jueves, 31 de julio de 2008

Pensar


Los que seguís asiduamente este blog recordaréis probablemente que hace unos meses estuve en el Purgatorio. Pues bien, en medio de las numerosas torturas y penalidades que allí debí padecer, a menudo me vi sobrecogida por una extraña sensación que hacía resonar en mis oídos la voz de Dylan arrastrándose por esa estrofa que dice: "Because something is happening here, but you don't know what it is. Do you Mr. Jones?". Sí, algo estaba pasando. Pero yo, al igual que Mr. Jones, no sabía qué era. Hasta que la inquietante sensación comenzó a traducirse torpemente en mi cabeza en una idea: en el Purgatorio no era posible pensar. Pensar. Algo que viví como una suerte de tortura añadida a las que ya estaba sufriendo y que me desasosegaba tal vez más que todas ellas juntas.

¿Pensar? ¿Pero qué quería decir pensar? Porque si de lo que se trataba era de encontrar soluciones lógicas a cuestiones urgentes, de planificar estrategias para alcanzar un objetivo inmediato, de sacar las conclusiones precisas para hacerlo efectivo, no puede decirse que en el Purgatorio no pensara. Más bien sucedía todo lo contrario. Cada día, en una interminable jornada que se extendía desde antes de la siete de la mañana hasta más allá de la medianoche, mis neuronas trabajaban a marchas forzadas para enfrentarse a situaciones nuevas e intentar salir airosa de ellas, para resolver problemas inesperados, para tomar una decisión tras otra, engarzadas en una larga cadena agotadora que daba con mi cabeza en la almohada totalmente exhausta, en lapsos de tiempo incomparablemente más breves a los de su rutina habitual. No, mis neuronas funcionaban a pleno rendimiento. Y aun así, seguía teniendo la sensación de que no podía pensar.

Lo que me ocurría era más que evidente: no tenía ni el tiempo ni la calma para pararme a pensar. Y es que de ese pararse, de esa detención del movimiento, emerge otro Pensar muy distinto al que en aquellos días no dejaba de poner en práctica y que con tanta inquietud echaba de menos. Urgida por las circunstancias, inmersa en un vertiginoso ajetreo que amenazaba con desbordarme, requerida por mil y un asuntos que precisaban una respuesta siempre pronta, carecía del sosiego y, sobre todo, del espacio mental que me permitiera, además de pensar en lo necesario para sobrevivir a la condena del Purgatorio, pensar sobre lo que en él estaba sucediendo. Porque ese otro Pensar que allí parecía haberse evaporado constituye, diría, principalmente una cuestión de espacio: de espacio interior que sólo puede abrirse a la luz de un cierto vacío exterior. Y exige, apoyándose sobre ese espacio, una toma de distancia, un sacar un pie fuera de la realidad que nos aleje de ella, o incluso un elevarse hacia las alturas que sobrevuele los acontecimientos para así, proyectando una mirada de pájaro, alcanzar a contemplarlos. Ante la drástica reducción de ese espacio interior, en ausencia de la posibilidad de generar a través de él esa distancia en el momento en que los acontecimientos se agolpan uno tras otro demandando pura proximidad sin huecos, no cabe contemplación alguna. Toma su lugar un ver miope, casi ciego, que avanza mecánicamente superando obstáculos sin lograr la perspectiva adecuada para explorar y conocer el terreno que pisa.

Sin distancia, sin lejanía, no hay, por tanto, ese otro Pensar desasido de lo inmediato. Ni puede haberlo sin el vacío exterior que consiga dilatar en nosotros el espacio interior capaz de crear esa distancia y esa lejanía. El espacio que consienta dar un salto por encima de la realidad y situarnos en una provisional atalaya periférica desde la cual, tranquilamente sentados, examinarla con calma.

