viernes, 24 de junio de 2011

Para qué poetas


Se nos deslucen las palabras en la boca de tanto gastarlas, como monedas que pasando de mano en mano fueran mermando en lustre, perdido entre el sudor y el polvo de dedos incontables su brillo originario, limada por el uso la nitidez primera del cuño de sus relieves, evaporado con el correr del tiempo aquel sabor inédito a tesoro extraño y recién capturado que paladearon una y otra vez nuestras lenguas infantiles al conquistar su poder. Ahora las lanzan al aire, o inmóviles al silencio reflectante de nuestras cabezas, convertidas en útiles, prácticos enseres, instrumentos tendidos hacia otros, hacia nuestra interioridad confusa, como puentes que devienen invisibles para los ojos fijos en la orilla a alcanzar. Y así emergen de nuestras gargantas apenas percibidas en sus contornos, difusamente entrelazadas por el enigmático automatismo tan sólo en una ínfima parte nutrido de la costumbre, ajenos los oídos las más de las ocasiones a la amplitud frondosa que se agazapa tras la superficie repetida y cotidianamente recortada de su significado. Al igual que se oculta la honda riqueza del dar al confinarse su pronunciación a la donación del pan y el martillo.

Pero hay quienes no cesan de abismarse sobre los zurcidos que la experiencia cose en sus entrañas, de abrazarse a los espectros brotados de su fantasía, de aguzar sus sentidos y afinar sus sentires en busca de la sustancia que arma el mundo, y en descenso por las raíces que el lenguaje clavara en sus almas, desde allí se afanan en amasar el barro de las palabras para moldear figuras de líneas delicadamente esculpidas. Como aplicados orfebres engastan las piezas del collar único y precioso escogiendo con cuidado cada trozo de metal irremplazable, meditando reflexivos sobre la justeza de cada ligadura, engarzando primorosamente una palabra tras otra. Y en su esmerada trabazón, insólita o en su sencillez reveladora, logran devolverles el brillo que acaso un día poseyeran. Desnudas sobre el papel, adheridas al son de una melodía en los oídos, refulgen entonces las palabras como piedras recién extraídas de una cantera, recobrada su fuerza bruta, revestidas de su autoridad nominativa primigenia. Dispuestas a resonar de nuevo en nuestras bocas con los ecos vírgenes que acompañaron su nacimiento, solícitas a vibrar en nuestras lenguas como si por vez primera las engendraran fraguando su sentido. Y hasta el silencio que separándolas las alía y uniéndolas las distancia, reverbera en ellas sinuoso como su signo escrito sobre la partitura, tornándose patente en el vacío que lo conforma.

Brillan las palabras en el metal forjado de sus versos, y brillan con ellas las cosas que nombran, en idéntico proceso deslucidas y opacas, desgastadas y sobadas por las manos en el hábito de la ejecución, por la mirada que en su reiteración las baquetea y aplana, aplastando el misterio que soporta su existencia, sepultando la belleza que en su singularidad se alberga. Disuelto por la designación atenta el gris plomizo que enturbia su manifestación rutinaria, se nos aparecen de súbito bajo una nueva luz, una luz distinta, más pura, más salvaje, que irradian perfilando sus límites, fundiéndola en su materia. Por eso descubrimos una y otra vez en el relucir de esas palabras la hermosura de la rosa ignorada durante el paseo, la suavidad fugaz de sus pétalos destinados a caer como párpados somnolientos, el orgullo inocente de sus espinas. Siempre pasmoso, el azul del cielo soleado que sobrevuela nuestras coronillas apresuradas. La frescura del agua manando en surtidor de la fuente o el muro impenetrable en los ojos dulces de la gacela. Y en todo ello, el milagro de que cada pequeña cosa, cada insignificante mota de polvo, haya llegado a estar ahí para arroparnos con su presencia. Pero también aprendemos una y otra vez, al calor de esos nombres y verbos pulcramente encajados, la soledad que ensombrece nuestras conciencias en el rugido negro de una pantera enjaulada. En un cuenco lleno de flores el asombro pintado de verde de la muerte. La potencia quizá aniquiladora, acaso vivificadora del dolor y la tristeza muelle de la melancolía. El desgarro irrenunciable del amor, siempre esposado al sufrimiento enajenado del desamor y la pérdida. La ironía terrible del cáncer como fiesta enloquecida de las células.

