él para evitar un segundo golpe. Sus guardias apresan a Mercader, que es conducido ante la policía y condenado a veinte años de prisión. Veinte años durante los cuales Mercader jamás revelará su verdadero nombre, tampoco el verdadero motivo por el que ha asesinado a Trotski, que justificará alegando ser –qué mejor estrategia para desprestigiar su memoria– un “trostkista decepcionado”. Veinte años más de silencio, de prolongado enmascaramiento. Pese a que tiempo después de ser encarcelado sale a la luz su auténtica identidad, durante su estancia en prisión Ramón Mercader siempre negará ser Ramón Mercader. 

De regreso a Moscú tras el término de su condena, Ramón Mercader recibe en secreto la condecoración de Héroe de la Unión Soviética, pero nuevamente bajo el nombre falso de Ramón Ivanovich López. Aunque goza de un cargo honorífico y una pensión vitalicia, ya nunca más trabajará para los órganos soviéticos. En los últimos minutos del documental, sus allegados lo describen como un hombre triste, desorientado, defraudado por no haber recibido nunca el público reconocimiento al mérito de su acción por la causa comunista. Quién sabe si arrepentido del crimen que cometiera si es cierto, como contara en una ocasión a uno de sus amigos, que aún a menudo sus oídos se llenan con el sonido de un grito desgarrador: el grito que Trotski profiriera aquella tarde en Méjico tras ser abatido por él con un piolet. Ni tan siquiera fue enterrado con su verdadero nombre. Sólo años más tarde el nombre de “Ramón Mercader” figuraría al frente de una nueva lápida sobre su tumba. 

Los múltiples testimonios sobre Ramón Mercader que jalonan el hilo narrativo del documental, procedentes de personas que ocuparon lugares muy dispares en su vida, componen una imagen no sólo fragmentaria por incompleta, sino en ocasiones inconexa, como si las piezas a partir de las cuales hubiera de ensamblarse el puzzle de su identidad no pudieran encajar unas con otras ni, por tanto, ofrecer el retrato coherente de identidad alguna. De ahí que lo más probable sea que, al término de su visión, al espectador se le imponga la sensación de haber asistido al relato de una vida en última instancia imposible de descifrar. Tan imposible como llegar a averiguar qué sentiría Ramón Mercader durante las décadas en las que, incluso con las personas con las que más íntimamente se relacionaba, se mantuvo en un ejercicio de continua negación de sí mismo, de tenaz impostura, de impenetrable fingimiento. O qué sentiría cuando, terminada su misión, se viera otra vez obligado a vivir bajo un nombre falso y sin ser públicamente tratado como el héroe que le habrían prometido ser. Quizá haya que sospechar que, en virtud de ese ejercicio, de ese nuevo enmascaramiento forzado, tampoco el propio Ramón Mercader alcanzara nunca a saber quién era. Sin duda, un precio excesivo a pagar incluso cuando se sustenta sobre la ceguera de una fe capaz de supeditar el valor de la propia existencia al de una causa hipotéticamente más alta. Más aún si esa causa tal vez jamás llegara a ser experimentada como propia y no pudo sino dejar tras de sí un grito que ninguna voz podría enmudecer.


martes, 30 de abril de 2013

Opacidad


Después de unos segundos observándolo indecisa, se ha desplazado despacio por el vagón, sorteando al resto de pasajeros, hasta colocarse delante de él para pronunciar un sencillo hola Quique. Él ha respondido automáticamente al reclamo levantando la vista del periódico deportivo y buscando sus ojos con un gesto interrogante, tornado en inmediato reconocimiento, ¡Marta, vaya, cuánto tiempo! Pues sí, la verdad es que mucho, Marta percibe un leve repiqueteo sobre su párpado derecho, signo inequívoco de un nerviosismo más acusado del esperado y traga saliva. ¿Qué haces por aquí?, él sonríe afable doblando el periódico. Bueno, yo también me trasladé aquí, a ver si te vas a pensar que esta ciudad es sólo para los artistas, Marta ensancha su sonrisa y siente como si los labios se le fueran a quedar pegados a las encías. Carraspea ligeramente, qué casualidad encontrarte, el otro día te escuché por la radio, has estrenado una nueva obra, ¿no? En los ojos de Quique, esos ojos oscuros de mirada seductora, único rasgo que, a su juicio, siempre le revistió de un cierto atractivo, Marta advierte un brillo de orgullo y autocomplacencia. Pues sí, de hecho voy ahora hacia el teatro… ¿Así que me oíste en la radio? Vaya, sí que es casualidad que nos encontremos ahora, después de tantos años, la obra está funcionando muy bien y de momento recibiendo buenas críticas, además de que toca un tema de plena actualidad, bueno, ya lo sabes si escuchaste la entrevista, claro, es un tema que da mucho juego… 