Supongo que huelga decir que, finalizado el trance del Purgatorio, acabé recobrando poco a poco ese otro Pensar que me fue negado con sus suplicios. Al menos en el grado en que disponía de él antes de iniciarlo. Pero su recuperación únicamente me llevó a redescubrir una vez más algo que, en el transcurso de esa desagradable experiencia, me había sido muy fácil olvidar: que ese mismo espacio interior que hace posible el Pensar, el que habilita la mirada de pájaro, no supone más que un estorbo y un martirio indecible allí donde la intensidad del brillo del momento presente nos impele a mutar de pájaro en serpiente y a deslizarnos sobre cada instante, ávidamente pegados a su superficie, como si de nuestra propia piel escamosa se tratara. Deseosos de aniquilar todo milímetro de lejanía. Anhelantes de una cercanía absoluta que nos disuelva y funda con lo que acaece.


miércoles, 23 de julio de 2008

Dominar el horror


¿Alguien descendería a los infiernos si no fuera, en el fondo, para encontrar una respuesta? Tal vez la respuesta a una pregunta que ni siquiera era capaz de traducir en palabras antes de ese descenso. Quizás una respuesta a un interrogante que probablemente latía en lo más hondo de los entresijos de su conciencia, pero que ha necesitado de ese largo y penoso recorrido para formularse con claridad en su mente. O tal vez, incluso, una respuesta a una pregunta sólo identificable en el momento mismo de verse respondida.

Ésta es la respuesta que, en la genial película de Francis Ford Coppola "Apocalipsis now", el capitán Willard (Martin Sheen) encuentra al término de su particular bajada a los infiernos, escenificados allí en la jungla más profunda y siniestra de un vietnam asolado por la guerra, el napalm y el horror. Se la da el Coronel Kurtz (Marlon Brando), quien, erigido en dueño y señor de esa jungla infernal, la ha convertido en una orgía salvaje de violencia, sangre y miembros cercenados:

"He visto horrores, horrores que tú has visto. Pero no tienes derecho a llamarme asesino. Tienes derecho a matarme. Tienes derecho a hacerlo. Pero no tienes ningún derecho a juzgarme.

Es imposible describir con palabras lo que esto significa para los que no saben qué es el horror. Horror. El horror tiene cara. Y uno debe familiarizarse con él. El horror, y el terror moral, son tus amigos. De lo contrario, se convierten en enemigos espantosos. En enemigos de verdad.

Me acuerdo cuando estaba en la fuerza especial. Parece que han pasado mil siglos. Fuimos a un campamento a vacunar a unos niños. Dejamos el campamento después de vacunarlos a todos contra la polio. Un viejo vino tras nosotros, llorando, sin decir nada. Volvimos atrás. Ellos habían vuelto y cortado los brazos vacunados. Allí había una enorme pila de pequeños brazos. Y recuerdo también que yo, yo, lloré como un niño. Sí, como un niño. Quería arrancarme los dientes. No sé lo que quería hacer. Y me esfuerzo por recordarlo. No quiero olvidarlo nunca. No quiero olvidar.

En ese momento vi claro, como si me hubieran disparado con un diamante, con una bala de diamante en la frente. Y pensé: ¡Dios mío, qué genialidad! El genio, la voluntad de hacer eso. Perfecto, genuino, cristalino, completo, puro. Y entonces me di cuenta de que ellos eran más fuertes porque lo soportaban. No eran monstruos, eran hombres, cuadros entrenados. Estos hombres, que luchan con corazón, que tienen familia, hijos, que están llenos de amor, que han tenido la fuerza, ¡la fuerza!, de hacer eso. Si contara con diez divisiones de esos hombres, nuestros problemas quedarían resueltos en el acto. Se precisan hombres con moral, y que al mismo tiempo sepan utilizar sus instintos primordiales para matar. Sin sentimientos, sin pasión. Sin juicio, sin ningún juicio. Porque es el juicio lo que nos derrota"

No es ésta, desde luego, la respuesta de un hombre que ha perdido el juicio, tal y como presupone el ejército norteamericano para justificar el asesinato del Coronel Kurtz a manos de Willard. Es más bien la respuesta de quien, según él mismo declara, ha decidido apartar de un golpe toda voluntad de juzgar en pos de un único fin: dominar el horror para dejar de ser dominado por él; transformarlo en su aliado si no otra cosa cabe hacer con él para que no resulte un espantoso enemigo.