Es misión de poetas y trovadores arrastrarnos como flautistas por los senderos sedosos de sus palabras para arrojarnos en pleno rostro, rescatadas del nicho de la costumbre y entretejidas al ritmo de sus silencios, verdades que apartamos tozudos guiados por la pretensión vana de rehuir la angustia. Bastidores de los aconteceres que nos gestan, quizá tan sólo encerrados en el arcón de la desmemoria por el trasiego de los desvelos diarios. Apenas intuidas a veces desde el lenguaje común y la vivencia roma, evidencias que nos atraviesan en unas breves estrofas con la contundencia del rayo. Y no es raro que logren sus versos incrustarse con tal tenacidad en nuestra retinas que ya nunca dejemos de vislumbrar rojos los leones sobre las cálidas praderas, de tierra los cuerpos unidos en la noche, el blanco de su gemido al sobrevenir el alba. Poetas y trovadores trabajan el elemento dúctil del lenguaje para decir aquello que las cosas pueden ser y entonces son. Para fundar lo que en su aparecer las muestra y define al ser dichas y nombradas si aquí es, como uno de ellos cantara, el tiempo de lo decible. Se inventa y construye el mundo, ése que hacia adentro y por fuera nos es dado contemplar, ése que esencialmente habita en nuestras pupilas, en la presteza convulsa de sus dedos y la articulación de sus lenguas. Esponjado por ellas en sus aparentes cercados, ensanchado en su masa mostrenca al desamparo de las palabras. Y así es como de continuo se puebla de ángeles sobrecogedores, de dioses olímpicos, de atlántidas sumergidas, no por invisibles a los ojos del cuerpo menos tangibles para los del alma. De Aquiles encolerizado, Ulises nostálgico y añejos caballeros andantes. De infinitas entidades más concretas, más compactas y veraces en el tránsito del papel a la cabeza que los seres engañosamente cercanos al alcance de nuestras manos. De torsos de Apolo salvados de entre las ruinas capaces de impulsarnos a cambiar nuestra vida.

Y quién sabe si acaso no cantan y celebran, maldicen y lloran en sus elegías poetas y trovadores, como Orfeos regresados del averno, para ofrecernos en préstamo sus voces doradas cada vez que el aire, devenido incógnita densa en la ecuación indescifrable, ataranta y enmudece nuestras lenguas de trapo hurtándonos la palabra. Cada vez que vapuleados por el oleaje agitado que levanta en las vísceras esta realidad siempre extraña, siempre brumosa y desbordante, se nos torna correoso el lenguaje en la boca, reducida el habla a torpe balbuceo o grito ahogado, usurpándonos la posibilidad del justo decir y nombrar. Condenándonos a un desasosegante silencio. Penetramos sus letras y de pronto ahí estamos, retratados en su inaudita composición como en un espejo claro. Escuchamos sus versos y en su fluir ordenado nos hallamos, en pugna con boca y mundo, dichos en el pesar que asfixia la garganta, nombrados atinadamente en el pasmo que nos calla. Pues ellos son quienes, transformando en verbo su carne mortal, desgranan con cuidado la amalgama confusa de la experiencia para brindarla abierta a nuestras lenguas. Y repitiendo sus palabras pulidas, vibrantes, recobramos nosotros la voz. Diciéndonos en su sonido cristalino como nadie mejor nos hubiera dicho.

sábado, 4 de junio de 2011

Obediencia


No me cabe la menor duda: cualquiera que se enfrentara a la pregunta acerca de si estaría dispuesto a suministrar, bajo las órdenes de un científico, una descarga eléctrica de 460 voltios a otra persona, respondería con un escandalizado "¡No!" Y también con toda certeza proferiría una negativa aún más rotunda de planteársele si lo haría a petición del conductor de un concurso o del público de un plató televisivo. Pero, ¿podemos estar tan seguros de lo que haríamos o dejaríamos de hacer bajo la presión de una fuente de autoridad? ¿Sabemos realmente hasta qué punto estaríamos dispuestos a obedecer las órdenes de otro ser humano revestido, constitutiva o coyunturalmente, de alguna forma de poder reconocido por nosotros mismos como legítimo?

Éstos son tan sólo algunos de los interrogantes que suscita la reciente reproducción del experimento Milgram -un famoso experimento de psicología social llevado a cabo en los años 60- presentada en un documental de la televisión francesa llamado “El juego de la muerte”. La única pero más que significativa diferencia entre uno y otro experimento es que Milgram lo realizó en un laboratorio de la Universidad de Yale, mientras que su versión contemporánea tuvo lugar en un estudio de televisión.