En las palabras de Quique hablando sobre los detalles de la trama y el montaje de la obra, Marta cree reconocer expresiones idénticas a las que oyera días atrás en la radio del coche, y revive la sorpresa que le produjera escuchar su nombre, Enrique Cerna, en la voz del conocido periodista que habitualmente la acompaña al regresar del trabajo. Antes de que Quique empezara a responder a sus preguntas ya sabía que se trataba de él. Aunque hace bastantes años que han perdido por completo el contacto, la última vez que hablaron él le contó que se mudaba a la capital para intentar abrirse paso en el mundo del teatro. Tiempo después se había cruzado con una noticia que daba cuenta de un primer estreno de Quique, por lo visto no demasiado celebrado. Pero esta vez las circunstancias parecían muy distintas: el elenco de actores de prestigio, la entrevista en una emisora nacional, la sala de renombre donde se representaba la obra. 

Atenta a las preguntas del periodista, sobre todo a las explicaciones de Quique, su curiosidad se vio incrementada por una vaga sensación de incredulidad: jamás hubiera pensado que Quique llegara a tener éxito. Se habían conocido siendo aún muy jóvenes, y de no haber sido porque ambos habían tenido que compartir horas y vivencias trabajando juntos en una terraza de verano, difícilmente se habría desarrollado una amistad entre ellos, si es que aquello que los unió durante un tiempo podía calificarse legítimamente de amistad. Fue Quique quien, tras el final de la temporada estival y de sus respectivos empleos estudiantiles, comenzó a llamarla, a pesar de que, mientras aún trabajaban juntos, él había intentado besarla una noche y ella lo había rechazado sin vacilar, su novio de aquel entonces como pretexto, sí, él estaba perfectamente al tanto, también –habían hablado de ello– de que ella ya no daba ningún futuro a aquella relación. Tras aquel primer rechazo, Marta nunca encontraba fuerzas para declinar sus esporádicas invitaciones a tomar un café, aunque después de cada encuentro volviera a casa con un sabor agridulce en la boca y la determinación de no quedar otra vez. Cuando finalmente rompió con su novio, agradeció que Quique la siguiera llamando, le venía bien que la sacaran de casa, la halagaba percibir que ella no había dejado de gustarle, por más que Quique siempre anduviera con una chica u otra, tenía facilidad para atraer a las mujeres y embarcarse en relaciones. Marta no terminaba de entenderlo. O tal vez sí. 