Porque el horror son, en su recuerdo, aquellos bracitos cortados formando una gran pila. En las lágrimas que como un niño derrama se evidencia el signo palmario de su debilidad, de su terror, de su impotencia frente al alud de sentimientos de pánico, de ira, de aversión y repugnancia que desata el horror. Lágrimas, en definitiva, de reconocimiento del dominio que el horror ejerce sobre él. Pero es el contacto con el horror de este supremo acto de crueldad lo que, como una revelación, como esa bala de diamante que estuviera penetrando su frente, le lleva a descubrir la verdad que a partir de ese momento regirá el curso de su existencia: la única manera de sobreponerse al horror es tomar posesión de él y convertirse en su maestro de ceremonias. Mirar de frente su rostro y atreverse a provocarlo, a conjurarlo, a encarnarlo, haciendo brotar de uno mismo aquella fuerza, ¡la fuerza!, que ha permitido a los soldados vietnamitas vencer todos los sentimientos de compasión, de piedad, de empatía con el otro que pudieran despertarles los niños vacunados y ser capaces de mutilar, uno a uno, sus pequeños bracitos.

Por ello Kurtz convertirá su territorio en un grotesco y terrorífico santuario de cadáveres, de cabezas cortadas, de los restos de sus crímenes, así como de los cometidos bajo su imperio, perpetrados con el objetivo de alcanzar, ante sí mismo y ante los demás, el poder que emana de la posibilidad de manejar y controlar el horror a su antojo. Por ello Kurtz no dudará en arrojar a la celda de Willard, terrible en su impasibilidad, la cabeza aún caliente de uno de los miembros de su tripulación. Pero también por ello mismo Kurtz, movido por el deseo de enfrentarse al miedo y horror últimos que escapan a todo dominio, los que provienen de su propia muerte violenta, dejará que el machete del capitán Willard acabe con su vida.

Hace poco, recordando esta magistral escena de la película de Coppola, me asaltó la pregunta sobre si no es ese mismo dominio del horror, en un plano radicalmente distinto pero en esencia idéntico, lo que perseguimos con nuestra imaginación cuando queremos ver la fotografía en los periódicos de un rostro horriblemente desfigurado por una extraña enfermedad o un terrible acto de sadismo. Cuando buscamos exponer nuestras pupilas a la imagen de los cuerpos brutalmente mutilados en una matanza o un accidente. Cuando leemos la noticia de un crimen siniestro y nos sentimos impulsados a conocer los más escabrosos detalles. Cuando ante una sangrienta y cruel escena de violencia cinematográfica nos cubrimos horrorizados los ojos y aun así no podemos evitar entreabrir los dedos para seguir mirando. Si no es, en el fondo, esa curiosidad llamada morbosa el modo en que tratamos de dominar el horror que nos produce la idea de nuestra constante condición de posibles víctimas de horrores semejantes mientras estemos vivos. Si no pretendemos en esos momentos, como dice el Coronel Kurtz, familiarizarnos un poco con el horror para aplacar el pánico que su mera hipótesis nos produce recreando en nosotros mismos lo que supondría sentirlo, sufrirlo o ser aniquilados por él.

Sin sentimientos, sin pasión, el horror tiende a desaparecer, tanto para quien lo sufre como para quien lo propaga. De ahí que aquella princesa reclamara que nadie de los que entraran en su palacio tuviera corazón:

viernes, 11 de julio de 2008

Errar


Nada es tan sencillo como para el cazador agazapado frente a su presa, cuyo errar el tiro alcanza íntegra conciencia en la continuidad del vuelo sobre su cabeza, en el apresurado susurrar cada vez más distante de los matorrales, incluso en el galope rugiente de la fiera enfurecida anunciando el zarpazo mortal. La inmediatez exhibe a plena luz el desacierto, abriendo con un corte limpio la posibilidad de la enmienda urgente, del segundo disparo, la prosecución en el rastreo de la presa o su probable reemplazo, también la lucidez última del error fatal y el resquicio de la fuga.

Para nosotros, demasiadas son las ocasiones, y otras tantas esenciales, en que ninguna pieza asoma con nitidez a nuestros ojos. En que ni tan siquiera existe el centro preciso enmarcado por círculos concéntricos de la diana. Ni arco visible en nuestras manos más allá del que entre nuestros pies tensa la vaga voluntad de soslayar el tropiezo. Carecen entonces nuestros errores de un saber sobre sí en el instante mismo de su producción, y sólo el transcurrir de los minutos, las horas, los días, o quizás los años, activa los variados mecanismos de su detección: el emerger de la duda en el recuerdo que amarga; la premonición de la penuria por el paso irreflexivo temido como falso; la sensación difusa del desacierto lastrado de un cómo, cuándo y dónde ilocalizables; y en el extremo, la dura certeza del equívoco mediada por el golpe inesperado, llovido como un mazazo en ausencia de la coraza protectora de una anticipación impracticable.