Los sujetos experimentales fueron esta vez 80 personas seleccionadas entre 2500 para participar como voluntarios en la presunta puesta a punto de un nuevo concurso televisivo llamado “La zona extrema”. Al igual que en el experimento Milgram, se trataba de personas de entre 20 y 50 años con niveles de estudios variables. Su cometido como “examinadores” consistía en formular una serie de preguntas a otro “concursante” o “candidato” –en realidad, un actor cómplice del experimento- relativas a un listado de palabras que éste debía memorizar previamente y en penalizar sus respuestas erróneas con descargas eléctricas de intensidad creciente. Según la lógica del concurso, “examinador” y “candidato” ganarían un millón de euros a repartir entre ambos sólo por persistir en el juego hasta la formulación de la última pregunta, con independencia de los errores cometidos por el “candidato”. Pero dado que los “examinadores” creían estar participando en un mero programa de prueba, sus beneficios económicos, así como los del ficticio “candidato”, se reducirían a 40 euros en concepto de compensación por su colaboración.

Las descargas que podía recibir el “candidato” iban desde los 20 voltios iniciales ante el primer error hasta los 460 voltios. Durante la ejecución del concurso, el “candidato” permanecía supuestamente encerrado en una cabina. "Examinador" y público en el plató tan sólo podían escuchar primero sus quejas ante las descargas, luego sus alarmantes gritos de dolor y finalmente sus desesperadas súplicas para que se le permitiera abandonar el concurso -simples grabaciones de la voz del actor reproducidas por los productores del programa tras las hipotéticas descargas-. A partir de los 320 voltios el candidato se negaba entre gritos y lloros a responder a más preguntas. A partir de los 360, de su cabina únicamente emergía un preocupante silencio.

Si el “examinador” vacilaba en aplicar la descarga y así continuar con el juego, la conductora del programa debía decir: “Adelante, continúe”. Conforme la vacilación del “examinador” aumentaba ante las reacciones del “candidato”, también lo hacía la presión de la conductora sobre él con consignas del tipo: “Que no te impresione. Hay que continuar” o “Es tu turno. Continúa”. Después: “Tienes que continuar. Son las reglas”, “Es la lógica del juego. Tienes que continuar”, “El juego exige que continúes”. Y ante la primera negativa del “examinador” a proseguir con el juego: “Nosotros asumimos todas las consecuencias”. Seguido de “Ahora mismo el candidato quiere parar, pero en diez minutos te agradecerá que hayas continuado”. Y finalmente, si las consignas fracasaban, la apelación al público: “¿Qué opina el público?”, que aplaudía y alentaba al “examinador” a continuar.

Los resultados del experimento fueron escalofriantes: de los 80 “examinadores”, 64 -el 81 por ciento- llegaron hasta el final del juego, obedeciendo las órdenes de la conductora del programa y consintiendo en aplicar una última descarga eléctrica de 460 voltios al falso “candidato”. Sorprendentemente, se superaban los ya escalofriantes resultados del experimento de Milgram, en el que, desbordando todas las previsiones de los psicólogos, el 62 por ciento de los “examinadores” obedecieron también hasta el final las instrucciones de un científico creyendo participar en un experimento de la Universidad de Yale sobre el efecto del castigo en el aprendizaje.


Estas personas no eran sádicos que disfrutaran infligiendo dolor a otros. Por el contrario, después de la realización del experimento y de haber sido informados sobre su dinámica, todos manifestaron haber sufrido enormemente y experimentado un grave conflicto moral por verse “obligados” a administrar descargas eléctricas al “candidato”. A partir de cierto voltaje, muchos de ellos intentaron hacer trampas indicando al “candidato”, con la entonación de su voz, la respuesta correcta a las preguntas formuladas para no tener que proseguir con la tortura. Durante el concurso, vivieron momentos de tensión insoportable y fuerte angustia. Pero, aún así, no consiguieron dejar de obedecer las órdenes de la conductora del concurso. De no haberse tratado de un experimento psicológico, el 81 por ciento de los sujetos participantes habría matado a otra persona ante las cámaras por no ser capaces de desobedecer y de enfrentarse a la autoridad que concedieron al programa. La cuestión más candente ante estos hechos es, simple y llanamente: ¿Por qué?

Las conclusiones del equipo de psicólogos que dirigieron el experimento resultan, a mi juicio, de todo punto iluminadoras: puesto que convivir como seres sociales exige obediencia al conjunto de normas y leyes que regulan el funcionamiento de la sociedad, desde nuestros primeros años de vida se nos educa en la obediencia y para obedecer. No de otra forma aprendemos a convivir con nuestros semejantes e incluso a sobrevivir como individuos. Eso no significa que obedezcamos a cualquiera. Pero sí que obedecemos por principio a quienes reconocemos como fuentes de legítima autoridad: a nuestros padres de niños, a nuestros profesores, a nuestros jefes, a los agentes del orden público, a los médicos… Desde que tenemos uso de razón, hemos sido moldeados para obedecer sin cuestionamiento a quienes concedemos la legitimidad de un poder instituido socialmente, y en especial a quienes ostentan el poder social que otorga el saber.