Su trato era cálido, cercano, su humor contagioso, pero Marta le reprochaba internamente que apenas le preguntara por su vida, por las cosas que a ella le sucedían o importaban, que cuando se veían sólo hablara de sí mismo, de sus planes y proyectos. Quique el que constantemente se mira al ombligo, cree recordar que ésas fueron las palabras con las que una vez lo describió a otros amigos. Así asistió al nacimiento del interés por el teatro del mal estudiante de químicas, que ella contempló con idéntica incredulidad a la que había sentido al oírlo por la radio. Pero si Quique apenas leía o sólo leía lo que ella, que en aquella época escribía su tesis sobre literatura francesa y había publicado un par de cuentos en revistas literarias, consideraba pura bazofia. La puso en un verdadero compromiso cuando le dio a leer algunos pequeños textos y obras que había escrito y le preguntó semanas después por su opinión. Textos infantiles, insulsos, desprovistos de toda sustancia, surgidos de una pluma carente de toda habilidad con el lenguaje, un quiero y no puedo tan notorio, tan poco consciente de sus limitaciones, que le había costado encontrar algún aspecto positivo que resaltar ante él. No obstante, él tomaba cada comentario suyo como una admirada alabanza, y se recreaba después narrándole de qué modo se había ido construyendo la historia en su cabeza, dónde creía él que se hallaban sus mayores virtudes, analizando sus personajes, las ideas o emociones que había querido expresar en ella. Marta lo escuchaba entre estupefacta, divertida y maravillada por el alto concepto que Quique tenía de sus creaciones. Pensaba para sí que semejante autoestima literaria, semejante seguridad no sólo en su supuesto talento, sino también en su autoproclamada capacidad para conseguir cualquier cosa que se propusiera, sólo podían provenir de su profunda ignorancia sobre la literatura, sobre sí mismo, y de un marcado egocentrismo que acaso explicara su falta de curiosidad por la gente que le rodeaba. 

Al cabo de un tiempo supo que estaba saliendo con una joven actriz. Que, gracias a ella, había empezado a desempeñar un pequeño trabajo –no puede recordar cuál, aunque está segura de que él le habló de ello con todo lujo de detalles– en la compañía de la que ella formaba parte. Que después había saltado a otra relación con otra actriz, lo cual le había facilitado involucrarse aún más estrechamente en el mundillo teatral. Incluso le suena haberle oído mencionar haber colaborado con algún director famoso. La última vez que hablaron, cuando él le dijo que se trasladaba a Madrid con su nueva novia, esta vez guionista de televisión –debía de ser esa inamovible confianza en sus cualidades, ese constante estar pagado de sí mismo lo que tanto atraía de él a las mujeres, se decía Marta con un contradictorio sentimiento de desprecio hacia su género–, porque allí tendría mejores oportunidades de hacer realidad su sueño de dedicarse profesionalmente al teatro, ella lo trató con cierta displicencia. Al día siguiente debía entregar una parte de su tesis y estaba muy ocupada y nerviosa revisando el texto. Cuando la conversación comenzó a alargarse, lo cortó un tanto abruptamente y se despidió, nunca sabrá por qué, con un comentario irónico o burlón sobre la vinculación de sus últimas novias con el mundo de la farándula y el provecho que él estaba sacando de ello del que se arrepintió en cuanto colgó el teléfono. No es de extrañar que él no volviera a llamarla. Tampoco puede decir que lo lamentara realmente. 