La conciencia tardía, el pensamiento ulterior, y, sobre todo, los acontecimientos venideros, habrán de acometer la tarea de subrayar en rojo nuestras faltas, de señalar el fallo con índice acusador. A veces, cuando la fortuna quiera aún brindarnos la oportunidad de corregir la trayectoria, de reparar el desliz, de remendar el desgarrón, la herida en la piel propia o ajena. Otras, en el momento en que el descubrimiento del daño irreparable, del pretérito clausurado y desaparecido, no consienta más que la asunción -bien trivial, bien dolorosa- del error cometido y la exhortación al aprendizaje, a la más atenta mirada futura, a través de la cuidadosa disección de las causas. En no pocos casos, con la certidumbre resignada de lo irremediable del equívoco, si el espectro de consecuencias pronosticables para nuestros actos se reconoce en exceso limitado en medio de una realidad que siempre nos desborda. A la par, el alzarse de la sensata sospecha de potenciales errores sobre nuestra nuca todavía no manifiestos, junto al temor por sus hipotéticas e imprevisibles derivadas. También de aquellos que, pese a determinar desde lo oscuro la luz de cada nuevo día, nunca se plegarán a desfilar ante nuestras confusas pupilas. E, invariablemente, la aprensión contenida por los múltiples desatinos en que aún habremos de incurrir.

Pero errar es el inevitable destino de quien por naturaleza camina desde la cuna con paso errante. Del animal cuyos pies deben dirigirse hacia lugares inexistentes en su geografía vital hasta el instante mismo de su conquista, no cartografiados por ello en mapa alguno antes de ser pisados, como tampoco las vías certeras que procuren su acceso. Lugares sustraídos al inventario previo, abocados a la invención y reinvención constante, y que así privan a nuestro andar de guía firme y definitiva, conviertiéndolo en complicado vagar y deambular por territorios ignotos. No puede ser de otra manera cuando la brújula de cada meta creada apenas logra marcar un norte siempre provisional, restringida su validez a que los hechos, los sentimientos, las convicciones, sigan aprobando su vigencia. No cabe otra posibilidad si el camino hacia el espacio elegido jamás se traza de antemano y el aparente desvío del cálculo inexperto, la improvisación necesaria en la carencia de planos, esconden tanto el atajo perfecto como el borde del precipicio.

Siendo en esencia nuestro andar un errar sin rumbo prefijado, en él se contiene, como la gota en el agua, la inclinación inalterable al error y al extravío.

jueves, 3 de julio de 2008

Perlas cultivadas (III): Lo femenino


Esta sección, largo tiempo dormida, despierta hoy con todo su ímpetu para presentaros unas "perlas" que tal vez muchos ya conozcáis, dado que han sido ampliamente difundidas por la red, pero de cuyo descubrimiento no podía dejar de hacerme eco en este blog. Los que lo seguís con cierta asiduidad comprenderéis por qué en cuanto sigáis leyendo. He aquí, queridos y queridas, estas preciadas, valiosísimas "perlas", que adornan los archivos de nuestra memoria histórica:
"Las mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho"

Tales palabras fueron escritas en 1942 por Pilar Primo de Rivera, hermana de Jose Antonio Primo de Rivera y fundadora en 1934 de la Sección Femenina, institución surgida desde la Falange y de la cual sería la única Delegada Nacional durante los 43 años de su pervivencia. Uno de sus pilares doctrinales consistía en la voluntad -¡atención!- de "dignificar" a la mujer: la Sección Femenina se erige en defensora de unos valores específicamente "femeninos" que deben dejar de menospreciarse socialmente para ser valorados en su justa medida. Su lema era: "Hay que ser femeninas y no feministas".