En este sentido, dicen los psicólogos, la desobediencia y el enfrentamiento a la autoridad no son fruto de la improvisación: igual que se aprende a obedecer, la capacidad para desobedecer es resultado de un aprendizaje previo, de unas experiencias anteriores, de una educación. La que, como sugiere el documental, demostraron poseer el grupo de 9 “rebeldes” que lograron enfrentarse a la conductora del programa y parar el juego en torno a las descargas de 180 voltios, haciendo valer sus convicciones morales por encima de sus órdenes. Una de ellos relataba con posterioridad que, al pulsar la palanca de las descargas, a su mente venía la imagen de los campos de concentración nazi, de los médicos que experimentaban en ellos con sus prisioneros. Y no creo que sea casual que esta mujer declarara haber crecido en un país comunista, donde la mayor presencia y calado del mandato de obediencia a las reglas sociales tendería a confrontar a sus individuos, al menos reflexiva o virtualmente, con la posibilidad de la desobediencia. Pero si no todo el mundo ha tenido la oportunidad de aprender a desobedecer, ese aprendizaje, afirman los psicólogos, puede adquirirse con cierta rapidez. Prueba de ello sería el segundo grupo de 7 rebeldes que rechazaron continuar con el juego a partir de los 320 voltios, una vez el “candidato” dejó de responder a las preguntas.

Según los psicólogos, el principal obstáculo a la desobediencia que la gran mayoría de los “examinadores” no consiguió vencer radica en lo que Milgram llamó en su día el “estado agéntico”: ante los dictados de una autoridad valorada como legítima y, fundamentalmente, ante el desconocimiento del contexto, de los supuestos, de los factores de realidad que darían sentido o mostrarían con prístina claridad a dónde conducen tales dictados, entramos en un estado por el que nos percibimos como meros instrumentos ejecutores, como meros agentes de las decisiones de otros. Suspendemos el juicio. Dejamos de pensar y delegamos toda nuestra responsabilidad personal en la autoridad que ordena. La autoridad pasa a ser entonces responsable de las consecuencias de nuestros actos, no nosotros. Ellos sabrán lo que se hacen, nos decimos. Yo sólo cumplo órdenes y será la autoridad quien responda de mis actos. Inquietante, ¿verdad?

El experimento psicológico que se expone en el documental “El juego de la muerte” pretendía evaluar el poder en nuestras sociedades de la televisión, convertida para gran parte de la población en fuente legítima de autoridad. Sin embargo, me parece que sus conclusiones a este respecto pueden ponerse parcialmente en entredicho desde el siguiente razonamiento: somos muchos los que de antemano rechazaríamos dedicar unas horas de nuestras vidas a colaborar en la puesta a punto de un programa televisivo a cambio de 40 euros; por tanto, los participantes en el experimento eran personas que ya sentían una particular “veneración” por el universo televisivo y no cabe considerarlos como una muestra representativa del conjunto de la sociedad a la hora de medir el influjo de la televisión sobre ella.

Pero si, a pesar de ello, creo que este documental merece ser visto y analizado con detalle, es porque pienso que sus reflexiones sobre la obediencia son perfectamente válidas y deben ser tenidas en cuenta. En un mundo de creciente complejidad como el nuestro, donde cada vez son más los asuntos cuyo funcionamiento interno desconocemos, y cada vez mayor la necesidad, en función de ello, de confiar en el saber de los “expertos”, nos vemos de continuo alentados, incluso forzados, a suspender el juicio, a dejar de pensar y a limitarnos a obedecer las consignas de otros. A delegar la responsabilidad de nuestras vidas en manos de esos que saben o dicen saber. Y es así como nos volvemos peligrosamente proclives a convertirnos, sin darnos cuenta siquiera, en las manos ejecutoras de sus abusos de poder. Permanezcamos, pues, atentos. Y no olvidemos que siempre nos cabe la opción de la desobediencia y el enfrentamiento a la autoridad.

Descubrí hace unos meses este fascinante documental gracias a Huelladeperro. Ya entonces se desató en su blog un interesante debate sobre él. Pero como, pasado el tiempo, tengo la impresión de que apenas se difundió y de que muy poca gente lo conoce, no he querido dejar de traerlo a esta página. Entre otras cosas, porque si es cierto que la desobediencia se aprende, creo que bien podemos aprender algo, por poco que sea, a partir de la experiencia de otros. Así que, si os sobra hora y media, no dejéis de verlo.