¿Lo había lamentado días atrás cuando, después de tantos años, escuchó su voz por la radio? Responder afirmativamente habría sido exagerado. Dar una rotunda negativa por respuesta también, si no pudo evitar, mientras oía la entrevista, que la asaltara el pensamiento de que, de haber mantenido su amistad con él, ahora sería amiga de una joven promesa del teatro camino de la fama. Incluso quién sabe –la imagen de aquella noche en la que él intentó besarla cruzó rauda por su mente– si no podría haber llegado a ser algo más que una simple amiga. Avergonzada, desechó de un manotazo mental ambos pensamientos, recriminándose la insólita ocurrencia, recordando el egocentrismo que nunca había dejado de distanciarla internamente de Quique. Es cierto que, a diferencia de él, ella había abrazado sueños que aún no se habían realizado y cuya realización intuía cada vez más improbable. Que, a diferencia de Quique, ella nunca había confiado lo suficiente en sus capacidades, y de ahí que nunca hubiera perseguido con suficiente convicción sus sueños. Entre ellos, el que suponía la novela que todavía no había conseguido terminar y sobre la que seguía trabajando, haciendo y deshaciendo, en sus escasos ratos libres. O quizá la diferencia entre ambos se resumía en que ella no era capaz de desear algo con tanta intensidad como lo había deseado él. Pero la cuestión era que, pese a todo, Marta no podía decir que estuviera insatisfecha con su vida. No era raro que, cuando algún contratiempo la deprimía, se detuviera a hacer balance de los trayectos que había recorrido, del lugar al que le habían conducido. Bien, nada es perfecto para nadie, concluía, lo cual no significaba que no tuviera sobrados motivos para considerarse una persona afortunada. Al menos –las frecuentes discusiones de un tiempo a esta parte con su actual pareja la irritaban tanto como inquietaban, aunque las atribuía a un período laboral sobrecargado de tensiones–, bastante afortunada. Sin embargo, no tardó en analizar que, entre los sentimientos que afloraron en ella al oír la voz de Quique en la radio, se incluía algo cercano a la envidia, también a la sensación de injusticia que suele acompañarla. No envidia por lo que Quique era –algo que ella jamás había valorado–, sino por lo que había logrado sin probablemente merecerlo. Nuevamente se recriminó el juicio que subyacía a sus sentimientos. Y qué sabía ella. Quizá Quique había cambiado, había aprendido durante todos esos años. Quizá sí tenía un talento que ella nunca había sabido reconocer, o lo había ido haciendo germinar poco a poco gracias a experiencias que ella desconocía. Al llegar a casa, se entretuvo un rato buscando por la red noticias sobre el estreno de la obra. Las críticas tampoco eran tan elogiosas, si bien el tema que abordaba podía justificar la razón de su éxito. En las fotografías que las ilustraban, Quique tenía buen aspecto, muy similar al que ella recordaba. Apenas se notaban los años transcurridos desde la última vez que se vieran. Desde aquella tarde, a menudo se le habían venido a la mente imágenes de él y de sus antiguos encuentros. No podía imaginar que, apenas una semana después, la casualidad querría que se encontraran en el metro, que ella rara vez utiliza. 

Y tú, cómo estás, hace tanto que nos perdimos la pista, se te ve muy bien, Marta, Quique la mira fijamente a los ojos después de concluir su largo monólogo, tanto que ella siente que va a ruborizarse y baja la vista tragando otra vez saliva antes de volver a alzarla. Es que estoy muy bien, me trasladé aquí por el trabajo y estoy contenta de haberlo hecho, me gusta esta ciudad, estoy además felizmente empar… Qué rabia, Quique la interrumpe bruscamente, me tengo que bajar en la próxima y estamos a punto de llegar, ¿vendrás a ver la obra, no?, estoy seguro de que te va a encantar, tú eras muy aficionada a la literatura, supongo que lo seguirás siendo, y la historia es de ésas que te atrapan, al menos es lo que yo pretendía y lo que la gente dice. El vagón ya se ha detenido, las puertas se abren. Me tengo que ir, me alegro mucho de haberte visto, menuda sorpresa, Marta, ya hablaremos. 

Quique abandona el vagón junto a un grupo de pasajeros y Marta lo observa apresurarse por el andén a través de la ventanilla. Se deja caer sobre uno de los asientos que han quedado desocupados. Aún le quedan unas cuantas paradas. Saca el libro del bolso y se dispone a leer. Apenas lo ha abierto, vuelve a cerrarlo y lo deposita sobre su regazo. Será imbécil, ni siquiera me ha pedido el teléfono, piensa mientras cierra los párpados. Nota un ligero malestar en la boca del estómago. Se pregunta, extrañada, disgustada consigo misma, por qué ahora ese inconfundible sentimiento de decepción y vacío. 