Nada mejor para dignificar a la mujer que empezar por reconocer cuáles son sus carencias con el fin de potenciar sus virtudes. ¿No sería ridículo que un elefante pretendiera caminar con la ligereza y elegancia de una gacela? Pues como esos elefantes torpones y ridículos debían de ser para Pilar mujeres como Cecilia Böhl de Faber, Lou Andreas-Salomé, Virginia Woolf, Jane Austen, Charlotte Bronté, Emily Dickinson, Sylvia Plath, Annaïs Nin o Marie Curie, por citar sólo unas cuantas de una lista que podría ser interminable, empeñadas en hacer uso de un talento creador del que carecían en lugar de limitarse a interpretar lo que los hombres les dieron hecho. Mejor o peor, claro. Ya se sabe que el arte de la interpretación es un asunto de mucha enjundia. Pero sigamos, sigamos interpretando, mal que bien, dado que, según Pilar, es lo único que las mujeres sabemos hacer:

"La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera simular -o disimular-, no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse. La dependencia voluntaria, la ofrenda de todos los minutos, de todos los deseos y las ilusiones, es el estado más hermoso, porque es la absorción de todos los malos gérmenes -vanidad, egoísmo, frivolidades- por el amor"


Esta otra perla apareció el 13 de Agosto de 1944 en la revista de la Sección Femenina "Medina", cuyo nombre hace referencia al Castillo de la Mota de Medina del Campo que Franco entregara a la Sección Femenina para sus actividades. Falta de todo talento creador, ¿qué otra cosa podría desear una mujer más que encontrar a un amo y señor al cual someterse, ofrecerse y del que depender, todo ello en aras del amor, el objetivo más alto que le corresponde? Queridas, admitámoslo ya de una vez: todo afán de libertad, igualdad e independencia no son más que simulaciones enmascaradoras de lo que en el fondo constituye, según proclama la Sección Femenina, nuestro auténtico deseo. Dejémoslo aflorar y pleguémonos a él si no queremos traicionar nuestra verdadera naturaleza y abocarnos así a la infelicidad. Como infelices seremos si no atendemos a las palabras del Padre García Figuer, publicadas el 12 de agosto de 1945 en esta misma revista:

"La mujer sensual tiene los ojos hundidos, las mejillas descoloridas, transparentes las orejas, apuntada la barbilla, seca la boca, sudorosas las manos, quebrado el talle, inseguro el paso y triste todo su ser. Espiritualmente, el entendimiento se oscurece, se hace tardo a la reflexión: la voluntad pierde el dominio de sus actos y es como una barquilla a merced de las olas: la memoria se entumece. Sólo la imaginación permanece activa, para su daño, con la representación de imágenes lascivas, que la llenan totalmente. De la mujer sensual no se ha de esperar trabajo serio, idea grave, labor fecunda, sentimiento limpio, ternura acogedora"


Vaya, yo no sé, pero parece que para este piadoso Padre, tan preocupado por la salud de la mujer, la sensualidad en ella -¿valdría decir la sexualidad?- no es más que una enfermedad con síntomas ciertamente peculiares y preocupantes que afectan tanto a su cuerpo como a su alma. ¿Será la oración la medicina para acabar con toda inclinación a la sensualidad? ¿O tal vez el sano cultivo del cuerpo? Esto es lo que podría sugerir la siguiente "perla", aparecida en marzo de 1951 en otra revista de la Sección Femenina llamada "Teresa", obviamente en honor a su patrona Santa Teresa de Jesús:

"Una mujer que tenga que atender a las faenas domésticas con toda regularidad, tiene ocasión de hacer tanta gimnasia como no lo hará nunca, verdaderamente, si trabajase fuera de su casa. Solamente la limpieza y abrillantado de los pavimentos constituye un ejemplo eficacísimo, y si se piensa en los movimientos que son necesarios para quitar el polvo de los sitios altos, limpiar los cristales, sacudir los trajes, se darán cuenta que se realizan tantos movimientos de cultura física que, aun cuando no tiene como finalidad la estética del cuerpo, son igualmente eficacísimos precisamente para este fin"


Pero, ¡claro!, ¿cómo no habíamos caído antes en la cuenta? ¿A qué perder el tiempo yendo a la oficina, dirigiendo una empresa, conduciendo un autobús, tecleando en el ordenador o mucho menos, acudiendo a un gimnasio? Para estar guapas y esbeltas, que es lo que realmente importa a la hora de encontrar a quien someterse, nada tan eficaz como dedicarse de lleno a las faenas domésticas. ¿Que tus carnes empiezan a mostrar signos de flacidez? Rápido, ¿a qué esperas? Ponte de rodillas y empieza a abrillantar el suelo, que seguro que lo tienes hecho un asco y a tu maridito no le gusta nada, como tampoco tus carnes flácidas. ¿Pero es que nadie te enseñó en el colegio cuál es tu auténtica misión en la vida? Pues mira qué clarito lo decía el libro para primer curso de Bachillerato de "Formación Político Social" editado por la Sección Femenina en 1962:

"A través de toda la vida, la misión de la mujer es servir. Cuando Dios hizo el primer hombre, pensó: "No es bueno que el hombre esté solo". Y formó la mujer, para su ayuda y compañía, y para que sirviera de madre. La primera idea de Dios fue el "hombre". Pensó en la mujer después, como un complemento necesario, esto es, como algo útil"


Nuestra misión, queridas lectoras de este blog, es, simple y llanamente, servir. ¿Y qué es algo que sirve para algo? Pues no hay duda alguna: un objeto útil, útil para ayudar y acompañar al hombre, útil para parir futuros hombres así como futuras siervas que sigan ayudándolos y acompañándolos. No en otro lugar reside la clave de nuestra dignidad: que asumamos nuestra condición utilitaria, sabiamente dictada por el todopoderoso, en tanto su idea primera, el hombre, necesitaba de un complemento para no sentirse solo. Y no siendo más que un ente útil y complementario del hombre, cuya finalidad originaria estriba en ponerse a su servicio, es lógico que aceptemos igualmente que no somos más que una propiedad suya, como lo eran los esclavos de los hombres libres. Así lo enseñaba a la mujeres españolas el manual de Economía doméstica para Bachillerato, Comercio y Magisterio que la Sección Femenina editó en 1968:

"Cuando estéis casadas, pondréis en la tarjeta vuestro nombre propio, vuestro primer apellido y después la partícula "de", seguida del apellido de vuestro marido. Así: Carmen García de Marín. En España se dice de Durán o de Peláez. Esta fórmula es agradable, puesto que no perdemos la personalidad, sino que somos Carmen García, que pertenece al señor Marín, o sea, Carmen García de Marín"

Afortunado este señor Marín, ¿verdad?, al que además de su casa, su coche, su dinero y sus calzoncillos, también le pertenece su mujercita Carmen García. Como afortunada debe de sentirse Carmen García por pertenecer a su maridito y haber pasado de ser un perro sin amo a disponer de un dueño que la cobije y proteja en su hogar, resguardándola de la intemperie. ¿Que a cambio Carmen debe someterse a él? Bueno, ¿no es eso lo que, según se ha dicho, representa su más auténtico deseo? Seguro que, aunque Carmen no ladre, le lleva gustosa las zapatillas cuando el señor Marín vuelva a casa cansado de trabajar.

Por no alargar demasiado el post, obvio otras "perlas" que también merecerían figurar aquí y os remito a un último texto que ya recogió en su blog el veí de dalt, también editado por la Sección Femenina, sobre el correcto comportamiento de una mujer con su marido. Advierto que es un texto no apto para estómagos delicados. Luego no me digáis que no os avisé.

Algo me inquieta profundamente de todas estas perlas. Quienes leyeron las revistas Medina y Teresa, quienes estudiaron en los colegios los manuales de Bachillerato citados, son una franja de mujeres que actualmente rondará entre los cincuenta y los noventa años. Mujeres que han educado a otros hombres y mujeres que, si bien habitan una realidad social cada vez más dispar con respecto a la que ellas vivieron, han crecido en hogares en los que la compresión del papel de la mujer y de su relación con el hombre transmitida por estas perlas, de una manera más o menos patente, o lo que es aún peor, más o menos larvada, no podía dejar de estar presente.

¿Sería sensato pensar que las notorias transformaciones sociales de las últimas décadas habrían logrado eliminar todas y cada una de las improntas, leves o no tanto, labradas por esa educación? Personalmente creo que no. Ni aun con la voluntad más consciente y decidida para ello. Porque si bien la verdadera revolución es la que se da en las conciencias, sus estratos más subterraneos no resultan fácilmente accesibles ni se dejan transformar con la misma rapidez que los más superficiales. Una revolución radical de las conciencias requiere, además de esfuerzo, tiempo. Eso sí: para promover la venida de ese tiempo, creo que sólo nos cabe seguir, entre todos, reflexionando, revisando y ahondando en nuestras conciencias.