miércoles, 17 de abril de 2013

Acción


Parece ser que todo empezó a mediados de los noventa, la fecha exacta es incierta, en Monterrey, Méjico. La autoría de la iniciativa se atribuye a un poeta mejicano, Armando Alanís, y fue después continuada por un colectivo de poetas anónimos. Sin embargo, todo apunta a que sólo recientemente, casi veinte años después de aquellos orígenes un tanto nebulosos, la brillante idea de Armando Alanís dio pie a un singular movimiento social de creciente relevancia y a estas alturas difusión internacional. Se cuenta que hace apenas unos meses, en otra ciudad bien distinta, la capital de la provincia de Tucumán, alguien –dicen que un tal Fernando Ríos– supo de aquella iniciativa y decidió reavivarla con algunos amigos sobre los muros de su ciudad, castigada desde hace tiempo por la pobreza y el desánimo. Primero al amparo de la oscuridad de la noche y en las cercanías del bar que regenta, por temor a que se les confundiera con vándalos o vulgares graffiteros y hubieran de refugiarse a toda prisa de posibles increpaciones de sus conciudadanos. Luego prefirieron cambiar de estrategia: pedirían permiso a los propietarios de los muros y sólo intervendrían con su consentimiento. Así comenzó Acción Poética Tucumán, secuela tardía de la original Acción Poética nacida en Monterrey, pero cuya imparable popularidad amenaza con desdibujar en la memoria la fuente primera de su inspiración. Rápidamente el movimiento se extendió por toda Argentina, y luego por diversos países de Sudamérica. Parece ser, también, que ahora empieza a irrumpir por nuestros lares. 

El propósito de este movimiento podría quizá extraerse del lema que ya figura en los muros de tantas localidades: “Sin poesía no hay ciudad”. De él se desprende un nuevo concepto de lo que puede y tal vez debería ser una ciudad más allá de proyectos urbanísticos y planes de rehabilitación. Nada más trivial que la constatación de que nuestras ciudades, colonizadas por la jauría rugiente del tránsito rodado, los artilugios técnicos destinados a su regulación y el asalto constante de anuncios publicitarios apostados por cualquier rincón, se hallan desprovistas de toda poesía. Para estos ciudadanos amantes –que no adeptos, como reza otro de sus lemas– de la poesía, introducirla en ellas pasa por localizar muros y tapias anodinos, ocultar sus desconchones o sus herméticos ladrillos con una gruesa capa de pintura blanca, y escribir sobre ella, en letras negras, grandes, cuidadosamente perfiladas, siempre con una tipografía similar, escuetos versos que atrapen la atención de viandantes y conductores. Nunca más de ocho palabras, dicta la regla, en raras ocasiones transgredida, de manera que el verso pueda ser leído de un simple golpe de vista. Siempre firmadas por la rúbrica Acción Poética, seguida del nombre de la ciudad de la que proceden estos artistas callejeros, o tan sólo de las siglas que componen estos tres términos. El movimiento decora las ciudades con versos como “No el tiempo, sólo todos los instantes” que escribiera la elogiada poetisa Alejandra Pizarnik. O “Con los ojos cerrados y los sueños despiertos”, verso final de un poema del archiconocido Mario Benedetti. Sirve también para su objetivo el nombre de un viejo tango, “Todo te nombra”. O, sencillamente, versos anónimos, inventados por cualquiera, o de procedencia ya difícil de discernir, porque de ellos parecen haberse apropiado otras tantas personas anónimas que los integran en las creaciones que desperdigan por el cibermundo, como “Estamos a nada de serlo todo”, “Mi más sentido bésame” o “Extinguirnos a besos”. 


Trato de imaginar lo que debe de suponer habitar en una de esas ciudades en las que las palabras brotan de repente de los muros como flores intrépidas de una primavera llovida en tromba. Ser esa mujer que cada martes y cada viernes arrastra los pies camino al mercado entre casas de fachadas desgastadas que nunca reclaman una sola mirada. Ser el adolescente que cada mañana se dirige somnoliento hacia el colegio deslizando a tramos los dedos por muros de hormigón y paredes de ladrillo carcelario. Ser el conductor que, en su ruta hacia el trabajo, se abstrae, parapetado tras el parabrisas, de la fealdad del abandono reflejada en esas tapias ajadas que amurallan los recintos de tantos suburbios. O ser yo misma, quién sabe si algún día, deslizándome, al volante o lejos de él, junto a los muros que cotidianamente acompañan mis trayectos, y que no sin cierta dificultad alcanzo a ubicar en ellos cuando trato de evocarlos por su invariable tendencia a la invisibilidad. 


Y de manera por completo inesperada, en ese trayecto mil veces realizado, apenas ya percibido por mil veces repetido, en el que expectativas e inquietudes, voces radiofónicas o canciones tarareadas, silencios turbios o serenos vuelcan los ojos hacia adentro ante la ausencia de todo reclamo exterior, se presenta un buen día la sorpresa: la fachada antes descolorida, el muro desconchado, la superficie gris de cemento, convertidos en un lienzo en blanco sobre el que un puñado de palabras quiebran el hilo de los pensamientos, enmudecen el canturreo, despiertan del letargo. En esos muros destinados a ocultar, a dividir, a separar, de súbito la abertura hacia otro, la brecha por la que emerge la interpelación: “Mi más sentido bésame”. Y esa señora que arrastra los pies se detiene un instante, nota el calor de la rojez en sus mejillas al recordar algún amor de juventud demandando arrebolado sus besos, y reanuda su camino acompañada del rubor renacido de aquellos besos perdidos en la memoria. Lee el adolescente “Todo te nombra”, y mira a su alrededor con expresión seria, sintiéndose importante sin saber por qué, armado para afrontar el largo día con la solemnidad que destilan esas tres palabras. “Estamos a nada de serlo todo”, el conductor que primero frunce el ceño, luego sonríe escéptico, esta juventud, se dice, y que sin embargo proseguirá su ruta dando vueltas a miedos, carencias, deseos insatisfechos, y al tiempo que le resta para seguir siendo. 


¿Y yo? A mí me gustaría toparme con ese otro verso de Pizarnik que reza: “La jaula se ha vuelto pájaro”. Pienso demasiado en jaulas con sus barrotes, en cómo nos aprisionan y limitan el alcance de nuestros movimientos, en todas las cadenas que día a día maniatan nuestras rutinas a un áspero rosario de interminables obligaciones, de carreras y aspavientos impuestos que poco o nada se parecen a un gozoso batir de alas. Pienso en el mundo que se extiende más allá de esos barrotes y en la improbabilidad de llegar a transitarlo, confinada en este reducido perímetro de paredes construidas por horas y minutos rígidamente pautados. E imagino que, de toparme con ese verso, al continuar mi trayecto empezaría a pensar en el posible significado de ese trocar la jaula en pájaro. En cómo hacer para procurar, de ser ésta realizable, tan milagrosa transmutación. En los mecanismos que quizá lograran convertir esos mismos barrotes de tiempo que aprisionan bastaría con que sucediera de cuando en cuando en alas que se agitan sin más cortapisa ni más conciencia que la del aire que permite su vuelo. 


Pero también me conmovería encontrarme con este otro verso: “Escribo esta pared, es mi forma de tocarte”. Porque imagino de nuevo que, al leerlo, sentiría aliviarse la soledad de esos recorridos diarios que forman parte de mi particular jaula. Como si esas palabras, sólo por decirlo, tuvieran el poder de tocar a sus lectores como manos amigas. De descubrirles con ese contacto la existencia de seres anónimos dispuestos a regalar, a todos y a cualquiera, un pedazo de poesía que aliente sus caminos. De hacerles notar su cercanía, su voluntad de transfigurar el mundo que les es conocido en un lugar más habitable, gracias a la fuerza inconmovible de la palabra. De salvarles de un mundo que a menudo se impone terco y desabrido tan sólo con un escueto verso. 


Estén atentos. Quién sabe si cualquier día de estos no se les regala la sorpresa de encontrar, en sus propias ciudades, un muro antes invisible transformado en ventana que remueve y ensancha el horizonte. Si les ocurre, no dejen de decirme qué verso les ha tocado con sus dedos pintados de negro. 

sábado, 30 de marzo de 2013

Agudizar, agravar, empeorar


 En el verano de 2010 algunos Premios Nobel de Economía y otros prestigiosos economistas comenzaron a anunciar –la realidad ha demostrado sin lugar a dudas que con pleno conocimiento de causa– que las medidas impuestas a Grecia a cambio del rescate que su gobierno había solicitado para financiar su excesiva deuda pública sólo contribuirían a una profunda depresión de su economía y, por tanto, a un incremento de esa misma deuda pública. Ya entonces empecé a preguntarme por qué la llamada Troika se empeñaba en prescribir una serie de recetas de las que, sin remedio, se derivaría justamente el efecto contrario del que supuestamente pretendían lograr. Un efecto que se ha repetido sin excepción en todos aquellos países de la periferia de Europa que han debido demandar la ayuda de las altas esferas europeas. Fueran cuales fueren los orígenes de sus respectivas crisis, y con independencia de que éstas nada tuvieran que ver con una desmesurada deuda pública – los datos del caso español son aquí incontestables–, la Troika no ha dado más opción que la tan cacareada y defendida austeridad, que conlleva la reducción del gasto público y, en consecuencia, la reducción de los mecanismos del Estado para paliar las desigualdades sociales y económicas a través de políticas redistributivas de la riqueza. Esa austeridad que, en lugar de solventar los problemas económicos de tales países, tan sólo está conduciendo a su progresivo y a este paso imparable agravamiento. 

Si hasta yo, que carezco de toda formación en materia de economía, podía por aquella época comprender la validez de los razonamientos de los expertos que alertaban del suicidio económico que suponían las políticas de austeridad, resulta como poco insensato acogerse a la hipótesis de que los economistas que componen las instituciones de la Troika no sabían de antemano de las consecuencias de la aplicación de dichas políticas. Tan insensato, comienzo a sospechar, como creer que su falta de atención a los hechos objetivos, que han ratificado sobradamente las predicciones de empobrecimiento de aquellos expertos, obedezca tan sólo a una suerte de ciego dogmatismo –tan ciego, que rayaría ya en lo puramente patológico– por completo inmune a las evidencias empíricas. Los datos que periódicamente publican otras instituciones de la propia Unión Europea cantan a voz en grito el estrepitoso fracaso de las medidas de austeridad. Inconcebible que los mandatarios que las prescriben no tengan, cuanto menos, tanto conocimiento de ellos como cualquier ciudadano de a pie que se interese en buscarlos o tenga acceso a los medios de información que los difunden. 

¿Cuáles son entonces las razones que podrían explicar tan contumaz empecinamiento en unas recetas cuyas presuntas bondades son día a día desmentidas por los datos económicos? Más contando con la circunstancia de que el mismísimo Fondo Monetario Internacional –antaño feroz adalid de las políticas de austeridad– ha llegado a reconocer públicamente que sus cálculos en relación a los efectos de la austeridad sobre la economía contenían un embarazoso error, cuya corrección indica que la drástica reducción del gasto público dictada a los países en crisis deprime más de lo previsto sus economías e imposibilita cualquier posible recuperación tanto a corto como a largo plazo. ¿Por qué entonces, ante tal reconocimiento, el comisario de la Unión Europea se apresuró a advertir al FMI, eso sí, en un elegante lenguaje técnico, de que dejara de tocar las narices y mantuviera la boca cerrada –que así no entran moscas– en lugar de lanzar mensajes encaminados a minar la confianza de los Estados intervenidos en las políticas prescritas por Europa? 

Mientras tanto, ciertas voces críticas se han alzado para afirmar que los rescates a los países del Sur podrían no tener más finalidad que garantizar que sus bancos nacionales paguen los miles de millones de euros que deben a la banca alemana, lastrada por un enorme agujero financiero a causa de su activa participación en el mismo juego especulativo de casino –y generador de obscenos beneficios a corto plazo– que hundió a la banca norteamericana. Que ciertos sectores de la sociedad alemana se están beneficiando enormemente de la depresión de los países del Sur, a pesar de que la imposición más temprana en Alemania de las mismas medidas de austeridad ahora decretadas al Sur de Europa ha empobrecido a marchas forzadas a sus clases trabajadoras. Y también que, de perseverar en la dinámica seguida hasta la fecha, la propia economía alemana comenzará a acusar en sus propias carnes la depresión económica de los países del Sur para acabar entrando en recesión. 

Más que nunca, pues, continúa vigente el interrogante por los motivos que subyacerían a la aplicación de unas medidas que de ningún modo parecen favorecer a la economía de los países europeos. Un interrogante al que, a mi juicio, el libro de Naomi Klein La doctrina del shock brinda algunas respuestas. 

La doctrina del shock” es un espeluznante relato que apuesta por la tesis de que la materialización efectiva de las doctrinas neoliberales, hoy día presentadas bajo el formato de las políticas de austeridad, ha dependido invariablemente de una ciudadanía en “estado de shock”, esto es, aturdida e incapaz de resistencia, bien bajo diversos regímenes del terror, bien como consecuencia de catástrofes naturales o crisis económicas hábilmente aprovechadas para la introducción de una serie de “reformas” estructurales –en esencia, destrucción de servicios sociales y privatización de bienes públicos para el enriquecimiento de una élite empresarial, financiera y política– que los ciudadanos, de poder actuar libremente, sistemáticamente han rechazado. Para defender esta idea, su autora nos propone un exhaustivo recorrido geográfico y cronológico que se extiende desde la dictadura de Pinochet en Chile hasta el desastre el huracán Katrina en Nueva Orleans, pasando por la Junta militar en Argentina, la aplicación de la Ley Marcial en Bolivia, la masacre de la plaza de Tiananmen en China, la quema del Parlamento ruso tras el desmembramiento de la Unión Soviética, la crisis financiera de los Tigres Asiáticos, la invasión de Irak o el tsunami acaecido en 2005 en las costas de Sri Lanka, por sólo mencionar algunos de sus hitos. Se trata, por lo demás, de un texto extenso y profusamente documentado que se detiene a cada paso en los pormenores de lo sucedido en estos y otros países durante los períodos en que sufrieron o siguen sufriendo la aplicación del pensamiento neoliberal. 

Muy numerosas serían las cuestiones que valdría la pena reseñar de este libro. Pero como no tengo intención de aburriros aún más con este árido post, tan sólo rescataré de él, de entre las declaraciones de personas de influencia que han contribuido a la conquista del mundo por parte del neoliberalismo recogidas por Naomi Klein, una que, en el momento de leerla, me pareció particularmente ilustrativa para responder a la pregunta que comencé a plantearme en aquel verano del 2010. 

El que en 1995 fuera el economista principal del Banco Mundial, Michael Bruno, afirmó en una conferencia impartida ante la International Economic Association, convertida posteriormente en una publicación del Banco Mundial, que cada vez existía un mayor consenso en torno a “la idea de que una crisis suficientemente amplia podría conseguir impresionar hasta tal punto a los decisores políticos de un país que éstos se decidieran finalmente por instaurar reformas destinadas a potenciar la productividad”. Con tales reformas no se refería sino a aquellas que actualmente se definen en Europa como las políticas de austeridad. En este sentido, Michael Bruno sostuvo que los organismos internacionales no sólo tenían que aprovechar las crisis económicas existentes para imponer tales políticas –lo que entonces se recogió bajo el rótulo del Consenso de Washington– sino que debían hacer todo lo que estuviera en sus manos para agudizar esas crisis. Sí, han leído ustedes bien: agudizar. Que es lo mismo que hacer por agravar o empeorar esas crisis. Y si bien Michael Bruno admitió en aquella conferencia que la perspectiva de profundizar intencionadamente la depresión económica de un país resultaba de entrada aterradora, no dejó de animar a sus oyentes a aceptar ese proceso de destrucción como primer paso de una positiva transformación de la economía según su concepción neoliberal. “A medida que la crisis se hace más profunda, el Estado podría irse atrofiando lentamente”, concluyó, y con él, todas aquellas políticas intervencionistas que restan posibilidades de mercado al mundo empresarial. 

Yo no sé a ustedes, pero, en mi caso, estas palabras de Michael Bruno actuaron como una especie de interruptor que encendió una bombilla en mi cansada cabecita. Y me llevaron a sospechar que esta crisis será muy, pero que muy larga.